viernes, 12 de agosto de 2011

EN LA NOCHE Y EL DÍA, PARA EL ENSUEÑO.

Un tercio del tiempo, en nuestra impredecible existencia, lo pasamos durmiendo. Es cierto que algunas personas, dicen que cada día más, aumentan ese ejército para la insumisión onírica, y se afanan por arrebatar trozos de vida a esa otra, en la que permanecemos tendidos en la cama y con los ojos cerrados. Ocho, siete, seis horas, en cada uno de los días, para vivir durmiendo, para soñar la vida. La ciencia médica afirma que es necesario e indispensable y la naturaleza orgánica lo confirma. Hay que recuperar el desgaste físico y psíquico de nuestro cuerpo, resulta insoslayable atender a esa exigencia de la naturaleza, pero…. es un tercio de toda nuestra vida.

Lidia dialogaba, cada una de las noches, con el fantasma hostil del insomnio. Hoy, al igual que ayer, sus días estaban presididos por la rutina, por el sopor de los numerosos gestos reflejos que marcan esa aprendida agenda, iniciada desde la ducha y completada por una cena, televisión y alcoba, repetitiva en los hechos de sus páginas aburridas. Y mientras, él, su compañero de cama, duerme placentero, ajeno a esa angustia que a ella, penosamente, le embarga y que la oscuridad acrecienta y atemoriza.

Sin embargo, esta mañana había sido protagonista de un hecho singular, para la diferencia. Durante esos minutos matinales liberados para hacer el desayuno, salió de la gestoría donde trabaja y se acomodó en una de las mesas callejeras, que ocupan un buen trozo de la acera en la vía. Su amiga Nuria no le había acompañado hoy, pues tenía que atender a un pesado cliente que polemizaba por una nimiedad administrativa de su incumbencia. Tenía fijados sus ojos sobre la mesa del bar, superficie en la que aguardaban una tostada con tomate y aceite junto a un café descafeinado para templar la jornada. Percibe como que alguien se le acerca. Es un muchacho joven y bien parecido. Éste, sin mediar palabra alguna, le entrega un sobre de color crema, en cuya portada sólo iba escrita la siguiente frase: “por favor, lea el contenido”.

Una situación insólita pero, en la novedad, atrayente. Una persona, a la que no cree conocer, le transmite algo que desea sea leído en su intimidad. Ese joven había dado media vuelta, alejándose a paso ligero. Una estatura media, más bien alta, delgado de cuerpo, cabello de un color castaño claro, camisa blanca, pantalones beiges y unos naúticos marrones que agilizaban su andar atlético. Un tanto pasmada ante el hecho, guardó el sobre en su bolso, volviendo a la oficina. Encontraría algún hueco, en sus obligaciones de trámite, para conocer el contenido de la extraña misiva. A pesar de su intriga, no pudo hacerlo en toda la mañana. El trasiego laboral resultó inapropiado para poder aclarar el descubrimiento matinal.

Ya en la tarde, cuando su hija Carmen había ido a la clase de baile, sentada en la coqueta terraza del piso familiar, acompañada sólo de esa soledad que ya era su fiel compañera, lee una hoja impresa de ordenador, firmada por estas cinco palabras “un admirador de su persona” y un nombre. Curiosamente, el mismo que tiene su marido. Juan. Le decía que, desde hacía semanas, se había fijado en ella, ya que habían coincidido en esos largos minutos para el desayuno. Que le había generado una intensa atracción, ya no sólo por su agradable físico, sino que además percibía en ella un trasfondo de tristeza que potenciaba la creatividad de su belleza. Reconocía dirigirse a una persona algo mayor que él, disculpándose por la travesura en la forma y en el hecho. Simplemente, le pedía poder dialogar un ratito con ella.

Su compañero de cama continuaba agarrado al disfrute del sueño. Egoístamente ajeno a los pensamientos y angustias, generados por ese insomnio que, a ella, la visitaba cada noche en la oscuridad de las horas. ¿Iría, también mañana, a su bar de la Alameda, o cambiaría el destino de su breve descanso en las horas repetidas de impresos y ordenador? ¿Continuaría con esa atrayente travesura del joven admirador del que apenas conocía algo más que su silueta, junto a unas palabras escritas que parecían nobles y sinceras?

Nuria ¿qué te parece esta historia de la carta que te acabo de narrar? ¿Crees que le debo dar la oportunidad de una conversación? Su íntima amiga le aconsejó extrema prudencia ante el curioso hecho del que había sido partícipe. Debía olvidar a ese misterioso joven de la carta y, en modo alguno, entablar conversación privada con él, pues era imprevisible lo que podía esconderse tras esa persona. Como es más que frecuente, los consejos se regalan para no llevarlos a la práctica. Y Lidia no iba a ser una excepción en esta patente realidad entre las personas. Se propuso ir a desayunar esa mañana, también sola, pues estaba dispuesta a conocer, más a fondo, al misterioso autor de la misiva.

Hacía algo de fresco, por lo que esta vez entró en el interior de la cafetería. Ocupó una de las mesas, en el fondo del local, desde donde se divisan bien todos los espacios en el ajetreo de la mañana. Pensando en el curioso encuentro que iba a tener, se había arreglado un poco sobre su habitual sencillez a la hora de vestir. Buscaba una imagen más juvenil, pero sin descuidar la elegancia formal. Y él ya estaba allí. Cruzaron sus miradas y unas sonrisas como muestra de agrado. Juan trabaja en un despacho de abogados. Lleva en ese gabinete seis años, desde que finalizó su licenciatura en derecho. Con veintinueve años, no ha tenido aún suerte u oportunidad para encontrar a una compañera con la que compartir parte de su vida. Educado, amable, reflexivo y con cierto aire melancólico que denota una arraigada soledad que le viene condicionando desde hace tiempo. Le dice que, posiblemente, ha sido un flechazo el que le ha movido a su infantil comportamiento. La venía observando, desde hacía semanas, cuando coincidían en el desayuno matinal de la jornada. Le ruega, puntualmente, que no malinterprete su gesto. Que solo desea conocerla y, avanzar, si fuese posible, en la amistad. De forma abierta le expresa la soledad que preside su vida.

Lidia se ha mostrado muy atenta a las palabras, expresadas con la cadencia de la lentitud, por parte de su interlocutor. En pocos minutos le pone en situación. No le confiesa claramente su matrimonio pero, en un momento de sus palabras, alude a la persona de su hija Carmen. Y que se encuentra dispuesta a conocerle, un poco mejor. No le asegura nada acerca de avanzar en la amistad, pero que le agradece la actitud respetuosa que ha mostrado en sus gestos y palabras. Se despiden con sendas sonrisas, estrechándose la mano. Al caminar, de vuelta a la oficina, lo hace un tanto ensimismada, pero feliz. Ella tiene siete años más que su joven admirador. Se siente halagada y como viviendo en un nuevo mundo que le hace sentir una ilusionada terapéutica en contra de la letal monotonía y vacío que, hasta ese momento, le aturde y desvitaliza.

Aquella noche, ese compañero indeseado, llamado insomnio, tampoco dejó de aparecer. Pero, al menos, lo pudo encarar con una mejor disposición anímica, tras esa novedosa y breve charla matinal. Su marido resoplaba entregado al misterio insondable de los sueños, mientras ella dibujaba en la oscuridad de la alcoba alguna que otra aventura y diálogo, pero con otra persona de compañero. Al fin pudo conciliar ese descanso reparador, con un travieso semblante que denotaba ilusión y necesidad frente al tedio.

Durante las semanas y meses posteriores, ambas soledades profundizaron en su secreta aventura. Supieron encontrar momentos y oportunidades para compartir vivencias y sensaciones que dieron sentido y luz a la oquedad de muchas tardes señaladas en el almanaque. Hablaron, sintieron y amaron. Por su formación y carácter, nunca se imaginó protagonista en el osado escenario de la doble vida. Pero Lidia, ahora, había podido recuperar esa pícara fuerza e infantil entusiasmo, que le transformaba en una renovada persona. Un nuevo tiempo que, implementando latidos y sensaciones diferentes, transformaba su rutinaria y ocre existencia anterior.

Su otro Juan, el inscrito en el Libro de Familia, no fue ajeno a esta transformación de su cónyuge. Captó y entendió ese cambio. Pero, con astucia e interés, dejó hacer. Disimuló el fluir de unos aconteceres que, también, a su egoísmo beneficiaban. Desde hacía más o menos un año, mantenía una relación con una joven que había conocido en sus horas de gimnasio. Por tanto, de una manera tácita, ambos personajes complementaban, con la astucia de la necesidad, unas vidas que adolecían del lastre aburrido de la acomodación y el vacío. Y también, cómo no, estaba, y contaba para ambos, la edad en la persona de su hija Carmen. A sus once años, la prudencia aconsejaba mantener esas formas simuladas que tan bien saben representar una educación no exenta de prudencia y habilidad.

Para Lidia, esas noches de lunas, reflejos y estrellas, en la inmensidad de su imaginación, fueron ya sentidas con otro ánimo, con otra valentía, para justificar y florecer los anhelos. El insomnio continuaba agazapado bajo el manto de la nocturnidad. Pero ella había conseguido su antídoto frente al temor o el miedo. Era ese espacio, regalado a la tarde, en el que las palabras, los gestos y los sentimientos vitalizaban el cultivo de una profunda ilusión.-

José L. Casado Toro (viernes 12 agosto 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/

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