Esta
pequeña historia de relaciones habla de dos jóvenes universitarios, que se
conocieron en la Selectividad del 2010. La denominación exacta de este coloquial
vocablo administrativo es el de “Pruebas de Acceso a la Universidad”. Ambos escolares
pertenecían a diferentes institutos de secundaria, en la provincia de Málaga,
pero el destino quiso unir a los alumnos de ambos centros (Fuengirola y Mijas)
en un mismo tribunal para la realización de los ejercicios propuestos. En ese contexto
de los tres días, los dos adolescentes se acercaron en la sencillez de la amistad
y la atracción afectiva. El acercamiento fue un jueves de junio, durante el
descanso tras el primer ejercicio de la mañana. Silvia
se había olvidado el sándwich en casa. Quiso la casualidad de que Marco estuviera a muy escasa distancia de la chica,
escuchando los simpáticos comentarios que ésta hizo cuando rebuscaba vanamente
en su mochila. No se lo pensó. Partió su bocadillo por la mitad y se lo puso en
la mano con una traviesa sonrisa. Pues bien, ese amable gesto fue el origen de
una intensa amistad, que marcha ya para el quinto año de pareja.
En el
curso actual él finaliza Ciencias Económicas, grado que eligió influido por la
tradición empresarial de su familia, mientras que Silvia escogió la vía docente,
en Ciencias de las la Educación. Aunque sus dos facultades están separadas en
la planimetría urbana malagueña, han sabido aprovechar bien las horas y minutos
del día para estar, estudiar, pasear y disfrutar juntos, de manera especial, durante
esos largos fines de semana, en el que muchos universitarios y estudiantes de
secundaria comienzan a celebrarlos ya en la misma tarde del jueves. El carácter de Marco ha sido siempre un tanto obsesivo en la
relación con su novia. De alguna forma, él se ha caracterizado y
esforzado en mostrar su cariño tratando de estar el mayor tiempo posible junto
a ella pero desvinculándose ambos, cada día más, de las amistades que habían
ido labrando en sus años colegiales y de instituto. Especialmente en el caso
del joven. Esta situación ha ido peligrosamente cansando a una mujer que, en la
flor de la juventud, ha visto cada día más su mundo constreñido a la presencia casi continua de una persona que la quiere, pero
comportándose de una manera excesivamente
compulsiva o enfermiza. No es un problema exactamente de celos obsesivos,
sino una actitud exagerada en el sentido posesivo de la relación afectiva que,
necesariamente, agota y degrada el campo anímico y físico de su pareja.
Ese jueves tarde, Silvia había tenido que hacer una
presentación o simulación docente. Como tantas veces hacía, Marco la estaba
esperando en la parada del bus de la Alameda, con el objeto de pasar un rato
con ella, acompañándola a casa pues volvía un poco tarde de la facultad. La
notó un poco sería, por lo que pensó que tal vez el ejercicio no le había
salido muy bien. Al comentarle que tomasen algo, antes de llegar a su casa,
ella aprovechó el momento para plantearle abiertamente lo que barruntaba en su
cabeza desde hacía ya semanas.
“No sé como te lo vas a tomar. Bueno, en realidad, preveo
tu reacción porque llevamos casi cinco años juntos y, lógicamente, te conozco
bien. Me siento agobiada, agotada en la relación, desde hace bastante tiempo. Y tengo que decírtelo. La causa eres tú. No
es que te acuse de un daño puntual o cruel. Pero es que tu forma de ser, obsesiva
hacia mi, me bloquea como persona. Nuestros amigos han ido desapareciendo, a
causa de este espacio cerrado que hemos ido creando. Hablamos y hablamos y
llego a la conclusión de que todo lo tenemos ya dicho. Piensas y decides casi
todo por mi. Me siento atenazada, agotada… parece que estoy perdiendo mi propia
identidad. Necesito oxígeno. Necesito respirar, Marco. No te puedo acusar de
falta de cariño, de tu peculiar concepto de lo que es el cariño, pero yo
necesito sentirme más libre como persona. Por lo pronto, este fin de semana,
quiero estar sola. No quiero percibir y soportar ese control que me hace
sentirme mal. Cada vez peor. Así que en estos cuatro días quiero que respetes
mi silencio. Mi intimidad. Por supuesto que no hay nadie más de por medio. Pero
quiero acercarme a mi, en este trocito del fin de semana. Después ……. ya
veremos”.
La
respuesta de su pareja fue algo menos explosiva de lo que ella suponía. Pero
aún así, hablaron y hablaron hasta ya cerca de las once. Silvia tuvo que llamar
a sus padres, para tranquilizarles de que nada grave ocurría. Al fin, Marco
entró en razones aunque decía y repetía que no entendía el número que su novia
le estaba montando. Se despidieron hasta el lunes, con una crispada tensión que
a duras penas él y ella trataban de controlar. De todas formas, la joven se
encontraba aliviada y liberada, tras haber dado ese complicado paso que llevaba
preparando y madurando desde hacía tiempo. Desde luego, no había sido una noche
fácil.
El viernes lo dedicó básicamente al estudio, pues la
semana próxima tenía otro ejercicio de simulación docente, teniendo que
preparar la explicación programada de dos temas, con los recursos didácticos
correspondientes a las unidades, una de geografía y la otra de historia de la
literatura. Antes de la cena, su móvil le avisó que tenía dos mensajes whatsaap
enviados por Marco. Evitó la repuesta y quedó preocupada al ver que él no
estaba cumpliendo lo que acordaron antes de despedirse la noche anterior. Aún
así, conociendo a su pareja, dos comunicaciones no era mucho bagaje para una
persona acostumbrada a enviar algunas decenas en el día.
Para
la mañana del sábado, Silvia había programado
un paseo por una playa tranquila. Todavía, a comienzos de marzo, los senderos
de la costa no estarían demasiado poblados de personas. Le apetecía caminar y
caminar descalza por la arena, sintiendo la frescura del agua salada en sus
pies y esa fresca brisa, con olor a marisma, que acariciaba su rostro. Y en el
silencio de las palabras, que no en el de las ideas, podría ir dibujando esos
pensamientos que la relajaran en el sosiego, equilibrando una larga fase de
estrés que la mantenía incomodada durante los últimos meses.
Caminando
ensimismada y acompañada por la suave acústica del oleaje se dio de bruces con
alguien que, sentado en una pequeña silla de tijera, esperaba pacientemente, junto
a su larga caña, algún futo del mar. Por uno de esos impulsos. que tan
afortunados resultan a veces, Silvia se acercó a ese joven moreno, de barba
crecida y con nobleza en el rostro, preguntándole acerca del resultado de su
pesca.
“Nada
todavía. Y llevó aquí desde el amanecer. Vengo todos los fines de semana, con
unos resultados escasísimos. La semana pasada sólo pesqué un par de bogas, pero
me dio pena y las devolví a su mundo. El mar. En realidad lo que busco es el
placer de la tranquilidad. Sol, sonidos, el olor de la marisma y ¡claro! La
posibilidad de intercambiar palabras con alguien. Cuando llego e instalo todos
los aparejos, traigo conmigo esa electricidad acumulada que tanto nos
desasosiega. Cuando abandono este bendito lugar, me siento renovado, me
encuentro mejor en el ánimo y dispuesto, si el tiempo acompaña, a volver el día
siguiente. Vivo aquí por cerca y trabajo ahí en el híper del centro comercial.
La semana es larga y el trabajo es rutinario para aburrir, pero no me puedo
quejar…. pues yo sí tengo esa posibilidad laboral de la que tantos otros
carecen y necesitan”.
Intercambiaron
sus nombres y sonrisas. Silvia continuó su paseo, recordando el nombre de Benjamín, Ben para los amigos. Habían sido apenas
diez o quince minutos, de fluido diálogo pero que le había aportado, para su
goce, el valor de la sencillez. Tras llegar a la zona acantilada de El Cantal,
volvió a la carretera, donde había dejado aparcado su querido utilitario que
tan buenos servicios le prestaba. Volvió a Málaga capital, con el espíritu
renovado y con un buen sombreado que tan bien le venía para la temporada de
primavera, ya a las puertas.
Después
de comer, escuchó los latidos comunicativos del whatsapp. De una tacada,
catorce. Marco seguía haciendo de las suyas. ¿Tan difícil es cumplir un
compromiso? Tan complicado es respetar el deseo ajeno? Evitó leer los mensajes.
Hacía tiempo que no lo conseguía, pero esa tarde durmió plácidamente recostada
en el largo sillón del salón. Despertó a eso de las cinco y media y se dijo:
llamaré a Lucy. Pero su fiel amiga de la
infancia tenía esa tarde a la cría muy constipada. Siempre admiró la valentía y
fuerza de Lucy por ser madre. Además, tan joven. Aquella frase de “yo sé actuar
como una madre y un padre” no la olvidará. Quedó en pasar por su apartamento el
domingo por la tarde, para merendar juntas. Se decía ¿Por qué no puedo ir sola
al cine? Eligió una buena película en el Albéniz, que la hizo reír, pensar y
soñar. Su reencuentro con los apuntes esa noche no fue traumático. Todo lo
contrario. Se sentía aliviada y serena ante su propia conciencia.
El domingo amaneció radiante de luz. El cuerpo le
pedía eso tan complicado pero, al tiempo suculento, de no hacer nada. O mejor,
dejarse llevar por la inercia de los minutos y el qué sucederá. Organizó, en lo
posible, la ropa del armario pues, a poco de nada, reinaría esa primavera disfrazada
de verano que por aquí tenemos como un pequeño gran tesoro a conservar. El
whatsapp seguía rumiando sus mensajes, cuyo autor estaría de los nervios, pero
ella seguía eligiendo su ropita de colores claros e hilado transpirable, para
la alegría del cuerpo y el espíritu durante las próximas semanas. Por la tarde
fue a casa de su amiga Lucy. Para esta madre soltera tener durante un par de
horas junto a ella a su también amiga de la infancia fue algo inesperadamente
alegre y renovador. Desde su vínculo con Marco habían dejado prácticamente de
tratarse. La echó mucho de menos, especialmente cuando hace tres años decidió
someterse al proceso de inseminación para su embarazo. Pasaron una tarde muy
agradable, jugando con la pequeña Estrella. Cuando volvía para casa, Silvia
sentía como iba recuperando mucho de sí misma. Se sentía relajada y feliz.
Ya
después de cenar, el móvil la reclamaba de manera insistente. No eran whatsapps
sino llamadas telefónicas. Una tras otra. Una tras otra, sin pausa para el
descanso. Desconectó el móvil y se puso a estudiar un buen rato hasta que el
sueño la venció, quedando dormida encima de los apuntes como una niña cansadita,
tras una intensa y alegre tarde de juegos. El reloj de su mesita de noche
marcaba treinta minutos sobre las dos, en la madrugada del lunes.
“Marco, no has sabido, querido o podido respetar aquello
que te pedí. Cuando lo hice, es porque me sentía mal, agobiada y sin el control
de mi propio itinerario ¿No comprendes que estamos malgastando unos años
preciosos, encerrándonos entre nosotros mismos? Vivir de esta manera es como
sufrir una prisión cuasi permanente cuyas paredes psicológicas están
conformadas por tu pareja. Necesito respirar y tu me lo estás impidiendo. Sé
que es tu forma de ser. Y que, probablemente, no lo haces con maldad. Pero es
que son ya casi cinco años así. Y yo necesito cambiar. Vamos a dejar de vernos
un tiempo para poner un poco de orden en nuestras ideas. En nuestros proyectos.
En nuestras vidas. Pero yo quiero y voy a comenzar a diseñar un itinerario que lo
tengo ahí cerca y no me lo quiero perder. Y si encuentras en tu camino otra
chica que te comprenda y acepte mejor que yo, lo entenderé y me alegraré por
ti. No creo que sepas cambiar a muy breve plazo. Pero debes reflexionar. Tienes
que respetar que los demás vivan y respiren su propia libertad”.
La
firmeza de estas palabras, pronunciadas en los jardines tranquilos de la
Facultad de Económicas, dejaron casi sin capacidad de reacción a un atribulado
Marco. Minutos después, Silvia bajaba sola la cuesta del Ejido, sintiéndose
fuerte, alegre y dueña de su convicción. Pensaba que en el próximo fin de
semana tendría la oportunidad de caminar por la orilla del mar, sintiendo la
tersura templada del sol en su cuerpo. Disfrutaría de las olas, al romper en la
orilla y pisaría en libertad primaveral esa arena húmeda teñida de sal y
aventura. ¿Encontraría de nuevo a Benjamín, en esa su plácida y confortable
espera, a fin de ser reclamado desde el otro extremo del sedal?
José L. Casado Toro (viernes, 13 marzo,
2015)
Profesor
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