viernes, 23 de julio de 2010

LA DESGRACIADA MARGINALIDAD DE ESOS OTROS JÓVENES.

MAÑANA DE JULIO, EN EL TRIBUNAL TUTELAR DE MENORES.

LA DESGRACIADA MARGINALIDAD DE ESOS OTROS JÓVENES.




Hoy, martes y trece, de un julio a treinta y tantos grados a la sombra, he tenido que volver a verle. Se me citaba como testigo para un juicio en el Juzgado de Menores nº 1 de Málaga. Más que el testigo principal en el acto de la audiencia, yo era la persona agredida por un acto criminal que tuvo lugar hace prácticamente un año. Ya, casi en la madrugada de aquel viernes 11 de julio de 2009, de vuelta a casa tras asistir a las última representación del Festival de Música Antigua, aparcaba el vehículo en una plazoleta muy cercana a nuestro domicilio. Al bajarnos del coche, mi mujer y yo, observamos como un par de jóvenes, con apariencia africana por sus caracteres corporales, se nos quedaban mirando a unos diez metros de distancia. Hablaban entre ellos, sin dejar de miranos. Al poco, siento como uno de ellos corre hacia mi y por mi izquierda tira de la bolsa en bandolera donde llevaba una serie de objetos personales. Voces de mi mujer y yo tendido en el suelo agarrado a la cinta de la bolsa que ya portaba en sus manos el ladrón en su carrera. Me incorporo muy aturdido y le grito (presa de los nervios y contusiones) que al menos me devuelva algo, creo que le dije el móvil. Salen camareros de un restaurante cercano al escuchar el griterío, acuden otras personas que le quitan la mochila al compañero de fechoría, creyendo que era la que se me había robado con violencia. Un coche patrulla de la Policía Nacional acude a nuestra llamada y logran capturar a este joven. Lo veo en el interior del vehículo, ya esposado, y con la mirada baja y despreciativa. El verdadero agresor había huido con mis pertenencias, en la oscuridad y recovecos de una serie de callejuelas vacías. Visita al Centro de Salud donde me curan de unos rasguños y golpes provocados por la caída. Y, al día siguiente, con miedo todavía en el cuerpo cada vez que salía a la calle y sentía unos pasos por detrás, el largo proceso de denuncia en la Comisaría Central de Policía. En los calabozos, este joven africano ya había dado suficientes datos de su compañero de fechoría y hasta dónde se le podía encontrar. Ambos estaban en un Centro de rehabilitación de menores en la localidad de Álora. Tenían permiso de fin de semana. Se me ofrece por parte de la policía ir a un Parque de la zona Oeste donde tienen localizado al agresor a fin de reconocerlo y señalar su autoría. En profundo estado de shock, declino tal posibilidad. No estoy en condiciones anímicas de volver a ver a esta persona. A escasas horas, ya habían descubierto, bajo el colchón de su cama en la residencia, mi móvil (concreté sus datos identificativos) y otros objetos robados. La cámara fotográfica y las gafas probablemente habían sido ya vendidas por unos pocos de euros.

Ha transcurrido un año, desde estos lamentables hechos, sin otras noticias al respecto que un desplazamiento al Juzgado para firmar mi renuncia a la indemnización económica, pues ésta ya había sido compensada por mi compañía de seguros. Hace unos días, tuve que volver a la sede judicial para recoger la cédula de citación para el desarrollo de la vista procesal. El lenguaje que se utiliza en la misma me hace dudar acerca de quién es el agresor y el agredido. Transcribo un breve párrafo de este oficio judicial dirigido a mi persona; “ …..en calidad de TESTIGO, debiendo comparecer mediante DNI, y la presente citación, advirtiéndole que, de no comparecer, ni alegar causa justa que se lo impida, incurrirá en multa de 200 a 5.000 € y si persistiera en su resistencia podrá ser conducido por la fuerza pública y perseguido por delito de desobediencia grave a la autoridad (art.420 de la L.E.Cr.) Debo suponer que a la persona que me agredió, robó y violentó, le habrán dicho lo mismo.

LA SALA DE ESPERA, que vincula a los dos juzgados de menores, no es demasiado espaciosa. Predomina en ella el color gris, siendo la atmósfera que en ella prevalece un tanto fría, triste y profundamente administrativa. No hay un solo cuadro o pintura que gratifique las paredes. La iluminación resulta apagada y algo lúgubre. En cuanto llegas, observas a varios jóvenes que esperan la celebración de su vista. Se ven acompañados de unos padres o familiares que se afanan por apoyarles en este duro trance de sus aún cortas vidas. Caminan pensativos, no pocos con una manifiesta arrogancia. Algunos se muestran más arreglados en sus vestimentas. Otros lo hacen como si se dispusieran ir a la playa o alguna fiesta de chiringuito. Miradas bajas y paseos de aquí para allá. Pronto aparecen unos señores con sus carteras y carpetas, dirigiéndose amistosamente a los acusados. Son sus abogados. Tengo la impresión, por lo que percibí, que, en más de un caso, es la primera vez que hablan con su defendidos. Sin sentarse, de pié. Éstos les escuchan con el rostro un tanto escépticos y aburridos ante la plática del jurista de oficio. También observé que estos letrados, antes de entrar en la sala de vistas, se prestan e intercambian la toga negra que han de llevar durante la celebración de los juicios. La duración de los mismos es bastante breve. Primero entra el acusado, que declarará ante el tribunal. Posteriormente van llamando a cada uno de los dos testigos que entran por separados en la sala procesal y, una vez que explican su versión, abandonan con presteza la misma.

Hay un hecho que deseo resaltar, por lo desagradable que resulta. Acusados y testigos comparten el mismo espacio de espera. En mi caso, agredido y agresor estábamos separados por no más de unos escasos metros en la relativamente reducida habitación. Podríamos incluso haber estado sentados juntos. En esta sala no aparece la presencia de un solo policía. Sólo hay un Guardia Civil, tras un pasillo en forma de “L” en la entrada de la Audiencia, vigilando el detector de metales. No es precisamente agradable, ni lógico, que dos seres enfrentados ante la perpetración de un acto delictivo tengan que permanecer juntos en el mismo espacio sin el menor control de la fuerza pública. Es un detalle que habla de la indelicadeza de trato que recibe especialmente, por parte de la Justicia, la parte “supuestamente” agredida. La situación es realmente incómoda, peligrosa. Desacertada.

LO RECONOCÍ de inmediato. Ahora, alcanza los diecisiete años. De nacionalidad marroquí. Aproximadamente 1,65 m. de estatura. Fuerte complexión anatómica, con una cierta tendencia a la pre-obesidad. Muy moreno, tanto de piel como en su cabello, muy reducido en el corte. Ojos pequeños y tendencia permanente a bajar su mirada. Camiseta, pantalón corto y tenis negros. En la noche del delito vestía totalmente de negro. Está acompañado de su hermana, una joven desenvuelta algo mayor que él. Traté de no cruzar mi vista con la suya, aunque él me tuvo que reconocer sin la menor duda. Percibí que hablaban en voz baja entre ellos, y mantenían la distancia con nosotros (mi mujer me acompañaba también en calidad de testigo). Temí que su hermana, en algún momento de la espera, se dirigiera hacia mí. Afortunadamente, esto no sucedió. Aunque siempre cabría una disculpa, la situación hubiera resultado muy embarazosa. Si ello hubiera sucedido, en ese preciso instante me hubiera dirigido con diligencia al miembro de la Benemérita que estaba junto a la puerta que da entrada al edificio.

En esos minutos previos a la celebración de la vista, me resultaba imposible no revivir escenográficamente los detalles de aquel viernes noche, en que tuve la precaria suerte de ser elegido como un objetivo factible para realizar “el tirón” delictivo. Probablemente, los latidos de mi circulación vascular se agigantaron en su celeridad. Los sentimientos que te albergan en este momento, en el que confluyen las imágenes del recuerdo, con aquellas otras que percibes en la realidad del momento, son difíciles de describir. Sólo la persona que ha sufrido esta desagradable experiencia conoce la repercusión psicológica y anímica de la misma.

EL PERSONAJE. 16-17, primaveras cumplidas. La misma edad que tienen los queridos alumnos que han estado bajo mi responsabilidad docente en el instituto “de toda la vida”. Con orgullo manifiesto, puedo decir “mi Instituto”. Pensé en muchos de ellos. Sus miradas. Sus gestos. Sus confidencias. Su cariño. Ellos han tenido mejor suerte en su aún corto periplo vital. Estudian, más o menos. Pero, afortunadamente, se hallan ajenos (entre 500 alumnos, cada curso escolar, he tenido que conocer algún caso….) a ese lóbrego lodazal de la delincuencia. Las muestras de limpieza y nobleza que me han regalado durante tantos años de ejercicio profesional provocan en mi corazón la más intensa gratitud, especialmente en este duro momento en que contrasto el comportamiento de unos y otros jóvenes, dentro del entono sociológico que me vincula. Prefiero no concretar aquí el nombre de este joven, dato del que puntualmente tengo conocimiento, no sólo por la hoja de citación sino porque me lo facilitó la Policía Nacional cuando presenté la denuncia correspondiente. Desconozco totalmente su problemática familiar o social. Solo sé que aquella tarde/noche, en un caluroso julio malagueño, gozaba de un permiso de fin de semana. Se encontraba interno en un centro rehabilitador de una localidad malagueña, perteneciente a la comarca del Guadalhorce/Guadalteba. Parece ser que su hermana se había preocupado de que asistiera al juicio bien arreglado (cuerpo limpio y ropa aseada) comparado con otros jóvenes que iban a pasar por el mismo trance judicial esa mañana. Poco más puedo saber o añadir de esta persona. Eludo añadir calificativo alguno a la misma, procedente de mi subjetividad o experiencia profundamente desafortunada.

Llamado por la funcionaria judicial, entró en LA SALA DE VISTAS, acompañado de su abogado (persona de muy notable humanidad física) y también por su hermana. A los cinco minutos, no más, escuché pronunciar la llamada de mi nombre. En una habitación mejor iluminada y con una profunda escenografía procesal, observo una gran mesa con forma de U invertida. En el centro frontal de la misma, se sienta un joven juez, acompañado de otros dos magistrados. Y, a ambos lados, a mi derecha, la representante del ministerio fiscal, mientras que a la izquierda se encontraba el abogado del acusado. Todos, con sus vistosas y lúgubres togas negras judiciales. Me siento enfrente de ellos, afirmando que iba a decir la verdad a pregunta del magistrado juez. Realmente no prometí o juré. Sé que dije “por supuesto”. Fue una expresión espontánea, ante el nerviosismo del momento. Detrás mía estaba sentado el joven y, en la fila de atrás, su hermana. Expliqué, a preguntas de una agradable fiscal, el resumen de los hechos. Reconozco que en un breve momento llegué a emocionarme anímicamente. Apenas cinco o seis minutos de exposición ante el tribunal. Más o menos el tiempo que se te concede de intervención en los congresos científicos al uso. El juez solo intervino para el precepto de juramento. Fue la representante fiscal quien hablaba, tratando en todo momento que me sintiera protegido por su función. Tengo que manifestar y agradecer su afectivo tratamiento. Me preguntó si reconocía al acusado como el autor de la agresión. Sin volverme hacia él, manifesté “sin duda alguna. Lo reconocí nada más entrar en la sala de espera”. A preguntas de la fiscal concreté la marca de mi móvil; que no se me había devuelto aunque estaba localizado en poder de la policía; y que deseaba recuperar mi pertenencia “…..aunque Vd ya tendrá otro”. “Deseo recuperarlo. Es de justicia” manifesté. El abogado defensor, a preguntas del juez, manifestó que no deseaba aportar comentario o alegación alguna. Me indicaron que podía abandonar la sala. Me volví hacia la puerta y evité el cruce de nuestras ojos. Pueden entender esta expresión. Entró entonces el segundo testigo, mi mujer. No más de seis minutos dentro de la sala y el mismo esquema de exposición. Salimos de la Audiencia, camino de nuestro vehículo, sin conocer dato alguno que añadir a lo hasta aquí ya expuesto.

REFLEXIÓN. Conducía por ese laberinto de cirugía urbana que sufre el área de Teatinos, necesario para las obras del futuro metropolitano, camino de mi domicilio. Me sentía algo más relajado, tras un año en que las imágenes de la violencia sufrida, física y psicológica, han fluido en ciertos momentos de desánimo. Pensaba cuál sería la biografía de este joven, su familia, sus circunstancias, incluso, su futuro. Me acordé, cómo no, de ese imaginativo juez de menores, Carlos Calatayud. De muchas de esas historias que nos narra con su ágil pluma gramatical. Y de las soluciones penales, educativas, que adopta cada día ante la conciencia de su juzgado. Obviamente no conozco la sentencia impuesta a J. Ese dato debe quedar en el respeto de la privacidad del infractor. Muy probablemente este chico, ya en las puertas de la mayoría de edad, hubiera necesitado, con muchos, muchos menos años, una intervención educativa, firme, afectiva y equilibrada por parte de su familia, ejemplos y valores que hubieran moldeado en su persona otros hábitos y necesidades de mayor calidad en lo humano, en la ética de comportamiento, en lo innegociablemente moral. La práctica de la delincuencia, tan jóvenes, conduce a un destino ocre y tenebroso que habla de prisiones, degradación y hundimiento en el infra-mundo de la desesperanza. Debe, por supuesto, gozar de la generosidad de otras oportunidades, para su situación y proyecto de vida. Sólo poseo el dato de esa mujer que parecía atenta y protectora ante la complicada situación que tendría que afrontar su hermano. No hay mucha diferencia de edad entre ambos. Confío, y deseo, en que le ayude a caminar por otros senderos, más limpios e iluminados, que potencien y eleven su dignidad en lo humano.-


José L Casado Toro (viernes 23 julio 2010)
IES. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga. Dpto. CC SS Historia.

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