viernes, 1 de marzo de 2019

UNA ANSIADA OPORTUNIDAD, EN LA CONFUSA REALIDAD DE MINERVA.


En función del tipo de vida que cada persona esté habituado a desarrollar, resulta bastante frecuente que apetezcamos disfrutar, al menos de vez en cuando, de una situación diferente u opuesta a esos comportamientos que presiden normalmente el desarrollo de nuestros actos. Es fácil de entender este anhelo pendular, en nuestras íntimas agendas propuestas para cada día. Si la persona en cuestión ha de afrontar una actividad frenética y cambiante, por la necesidad de su trabajo aunque también por su peculiar forma de ser, es natural y entendible que desee sosegar, ralentizar o “parar” esa velocidad de acción, a fin de tener unas horas, unos días o el tiempo que sea posible, en el que disponga de una mayor tranquilidad para el quehacer de sus actos. Por el contrario, aquellos otros seres para los que la rutina y el aburrimiento cansino son una constante en sus movimientos y quehaceres, suspiran con frecuencia por la llegada de esos cambios y acelerones vitales para su existencia. Suspiran, en definitiva, por esas novedades que acierten a poner un poco de color y diferencia en la letal y sufriente monotonía en la que se consideran aburridamente inmersos.

Esta última situación es la que afecta a Minerva Lavinia del Saz, una mujer de edad intermedia que trabaja como monitora polivalente en una escuela infantil de titularidad privada. Lleva casada con Lauro Trono Bernal poco más de dos décadas, en una unión conyugal a la que no ha querido visitar la solicitada “cigüeña”. Aunque en un principio sufrieron con ansiedad esa carencia vital de la descendencia genética (fueron razones médicas, las causantes de esa severa realidad en sus vidas) los dos cónyuges se fueron acomodando y asumiendo esa limitación que el destino traviesamente les impuso, encontrando en sus respectivos trabajos el tiempo y la actividad necesaria para compensar esa importante carencia de la paternidad/maternidad. Lauro, es agente comercial colegiado, estando vinculado a una importante empresa nacional de productos alimenticios, entre los que tiene una cualificada significación la producción y distribución de galletas y otros alimentos en el campo de la alimentación. Por la naturaleza de su función, ha de estar viajando con frecuencia por toda la geografía peninsular e insular española y en ocasiones incluso a otros países, tanto del marco europeo como de otros continentes. De hecho son más los días en que está ausente de su hogar, que aquellos otros en los que se hace presente en el mismo.

Por lo que respecta a Minerva, aplicó sus estudios y titulación administrativa de maestra para encontrar acomodo laboral en un centro de educación infantil de la urbe malagueña, en donde cumple horario sólo de mañana. Tras vigilar el almuerzo de los pequeños que comen en el centro, finaliza su trabajo a las 15 horas, de lunes a viernes. La atención a los niños pequeños compensa en cierto modo su frustrada maternidad. Siempre le gustaron los niños, de ahí los estudios de magisterio que realizó en su juventud. Incluso llegó a sopesar con su marido la posibilidad de la adopción, aunque las dificultades administrativas que se encontraron y las dudas al respecto del propio Lauro, les llevó finalmente a descartar esta compleja opción para el enriquecimiento de sus vidas. Tampoco posee un círculo de amistades especialmente amplio, pues sus compañeras de estudio están centradas en sus matrimonios y familias, de manera especial en la dinámica evolutiva de sus hijos. Minerva se siente intensamente sola, en estos momentos en que se va acercando al medio siglo de vida (dos años menos tiene su marido). La profesión de Lauro y su frío e independiente carácter explica el sentimiento de “orfandad afectiva” que sufre su insatisfecha mujer. Ciertamente las relaciones entre ambos cónyuges parecen socialmente “correctas” pero son, en la intimidad de sus vidas, realmente en realidad frías y basadas en una cansina superficialidad. El vínculo que mantiene el matrimonio adolece de una falta de comunicación e intensidad afectiva, lo que va provocando esa andadura rutinaria, vacía e insoportable de una mujer a la que las horas vespertinas (y de manera especial las del fin de semana) se le hacen “eternas”, pues desde las tres de la larde del vienes hasta el comienzo de cada lunes carece del dulce incentivo de sentirse útil en la atención a esos pequeños que, obviamente, pertenecen a otras madres y padres.

En la vida de Lauro existe un indecoroso y egoísta elemento añadido del que Minerva sospecha, aunque carece de pruebas concretas para poder denunciarlo al efecto. Y ese comportamiento desleal no es otro que los más que probables devaneos sexuales de su marido, en el confuso contexto de  tantos viajes y ausencia del hogar conyugal. Efectivamente este dicharachero, simpático e imaginativo comercial (fuera de su domicilio), mantiene unas esporádicas pero complacientes veleidades afectivas, sabiéndolas llevar con prudencia, decoro y “buen hacer” a fin de evitar los molestos escándalos y la mancha de imagen a su quehacer profesional. Con ello trata de no enturbiar, aún más, esa atmósfera aletargada y plena de opacidades y disimulos que se respira en su aburrido y desvitalizado matrimonio.  

Era un lunes de marzo por la tarde, cuando Minerva volvía a casa tras un primer día de semana en el que la hiperactividad de los críos había puesto a prueba la capacidad y paciencia que la monitora educativa era capaz de desarrollar y soportar. Un tanto agotada por la densa jornada laboral, abrió el buzón de correos y en medio de la propaganda habitual y la rutinaria notificación bancaria, se detiene en una carta manuscrita que iba dirigida a su persona. Repasó con rapidez el reverso del sobre, comprobando que carecía de remite alguno. Ya en su domicilio se preparó una infusión de té, añadiendo al contenido caliente de la taza un buen chorreón de leche desnatada y apenas un cuarto de cucharilla de azúcar (se estaba habituando a reducir el consumo de productos azucarados, pues la talla habitual para su cuerpo se le estaba quedando pequeña por los errores cometidos en la ingesta y también debido a los cambios orgánicos de esos años que pasan, mal que nos pensen, la indeseable factura). No esperaba que apareciera Lauro por la puerta, pues un día más “estaba realizando un viaje laboral, ahora por la zona de Extremadura” habiéndole comentado que volvería dos días más tarde.  Así pues buscó acomodo en el largo y mullido sofá del salón estar y abrió el contenido del anónimo y “misterioso” sobre.

Sonreía leyendo, con extrema y plácida lentitud, un romántico, delicado y precioso texto en el que, a partir del encabezamiento “Mi admirada Minerva” se desarrollaba, a lo largo de unas veintitantas líneas manuscritas, una verdadera declaración de reconocimiento, amor y cariño, desde una anónima autoría oculta bajo la nebulosa difusa de la distancia. Eran especialmente hermosas esas palabras de reconocimiento hacia las virtudes de una persona incomprendida, solitaria y de valores personales, absurdamente postergados y despreciados por la persona que con ella convivía. Finalizaba el sorprendente escrito con el propósito de continuar esta inicial comunicación, animándola a perseverar en su ejemplar caminar por esa selva vulgar de incomprensiones y deslealtades en la que, por mor del destino, ella tenía que subsistir.

Era indudable que el misterioso autor de la misiva conocía bastante bien el perfil íntimo de la persona a quien se dirigía. Leyó una vez más el texto y se sintió emocionada por esas palabras que reconfortan y alimentan el ánimo degradado de una mujer que sólo pedía atención, confianza y ese cariño innegociable que nos permite recorrer y avanzar, a través de ese camino que el destino nos tiene prefijado desde el imaginado infinito. Pensaba en cómo y quién podría ser ese autor observador que se ocultaba detrás de tan hermosas y animosas palabras. Quedó sumida, entre sonrisas y dibujos trazados en el lienzo inmaculado de su imaginación, en un plácido sueño del que no se despertó hasta muchos minutos más tarde, cuando la tarde ya había oscurecido tras el vidrio humedecido de una ya iluminada ciudad portuaria.

Y así en cada uno de los lunes, durante las siguientes semanas, continuaron llegando con marcial puntualidad nuevas misivas que abundaban y repetían las premisas expuestas en la sorpresiva y primera comunicación. Minerva se sentía anímicamente complacida ante estos anónimos mensajes en los que encontraba ese aliento nutriente para su desvalido y anémico equilibrio espiritual.  Estuvo tentada para comentar algo de lo que le estaba ocurriendo, cuando compartía la cena o ese rato de televisión junto a su marido. Pero una y otra vez desistía en el intento, principalmente porque se debatía en la duda de la respuesta que recibiría de Lauro, quien ahora practicaba el inadecuado y desatento hábito de oír, pero de no escuchar, cuando ella le estaba hablando. ¿Se enfadaría, por efecto de esa hombría poseedora, machista y soberbia,  que a todos los egoístas les agrada mantener? ¿Le quitaría importancia y significación a la existencia de ese admirador secreto, que percibía y valoraba en “su mujer” aquello que él desconocía, postergaba o despreciaba? O por el contraría ¿le haría cambiar de actitud y carácter, hacia un plano afectivo más cariñoso y receptivo con respecto a la persona con la que llevaba conviviendo desde hacía más de veinte años?

Para sorpresa y alegría de Minerva, ya en la quinta misiva recibida durante otro lunes para la esperanza, el anónimo admirador expresaba como novedad la gozosa novedad de concertar una cita personal entre ambos, encuentro para el que ofrecía una fecha y hora concreta. Sugería la posibilidad de que fuese el viernes de esa misma semana, a eso de las seis de la tarde. Cafetería/bar La Brújula, en la zona portuaria del Paseo Marítimo del este malacitano. Curiosamente en ese día y hora, Lauro tenía que asistir a una convención de proveedores y representantes de las grandes superficies comerciales, procedentes desde las distintas regiones españolas, reunión a celebrar en el Palacio de Congresos de la capital malagueña. No había razón objetiva para que la presencia de su marido pudiera condicionar su desplazamiento a esa ilusionante y misterioso encuentro entre ambos. Una cita que podría tener consecuencias imprevisibles para el futuro de dos personas, una de las cuales tenía casi todos los datos mientras que la otra sólo poseía el contenido y la significante esperanza de varios pliegos de cartas.

Para esta atribulada mujer, la única respuesta posible que podía tener a ese ofrecimiento tan gentil y especial era tener presencia en la misma, a la hora y el lugar convenido. Por ello acudió a la cita, con esa mezcla convergente de interés, prevención y temeridad ilusionada, que el contexto relacional con esa persona, siempre en vía unidireccional, le ofrecía. Entró en la cafetería La Brújula, cuando el sol comenzaba su declinar viajero hacía un nuevo día. A las seis de la tarde de ese viernes tan especial, el recinto del establecimiento estaba prácticamente vacío. Sólo percibió en su interior a un señor bastante mayor con aire extranjero quien, apoyado en la barra, mostraba sus ojos vidriosos y un claro aburrimiento facial. Este adormilado cliente tomaba pequeños sorbos de una bebida ya casi consumida que, por su color, debía alcanzar una elevada graduación alcohólica. Decidió entonces, a tenor de la cálida y agradable atmósfera reinante, tomar asiento en el exterior del establecimiento. Eligió una de las meses que miraba directamente el balanceo de las embarcaciones varadas, propiedad de gente con importante liquidez económica y demasiado tiempo disponible para gastarlo en el ocio de su calendario. Tocaba esperar la llegada de ese desconocido autor de los cinco sutiles y estimulantes anónimos.

Fue tomando lentamente la infusión de manzanilla, anís y regaliz que le sirvieron (el camarero se había dirigido a ella en principio con esa británica, amable y divertida frase de “Can I help you, Mrs?” Pero el tiempo fue pasando con presteza aritmética, sin que otro cliente penetrara en la marinera cafetería. Pocos minutos faltarían ya para las siete, cuando Minerva pagó su consumición y abandonó el “lugar de encuentro”, precisamente cuando llegó a la misma un pequeño grupo de dicharacheras jóvenes extranjeras, de “nítidos” ojos celestes, piel “quemada” por la intensidad solar y con ese cabello dorado que mostraba y revelaba su estupenda vitalidad. Las tres chicas vestían con esa desenfadada alegría, proporcionada por unas cromáticas camisetas tatuadas, vaqueros con agujeros deshilachados y las sempiternas converses, cuyas lonetas bien gastadas fueron alguna vez en origen de color blanco. A pesar de la frustración derivada por el fallido encuentro, Minerva se sentía bien y confortada por lo que suponía esa ilusionada y traviesa tarde. Caminó lentamente por la orilla del muelle, disfrutando con la pequeña brisa “teñida” de mar y la grata visión de una Málaga que iba encendiendo sus luces de artificio, mosaico de colores que avisaban de la llegada de una nueva noche para el ensueño, la compañía o la áspera soledad. Gozaba con el pensamiento, tratando de mezclar esos interrogantes que dibujaban lo que podría haber sido, las palabras intercambiadas y todas esas miradas y gestos que tonifican, controlan la apariencia y despiertan la siempre ávida imaginación.

Al llegar a casa quedó sorprendida al ver las luces del salón encendidas. Inesperadamente Lauro había adelantado la vuelta de esa supuesta reunión, negocio o lo que “se trajera entre manos”. Tal vez su nueva “aventura” no le había proporcionado el resultado apetecido. Se cruzaron esas educadas, bruñidas y “vacías” palabras, mezcladas con monosílabos y alguna que otra sonrisa forzada o perdida. Mientras él consumía unos frutos secos, con exceso de sal como bien le gustaban, fijando su atención en las imágenes lustradas con el monocorde sonido de un documental en la 2, ella se cambió de ropa, disponiéndose a continuación a preparar algo para la cena. “Esta noche me voy a ir pronto a la cama, pues llevo en el cuerpo muchas horas de reuniones agotadoras, sumadas a las de volante por carretera. Me vendrá bastante bien este descanso del fin de semana”. Este fue el descriptivo y relacional diálogo que supo aportar la pareja afectiva de Minerva.

Las manecillas de los relojes marcan ya un gran avance en la madrugada del sábado. Pero hay muchas personas que, por diversas motivos, no pueden conciliar el sueño, dando nerviosamente vueltas entre las sábanas, leyendo algunas páginas del libro inacabado o preparándose algún remedio “eficaz” que compense la somnolencia. Una de estas personas, como suele hacer una vez a la semana, se entretiene en secreto rellenando el pequeño pliego de una carta. En el texto manuscrito, trata de justificar su proceder ineducado faltando a la cita contraída. Alude a que en esta ocasión prefirió no acercarse a ese espacio acordado de la cafetería La Brújula. Necesitaba observarla pero desde la distancia, espacio en realidad no excesivo, pues quería disfrutar con sus rasgos, gestos, movimientos y fidelidad al compromiso. No se atrevió a presentarse físicamente, sin saber  realmente el porqué, aunque en estos momentos se arrepiente y ruega mil disculpas. Añade una serie de preciosos adjetivos relativos a esa su admirada “interlocutora” que le esperaba, pacientemente sentada ante la brisa del mar y reposando junto a una taza … tal vez de té. “Otra vez seré más atrevido y podrás bien conocerme, ya en primera persona. Mientras tanto, sé que sabrás mantener esa ilusión que pienso con certeza he sabido despertar en ti”.

Una vez completado el texto, deja reposar el bolígrafo en el lapicero de su mesa e introduce la pequeña hoja manuscrita en un sobre que ya indica en su anverso la dirección de la destinataria. Mañana, tras su correspondiente franqueo, lo echará al buzón de correos. En esta oportunidad, la misiva llegará a su destino el martes, un día más tarde de lo habitual. Al fin se dirige de vuelta a la cama, en donde continuará jugando con la imaginación y el deseo. Lauro, a su lado, sigue gozando de un plácido y acústico sueño. Ella permanecerá aún bastantes minutos despierta, gozando de nuevas y creativas aventuras tejidas con los ojos cerrados.-


UNA ANSIADA OPORTUNIDAD, 
EN LA CONFUSA REALIDAD DE MINERVA.



José L. Casado Toro  (viernes, 01 MARZO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga




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