viernes, 16 de agosto de 2013

LUZ Y SOLIDARIDAD, EN AQUELLA TERRAZA DE BAR.


Siempre que las obligaciones en la gestoría me lo permiten, suelo bajar a una cafetería cercana a fin de alejarme, durante algunos minutos, de esa vorágine presidida por el papeleo administrativo. Normalmente disfruto con un buen zumo de naranja natural aunque, en otras ocasiones, el apetito me impulsa a pedir algún suculento acompañante, tipo tostada, que me ayuda a recuperar las energías.

La tarde se había presentado agradable, en esa entrada pausada y atrayente del otoño, aún con los ropajes climáticos de un verano que se resistía en la despedida. Sentado en un ángulo esquinado de la terraza exterior, contemplaba a un público variado que disfrutaba de la merienda, intercambiado ocurrencias y necesidades para su locuacidad. En una mesa próxima, me fijé en una mujer bastante mayor que rebuscaba en su pequeño bolso algo que parecía no localizar. Se encontraba un tanto abrumada y nerviosa pues, por más que miraba en su interior, no hallaba esas monedas con las que poder atender el precio de la taza de café que acababa de tomar. El camarero, con una manifiesta indelicadeza, permanecía expectante y cercano a su mesa, donde la  señora seguía sin encontrar el objetivo de su búsqueda. Por alguna razón, esa mujer no podía afrontar el modesto precio de la cuenta, lo que incrementaba su nerviosismo. Aunque dudé, ante la reacción de la persona implicada, hice una rápida señal al camarero, indicándole que yo atendería el coste de esa consumición.

Cuando a los pocos minuto abandonaba el local, la señora me regaló una sonrisa y unas palabras, pronunciadas en voz baja, como muestra de agradecimiento. No le di más importancia al hecho. Resulta normal que, cuando salimos de casa, se nos olvide llevar alguna de las cosas que nos van a resultar más o menos necesarias. En este caso, esos billetes, tarjetas o monedas con los que poder atender las obligaciones y compras  correspondientes.

Pasaron un par de días cuando otra tarde bajé de la oficina, en la hora intermedia de la merienda. Estando ya próximo a la cafetería vi de nuevo a la mujer de la otra tarde, que paseaba despacio mirando hacia el interior del establecimiento. Ella también me reconoció, correspondiendo a mi saludo. Una vez que me sirvieron el zumo de naranja natural, observé que esa persona, anónima para mí, aún permanecía en la puerta, como sin atreverse a entrar. En uno de esos impulsos que, en más de alguna ocasión, nos sobrevienen, me levanté de la mesa y me dirigí hacia la señora, rogándole si me permitía invitarla a merendar. No me equivoqué, en absoluto, pues aceptó de inmediato el ofrecimiento, dándome repetidamente las gracias.

Luz superaba ya los ochenta años de edad, pero admirablemente bien llevados en salud. Vestía de forma modesta, aunque pronto me aclaró que en otras etapas de su larga existencia había gozado de una vida bastante acomodada. Hacía unos veinte años que enviudó y su marido, dedicado a los negocios de compra-venta de objetos de arte, no supo prever bien sus cotizaciones por lo que, tras el fallecimiento de aquél, sólo le quedó una pensión mínima. A duras penas podía atender a los gastos de alquiler de la casa y la electricidad de cada mes. Y en cuanto a la alimentación, pasaba privaciones aunque, con su edad, se conformaba con una alimentación presidida por la austeridad.

Me comentaba que su única ilusión o capricho, aparte de esos ratos frente el televisor, era poder dar un paseo por la tarde y tomar un café con leche, bien caliente, sentada en esta terraza próxima a su domicilio. Un tanto avergonzada me explicaba que, en las semanas finales de cada mes, apenas tenía recursos para esa pequeña ilusión en la tarde.

Habían tenido un hijo pero éste, tras casarse con una mujer dominante y egoísta fue, día a día, distanciándose de su madre, hasta llegar a una situación en la que hoy apenas se preocupaba o esforzaba para visitarla y tampoco en ayudarla en sus modestas necesidades. La situación económica de este hombre parece que  tampoco le había ido bien y, según su madre, vivía acosado por las facturas. Todo esto me lo iba contando, mientras sorbía pausadamente ese café, con el mejor aroma, que tanto le agradaba. Tampoco me equivoqué, afortunadamente, preguntándole si le apetecía acompañar su consumición con algún pastel. Verdaderamente, esta mujer no podía disimular la necesidad de saciar su apetito. Caí en la cuenta que nos encontrábamos a finales de septiembre. La percibí feliz y divertida ante un interlocutor, del que ella tampoco nada sabía. Básicamente, yo me limitaba a escucharla, atendiendo con respeto e interés todo aquello que espontáneamente me iba narrando.

A pesar del deterioro físico que produce cruelmente los años, el aspecto de Luz aún revelaba matices de esa belleza que se atesora en el calendario lejano de la juventud. Pero la suma de tantas décadas en la historia personal transforma, sin misericordia, nuestra imagen, añadiendo trazos y grietas desafortunadas en unas pinceladas que dibujan la decrépita realidad. Ante mi se encontraba esta mujer que ahora sufría las dificultades de una economía drásticamente limitada. Pero, sobre todo, padeciendo esa frialdad ausente del hijo y demás familia, situación que muestra la ingratitud de la falta de afecto. El pathos de la soledad, especialmente a esas edades, resulta acremente duro y desalentador.

Apenas le hice una o dos preguntas, pues verla feliz ante el calor de la compañía, junto a esa taza de café con leche y un suculento “suizo” o bollo de leche, era lo que más me importaba. Me disculpé, explicándole que debía volver al trabajo. Tras abonar la nota, se me ocurrió plantearle una simpática propuesta. Los miércoles, como el día en que estábamos, podía dedicar algo de más tiempo para ausentarme de la gestoría. Mi idea era que, en esa fecha de la próxima semana, podríamos continuar con la merienda, alrededor de las 6:30. Se mostró muy agradecida con mi propuesta, confirmándome que no faltaría a la cita. Ya en la oficina, comenté con mi compañera de trabajo, Magda, lo que me había ocurrido con la señora. Entendió muy positiva mi actitud, animándome a que tratara de ayudar, en lo posible, a una persona, muy modesta y sencilla, que necesitaba ese apoyo tan vital en el inevitable atardecer de su existencia.

Una de esas tarde de reunión en la cafetería, tras el correspondiente saludo, percibí en mi veterana amiga una especial e indisimulable ilusión. Quería corresponder a estos ratitos del café en los miércoles, con un regalo para mi persona. Mostrando una laboriosidad, digna del mayor encomio, me había tejido una rebeca/jersey, color azul marino con unas franjitas blancas, para que la utilizara durante un invierno que se acercaba con la crudeza del frío. Valoré mucho su gesto pues,  conociendo sus dificultades para llegar a final de mes,  había comprado esos ovillos necesarios para la elaboración de tan acogedora prenda. Desde luego, el tiempo aplicado para tricotar la lana había tenido que ser muy generoso. Cuando llevé a casa el regalo, también gustó mucho a mi actual compañera, Irene, a  pesar de las bromas que hacía por mi peculiar amistad en horas de la  merienda

Uno de esos días supe, con antelación, que no podría bajar a la cafetería. Tendría que desplazarme a una localidad cercana, a fin de realizar gestiones ineludibles por motivos del trabajo. Hablé previamente con el encargado de la cafetería, a fin de que atendiera la consumición de la señora, con el cargo correspondiente a mi cuenta. También él le comunicaría los motivos laborales por los que me era imposible estar allí a esa hora puntual de las seis, en la tarde. Ya en la semana siguiente Luz me confesó su tristeza, por no haber podido dialogar un ratito con su amigo aunque, desde luego, entendía las obligaciones laborales que condicionaron mi ausencia.

Otro miércoles, cercana decorativamente la Navidad, ocurrió un hecho novedoso que marcó la inflexión en esas meriendas para la amistad y la solidaridad. Cuando bajé a la cafetería, Luz estaba (como era usual en ella) en la puerta de entrada. Pero, en esta ocasión, acompañada de un hombre. De inmediato pensé en ese hijo, bastante irresponsable, del que su madre me había hablado. Pronto deseché esa suposición, pues ese hombre aparentaba tener una edad similar a la de mi amiga. Me lo presentó como “Mi compañero Julián”. No recordaba que me hubiera hablado de él aunque , tal vez, pudo haberlo conocido en los días previos. Los tres nos acomodamos junto a una de las mesas y, tras pedir las consumiciones, comenzamos a hablar de temas más o menos intrascendentes. Pronto reparé en que este señor no se caracterizaba precisamente por su locuacidad,  ofreciendo una imagen algo sería en su carácter. Transcurrían los minutos, cuando Julián se levantó para ir al servicio del establecimiento. Después me di cuenta que utilizó este recurso a fin de que Luz pudiera decirme algo en su ausencia. Efectivamente, así sucedió. Me explicó que lo había conocido en una reunión parroquial. Se habían hecho muy amigos, por lo que ahora aprovechaban muchas de las horas del día para salir e intimar contra la soledad. Me alegraba, lógicamente, de lo que me estaba contando, aunque la guinda de su breve exposición vino al final.

“Julián es muy celoso. Y no le gusta que yo siga viniendo a esta cafetería, cada miércoles. Tú lo entenderás ¿verdad? Lo cierto es que estamos muy enamorados”.

A mí se me subían los colores de la cara. Una señora, a la que yo trataba de ayudar con ese poquito de solidaridad semanal, y que podría ser mi abuela por la diferencia generacional, trataba de justificar la necesaria interrupción de estos, aproximadamente, treinta minutos en la tarde de cada miércoles. Los sentimientos del señor Julián estaban de por medio. Antes de que yo pudiera reaccionar, volvió su pareja. De una forma cordial me despedí de estas personas, justificando una cita previa en la gestoría.

Aquella noche, comentando la escena con Irene, mezclaba las ganar de reír con una especie de tranquilidad moral. Entendía que mi comportamiento había sido generosamente solidario con una mujer que luchaba contra el amargor de la soledad y las puntuales carencias económicas. A partir de ahora, ese amor postrero entre Luz y Julián, mezcla de compañía y afecto, podría endulzar las últimas páginas de dos biografías anónimas en su modestia, que acumulaban una trayectoria muy larga en el transcurso del tiempo. Había sido, sin duda, una sencilla y bella experiencia, poder conocer a esta buena mujer. 

Pasaron algunos meses y nada supe de ellos. Algunas tardes, en los minutos de merienda, pensaba o imaginaba que Luz estaba allí sentada, junto a su taza de café con leche, con esa sonrisa bondadosa, esperando pacientemente el letargo acromado del día.

“Irene, hoy me he encontrado con Julián. Caminaba con una cierta dificultad pero, aún así, ha querido localizarme. Casi sin decir palabras, pues se mostraba algo emocionado, me ha entregado esta bolsita que contiene una bufanda. También es de color azul marino, como la rebeca, con unos flecos de color blanco. Luz había acabado de tricotarla y la tenía guardada para entregármela personalmente. Pero lo ha hecho a través de este hombre, con el que ha disfrutado su postrera amistad. Me ha pedido que, cuando algún miércoles vaya a tomar mi zumo de naranja, piense y rece por ella. Que desde allá arriba, en el misterio mágico de la naturaleza, Luz tampoco dejará de hacerlo por nosotros”.- 

José L. Casado Toro (viernes, 16 agosto, 2013)
Profesor

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