viernes, 29 de marzo de 2019

DESDE ESE OTRO LADO DE LA CIUDAD.


Hay que reconocerlo, mal que nos pese. No resulta fácil aplicar un poco de empatía a nuestras reflexiones y comportamientos. La realidad es que estamos demasiado atenazados por nuestros egos y problemáticas. Pero al menos cabría preguntarse qué ocurriría si lográsemos ubicarnos en esa otra parte de nuestro protagonismo vivencial y profesional. ¿Qué piensan los demás acerca de nuestro proceder? ¿Cómo puedo ponerme en la piel de ese otro para mejor comprenderlo? Si en algunos momentos de nuestro proceder nos viéramos realmente desde esa otra plataforma, aquella desde la que se nos contempla en el día a día, sería probable que llegara a nosotros una mejor autorreflexión y un cambio necesario en muchas de nuestras actitudes y respuestas. Pero como no es posible que estemos, al mismo tiempo, dentro y fuera de nosotros, tenemos que recurrir a ese saludable ejercicio mental que supone la empatía. No ya solo acerca de cómo se sienten los demás o tratando de comprender las circunstancias ajenas, sino también y sobre todo (lo cual es desde luego complicado) tratar de imaginarnos y mentalizarnos acerca de cómo se nos ve desde el plano exterior de nuestra intimidad..

Serían abundantes los ejemplos a citar, a fin de practicar este difícil, pero muy positivo, ejercicio de vernos y analizarnos desde ese entorno en donde desarrollamos nuestra habitual tarea. El profesor ¿tiene verdadera conciencia acerca de cómo “le ven” realmente sus alumnos? El médico ¿sabe realmente situarse en el lugar que ocupa ese paciente a quien atiende? El actor ¿conoce fidedignamente cómo se está percibiendo su interpretación desde el repleto o más bien vacío patio de butacas? El líder político ¿se imagina como es interpretada su gestión, por parte de aquéllos que sufren o gozan las consecuencias de sus decisiones? El padre ¿logra bajarse de su pedestal generacional a fin de entender la mirada y las respuestas de su hijo? El vendedor de un centro comercial ¿es capaz o intenta interpretar cómo recibe el cliente sus esfuerzos por negociar la mercancía? El mítico cantante ¿capta con realismo los fundamentos emocionales de aquellos jóvenes o menos jóvenes que enfervorizados le vitorean? El sacerdote ¿se preocupa por analizar, asumir y rectificar acerca de las consecuencias que su pastoral clerical origina en la feligresía que tiene encomendada? Todos estos ejemplos y más muestras se reducen o simplifican en uno sólo: la dificultad de ponernos en esa otra parte de nuestra acomodada y egoísta seguridad, tanto para tratar de interpretar mejor el “pequeño mundo que nos rodea”, como también para sacar consecuencias acerca cómo se nos entiende o interpreta desde ese otro mundo exterior a nuestra persona.

A poco que paseemos por el heterogéneo puzle urbano que conforma la ciudad, nos cruzaremos con algunos y variados ciudadanos necesitados que reclaman nuestra atención y ayuda material. Esta relevante situación permanece consolidada, tanto en épocas de contracción económica, como también (aunque parezca un contrasentido) en esos otros periodos en los que hay una más o menos intensa generación de riqueza. Son personas menesterosas que nos plantean su petición para que colaboremos con las necesidades que padecen, utilizando para ello diversas modalidades. En general solicitan algunas monedas y soluciones con las que poder paliar sus actuales carencias, aunque también nos manifiestan la urgencia de tener alimentos concretos, a fin de saciar su necesidad y la de sus allegados (hijos pequeños, normalmente). Dichas peticiones se nos hacen mientras estamos sentados en el exterior de alguna cafetería o restaurante, aunque también cuando esperamos en las paradas en algún transporte público o a las salidas de comercios de la más variada índole. Además de estas solicitudes “directas”, hay otros peticionarios que se sientan en el suelo y permanecen en silencio, mientras exhiben un pequeño cartel en el que hay escritas unas breves palabras con las que explican su precaria o dramática situación. En otras ocasiones esos textos son más detallados en su explicación. También hay personas que, por el contrario, tampoco dicen nada al respecto, pero utilizan como reclamo algún instrumento musical con el que entonan melodías bastante conocidas y gratas al oído. Unos y otros exponen delante de su persona la correspondiente bandeja, funda de la guitarra, plato o gorra, en donde ya reposan algunas monedas que otros viandantes han dejado antes que nosotros. También los hay quienes practican diferentes habilidades, exhibiendo saltos y piruetas atléticas, bailes (preferentemente tangos) destrezas con el juego aéreo de pelotas u otros objetos, viéndose, cada vez más, aquellos peticionarios que, disfrazados y pintados con los más variados atuendos, permanecen inmóviles hasta que el sonido o percusión de alguna moneda que cae sobre su cesto provoca su inmediata y agradecida respuesta, siempre basada en la originalidad que su imaginación y atuendo ha preparado.

Entre los numerosos transeúntes que recorrían las calzadas peatonalizadas del centro urbano comercial, durante una templada tarde de Primavera, se encontraba un diplomado en fisioterapia, llamado Cecilio Venegal, que trabaja durante el horario de mañana (y algunas tardes) en un centro privado de rehabilitación física. Los datos de su documento de identidad reflejan que se encuentra cronológicamente en la cuarentena avanzada de su vida, siendo una persona que, tras algunas experiencias convivenciales, decidió desde hace unos años vivir solo en un piso inserto en un vetusto y céntrico bloque rehabilitado, situado en la zona más antigua y tradicional de la ciudad. En este su paseo vespertino, considerando la benevolencia térmica, del día prefirió sustituir las también frecuentes asistencias a las salas cinematográficas por un relajante caminar a través de las calles, plazas y jardines que pueblan el marco urbano de todas las ciudades. Cuando se dirigía a la atractiva y cosmopolita zona del puerto marítimo, pasó por delante de un hombre de edad avanzada, quien laboriosamente tocaba su viejo acordeón, entonando melodías que mezclaban diversos géneros musicales, todas ellas muy gratas para el oído de la transitada audiencia. Este “juglar callejero” permanecía sentado en una modesta “silla de pescador”, exponiendo delante de su manoseado instrumental un “gastado” platillo brillante de aluminio, donde reposaban diversas monedas. Todas ellas eran en ese momento de color cobrizo. 

En esa vorágine de peticiones “caritativas” que cada día le reclamaban, Cecilio solía entregar algunas monedas aunque, al ser tan frecuentes las solicitudes de ayuda (especialmente cuando pasaba por las zonas más transitadas por la afluencia turística) no siempre se mostraba tan generoso en detener su paseo y sacar el monedero de su bolsillo. Pero esa tarde de jueves, se sintió motivado por la melodía que interpretaba el habilidoso acordeonista (Yesterday, la famosa y emblemática canción compuesta por The Beatles) y mientras buscaba unas monedas en su bolsillo tomó la decisión de conocer un poco más a este personaje, músico para el auditorio abierto, al que de vista ya conocía pues siempre se colocaba por ese entorno urbano monumental para trabajar con el “avejentado” instrumento que emitía un sinfín de notas musicales.

Tras dejar caer su modesta aportación, sobre el bruñido platillo de aluminio recaudatorio, recibió la sonrisa cómplice de agradecimiento por parte del artista callejero, lo que influyó en aguardar unos intensos par de minutos hasta que finalizase el mensaje compartido que ofrecía el maestro musical. Las manecillas del reloj marcaban ya una hora apropiada para tomar alguna infusión o refresco como merienda. Venciendo su timidez o prevención inicial, se prestó a invitar al instrumentista para que compartiera un refrigerio con su persona, amable gesto que su interlocutor aceptó con gratitud y necesidad, pues le confesó que sólo llevaba en su estómago el medio bocadillo que le habían preparado en unos comestibles cercanos, poco más allá de las trece horas. Mientras ambos compartían sendos cafés, con algún hojaldre de "compaña", el fisioterapeuta trató de indagar en la vida de un hombre mayor que trataba de ganarse un plato de comida cada día, aplicando con paciencia el mensaje motivador de sus canciones sobre la generosidad fraternal de los transeúntes.

Tobías Calafranca (ambos interlocutores se habían intercambiado cordialmente sus nombres respectivos) atendía con especial atención (mostrando una expresión divertida) la concreción de interrogantes que acerca de su persona el generoso paseante le planteaba, tal vez de una forma atropellada y nerviosa. Al buen hombre le extrañaba que, por la profesión que Cecilio le había confiado que desempeñaba, le interesara conocer tantos aspectos de una persona que trataba de ganarse modestamente la vida tocando música y pidiendo “la voluntad” a los transeúntes. Al fin este muy humilde ciudadano tomó el protagonismo de la palabra, comenzando a desvelar no pocos aspectos, curiosos o más relevantes, de su “cinematográfica” y viajera existencia.

“Tengo ya muchos años acumulados sobre esta vapuleada epidermis, mi buen amigo Cecilio. Fíjate que llegué a este mundo cuando apenas había finalizado esa cruel guerra que puso fin a la vida de casi cincuenta millones de personas. Hay que ser insultantemente bárbaro, para llegar a perpetrar tamaño desafuero. Ya te habrás dado cuenta, por mi forma de hablar, que no nací en este país que ahora me está dando su paternal cobijo. Bien es cierto que, con las naturales diferencias, en Argentina se habla también el español. Y eso es sin duda una gran ventaja para mi persona. También “chapurreo” (cosas de la vida) algo de otros idiomas, como el inglés, el italiano, el francés… con esas frases que aplicas para lo más inmediato. Así consigues que te entiendan en esos países que aparecen en los atlas y que en verdad ¡existen! Sí, he viajado mucho, he sido un vagabundo errante por el mundo, a pesar de que en muchos sitios no han sido muy generosos con mi suerte y necesidad.

Aprendí en mi juventud algo de música, lo cual me ha permitido “comer” en muchos de los días. ¿Quién me enseñó? Te preguntarás. He tenido dos benditos maestros. Primero, una gran señora que pongo en los altares. Era mi madre. Se llamaba Estrella del Mar, una maravillosa y ejemplar mujer que me supo educar, entregando su vida por esos escenarios costrosos y apestados garitos de las tinieblas. Todo ello para que a su pibe no le faltara eso mínimo que te permite subsistir. De pequeña ella había estudiado el pentagrama. Y bastante fue lo que me enseñó. Y el otro maestro, por extraño que a vos os parezca, ha sido mi oído, ahora ya con repetidas “goteras”. Siempre tuve buena cualidad para interpretar o tocar, mejor o peor, lo que otros bien tañían con sus instrumentos musicales. La verdad es que he metido mano a muchos oficios, bueno… la verdad que hacía lo que podía, pero era la música la que siempre me sacaba de los peores atolladeros. Con ello he podido conocer a muchos buenos “hermanos”  y a otros tantos que no destacaban por lucir o compartir esa bondad. El egoísmo es la epidemia de esta centuria. Tuve también, justo es reconocerlo, tiempos mejores, junto a otros en que carecí, en mi pesar, de ese valor y latido que para todo hombre o mujer es sagrado: la libertad. Enjaulado te sientes como los animales en cautividad, sufriendo la falta de poder ir de acá para allá. Pero así se mueve esto, hermano. Y es mejor aceptarlo, si no quieres “drogarte” con el acíbar del desencanto. Sin duda, hay cosas bellas, muchas y cercanas, que le dan color y luz a la vida. Aunque pueden parecer pequeñas, representan lo más  valioso que tenemos. Una de ellas, tu generoso gesto. Poder compartir este ratito con vos, en esta hermosa y luminosa tarde de primavera”.

El asombro de Cecilio era manifiesto, ante la manifiesta y profunda locuacidad de su veterano interlocutor. Veía que éste disfrutaba con fruición de la merienda, pero sobre todo de la posibilidad de que se le escuchara, gozando de ese privilegio en poder compartir los recuerdos, bastante firmes, de su memoria. Sin duda había sido una muy acertada decisión el haberse acercado en esa templada tarde de jueves al músico del acordeón y ofrecerle un trocito de amistad, además de una pequeña ayuda material. Los minutos pasaban y Tobías seguía platicando. Cuando se veía en su tosco pero gran escenario, sobre las grandes losetas del suelo y su humilde sillita de pescador, sabía generar los gratos sonidos con los que casi todos (a peso del disimulo) disfrutaban, además de sonreír a todos aquellos que se detenían, aunque solo fuese durante unos segundos. Sin embargo ahora tenía la posibilidad de enriquecer una interesante narración, con la que poner color, datos y curiosidad al marco inconcluso de su lienzo vital.

“A mi me gustaría explicarle a muchas paseantes algo que lo que ahora os voy a decir, hermano Cecilio. Igual no se dan cuenta, pero debían entender que yo siento pudor, sí vergüenza, no tengo por qué ocultarlo, al tener que suplicar unas monedas, aunque lo haga de una manera no persuasiva, aunque sí explícita. No quiero ni pretendo molestar a nadie, solo deseo que se sientan bien mientras que escuchan esas piezas que me esfuerzo sean gratas para el oído. Eso de pedir “plata” directamente… no va conmigo. No es un feo orgullo, pero me hacen mucho bien todas esas monedas que se dejan caen en el platillo y que probablemente sobran en muchos valijas. Son como pedacitos de oxígeno que me permiten y ayudan a respirar. Voy solventando como puedo el tema de la comida. Acudo a un comedor social en donde consigo, no todos los días, esa bolsa de alimentos, tras esperar a veces horas que desde luego a casi todos los menesterosos nos sobran. Por nuestra edad, situación y achaques corporales. Hay días en que, por esos avatares imprevistos que nos vienen, no puedo ponerme en cola. Y ese día el estómago aguanta vacío ¡Pero bien sabe hacerlo! ¿qué otro remedio tiene? Emite esos sonidos y ruidos, no tan hermosos como los que salen de este teclado, que perteneció a un humilde pero gran acordeonista al que conocí en mis andanzas por la Rumania (sic) al que cuidé en sus desventuras. Cuando al fin emprendió el viaje (para abandonar esas miserias y absurdos dolores terrenales) me había dejado su único y gran patrimonio. El pobre se llamaba Rasvan, toda una vida … para atesorar un acordeón. Desde luego que suena muy bien y ahora me ayuda a ganarme el pan.

Me permiten dormir en una colchoneta. Es en un pequeño piso que “okupamos” hasta veinte sin hogar. A la hora de descansar se ocupa todo el espacio, lo posible y también ese rincón donde se puede poner una manta sobre cartones. Al patrón que lleva ese “garito” (uno más en mi vida) hay que pagarle un euro diario. Tenemos el agua y la luz cortada ¿Cómo la podríamos pagar? Ya te puedes imaginar de donde “sacamos” las velas, para no tropezar por la noches. Los monseñores tienen bien asegurados sus ingresos, no se van a preocupar por unos cirios que desaparecen por “milagros”. Para lavarnos la cara, hay que traer agua de una fuente que hay allá cerca, en las Lagunillas. De los contenedores sacamos mucho material útil: vasijas, ropa, zapatos, material para vender e incluso alguna comida envasada. Pero ya sabes, en el invierno convivimos con el frío. Y el verano, con el tufo y los aromas que despiden nuestros cuerpos sudorosos. Cecilio, los pocos hogares de acogida están colapsados, allí no cabe un alfiler. Os cuento todos esto para que vos entendáis nuestra situación. Yo avanzo bien los setenta. Pero ya sabes que tampoco hay trabajo para aquellos que ya han pasado los cincuenta e incluso con muchos menos años. A la gente que circula no le debía dar vergüenza pararse, siquiera unos segundos, y sacar de su valija alguna “platilla” que nos hace mucho bien a todos, pero especialmente a lo que no molestamos al suplicarla. Las personas debían pensar en que cuando ayudan, a mi o a otros como yo, se están ayudando también a ellos mismos para sentirse un poquito mejor”.

Esta larga y fructífera plática hizo avanzar las manecillas de los relojes, hasta no estar muy lejanas las campanadas de las ocho de la tarde.  Con sus miradas y gestos ambos contertulios comprendieron que era el momento oportuno de poner fin a este instructivo y reflexivo encuentro, entre un ciudadano no pudiente, que nada más necesitaba para sus comodidades básicas y otro ciudadano al que la suerte, su voluntad y las circunstancias le hacían imprevisibles cada día el sustento alimenticio, el alojamiento e incluso las razones para seguir caminando en esta su postrera etapa existencial. Se despidieron con ese afecto fraterno que se genera entre dos personas que desde ahora ya se conocían y entendían un poquito mejor. Cuando Cecilio estrechó la mano de Tobías, este percibió que también llegaba a su mano un recio y pequeño papel azulado. Eran muchos trocitos de “oxígeno” juntos, en ese convincente argot que, de forma tan didáctica, había sabido expresar el muy veterano y artista juglar callejero.

Con el paso de los días fueron frecuentes los nuevos encuentros entre Tobías y Cecilio. El tañedor del acordeón, mostrando una amplia sonrisa, siempre volvía a interpretar el inmortal Yesterday para la memoria. Esa inmortal melodía que, en un grato día de Primavera, acercó el conocimiento recíproco entre dos personas separadas en su edad y circunstancias, pero desde ya próximas en muchas de las identidades que nos sustentan. En esos breves contactos se intercambiaban amables palabras, esos vocablos y sonrisas que nos confortan y que transmiten su cálido afecto. Y siempre el platillo de Tobías vibraba de alegría, ante la percusión de unas  monedas que caían benefactoras en su seno.

Pero desde aquel Otoño “inamistoso”, se fue repitiendo el paso de Cecilio por el escenario urbano que solía ocupar su amigo Tobías, sin que volviera a encontrarlo tocando el viejo acordeón de Rasván. ¿A quien preguntar? ¿por dónde buscar? ¿alguien sabe algo del “argentino” por lo que pudiera pasar? Pero, desde ese otro lado de la ciudad, sólo llegaban las nebulosas respuestas que la imaginación y el raciocinio permiten interpretar, con ese frágil sosiego en el recuerdo y el cálido afecto extraviado de la nostalgia y la amistad.-


DESDE ESE OTRO LADO DE LA CIUDAD


José L. Casado Toro  (viernes, 29 MARZO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga




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