viernes, 21 de abril de 2017

UN PLACENTERO VIAJE COMO TERAPIA, EN EL INESTABLE SENTIMIENTO DE CELIA.

Cuando al final de una tarde templada de Otoño Celia entró en la agencia de viajes, la encargada a esa hora de la atención al público se encontraba ya apagando las teclas de su ordenador laboral. Pasaban un par de minutos desde que un bien diseñado reloj digital, colgado en uno de los ángulos laterales de la pared, había marcado las 20 horas, momento fijado para el cierre diario del establecimiento.

Siempre hay personas que suelen acudir a última hora, a fin de gestionar todos esos asuntos relacionados con la compra de billetes para el tren o el avión, la solicitud de catálogos turísticos o las diversas consultas sobre diversos aspectos de los viajes y paquetes vacacionales. Marian, con la paciencia profesional que le caracteriza, hace todo lo posible por atenderlos aunque, en situaciones de una compra o gestión más complicada, les ruega vuelvan a la agencia con un mayor tiempo y disponibilidad durante la mañana o tarde siguiente. Así se lo planteó a esta retrasada cliente, en un día que había sido especialmente atareado con los viajes para la tercera edad del programa IMSERSO. Sin embargo su interlocutora, una señora que por su aspecto parecía haber superado ya los sesenta años (ciertamente muy bien llevados, en la apariencia física) insistió con gran tesón en ser atendida, mostrando una evidente inseguridad e inestabilidad nerviosa. A pesar del cansancio acumulado y teniendo en cuenta un mercado tan competitivo con el que había que “lidiar” en estos tiempos de contracción económica, se dispuso finalmente a escucharla. Pensó que en poco tiempo, no más de quince minutos, podría resolver la gestión del viaje de vacaciones para esta atribulada señora.

La inesperada cliente pretendía apuntarse a uno de los grupos de viajes organizados con destino a Canarias, que tendría lugar a comienzos del próximo mes de febrero. Aunque su petición era para una de las zonas turísticas más demandadas, dada la fecha de su gestión en pleno invierno, aún quedaban algunas plazas vacantes en el mismo. Al preguntarle con quién iba a viajar (son viajes  económicos, únicamente diseñados para los titulares del programa social y sus parejas) esta señora le respondió que no tenía a nadie con quien ir, por lo que pretendía hacerlo sola. En esta circunstancia, le indicó que habría de compartir habitación con otra persona, por supuesto mujer, que también se encontrara en la misma situación que ella, pues la mayoría de los hoteles del programa sólo ofertaban plazas para el uso de habitaciones dobles. O, en todo caso, tendría que pagar una cantidad establecida para disponer de una habitación doble en uso individual, siempre que el hotel aceptase o tuviese esa disponibilidad. Con esta opción el precio del viaje se incrementaba de manera notable. Ante esta razonable explicación, vio que la extraña cliente que tenía ante sí rompió a llorar de manera sorprendente. Tras pensarlo entre lágrimas y suspiros, unos interminables minutos, aceptó este cambio en su factura, quedando formalizado el contrato del futuro viaje de 10 días para las Islas “afortunadas”.

Celia había enviudado, hacía ya unos once meses. Profundamente enamorada y dependiente de su difunto marido, durante cuarenta dos largos años de convivencia, no había sido capaz hasta el momento de superar o asumir tan sensible pérdida. No tuvieron hijos en su matrimonio por lo que ahora, dada las no buenas relaciones que mantiene con su hermana y sobrinas, sufre de manera especial el trauma de la soledad. Como antes se ha expresado, la extrema y “enfermiza” dependencia con el que fue su compañero en la vida no le ha facilitado disponer de ese núcleo de amistades que aportan compañía, comprensión y afecto, de manera especial en estos muy duros momentos que ha tenido que afrontar. El pathos de la depresión anímica se cebó en su persona, teniendo que ponerse en manos de especialistas cualificados y también en esa dinámica, siempre peligrosa, de la ingesta abusiva de fármacos y productos tranquilizantes para su desequilibrado organismo. Inestabilidad física pero también, de manera especial, en su comportamiento y equilibrio mental.

Uno de los psicólogos que la atienden, estudiando detenidamente su caso, le recomendó taxativamente que, junto a la toma de medicamentos, tendría que poner de su parte un intenso esfuerzo por encontrar aquellas distracciones y actividades que mejor se acomodasen a su forma de ser. Tras varias sesiones de consulta, acordaron que en la realización de viajes podría hallar no pocos elementos de ilusión y sosiego, a fin de ir alimentando y compensando esas carencias que tanto la atormentaban, entristecían y desequilibraban. Este buen profesional, conociendo la limitada pensión que había quedado a su paciente por parte de su poco prudente esposo (en la faceta económica) le planteó como sugerencia que se apuntase al programa de turismo social del programa IMSERSO, en donde hallaría diversas oportunidades para viajar a buenos y contrastados destinos, con un coste bien asumible para su no abundante disponibilidad financiera.

Meses más tarde llegó el día en que Celia, junto a un nutrido grupo de viajeros (la inmensa mayoría integrada por personas jubiladas pertenecientes a la tercera edad) subieron al avión que iba a trasladarles desde Málaga hasta el aeropuerto Reina Sofía, ubicado al sur de la isla de Tenerife. Desde este punto de llegada, viajarían por carretera hasta la zona norte insular. Su destino final sería un alegre y bien situado hotel en el populoso y turístico municipio del Puerto de la Cruz, a fin de disfrutar una apetecible semana y media de vacaciones. Durante las más de dos horas del vuelo, esta peculiar viajera estuvo de manera continua rezando y suspirando, para divertimento y extrañeza de su compañera de asiento, una bella joven canaria que volvía de unos días de estancia en la capital malacitana. La veterana viajera había elegido este sugestivo paraje atlántico porque con él quería recordar aquel lejano en el tiempo viaje de bodas con su amado Fabián, evento que ambos habían protagonizado hacía ya más de cuatro décadas.

Llegados al hotel  (pasadas las once de la noche) se encontró con una inesperada dificultad que también afectó a su frágil equilibrio. El recepcionista del establecimiento, hombre poco amable en sus modales a esa tardía hora, le aseguraba que tendría que compartir una habitación con alguna otra persona que también viajara sola, pues sólo disponía de habitaciones dobles. Parece ser que en la documentación que ella aportaba no había sido bien recogida esta opción del uso individual. Ante los ruegos y nuevas lágrimas de la turista, accedió a entregarle una habitación en esas condiciones, siempre y cuando no viniera en el grupo otra viajera en las mismas condiciones que presentaba su interlocutora. La resolución del asunto colmaba la paciencia de los demás clientes que aguardaban cola pues de nuevo apareció otra nueva discusión, un tanto infantil, ante la habitación que el encargado del hotel accedía a entregarle: la habitación número 13, en la planta baja. Los lamentos y expresiones de Celia resultaban patéticos, pues la inestable señora aseguraba su carácter supersticioso, por lo que en modo alguno aceptaba un espacio con esa numeración. Al fin la polémica se resolvió (un matrimonio decidió quedarse en esa habitación) pero todos estos avatares hicieron que los viajeros llegaran a la cena fría, que les habían dejado en sus respectivos aposentos, cuando el reloj superaba ya en muchos minutos la media noche. Celia descansaría en la número quince. 
  
Desde la mañana siguiente y en todos las acciones colectivas que el grupo desarrollaba (desayunos, ambas comidas, reuniones, actividades lúdicas diversas, excursiones contratadas e incluso durante las dos horas de animación nocturna después de la cena) esta peculiar turista aprovechaba cualquier oportunidad para “pegarse” a diversos matrimonios que, un día tras otro, con resignación y paciencia, soportaban los comentarios, preguntas, chascarrillos y continuada presencia de tan solitaria y compulsiva compañera de viaje. No sólo los residentes en el hotel sino también el personal de servicio se veía frecuente “asediado” por las carencias de comunicación en esta persona, ávidamente necesitada de cualquier interlocutor que se prestara a escucharla y que compartiera su obsesiva presencia para casi todo. Unos u otros aplicaban la comprensión, la solidaridad generosa, el descarado disimulo o esa conmiseración que despiertan las personas sometidas a la perversa inseguridad que genera la cruel soledad.

En la cuarta noche de estancia, cuando a eso de las 12 regresó a su habitación número 15 desde el salón de las fiestas y los bailes, encontró tras la puerta de entrada y en el suelo un sobre blanco que motivó su extrañeza y curiosidad. En el anverso del mismo sólo estaba manuscrita la palabra Celia. No había en el reverso remite alguno que indicara el autor de tan sorpresiva misiva. Con irrefrenable avidez rasgó el sobre que tenía en sus manos y se dispuso a leer una pequeña cuartilla interior, manuscrita en ambas caras con una caligrafía muy cuidada y con una redacción en extremo plena de sencillez y afecto.

“Admirada Celia. El destino me ha hecho posible que conozca a una persona de buen corazón y que, por razones que desconozco, sufre el drama de sentirse muy sola en su vida. Me he dado cuenta cómo intentas hacer amistades, buscar cualquier oportunidad para intercambiar las palabras y encontrar ese calor humano que tanto necesitamos en la lucha del día a día. Demuestras tu valentía y una gran fuerza de voluntad para superar ese momento desafortunado por el que creo atraviesas. Por supuesto que también me duele ver como muchos de tus compañeros de grupo tratan, con más o menos disimulo, en evitarte cuando te acercas a ellos. Sin duda les molesta tu necesidad por entablar ese diálogo con alguien que te regale un poco de atención, respeto y esa respuesta que te hará sentirte mejor. Algunos verdaderamente te huyen y murmuran a tus espaldas. Debe ser duro y triste viajar sola, pero tu valentía es admirable. Tiene mucho mérito. Tengo que confesarte que también yo me encuentro muy solo, en un matrimonio que carece de sentido desde hace ya mucho tiempo y difícil de soportar para mis sentimientos. Me gustaría conocerte mejor y ayudarte en lo posible. Con todo el cariño, Raúl”.

Esta carta, junto a otras que llegaron a su habitación en los días siguientes, sumieron a la aturdida señora en un sentimiento contrastado de sorpresa, curiosidad, ilusión y esperanza. Miraba y observaba a sus compañeros de grupo, tratando de hallar alguna pista, detalle o gesto que pudiera ayudarle a reconocer a ese hombre de generoso corazón que hábilmente la observaba, le escribía y que, muy probablemente, sentía algo por ella que bien podría ser comprensión, atracción y tal vez algo de cariño. Pensaba que también esa persona tenía necesidad de compartir solidariamente la pesada losa de su propia soledad. Por timidez, prudencia o comprensible temor, este generoso comunicante no se atrevía a dar el paso de presentarse físicamente ante ella, cuando precisamente era ella misma quien anhelaba y suspiraba porque esa situación se hiciese real y “milagrosa” para sus vidas.
 
Ese íntimo y obsesivo deseo al fin se desveló en su último día vacacional. La dirección del hotel organizó, con este motivo, una cena especial de despedida para el nutrido grupo de viajeros que había volado procedente de Málaga. Además de suculentos platos, en los que no faltó la más tradicional y cuidada cocina canaria, hicieron venir para el fin de fiesta a un bellamente ataviado grupo coral de la tierra que interpretó odas y románticos cantes del sin par archipiélago, enclavado en las frescas y sutiles aguas atlánticas. Los bailes, danzas y entrañables canciones duraron hasta más allá de la media noche. A los pocos minutos de que Celia volviera a su habitación número quince, sonó el timbre de la puerta. Intrigada ante esa inusual llamada, preguntó quién era, antes de proceder a la apertura de la cerradura. Desde el pasillo exterior escuchó una voz que respondió con una sola palabra: Soy Raúl

Aquélla fue para ambos necesitados seres una intensa y sentimental noche, en la que el reloj se prestó a regalarles la magia imposible de simular la detención de las manecillas. Los segundos y las horas resultaban demasiado limitadas para compartir todo aquello que un hombre y una mujer pueden recrear con la imaginación, la necesidad y el deseo.

Sepamos un poco más de esta sencilla y afectiva historia. A él aún le restan un par de años para alcanzar su jubilación laboral, como camarero de este importante hotel insular. Ella puso en venta su piso de Málaga, para trasladarse a un soleado y coqueto ático, en el Puerto de la Orotava. El destino, junto a la voluntad de dos seres, felizmente así lo ha decidido. Hoy siguen compartiendo, con la fuerza del corazón y la solidez en su confianza, una sugestiva aventura de amor. Construyen juntos, en la suerte de sus muchos años, el por qué de las horas y los días, enriqueciendo esa feliz convivencia, la tercera fase en la biografía de sus vidas.-


José L. Casado Toro (viernes, 21 de Abril 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


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