viernes, 23 de noviembre de 2012

TRASTEROS INOPORTUNOS, PARA LA SINCERIDAD.


Algunas viviendas poseen ese, casi siempre insuficiente, espacio donde guardar todo aquello que, usualmente, no se utiliza pero se desea conservar. Efectivamente los inquilinos, que tienen la suerte de tenerlo en sus domicilios, necesitarían siempre más y más espacio del que disponen, a fin de almacenar mucho de lo que estorba en la casa. Desde luego, si echamos un vistazo por el interior de esos trasteros, podemos encontrarnos (siempre que podamos “entrar” al interior del aposento, expedición a veces harto complicada) con los más variados y peculiares objetos. Ropa, juguetes, herramientas, bebidas, muebles, libros o aquel “horrible” cuadro o cubertería que te regalaron y que, para tu paciencia, ya no sabes dónde poner. La verdad es que cuesta trabajo entender qué hace allí ese inodoro blanco, aún de buen ver, desde cuando tuviste la osada decisión de cambiar el cuarto de baño, hace ya un par de almanaques. Un buen amigo, hablando de este “artístico” tema, me confió una definición bastante inteligente acerca de estos “muy funcionales” aposentos: se trata de lugares donde vas guardando todo aquello que, previsiblemente, nunca vas a volver a utilizar. Algo radical la frase, aunque con una gran dosis de realismo ¿verdad? Y no deseo entrar en simbologías más complicadas o trascendentes, donde los “objetos” sean personas o valores. Su desarrollo exigiría, sin duda, las páginas generosas de otro artículo. Vayamos, pues, a un relato que se sustenta (es su alimento conceptual y material) en la proximidad de la vida.

Como cada viernes, en la semana, Laura viaja en el bus, camino de Málaga, observando a través del cristal de su ventana la fina llovizna que humedece la pronta oscuridad de la tarde. Es Profesora de Educación infantil y, en la actualidad, ha conseguido una sustitución de larga duración, por natalidad, en un centro público ubicado en Armilla, muy próximo a la bella ciudad de Granada. Se siente feliz por este puesto de trabajo, tan difícil hoy de tener en estos tiempos de duros recortes y penalidades, para tantos miles y miles de ciudadanos. Hace tres años que terminó sus estudios de Maestra, con un expediente académico bastante bueno. Ha sabido siempre priorizar el esfuerzo y la responsabilidad frente a otros incentivos que, dada su edad, son lógicamente apetecibles en la generalidad de los jóvenes. Su noble y dinámico carácter alegra la madurez de una madre, Soledad, que tiene en ésta única hija el patrimonio más preciado de su existencia. Enviudó hace ya unos años, quedándole una pensión de su marido, funcionario auxiliar de administración civil, bastante modesta, por lo que ha de ayudarse haciendo trabajos de arreglos y costura para una importante firma de ropa, con sucursales repartidas por la ciudad. Sole espera siempre, con nerviosa ilusión, la vuelta a casa de su hija, aunque sólo sea para ese, siempre corto, fin de semana, ya que el lunes, muy de mañana, tendrá que volver a tomar el autobús de línea, camino de su actual puesto de trabajo.

Este sábado, Laura ha quedado citada con su amiga de siempre, Silvia, para pasar la tarde. Tienen una buena película, en el Albéniz, y después piensan irse a cenar. Necesitan hablar y compartir esas confidencias que ambas llevan en sus vidas. Sobre todo porque Silvia está pasando un mal momento afectivo, pues no hace una semana desde que ha roto con su actual pareja, un chico atractivo pero no menos alocado e inconstante. Pero, en esta mañana del sábado, madre e hija van a tratar de poner un poco de orden en ese maremágnum de cosas inútiles que tienen en el trastero de casa, situado, junto al de los demás vecinos, en uno de los ángulos de la planta baja del bloque. Silvia se arma de toda la paciencia del mundo, pues sabe que, para el lunes, tendrá que corregir muchos ejercicios y trabajos que “sus niños” le han entregado. Además, debe continuar estudiando los temidos temas de oposiciones e ir preparando algo para la fiesta de la próxima Navidad en su cole (el martes habrá una reunión al efecto con todos los compañeros). Y es que sabe que, al final, será sólo ella la que lleve el peso de limpiar ese cuartillo lleno de cosas y con un rancio olor a tiempos antiguos. Tras un desayuno ligero (quiere reducir peso) se pone manos a la tarea.

En pocos minutos, esas bolsas grandes de plástico, que se utilizan para los cubos de la basura, van llenándose de ropa con destino a los contenedores de organizaciones solidarias. Otras bolsas permanecen a la espera, repletas de objetos superfluos (a sus padres siempre les ha gustado guardarlos, para ese mañana siempre sin fecha) que también recorrerán el camino hacia los contenedores municipales, anclados en el subsuelo dos puertas más arriba de su vivienda. Se enternece un tanto cuando tiene en sus manos juguetes que fueron importantes en su infancia. Esa vieja muñeca de trapo, un tanto “descoyuntada” por las aventuras que con ella ha querido protagonizar, le hace revivir aquellos años en que, con otras vecinas y amigas del bloque, reía y disfrutaba después de la merienda o en las horas libres de colegio. La adormece entre sus brazos, tiernamente, junto a ese otro peluche beige con cara sonriente de oso. Se esfuerza en hacer funcionar una cajita de música que le llegó como regalo el día de su primera comunión. ¡Aún se conserva! Pero los artilugios mecánicos deben haberse oxidados con tantas lluvias y amaneceres, que han teñido de color y continuidad el discurrir de los días.

Sube a casa a limpiarse sus manos ennegrecidas, pintadas con ese gris plata que habla de un tiempo aletargado para el abandono de la memoria. “No mamá, no te preocupes, voy a dedicar al trastero gran parte de la mañana. Te llegas al Mercadona, pero no te olvides del carrito de la compra, que después te quejas de la espalda. Yo me estoy tomando un poco de zumo y ahora vuelvo a bajar, para continuar la tarea. ¡Vaya mañana se me ha presentado!” Pasan unos veinte minutos sobre las once (acaba de echar un vistazo a su móvil, ya que le ha llegado un  aviso de mensaje) cuando abre un cajón inferior de una antigua mesita de noche. Hace años, cuando sus padres cambiaron el dormitorio, la empresa que realizó el transporte del mobiliario olvidó retirar esta mesita. Sole quiso conservarla, pues era la que ella utilizaba en el lateral de la cama de matrimonio. Percibe que ese cajoncito no está vacío, sino que contiene, junto a un viejo joyero que utilizaba su madre, una pequeña cajita de madera barnizada, que está cerrada con llave. Intrigada y curiosa al tiempo, toma un destornillados de la caja de herramientas y trata de forzar la cerradura. Ésta se abre sin la menor dificultad.

Una cuerdecita ata o liga ese manojo de cartas que hay en su interior. Son un conjunto de sobres amarillentos, todos dirigidos a Sole. En todas ellas solo aparece, como remite, el nombre de Carlos y una dirección de apartado de correos en los sobres. ¿Quién sería ese hombre que había escrito estas diecisiete cartas a su madre? Nunca, en sus veinticinco años de vida, había oído mencionar el nombre de esta persona en casa. ¿Carlos? Contra la lógica de la prudencia, no consulta a la propietaria de esos correos, pudiendo más en ella la curiosidad y la intriga. Elige al azar uno de los sobres,  sentándose para su lectura en su acogedora sillita de anea, al igual que hacía cuando imaginaba todas aquellas historias de princesas que esperaban la llegada de ese príncipe que colmaría su felicidad juvenil. Los primeros párrafos, de esa y otra de las cartas, confirma lo que sospechó desde el principio. Eran tiernas, delicadas y, en ocasiones, sensuales misivas de amor entre dos personas que intercambiaban sus sentimientos en la distancia. Laura sonreía, y se emocionaba al tiempo, con esa “travesura” que le había hecho descubrir un antiguo amor, ardiente y apasionado, que había protagonizado su madre con una persona totalmente desconocida para ella.

Después de leer tres de las cartas, pensó que lo mejor era no incomodar la memoria de Sole. Guardaba en su sobre la última que había leído cuando reparó en algo que habría sido obvio desde el principio de su descubrimiento. La fecha de estas cartas. Día, mes y año, en que fueron amorosamente redactadas. El mazazo de la sorpresa cayó como una losa en la ingenuidad de Laura. Una tras otras, denunciaban una cronología en la que sus padres llevaban ya unos cinco años casados. Se repitió a sí misma que las infidelidades son comunes entre los matrimonios. No tenía que levantar una montaña de esa aventura que en determinado momento pudo hacer vibrar el corazón de su madre. Lo mejor era dejarlo todo tal como estaba. En el anónimo silencio de la privacidad  y la intimidad personal. Tras la convicción de esas fechas que evidenciaban el engaño de una mujer a su marido, se animó a leer una nueva carta, antes de volver a cerrar aquella cajita tan incómoda para la verdad en su vida. Eligió aquélla sobre la que reposaban el resto de los sobres. Su contenido era conceptualmente desgarrador, pues en ella se hacía explícita la despedida y ruptura de lo que, sin duda había sido una bellísima, y secreta, historia de amor entre dos personas. Pero aquel párrafo revelador, acerca del nacimiento de un nuevo ser, la dejó sin aliento. El temblor en todo su cuerpo se conjugó con unos desordenados latidos cardíacos que aceleraron, acústica y rítmicamente, la necesaria estabilidad corporal. Comprobó de nuevo la fecha de su redacción y no daba crédito a una terrible evidencia cronológica. Rompió a llorar amargamente. Ese ser, que llegaba a la vida, provocaba la ruptura entre dos personas que se habían amado, apasionadamente, en el secreto de tantas oportunidades ocultas. 
 
Desde la puerta entreabierta del trastero 5. A, una mujer, también temblorosa, contemplaba el patetismo de la escena. Dejó caer su carrito de compra al suelo con todo su contenido y tuvo que agarrarse al quicio de la puerta pues sintió que la fuerza le abandonaba en sus piernas.

Esa noche, fue muy larga. Ausente el control de las horas, hija y madre trataron de comprender, de suplicar y, lo más difícil, perdonar. Laura, una joven ornada de valores e inteligencia, supo priorizar el cariño a su madre frente al engaño a que había sido sometida en los años que contemplaban su vida. Entendió, con la dureza de la racionalidad, a una mujer que tuvo corazón y entrega para dos hombres. “Dime, mamá ¿vive mi padre aún?”


José L. Casado Toro (viernes 23 Noviembre, 2012)
Profesor

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