viernes, 3 de febrero de 2012

EL MILAGRO CREATIVO DE LA IMAGINACIÓN, EN EL ESPECTADOR.

¿Qué te ha perecido?¿Te ha gustado, o no? Son preguntas que solemos plantear, con bastante frecuencia a nuestro interlocutor, una vez que conocemos su asistencia, más o menos reciente, a una película. Nos agrada conocer esta opinión por dos motivos básicos. Tanto por si nos proponemos ir a la sala cinematográfica donde se proyecta (para llevar una mayor o menor predisposición al espectáculo) como, también, porque nos interesa contrastar su valoración con aquella que nosotros vamos a obtener, para las posibles coincidencias o la lógicas discrepancias. En no pocas ocasiones, la respuesta que nos llega se halla avalada por un argumento un tanto peculiar o discutible. “Me ha gustado, o no, porque acaba bien, o mal”. Entendiendo, generalmente, que acabar mal significa que su final no se identifica con mis deseos de lo que podría haber sucedido, a fin de salir con un buen sabor de boca de la sala de proyección. Ese buen final, o ese decepcionante final, resume una valoración un tanto superficial y simplista de todo un metraje, en el que han intervenido multitud de elementos para el necesario equilibrio de su composición. La misma argumentación puede trasladarse a otros ámbitos de la cultura. Es el caso, por ejemplo, de la literatura. ¿Te ha agradado, o no, el libro? Seguida de esa desacertada simplificación a la que nos tenemos que enfrentar: acaba bien; acaba mal. Aunque nos parezca erróneo llegar a esta débil plataforma valorativa, a mucha gente le complace la película o el libro “porque acaban bien”. O les defrauda, “porque el final de la historia narrada no es el que a mi me gustaría”.

En este contexto crítico o valorativo, me viene a la mente otra interesante cuestión, abierta para el debate. Realmente el autor de un libro, o el director de una película ¿tienen todos los controles acerca del inicio, desarrollo y final de la trama, expuesta en las páginas de un libro o en los numerosos gigas de una grabación? Para no seguir con esta ambivalencia, centrémonos ya en el mundo del cine. Desde luego, el director de la cinta ofrece un complejo producto narrativo, imágenes hermanadas a un sonido enriquecedor, en una ingeniería escénica visionada por los espectadores ante la gran y “mágica” pantalla. Esa realización cuenta una historia, con su introducción, su nudo argumental y el sorprendente o previsible desenlace. Con todos los aditamentos, recursos, trucos y habilidades, que le permiten individualizar el estilo propio de su creatividad. Hace la película que él quiere. Aquélla que desea ofrecer a las expectativas de un público simplemente aficionado, o intensamente amante, del buen cine. Necesita de la atención, y asistencia, del espectador, porque toda industria se mueve por unos ineludibles parámetros económicos. También está en juego, por supuesto, el incentivo de su prestigio, como profesional de este arte, apasionadamente “inmortal”. Aplica todos los recursos disponibles en el proyecto para dar vida a un guión, material del que a veces es también su propio autor. En definitiva, parece que su control de la obra es absoluto, poderoso, total. Por su planteamiento, por su desarrollo y, sobre todo, por su desenlace, esa película nos agrada mucho, o poco. Sin embargo, este razonamiento, así expuesto, parece que deja al espectador un tanto pasivo o sometido a los dictados del realizador. Reflexionemos, ¿realmente el director de una película es tan poderoso como, a primera vista, parece?

Todo este largo preámbulo viene a consecuencia de que durante el desarrollo argumental, hay escenas que nos parecen acertadas o no tanto. Que podrían haberse escenificado con otras estructuras, “semánticas” o externas. Lo del contenido y la forma…. Pero, sobre todo, esa discrepancia o concordancia se intensifica en la solución, o el final, que se ha dado a la historia narrada. Por eso llega la simplificación de no pocos espectadores, con esa frase de que “me ha gustado” o “no” “pues yo, le habría dado otro final. Agradecemos, o rechazamos, un desenlace que nos viene dado, lógicamente, por la diestra mano del autor que ha dirigido la película. Resumiendo, no creo que el director nos ofrezca un producto inmóvil o blindado para su modificación. Ni mucho menos. El buen aficionado al cine puede, necesita y debe, discrepar, intervenir, remodelar, aquello que le ha sido dado. ¿Por qué no vamos a poder modificar el desarrollo de algunas escenas? ¿Es imposible o “herético” imaginarnos otro final, más acorde con nuestra percepción, muy personal e íntima, de la narración visual y sonora que se complementan en el film? No son pocas las ocasiones en que el propio director deja un final “abierto” a las opiniones o decisiones imaginativas del espectador.

En la tarde de hoy viernes, he tenido la oportunidad de ver, en uno de los cines que aún permanecen por el centro urbano de Málaga, SOMBRAS DEL TIEMPO. Se trata de una película de nacionalidad alemana, entrenada en España ocho años después de su realización. Está ambientada en la India, durante la colonización inglesa de este amplio territorio del sur asiático. Recordemos que la India alcanzó su independencia en 1947. La cinta pertenece al género del drama romántico y se halla estructurada en tres fases temporales. Durante la primara de ellas, conocemos la relación de amistad que ese establece entre un niño, llamado Ravi, y una niña, Masha, que trabajan, junto a otros muchos compañeros de corta edad, en una insalubre y vetusta fábrica de algodón. Son cruelmente explotados, laboralmente, e innoblemente maltratados en sus personas. Malviven en un ambiente de dureza carcelaria. Además de fabricar alfombras, los encargados de la fábrica comercian con los cuerpos y las vidas de estos pequeños, abandonados por la incuria y la profunda necesidad de sus familias, sumidas en la más ocres de las pobrezas. Raví ayuda, en lo que puede a su compañera, evitando que su cuerpo sea vendido como un objeto más de mercado. Antes de su separación, Masha le promete su amor, confiando que algún día podrán unir sus vidas. Casa noche de luna llena, acudirá al templo de Shira, en Calcuta, con la esperanza de que ambos vuelvan a encontrarse. Ya en la segunda fase de la historia, conocemos la evolución contrastada en ambas vidas. Ravi tiene suerte, en su capacidad artesanal y en su ambición para la acomodación y superación social. Por contra, Masha, adornada de una gran belleza, encuentra acomodo como cotizada bailarina en uno de los burdeles que funcionan en aquella importante localidad de la India. Su belleza atrae a un importante industrial de Calcuta. Diversos azares y casualidades, contrarios a sus deseos, impiden que ambos puedan realizar las promesas de su infancia, aunque el amor entre ambos permanece, profunda y vitalmente, arraigado en sus almas. Ambos avanzarán en sus vidas, organizada y acomodada materialmente, en el caso de Ravi, unido a una linda mujer a la que no ama. Desafortunada y desgraciada, en Masha, casada con ese industrial, al que tampoco quiere, ante el recuerdo perenne de Ravi. Es la crudeza de un amor que sigue latente, pero en la severa oquedad de distancia. La tercera fase de la película (así comienzan y finalizan los 122 minutos de metraje) nos ofrece la vuelta de Raví, ya en la madurez de su tercera edad, a una fábrica abandonada y desierta, donde recuerda todos las experiencias insertas en su vida. Allí, se encuentra a una anciana que vive, junto a su nieta, la modestia de la pobreza y la decrepitud física (la ceguera le nubla la visión de la naturaleza). En las breves palabras que ambos intercambian, Raví no reconoce a Masha. Tras despedirse, ésta confiesa a su pequeña nieta (la misma actriz infantil que interpreta a Masha de niña) que ese señor que ha estado hablando con ella se llama Raví. Aún sin verle físicamente, sus otros sentidos le han permitido reconocer a aquél que fue, y es, el único y gran amor de su existencia.

Normalmente, el director controla todos los resortes de esa dramática y romántica historia que ha deseado ofrecernos. Es el poder, el gran poder del escritor que, en este caso, no utiliza letras físicas para su narración, sino imágenes y palabras, representadas por sus actores. Es decir, la realidad de las imágenes, acompañadas por la amistad de las palabras, los gestos y las miradas. Dos personas que se quieren, aman y necesitan. Pero la decisión de quien domina el climax narrativo impide que alcancen esa felicidad que ellos anhelan y que, sin duda, también desearían la mayoría de los espectadores, esos fieles lectores de imágenes y vidas en pantalla. En este caso, esa simplista calificación, con tonos defraudados, del “no acaba bien” adquiere su más potente y razonable justificación. Pues bien, el espectador se rebela. No está de acuerdo con esos trocitos de vidas, tal y como los ha dispuesto la autoridad y legitimidad de quien modela el conocimiento. Y, en un alarde de valiente osadía, recompone y rehace su propia historia. Utiliza los mimbres que han sido puestos a su disposición por el director, en la gran “sábana blanca”. Pero los reconstruye, dándoles otras formas, otro sentido, otro final más feliz, para la expresión de los hechos. Y piensa. E imagina. Raví y Masha logran encontrarse. Esos segundos traicioneros que, en la película, rompen su vinculación, desaparecen de la realidad. Recuperan su amor. Unen su felicidad. Y el destino común que ambos anhelan y merecen es vivido con la intensidad y plenitud de dos seres que se quieren, aman y necesitan. Ese es el gran final que nos ha hurtado la libertad del autor. Tu imaginación, también la de aquél, y la de otros muchos soñadores de imágenes, ha logrado que, por esta vez, el director no se salga con la suya. Sí, es su película. Pero la imaginación, también proyectada desde las butacas de la sala de proyección, ha logrado recomponer en sonrisas lo que, hasta esa ocurrencia, eran sólo muecas de desilusión y desesperanza. Las sombras nubladas del tiempo se han convertido, gozosamente, en luminosas realidades para el amor y la vida.

José L. Casado Toro (viernes 3 Febrero 2012)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/

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