viernes, 8 de diciembre de 2017

MI DESCONOCIDA COMPAÑERA DE ASIENTO, ANTE LA PANTALLA DE THE BOOKSHOP.

La suerte, el infortunio, la casualidad o el azar hacen que, en numerosas ocasiones, tengas que compartir tu asiento junto al que utiliza otra persona que, hasta ese momento, te resultaba absolutamente desconocida. Así sucede, en la fluida sucesión de los días, cuando viajas en un autobús, en un tren o al utilizar el transporte aéreo, por citar algunos ejemplos. Lo mismo ocurre cuando asistes a un concierto, a una conferencia, a una comida de celebración social o a cualquier otro espectáculo. Puedes sentirte, en esos o en otros casos, más o menos agraciado o desafortunado, con respecto a la persona, hombre o mujer, que la suerte o el destino te haya deparado para estar ubicado junto a ella. Y es que un determinado compañero de asiento puede ser una muy grata y saludable experiencia. O, por el contrario, puede hacerte pasar un tiempo incómodo y molesto, del que te “liberas” cuando ha finalizado la imprevista o casual unión social que os ha vinculado. Obviamente, también ese compañero puede experimentar los mismos o variados sentimientos con respecto a tu propia persona.

Las percepciones sobre esas aleatorias parejas de asiento suelen resultar muy variadas y contrapuestas. Algunas personas no dicen palabra alguna durante horas, mientras que hay que otras no saben cómo poner freno a su nerviosa locuacidad. Los hay quiénes te impiden relajar el cansancio acumulado con un rato de sueño, la lectura de un libro, un periódico o incluso gozar con la agradable contemplación del paisaje. También te encuentras con esos interlocutores que monopolizan su “diálogo” narrándote mil y un detalles de sus vidas, contrastando con la actitud de otros que ejercen de “detectives”, arbitrando todos los medios posibles para conocer acerca de tu modesta biografía, aplicando para ello toda suerte de preguntas y recursos. Puedes tener la suerte de que te corresponda un compañero que haya aseado tu cuerpo y vestimenta o, para tu desgracia, cuya epidermis emita unos efluvios o aromas desagradables que, con educada resignación, has de soportar. La experiencia de dialogar con una persona que sufra halitosis en su aliento no resulta fácil de conllevar. Tampoco habrás olvidado a ése que no paraba de comer, aquél otro que hablaba sin cesar por su móvil o tecleaba compulsivamente chats a varias bandas. Los hay quiénes rezan, ven películas o continúan escuchando músicas inolvidables, por esos “mágicos” auriculares que saben transmitir el sonido al ambiente, aún estando aplicados a las privadas orejas de sus ruidosos propietarios.

Hay que rendir también un “cálido y merecido homenaje” a todos esos compañeros que comparten las fotos de su viaje veraniego, mostrándote en su móvil no sólo una, sino cientos y cientos de imágenes, a las que no encuentras calificativos suficientes con que atender y complacer la receptividad de su afortunado protagonista. Y cuando no son los viajes, también aparecen en las tres o más pulgadas de the screen o pantalla las simpatías de sus inocentes e “inteligentes” mascotas. Finalmente, no olvidemos a todos esos egoístas del espacio, que se apropian, en todo tiempo y lugar, de los reposabrazos compartidos, cual señorío patrimonial del que se sienten propietarios, asiéndolos con fuerza voraz ante el temor invasivo de otros brazos que también reclaman su justo y necesario descanso. Su patente insolidaridad refleja esa muy precaria o inexistente educación de la que hacen gala sin el menor pudor o recato.

En este contexto temático, aparece una interesante historia, no hace mucho tiempo compartida en un entrañable cine de la capital malagueña. Tratando de eludir algunos de los problemas comentados, suelo elegir una localidad de pasillo cuando asisto a una sala cinematográfica o para la representación de una pieza teatral. Esa determinada ubicación en el cine me ofrece una serie de ventajas, en relación con los compañeros en paralelo que tenga a mi lado. Ya no serán dos, sino solo uno. Para aquella tarde otoñal de domingo, elegí una atractiva película bien aplaudida por la crítica especializada. THE BOOKSHOP (LA LIBRERÍA) dirigida por Isabel Coixet (Barcelona, 1960) y protagonizada en sus principales papeles por Emily Mortimer (Finsbury, R. Unido, 1971), Patricia Clarkson (Nueva Orleans, 1959), Bill Nighy (Canterhamon the Hill, R. Unido, 1949) y la muy joven y prometedora actriz Honor Kneafsey (Reino Unido, 2004).  

PRINCIPALES BASES ARGUMENTALES. La película (115 minutos, rodada en un inglés británico, muy bien pronunciado y subtitulada en castellano) se ambienta durante 1959, en las costas del sur de Inglaterra. Florence, una bella, decidida e inteligente mujer, aún joven, cuyo marido falleció durante los combates de la 2ª Guerra Mundial, decide abrir una modesta librería, en una pequeña localidad pesquera, sociológicamente muy conservadora y tradicional y en la que nunca se había instalado un comercio cultural de estas características. Una influyente y caprichosa miembro de la nobleza local, Mrs. Violet, no acepta este aire de libertad y cultura que llegaría a su localidad con la apertura de un comercio de libros, por lo que se esfuerza (con crueldad inaudita) en hacer la vida imposible a Florence, que sufre con paciencia y tenacidad la incomprensión y maldad de esta ambiciosa y poderosa integrante de una decadente nobleza regional. Violet exige dedicar ese viajo caserón a un centro de artes, a fin de evitar que la bibliografía innovadora que pueda exhibir sus estantes alteren el status complaciente de una población “atada“ a una tradición de sometimiento y costumbres conservadoras.  La valiente e intrépida librera sólo cuenta, para su decidido y plausible proyecto de innovación cultural con la ayuda de dos personas de muy contrastada edad. Mr. Brundish, un solitario, muy veterano y poco sociable miembro también de la nobleza, ávido e inteligente lector de buenos sentimientos, junto a una niña llamada Christine, de muy humilde familia, que dedica algunas horas en las tardes, después de sus clases escolares, para trabajar en la coqueta librería. De esta forma ayuda, con sus modestos ingresos, a las perentorias necesidades económicas que padecen sus padres y los numerosos hermanos con los que convive.

No habían transcurrido muchos minutos, desde el inicio de la proyección, cuando percibo que una mujer, que ocupaba el asiento contiguo al mío, comienza a manejar su móvil telefónico sin al parecer importarle la molesta luminosidad que provocaba desde su pantalla a los espectadores próximos. En estos casos, centro mi vista en la gran pantalla y establezco una ligera visera lateral con la mano. Estuvo trasteando su aparato telefónico de manera intermitente, leyendo y respondiendo mensajes probablemente vinculados a la plataforma de Whatsapp. 

En un momento determinado del “metraje” apagó el móvil y centró toda su atención en la película. Se trataba de una mujer joven, tal vez cercana a la treintena en su vida. Vestía una cazadora vaquera azul, blue jeans y calzaba unas zapatillas Converse blancas de caña alta, muy trabajadas por el desgaste y la suciedad, como después tuve la oportunidad de comprobar. Pensé que ya se habría sosegado, tras la fase de comunicación telefónica, cuando en un momento concreto rebuscó en su bolsa de hilo grueso, hasta sacar un paquete de kleenex. Los fue utilizando, con manifiesta intermitencia, aunque desde luego no la escuché de toser o de estornudar en momento alguno. De manera casual ella y yo éramos, ese nublado domingo, los únicos ocupantes de la quinta fila, números pares de la sala 2.

La explicación al uso de tantos pañuelos de papel se desveló a los pocos minutos. Realmente la chica lloraba. Evitaba hacer ruido pero, aún con la oscuridad de la sala, sus gestos secándose los ojos y algún corto gemido revelaban que se encontraba intensamente emocionada. No he de negar que la trama de la película podía despertar algún sentimiento de indignación y afecto hacia la actuación de la protagonista, Florence, acerca del injusto y cruel trato que estaba recibiendo por parte de la egoísta, malvada y poderosa Violet. Pero de ahí a tener que derramar lágrimas, por mucha empatía que se aplique al visionado de una película, va un largo trecho para su justificación. No veía lógico tal estado emocional en mi compañera de asiento a no ser que ese degradado estado anímico se debiera a razones ajenas al propio relato que los actores representaban en pantalla. Pero es que la chica se veía tan compungida que, tras unos minutos, me sentí obligado a transmitirle unas breves palabras, en voz baja, preguntándole por si algo le ocurría. Me hizo una indicación gestual con la cabeza y su mano derecha, que yo interpreté como una respuesta en el sentido que no pasaba nada grave.

Cuando las luces de la sala se encendieron, tras la finalización de los títulos de crédito finales, pude ver con mayor claridad el rostro de la chica, el cual mostraba una profunda tristeza. Sus ojos se mostraban brillantes y enrojecidos. Aún temiendo que mi actitud pudiese malinterpretarse, me atreví a decirle, con la sencillez de que fui capaz:

“Sin duda, estás muy afectada. Tal vez te siente bien tomar alguna infusión. Si te parece, esta calle está poblada de cafeterías. A mí también me apetecería tomar algo, pues son las seis y cuarto de la tarde. Una hora, más que perfecta, para disfrutar de un té o similar”.

Esperé que fuera a los lavabos y a la vuelta parecía más calmada. Elegimos una cafetería cercana, en ese momento con mucho turismo en su interior. Era domingo por la tarde.

“Me parece que “te he dado la película”. Por lo que te pido disculpas. Es que llevo unas cuantas semanas, con los ánimos por el suelo. Ya sabes, se van acumulando cosas, reveses, problemas, cuya suma te hacen estallar en el momento menos pensado. Creía que la película era más alegre … pero me he ido “metiendo” en la trama y, si he de serte sincera, el sufrimiento e injusticia que sufría la protagonista lo he sentido plenamente reflejado en mí”.

Marian, necesitaba expresar aquello que le ocurría. En gran parte de su “monólogo” respeté ese protagonismo, ese camino para tratar de recuperar el equilibrio, explicando lo más brevemente posible un comportamiento que lógicamente inquietaría a todos aquéllos que lo contemplasen desde la proximidad de, en este caso, una sala de cine. Tomando pequeños sorbos de un café solo y sin azúcar, hizo una radiografía básica de su vida, ante un desconocido compañero circunstancial  de su asiento en la sala 2 del complejo cinematográfico. La chica era natural de una provincia hermana. Desde los diecinueve años, había trabajado precisamente en una librería tradicional y céntrica de su ciudad. Ahora, con treinta y dos años (muy bien llevados, en la apariencia de su físico) se le habían acumulado una serie de problemas, que ponían a prueba su estabilidad y capacidad de reacción ante los mismos.

Los herederos de la propiedad en la librería donde trabajaba decidieron no continuar con el negocio, obteniendo un buen rédito económico por la venta del amplio local, en plena centralidad  de la capital cordobesa. Ese trabajo, viviendo entre libros, historias y sensaciones, se le había ido, con impertinente rapidez y de la noche a la mañana, dejándola sumida en una profunda depresión. Y ello en un contexto de la economía no abierto a la superación inmediata. Paralelamente a esta desagradable situación, vino a sumarse la desvinculación afectiva de sus padres, entregados a la realidad irrefrenable de sus nuevas parejas. Ella, la única hija del matrimonio deshecho, decidió entonces buscar refugio y acomodo en el marco afectivo de una tía materna que por motivos funcionariales (fiscal judicial) lleva casi tres décadas residiendo en Málaga, en la integrada soledad de su soltería.  Este señora, próxima a la jubilación, ha visto como “agua de mayo” la llegada de una querida sobrina con la que desde siempre y en la distancia tan bien congenió. Desde hace ya cinco meses tiene a Marian en su casa y ambas tratan de buscar un acomodo laboral. Pero la dificultad de este contexto depresivo que padecemos, secuela de la gran crisis económica, no facilita la llegada de un trabajo para el que su sobrina no puede ofrecer un buen currículum de titulaciones académicas.

“Al conocer que esta película estaba en la cartelera, vine a verla pues me hacía ilusión disfrutar con una historia ambientada en una librería, ese pequeño y gran mundo en el que me he desenvuelto prácticamente desde la adolescencia. Pero me han afectado, en demasía, todos esos problemas y sufrimientos injustos de una gran luchadora por llevar la cultura de las palabras a un marco social anclado en comportamientos muy primarios ante la vida. Por cierto ¿qué te ha parecido la película?

“En mi opinión, se trata de una historia denuncia, muy bien rodada e interpretada. La ambientación “británica” está acertadamente lograda y te hace volver la mirada afectiva hacia el mundo de los libros, precisamente en esta Era en la que el marco digital absorbe las estructuras en que se sustenta gran parte de nuestra existencia. Habría que decir “casi toda” …  pues aún nos quedan el auxilio de los sueños y el poder infinito que nos proporciona nuestra mente.

Obviamente, la película hace sufrir a todos esos espíritus que atesoran sensibilidad y racionalidad y que, además, se sienten indignados ante comportamientos egoístas, irracionales y plenos de maldad. Estas dos percepciones están plenamente encarnadas en los personajes de Mr. Brundish y Mrs Violet, respectivamente. En el centro de la historia, late la admirable figura de Florence, una valiente, rebelde e idealista librera, que aporta un punto esperanzado de serenidad y calma a ese mundo viciado por las ansias de poder, sometimiento e intolerancia.

Una vez más, suele ocurrir con muchas de las películas que visionamos, nos agradaría haber podido contemplar otro final en la narración, pues el que la experta directora nos ofrece hace que los espectadores salgamos entristecidos y algo tensos con el resultado global de la historia. Ese “triste” final intenta “salvarlo” con la drástica decisión llevada a cabo por la pequeña y asombrosamente reflexiva Christine, pero ello no equilibra la sensación de injusticia y “educada violencia” que subyace en la actuación de los poderosos sobre los débiles. Ese desenlace cinematográfico de Mr. Brundish y Florence, sinceramente, yo lo habría modificado. Tal vez esté en la novela, publicada en 1978 (Penélope Fitzgerald, Lincoln 1916 – Londres 2000) en la que está basada la película, pero muchos podemos considerar ese final como manifiestamente mejorable, en la línea de haber podido mejorar el sentimiento colectivo.

¿Por qué Mrs. Violet no recibe su más que merecido castigo? ¿Por qué Florence ha de renunciar a su hermoso y solidario objetivo? ¿Por qué no hay esperanza para el aislamiento afectivo de un hombre bueno, sumido en el pathos psicológico de la soledad? ¿Por qué la maldad y la incultura han de eclipsar valores tan importantes como son la generosidad, la bondad y el siempre saludable placer de la lectura?”.

Marian y yo decidimos despedirnos con un juego poliédrico de sonrisas, esperanzadoras palabras y comprensiones recíprocas. Me preguntaba, caminando hacia el bus, cuánto de verdad y de ficción habría en la vivencia que ambos habíamos compartido. En esa tarde, ya transformada en noche de domingo, una joven, matriculada en una academia privada de arte dramático, reflexionaba acerca del trabajo que habría de redactar tras la cena. Se trataba de un complicado ejercicio planteado por su profesora de interpretación y simulación, Mrs. Daisy, acerca del comportamiento y respuestas por parte de una chica solitaria, que llora desconsolada en la nublada soledad de una sala de cine.-


José L. Casado Toro (viernes, 08 Diciembre 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

No hay comentarios:

Publicar un comentario