viernes, 15 de mayo de 2020

AQUEL HOMBRE DEL SOMBRERO GRIS, EN UNA TARDE DE INTRIGA.


La capacidad imaginativa en las personas difícilmente puede ser objeto de crítica o polémica. Aunque en ocasiones aqu ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ue la practican ocial, sino tambiente es mayoritariamente aplacasiónéllos que la practican pueden “pasarse de frenada” y cometer incómodos errores, en general ese valor de la mente es mayoritariamente aplaudido y considerado. no sólo en el entorno social, sino también en el ámbito laboral, familiar y en el escolar. Hay profesionales que han de hacer un constante uso de esa potencialidad de su inteligencia, en el ejercicio diario de su actividad. Es el caso de los escritores de libros o artículos en los medios de comunicación. También aplican la fuerza de su imaginación aquéllos que elaboran guiones cinematográficos o teatrales. Piénsese en los arquitectos de edificios y estructuras urbanas, en los decoradores de viviendas y comercios, en los políticos que han de optimizar los recursos disponibles entre todas las necesidades, en los escultores y pintores que esculpen o dibujan obras artísticas, en los creadores de nuevos diseños para la ropa o los zapatos o aquéllos que trazan nuevos y atrevidos modelos para la línea automovilística. Y así un largo etc. Todo ello refleja la utilidad de esta importante facultad intelectual para construir un mundo mejor y más diferente en su funcionalidad. Y cómo olvidarnos de esas madres o de esos padres que, en cada una de las noches, elaboran y narran uno y mil cuentos, agradables y divertidos, para facilitar el sueño placentero de sus retoños. La imaginación es un valor gratamente imprescindible en lo universal.

Delio Alberca, treinta y nueve años de edad, trabaja como P.A.S. (Personal de Administración y Servicios) en una de las facultades que pueblan el entorno universitario del barrio de Teatinos en Málaga. Preferentemente tiene asignado un horario laboral que se inicia a las 8 de la mañana y finaliza a las 15 horas, entre lunes y viernes. Lleva bien su soltería, pues aunque muchos días suele ir a almorzar a casa de su madre, desde hace años tiene fijada su residencia en un piso con dos dormitorios que adquirió de segunda mano, situado no lejos de esa importante zona claustral, para el estudio y la investigación. Las tardes suele dedicarlas al paseo cotidiano o a visitar las salas cinematográficas, aunque también le agrada asistir a conferencias, exposiciones y algún espectáculo musical. No era mal alumno, en sus tiempos de estudiante, pero al finalizar el bachillerato conoció una convocatoria de plazas en la Universidad, a las que se animó a presentarse, con obvia fortuna, pues ahora posee un puesto consolidado de trabajo en la institución, en la que presta servicios auxiliares. Es persona sin grandes núcleos de amigos y algo introvertido o misterioso, pero ello no obstaculiza su constante trasiego cultural y deportivo (durante las tardes y fines de semana) llevándose socialmente con aceptable normalidad con respecto a sus compañeros de trabajo.

Era una luminosa tarde de jueves, presidida con cierta intensidad térmica, en la Primavera avanzada del calendario. Además del calor reinante, correspondía ese día de la semana con la proyección de cine clásico, encomiable tarea que llevaba a efecto uno de los pocas salas que ya van quedando en el entorno antiguo de la ciudad. La película se proyectaba en dos sesiones, a las 18 y a las 20 horas, por lo que Delio eligió la primera opción, pues así le quedaba un excelente tiempo a la salida para darse un buen paseo cerca del mar. Ello le permitiría disfrutar con una de esas puestas de sol que tanto vitalizan nuestro organismo, por el cromatismo y matices de su luminosidad anaranjada, mezclada con las aguas azuladas del mar.

¿Por qué le agradaba tanto el visionado de películas vinculadas al aludido género clásico? En este tipo de cine, tanto él como otros muchos aficionados encuentran una serie de incentivos y valores, que motivan y justifican su preferencia. Aunque muchas de estas cintas están dotadas de un maravilloso technicolor, la mayoría de las películas correspondientes a la primera mitad del siglo XX fueron rodadas en una atrayente escala de grises o, dicho de forma coloquial, en blanco y negro. Los guionistas, directores y actores cuidaban mucho la explicación y convicción de las tramas argumentales. Abundaba en este género cinematográfico el típico Cine Negro, constituido por esos thrillers o películas de intriga, muy humanizadas y que te hacía tomar perfectamente empatía al espectador con la interpretación de los actores y actrices. En este género aparecían con frecuencia los policías y los delincuentes, el mundo de los gánsteres, aquellos hombres perversos junto a esa mujer fatal de ojos maravillosos. Eran temáticas en las que “los buenos” solían vencer a la maldad, siempre ayudados por esa paternal policía que siempre vigila la seguridad de las personas, persiguiendo las acciones y comportamientos delictivos. Y no siempre “los malos” lo eran tan realmente, pues muchos de los que con su rol interpretativo asumían esa forma de ser, acaban mostrando ese lado del buen corazón que permanecía aletargado en el torbellino de sus desordenadas existencias.  Era costumbre en la época al uso del sombrero en los hombres, como un signo de distinción, protección y elegancia. Por supuesto que dentro del cine clásico también aparecen los géneros del cine de aventuras, las comedias, los dramas, los romances y la vida familiar.
En las dos sesiones semanales de estas multisalas se utilizaba la ya trasnochada cámara de proyección, con los rollos de celuloide de 35 m/m y además se mantenía el audio en versión original subtitulado, con lo que el sonido de las voces de aquellos míticos interpretes añadía un mayor encanto a la vivencia cinematográfica. Ese sonido real se mezclaba, en la acústica de la oscurecida sala, con el derivado de la propia máquina proyectora, añadiendo verosimilitud psicológica a lo que contemplabas y disfrutaban en la gran “sabana blanca” de la pantalla.

Gratamente distraído e impresionado por la calidad, temática e interpretativa, de la película que había tenido la oportunidad de ver, abandonó el tradicional complejo cinematográfico, unos pocos minutos después de las 19:30. No había dado muchos pasos, en el inicio de su caminar hacia la vitalidad portuaria, cuando vio a un hombre de mediana edad que le llamó poderosamente la atención. Su rostro tenía un gran parecido al del actor protagonista de la película que acababa de visionar. Además, al igual que este intérprete, usaba un sombrero de color gris, lo que era de extrañar, pues la temperatura de la tarde invitaba a despojarse de cualquier ropa de abrigo. Vestía cazadora y pantalones vaqueros de color azul lavado, prendas con apariencia de soportar un muy repetitivo uso, calzando unas deportivas Converse, del mismo color de la ropa y que demostraban no haber sido lavadas a lo largo de los meses.

Profundamente motivado por la trama que había compartido en pantalla, decidió seguir a ese misterioso personaje quien, en su desbordada imaginación, podía ser uno de esos integrantes del hampa y que ahora se dirigía para cometer alguna fechoría o tal vez acudía a una cita concertada con alguna intrigante y cautivadora mujer. El supuesto delincuente caminaba de manera pausada, lo cual facilitaba su seguimiento a una prudencial distancia, a fin de no levantar sospechas que pudiesen poner en guardia a esa enigmática figura. El personaje no siguió el camino portuario, sino que de inmediato giró en su trayectoria hacia el norte de la ciudad, introduciéndose por un laberinto de callejuelas sinuosas, mal ventiladas (por la proximidad edificatoria dejada entre las opuestas fachadas) y con esa dejadez e incivismo ciudadano, al que tampoco ayuda los servicios de limpieza en el día tras día. Delio estaba plenamente convencido, cada minuto que pasaba, de estar siguiendo a un miembro del hampa. En coherencia con la actitud del policía que había desarrollado un gran papel en la película, ahora era a él a quien correspondía el deber “atrapar” al supuesto delincuente con las manos en la masa.

En un giro de la red viaria, el hombre del sombrero gris había sorpresivamente desaparecido de la calle. Un tanto desconcertado, Delio miró por aquí y por allá, sin saber exactamente a dónde dirigirse. Para su fortuna investigativa, casi se da de bruces con el misterioso personaje, quien abandonaba un estanco en donde habría entrado para comprar ese tabaco al que estaría vivencialmente “enganchado”. Efectivamente, se introdujo una cajetilla de esa “picadura venenosa” en el bolsillo de su cazadora, tras haber sacado previamente un cigarrillo de la misma. En esos movimientos, al sacar la mano del bolsillo, se llevó pegado un trozo de papel blanco que cayó pronto a las baldosas del suelo, sin que su poseedor se diera cuenta de la pérdida. Delio se apresuró a su recogida y no dejó tiempo alguno para su lectura. Muy escasas palabras escritas: Irma Vediana. 799 … número de un teléfono móvil y debajo, Tristán.

Aunque siguió, sin dudarlo, la trayectoria del intrigante personaje, su imaginación entraba en plena ebullición, tratando de dar sentido a esos nombres de mujer y hombre, que estarían vinculados al individuo del sombrero gris. ¿Podría tratarse de una trata de blancas? ¿O de alguna mujer de la vida? ¿Qué ocurriría si se atreviera a llamar a ese número telefónico? Perseguido y perseguidor llegaron a una zona de la más rancia antigüedad en la ciudad, relativamente cercana al punto nuclear urbano de la Plaza de la Constitución. En esa calle de la “vieja época”, prácticamente vacía de residentes y cuyas plantas bajas y portales (aquellos que no estaban tapiados o cerrado con toscos portalones) se habían transformado en tugurios de copas y bares para el alterne, en un ambiente bohemio y “contracultural”. En uno de esos locales entró el que sin duda tenía que ser un importante capo de la banda (en el pensamiento obsesivo de Delio).

Esperó a prudente distancia de ese local que tenía cuatro voluminosos toneles delante del portal, a modo de mesas, rodeados de altos taburetes de madera para el descanso de la clientela, mientras disfrutaban sus consumiciones y la fluidez de las palabras. El establecimiento llevaba por nombre “LA JERINGA” expresivo rótulo grabado al fuego, sobre un tosco trozo de madera barnizada de color beige intenso. Dándole vueltas al tema, como buen detective, reflexionó durante unos minutos y optó por llamar a ese número telefónico que venía escrito en el trozo de papel que había perdido el extraño personaje, con el ánimo de identificar a los nombres escritos. Después estaba dispuesto a entrar en el escasamente iluminado establecimiento, como un valiente policía. Se distanció unos metros para tomar asiento en uno de los altos escalones que daban entrada a uno de los tres templos más tradicionales de la ciudad. Ya estaba oscureciendo, pero la temperatura seguía siendo muy grata, viéndose por toda la zona un alegre ambiente de gente joven que iba ya poblando las meses de los muchos lugares atrayentes  para el tapeo y los deliciosos vasos de cervezas y vinos a granel. De inmediato marcó el número telefónico.

Tras sonar en varias ocasiones, por fin al otro lado de la línea apareció una voz grave preguntando: “Aquí Acrisio. ¿Quién llama?” Entonces Delio, con una sangre fría admirable, puso su pañuelo sobre el móvil y respondió “Soy Tristán ¿Cómo va la tarde, Acrisio?”· Aunque su interlocutor dudó unos segundos, siguió con la conversación.

“Mira, Tristán. Es que no se te escucha muy bien, debe estar la línea “sucia” o sobrecargada. Esta mañana he estado hablando con la “mozuela” que me recomendaste. La verdad es que tiene buen cuerpo. Y parece suelta en el trato. En nuestro asunto, se necesitan chicas simpáticas y que sepan mover bien el culo, pues así el personal se anima y acaba pronto la jarra o el vaso, pidiendo que se lo llenen de nuevo. Le he dicho que se venga sobre las 20:30, pues tiene tarea por delante para atender las peticiones de la muchachada y los mayores. Es que esta noche cerramos ya de madrugada. Con este tiempo de terral y habiendo comenzado el finde, tenemos el tinglao abierto hasta la madrugá. Aquí hay buen asunto, hasta las cuatro o las cinco. Por eso le he dicho a la Irma que se me venga bien arregladita (tú ya sabes lo que quiero decir), porque después de la medianoche, vienen todos esos soñadores, hambrientos del cuerpo, que se beben lo que se les eche, con tal de ver el contoneo, los pantalones cortos ceñidos y esas risas de la chica, ante los piropos que le sueltan los mirones hartos de etílico hasta el gaznate. Lo dicho. Vente por aquí y nos tomamos unos vinos”.

Después de escuchar este significativo monólogo, Delio seguía aún sospechando que la Jeringa era en realidad un centro en donde el hampa se reunía para planificar sus fechorías. Y el tal Acrisio tenía que ser el individuo del sombrero gris que ciertamente tenía un lejano parecido, en sus rasgos faciales, con el ya desaparecido actor Edward G. Robinson (Bucarest 1893- Hollywood, California 1973) pero con una mayor estatura y más erguido de cuerpo. El reloj marcaba ya las nueve menos cuarto, por lo que comprendió que carecía de tiempo para ampliar las investigaciones. Así que dejó su proceso de acción policíaca para la tarde siguiente, viernes y no tendría que irse pronto a la cama pues el sábado no tendría que madrugar para dirigirse a la facultad universitaria donde trabajaba.

Aquella noche no dejó de darle vueltas a la cabeza acerca de quiénes serían, en la estructura orgánica de la delincuencia estos personajes. Desde luego, lo más prioritario era liberar a esa chica, llamada Irma, de las garras de esos dos contumaces hampones, aunque las bandas implicadas podrían estar integradas por muchas más personas fuera de la ley.

En la tarde/noche del día siguiente, provisto de gafas oscuras y cubriéndose con una gorrilla deportiva, se acercó a la calle donde estaba situada la Jeringa, junto a otros tugurios del mismo estilo. Ya había cenado, por que se acercó a esa zona de copas y ambiente juvenil a escasos minutos de las diez de la noche. Entró en el establecimiento que, en aquella hora “temprana” aún no estaba repleto de público. Sólo algunas parejas jóvenes conformaban la actual clientela. Para su sorpresa, se encontró con que detrás de la barra de servicio estaba el individuo al que había seguido en la tarde anterior. Reconoció perfectamente su rostro, aunque en ese momento no se cubría su oronda cabeza con con el sombrero gris. La alopecia en su cabeza era mayoritaria, sobre todo en la parte alta del cráneo. Una voz desde la cocina sonó a grito: ¡Acrisio, los dos campesinos con hamburguesas! Llamamiento que impulsó al hombre de la barra a entrar en la cocina y salir de inmediato con un plato en el que iban las dos hamburguesas, metidas en sendos bollitos de pan. El suculento manjar rebosaba una intensa mostaza amarillenta. El Acrisio de la banda era un modesto camarero, que atendía al servicio de mesas y de barricas en el exterior. Ya con una cerveza delante suya y sentado en un ángulo del local, Delio observó que desde dentro de la cocina salía una mujer joven,  con un delantal encima de la camiseta, vaqueros azules y sandalias planas de cuero, que llevaba en la mano un plato de patatas fritas. Desde la puerta Acrisio gritó: “Irma, las papas fritas son para el barril cuatro”. Aunque la chica era más bien delgada, su trasero era generosamente  desproporcionado con respecto al volumen global de su cuerpo.

Todo iba encajando, Se trataba de un bar de copas, en donde también se preparaba comida rápida, ese fast food muy apreciado entre la clientela que ocupaba el local a esas hora de la cena. Era lógico suponer que cuando avanzase el horario, en vez de perritos y hamburguesas, se servirían buenas copas de licor para sustentar la profundidad de la noche. El bueno de Acrisio, un esforzado ventero, sería el dueño o encargado de este garito que a tenor del público presente en aquella hora, podría ser un punto de reunión para la “progresía” y la contracultura. Irma ayudaba en la cocina (parecía que había una señora más en su interior) aunque también atendía el servicio de mesas. Delio terminó su consumición, y tras abonarla abandonó el local. La voz de Acrisio del pareció mucho más grave que cuando le escuchó por teléfono.

Caminaba para su casa, algo cabizbajo y desilusionado, porque allí no se había encontrado con el mundo del hampa, ni había salvado a la joven Irma de las garras de la mafia. Pero compensó un poco su ilusión recordando que esa tarde en casa se había bajado de Internet una película de cine clásico, en el género del más puro cine negro. Al no tener que levantarse temprano, pues sería sábado, la disfrutaría antes de irse a la cama. Intentaría, como en otras ocasiones, ponerse bajo la piel del actor protagonista de ese film quien era, nada más ni nada menos, el "inmortal" Humphrey Bogart (Nueva York 1899-Los Ángeles 1957).

La imaginación es un signo indudablemente positivo de vitalidad y creatividad. Pero, como en todos los campos de la vida, su exageración o la falta de mesura, en esas facultades de nuestro intelecto, puede derivar en comportamientos obsesivos, aunque posean cuotas de divertimento y comicidad. Delio había equivocado su profesión. Se tendría que haber preparado, en su vocación, para ejercer como un buen detective.-


AQUEL HOMBRE DEL SOMBRERO GRIS, 
EN UNA TARDE DE INTRIGA



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
15 Mayo 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es 
         



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