viernes, 1 de mayo de 2020

UNA MANZANA Y DOS REBANADAS DE PAN UNTADAS CON MIEL-

Era un luminoso y cálido sábado de agosto, en la sin par Andalucía. En el conocido y prestigioso restaurante EL ATAURIQUE DORADO, propiedad de los hermanos Cabrillana, Matías y Feliciano,  tenía lugar un gran banquete para celebrar los esponsales de Rocío y Nicolás.  A este feliz evento habían sido invitados un elevado número de comensales, lo mejor de la comarca, que superaban probablemente las trescientas personas. La familia de la novia era muy conocida en toda la comarca cordobesa, debido a que su padre, don Evelio del Prado poseía importantes y variados negocios por toda la región. Desde almazaras, para la producción de aceite, hasta una cadena de industria panadera y confitera, repartida por las ocho provincias andaluzas, aunque también algunos filiales habían rebasado el perímetro administrativo de la Comunidad Autónoma. Evelio y su mujer Virginia habían amasado una gran fortuna, tanto por herencia familiar, como por la dinámica iniciativa de un gran emprendedor para los negocios, como era este leonés apodado “el cabrero” (en su adolescencia se ganaba la vida ejerciendo esta honrada actividad) afincado desde hacía más de treinta años en tierras al sur de Despeñaperros.

Era costumbre en aquella comarca que, en un momento de la ceremonia, los contrayentes se intercambiaran públicamente sendos regalos, que testimoniaran el vínculo afectivo que les unía como prueba de amor, en principio, para toda la vida. En medio de los aplausos enfervorecidos de toda la concurrencia, esos presentes normalmente consistían en joyas, cartas (lógicamente de contenido privado) o también flores. Ante la mirada complacida del padre Isaías y el asombro de los padrinos de boda, Evelio, que había llevado a su hija al altar, y de Amparo, la madre de Nicolás, también de todos aquellos invitados que ocupaban las primeras filas ante un improvisado altar, los dos jóvenes en entregaron respectivamente una manzana y dos rebanadas de pan, sobre la cual se había untado un poco de miel. Aunque nadie podía atar cábalas acerca del fundamento de tan peculiares regalos, de inmediato la salva de los aplausos y los consabidos vítores a los novios facilitaron la continuación normalizada de la ceremonia, previa al gran banquete.

Para entender el significado de estas curiosas dádivas, que sin duda representaban simbólicamente determinados recuerdos entre dos personas que se unían en matrimonio, hay que retrotraerse a un tiempo más atrás. En ese importante pueblo de la Bética había una poderosa familia, presidida por Evelio (a quien nadie osaba quitarle el prefijo de don, al nombrarle) que dominaba la economía del municipio, con ramificaciones por otras muchas localidades de la región y también fuera del área de la Comunidad Autónoma. Este poderoso empresario (algunos utilizaban el apelativo “cacique” en voz baja, por supuesto) del aceite” y de los productos confiteros y panaderos, tenía por esposa a Virginia, una persona eclipsada por el poderío social y el fuerte carácter de su cónyuge, mujer que se aburre soberanamente, pues lo tenía todo resuelto ya que disponía de una muy importante economía para los gastos. Mientras que su única hija fue una niña pequeña, estos progenitores le dieron todo lo que la niña quería, malcriándola en su formación evolutiva. Se trataba de una mediocre estudiante, a pesar de haber estado matriculada en costosos colegios de titularidad privada, teniendo a nivel familiar todos sus caprichos cubiertos sin la menor contención.

A trancas y barrancas, Rocio fue avanzando en su currículo escolar hasta completar el bachillerato, con un par de años de retraso. En ese crucial momento de sus estudios decidió que no le apetecía cursar una carrera universitaria. Discutió con sus padres la opción que a ella más le apetecía y que consistía en prepararse para ser azafata de vuelo.

“Mira Papá, yo lo que quiero es conocer mundo, viajar de un lugar para otro y comenzar a valerme por mi misma. En modo alguno se me ocurriría ponerme a trabajar en tus empresas, pues tanto el aceite como los pasteles no me seducen. En todo caso, me “engordan” y yo quiero mantener esta ágil línea de cuerpo que tanto me favorece. Con veinte años cumplidos que tengo, creo que debo ir sentado un poco la cabeza. Y la opción de azafata de vuelo es la que me parece más atractiva para avanzar en la autonomía como persona. No olvides que ya he superado la mayoría de edad”.

Aunque la discusión continuó agriamente, dado el carácter autoritario del cabeza de familia y la tozudez de Rocío, después de varios días de enfrentamientos “porque lo digo yo y estás en mi casa” o “yo voy a estudiar lo que me gusta y no lo que tu quieras” entre padre e hija, Evelio, presionado por su mujer y a regañadientes, contactó con una academia especializada en la preparación para las azafatas de vuelo, ubicada en la propia capital de la Mezquita.

Allí quedó matriculada la joven Rocío, después que su padre echara mano de la “poderosa” tarjeta bancaria para abonar el elevado coste de la formación solicitada. Los preparadores detectaron, desde un primer momento, que la chica no era especialmente voluntariosa para el estudio. Pero el mayor problema o dificultad que observaban era su muy deficiente nivel en la lengua inglesa, idioma básico que había que dominar con firmeza y soltura, si se querían tener esperanzas de superar las pruebas que realizaban de manera periódica las grandes  compañías de vuelo. A nivel familiar entendieron que, además de la docencia de varios idiomas que la institución impartía, era necesario reforzar el nivel de listening y el speaking de inglés (capacidad tanto para entender lo que se escucha, como también para expresarse correctamente en el idioma británico). Y en este contexto formativo, aparece la persona de Nicolás Albiñana.

Este joven, de veintiocho años de edad, compensaba la muy modesta pensión de viudedad de su madre Amparo (con la que convivía) impartiendo algunas horas de inglés en una academia privada de idiomas. También daba clases particulares, desplazándose a los domicilios de aquellas personas que solicitaban sus servicios. La destreza práctica que poseía en este idioma provenía de haber pasado toda su infancia y adolescencia residiendo en Manchester, cuando sus progenitores decidieron, unos años después de su matrimonio, emigrar a esta ciudad industrial, en donde su padre trabajaría como obrero en una siderurgia. La enfermedad paterna les hizo volver a España. Pero Nico se trajo un importante bagaje lingüístico, como era el dominio práctico del inglés, idioma que ahora le permitía esos trabajos que surgían eventualmente de aquí por allá. Su destreza y capacidad idiomática llegó a los oídos de Evelio, quien le pidió ayuda a fin que agilizara las dificultades de su hija, en un idioma que resultaba fundamental para su vocación o “capricho” de poder acceder a la profesión de azafata de vuelo.

De esta forma, Nico acudía dos veces en semana a la espléndida mansión que la familia Prado Santial poseía en una arbolada zona residencial, a fin de impartir sus clases prácticas de inglés. Rocío esperaba ilusionada esas dos horas de aprendizaje, los lunes y los jueves, con un apuesto  profesor que unía a su destreza expresiva una admirable sencillez y paciencia personal, digna del mayor elogio. Además del trabajo lingüístico, los dos jóvenes encontraban algunos minutos de mutuo interés, para comentar sobre sí mismos y otros asuntos de la vida, generándose entre ellos una afectiva atracción que, semana tras semana, iba aumentando en proximidad y entendimiento recíproco. Aunque las clases eran de cinco a siete, profesor y alumna, amigo y amiga, incrementaban ese tiempo para compartir algún paseo, ese rato en la cervecería y, sobre todo, esas palabras que les hacían conocerse mejor, confiándose ilusiones y problemas. Cuando se acercaba la hora de la cena, Nico tenía que volver a la capital, para lo que utilizaba una pequeña moto, de segunda o tercera mano, que un vecino le había vendido por un precio asumible para su precaria disponibilidad económica.
 
Inicialmente fue Virginia, la madre de Rocío, quien detectó ese acercamiento afectivo que mostraba su hija hacia el siempre atento y amable profesor. En principio evitó comentar el asunto con su marido, ya que conocía los prontos y respuestas que solía ofrecer el arrogante cónyuge. Pero Evelio tampoco fue ajeno a esa receptividad y simpatía que su hija mostraba hacia el apuesto joven, por lo que se preocupó en conocer (a través de sus múltiples contactos) la situación familiar y personal que había tras el docente de idiomas. Una noche, aplicando uno de sus frecuentes prontos y modales, expuso la situación con meridiana claridad, mientras cenaba con su mujer e hija. 

“Rocío. Me he enterado que cada día estás más acaramelada con tu profe particular. Y lo preocupante del caso es que él está también en la misma onda sentimental. Me he interesado por conocer su situación familiar. Es hijo de emigrantes. Él y su madre viven en un piso de dos dormitorios y sin ascensor, situado en una barriada humilde y con algunos brotes de conflictividad, en la parte norte de la ciudad Son personas extremadamente modestas, pues sólo disponen de la pensión de viudedad que recibe su madre y el escaso dinero que saca de las clases que él logra dar de manera intermitente. Carece de un trabajo fijo y bien remunerado. Desde luego en modo alguno es el marido que yo tengo pensado para tu futuro. La persona que mejor me ha informado de este sujeto no lo baja de ser “un pobre de solemnidad”, el cual habrá percibido el importante patrimonio que hay detrás de ti. Tienes que poner distancia con esos amoríos y limitarte al aprendizaje de lo que verdaderamente te interesa, pues en caso contrario intervendré con la energía que ya me conoces y apartaré a ese “buscavidas” de esta casa”.

Este muy duro planteamiento encontró una “explosiva” reacción en Rocio, quien se levantó de la mesa alteradamente enfadada, gritándole a su progenitor de que ya estaba bien de querer influir y organizar su vida. Que ella saldría con quien quisiese y no con quién a él le gustase. Y que ella, persona mayor de edad, planearía su futuro y pareja como mejor le pareciese. Virginia contemplaba la nueva “trifulca” entre padre e hija, moviendo repetidamente su cabeza en señal de manifiesta y enfadada disconformidad.

Los acontecimientos se precipitaron durante las semanas siguientes. Una mañana Rocío se dirigió a una farmacia, acompañada de su íntima amiga Laura. Posteriormente se desplazaron al domicilio de ésta, en donde la ya novia de Nico probó el test de embarazo que había comprado minutos antes. Con la tensión propia generada por el tiempo de espera, ambas querían comprobar si las sospechas de Rocio estaban o no fundadas en la realidad. Para sorpresa y desesperación de la interesada, la prueba resultó afirmativa. Así que ese mismo jueves por la tarde, se citó con Nico en el Paseo fluvial de la Calahorra, junto al Guadalquivir y el Puente Romano de la ciudad. Allí le planteó a su compañero afectivo la realidad puntual de su nuevo estado, mezclando los tiempos de serenidad con otros de nervios, desesperación y lágrimas. Nico la escuchaba con el mayor equilibrio y paciencia, aportándole su posicionamiento ante la “inesperada” situación que sobrevenía hacia ellos y a la que deberían hacer frente con inteligencia y prudencia. El joven entendía que más pronto que tarde, Rocío tendría que comunicarlo a su familia y afrontar la previsible explosiva reacción paterna, sobre todo. Afirmaba, una y otra vez, que él estaba dispuesto a entrevistarse con don Evelio, manifestándole su responsabilidad y su ilusión por emprender una vida futura junto a su hija. La verdad es que no era ajeno a la reacción, más que violenta, que iba a recibir de su visceral interlocutor. Tras sopesar unas y otras posibilidades, al fin decidieron que ambos debían estar juntos, cuando comunicaran la “explosiva” noticia a los padres de Rocío.


Ese sábado de abril, a eso de las seis, Nico acudió al domicilio de su compañera sentimental para hablar con don Evelio, quien se extrañó de la presencia del profesor al que hacía ya unas semanas había despedido de las clases que impartía a su hija. En el amplio y barroco salón de estar de una mansión lujosamente edificada, la pareja de amantes y los padres de Rocío se hallaban sentados frente a frente, todos con el rostro adusto, en una dramática escena cuyo contenido unos y otros presagiaban o temían. Nicolás entendió que debía de ser él quien comunicara la feliz noticia a los padres de Rocío. La reacción de éstos al conocerla fue gradualmente modificándose entre el asombro, el estupor, la crispación y la cólera, en principio torpemente contenida. Resultaba curioso, pero quien mostraba externamente una mayor tranquilidad, entre los cuatro presentes, era la futura y joven madre. Don Evelio respondió con su habitual dureza acústica, progresivamente incrementada, que tanto él como  su mujer no querían saber nada del “turbio” asunto.

“Mire Vd,. atrevido y ambicioso joven. La caprichosa de mi hija tiene las puertas abiertas para buscarse la vida, junto a un desgraciado y también irresponsable buscavidas como en realidad tú eres. De mi patrimonio no vais a sacar un solo “duro”, para vuestros absurdos proyectos. Y ahora quiero que abandones de inmediato esta noble casa, a la que entraste como profesor y ahora pretendes convertirte en un familiar. Desde luego que no vas a contar conmigo ¡Fuera de aquí, pobre bastardo!”

Rocío no permitió que ese compañero a quien amaba y padre de su futuro hijo saliera de esa forma de la casa familiar: sólo, humillado e insultado. Por ello cogió su mochila y se fue con él, dando un gran portazo en la salida. Vagaron aturdidos por toda la localidad, durante horas, confusos y preocupados por la compleja situación  en la que ambos estaban inmersos. Serían ya cerca de las once de la noche, cuando repararon en que ninguno de los dos llevaban en ese momento suficiente disponibilidad económica para pasar juntos la noche. Sentados en la Plaza principal, fue ella quien extrajo de su mochila una manzana, fruta que se prestó a compartir con Nico, pues uno ni otro habían probado bocado desde el almuerzo. Entonces se acercaron al único establecimiento aún iluminado, que había en la zona aunque el camarero encargado (un hombre ya entrado en años) estaba cerrando el local, tras haber ordenado y limpiado previamente el pavimento. Le pidieron si podía venderles algo, explicándole que no habían cenado. Aunque el buen hombre iba con prisa, sintió un poco de pena por los dos jóvenes, a quienes veía claramente nerviosos y entristecidos. Entró en la cafetería y con un ágil movimiento cogió medio pan cateto de gruesa corteza y miga amarillenta, que tenía debajo del expositor de las tapas, ahora vacío. Cortó en pocos segundos dos amplias rebanadas. Como había  un dosificador de miel encima del expositor, vertió un poco de su espeso y dulce contenido sobre ambas lonchas de pan, que entregó encima de una servilleta de papel a los dos jóvenes.

“Vamos a ver, me parece parejita que tenéis algún problema, pero Nazario no os va a dejar con el estómago vacío a estas horas de la noche. Y como me temo que no disponéis de mucho capital, considerad este “menú” como un modesto regalo que os hago. Sois jóvenes y tenéis toda una vida por delante. Llenadla de cariño y buenas acciones. Mi mejor consejo es que sigáis juntos y os ayudéis para compartir los problemas que tengáis, por complicados o difíciles que éstos puedan ser”.

No olvidarían la transparente bondad de esta humilde y gran persona. Tras darle repetidamente las gracias, fueron a compartir, con efusivo cariño, tan “suculenta” cena: dos rebanadas u hogazas de pan untadas con miel y una manzana de piel enrojecida, en uno de los bancos del parque. Allí donde antes habían estados sentados, analizando sus problemas.

Solamente Evelio y Virginia conocen exactamente lo que ocurrió en su domicilio, desde que a las 18:30 la pareja formada por su hija y pretendiente abandonaron humillados la gran mansión, hasta las doce de esa noche, cuando Virginia decidió marcar el número del móvil de su hija. Probablemente en esa habitación principal de la casa se habían estado intercambiado, entre un desconcertado, enfadado y desvitalizado matrimonio, agrias discusiones, no pocos reproches, muchas lágrimas y voces subidas de tono, además de súplicas e intentos de comprensión y rectificación.

“Rocío, mi niña, vente para la casa o dime donde os encontráis. Te prometo que todo se va a arreglar. Eres nuestra hija y yo no te voy a abandonar, pase lo que pase. Nunca lo haría. Y creo que tu padre tampoco. Si todos nos calmamos, hallaremos con generosidad una buena y razonable solución”.

Volvemos a la gran fiesta del Ataurique Dorado, en donde se celebraban los esponsales, previo al inminente y suculento banquete. Con prudencia, nadie preguntó por el significado de aquella manzana y las dos rebanadas de pan, untada con miel. Sólo sus protagonistas (además de Laura y Nazario) conocían el simbólico significado de tan especiales presentes intercambiados en la ceremonia. A Virginia se la veía muy feliz. Evelio atendía, con extrema amabilidad y diplomacia, a unos y otros entre las decenas de invitados. Y en una gran mesa compartida de comensales, Nazario se preguntaba, una y otra vez, por qué Nico y Rocío valoraban tanto su comprensivo y modesto gesto, en aquella cálida noche de abril.-



UNA MANZANA Y DOS REBANADAS 
DE PAN UNTADAS CON MIEL



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
1 Mayo 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           


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