En ocasiones, el uso cotidiano de las palabras puede tener un sentido equivocado. Esta situación suele ocurrir porque hemos desvirtuado el contenido de los valores y el significado correcto de los vocablos. A tal nivel, llamar o considerar a una persona como “bueno” puede conllevar un sentido incluso despectivo o de infravaloración. En una sociedad donde la maledicencia está arraigada, el concepto de persona buena puede derivar en sumisa, condescendiente, maleable e incluso en la privacidad coloquial como algo “tontorrona” o pusilánime. Pero así somos y así nos comportamos. Vayamos, sin demora, a nuestra semanal historia.
VALERIANO Rincón era desde niño persona sencilla, algo apocada o tímida, que vivía escudado bajo la protección familiar. Su madre, ROSALÍA, enviudó con triste prontitud, por lo que tuvo que dedicar muchas horas del almanaque a la limpieza de portales y viviendas, para sacar adelante a su único hijo, por el que sentía un gran cariño y una comprensible hiper protección. Valerio, como le solía llamar, hizo la escolaridad obligatoria. Cuando cumplió los 16, la gran obsesión de esta madre abnegada era la de buscarle una “colocación”, con la que aprendiera a ganarse la vida. “No pararé un día tras otro, hasta verlo bien colocado”.
La buena señora hablaba con todo el que se prestaba a escucharla, hasta conseguir para su hijo algunos puestos de aprendizaje que, por una u otras razones, nunca llegaban a estabilizare. Zapatería, tienda de ultramarinos, albañil, mozo del puerto, etc. Pero el joven Valeriano era algo “apocado” y en los trabajos le exigían o demandaban una mayor decisión e iniciativa. “Perdone, doña Rosalía. El chico es una buena persona, pero no es lo que yo necesito para mi negocio. Se encontraría mejor un puesto tranquilo, sin grandes responsabilidades o capacidad de acción”. Otro trabajo en el que estuvo un poco de más tiempo fue el de dependiente y reponedor de una frutería y hortalizas. Era una labor no difícil de realizar, pero a la que tenía que entregar un notable esfuerzo en la atención a la clientela y al arreglo de la gran tienda de frutas, sufriendo los regaños y arengas del propietario, un ciudadano marroquí de mal genio y muy exigente.
No era un joven de amigos y salidas grupales. Muy enfaldado bajo el paraguas materno. Ahí era donde mejor se encontraba y disfrutaba. Ayudando en casa, viendo la televisión o escuchando la radio. También, sacando de paseo a doña Rosalía, quien fue madre siendo ya mayor. A medida que iba sumando años, esta señora veía que sus fuerzas se iban reduciendo. Su marido BONIFACIO le había dejado una muy modesta pensión, ya que había ejercido de acomodador de sala cinematográfica, manteniéndose básicamente gracias a las propinas que los espectadores le entregaban
Valeriano no tuvo suerte con las mujeres. En realidad, no se esforzó en buscarlas. Su ideal de mujer era su madre. Teniéndola cerca se sentía satisfecho y protegido.
Para su inmensa suerte y oportunidad, cuando había cumplido la treintena, un vecino del bloque donde vivía, Roberto, en la barriada de la Palma, se puso enfermo. Como era una persona mayor y conocía las peticiones de doña Rosalía, propuso a la comunidad de vecinos en la que prestaba servicio como conserje, que le sustituyese el hijo de su vecina, dando muy buenas referencias de su persona. Al fin Valeriano iba a encontrar un puesto de trabajo con marcada estabilidad y tranquilidad. Conserje/portero de una gran manzana de edificios, con 5 portales, todos a su cargo. Sus obligaciones eran las propias de quien ejerce esta función. Abrir y cerrar las puertas al complejo de viviendas, recoger la correspondencia e introducirla en los buzones, estar atento a los desperfectos o daños que pudieran surgir en las zonas comunales, dando cuenta de los mismos al administrador de la gran comunidad, gestiones para arreglar problemas de fontanería, electricidad, grupo de motores, porteros electrónicos, etc. Aunque no era una obligación contractual, se encargaba también de recoger las bolsas de residuos, para llevarlas a los contenedores correspondientes. Los vecinos gratificaban particularmente este servicio. El horario que tenía que cumplir y el sueldo que recibía estaba adaptado al convenio sindical cuya normativa regía para todos los conserjes y porteros de fincas urbanas. Comenzaba su labor a las nueve de la mañana, hasta las 13 horas. Volviendo a las 17 hasta las 20 horas. Este horario de permitía atender (comida y cena) a su querida madre, quien con los años sumaba los achaques propios de una avanzada edad.
A las pocas semanas, la generalidad vecinal coincidía en que tenían como portero gerente a una muy buena persona, siempre con la sonrisa en el rostro, una educación muy servil y agradable en el respeto con quien hablaba y siempre dispuesto a escuchar y tratar de resolver cualquier problema que se le plantease. A sus treinta y tantos años había iniciado con muy buen pie este servicial trabajo, sintiéndose feliz con esta oportunidad que la vida le había ofrecido. Era especialmente diligente con las personas mayores, ya que el hábito de cuidar de su madre lo trasladaba a esas vecinas mayores que venían de hacer la compra, con los carritos bien llenos de viandas y que tenían una manifiesta dificultad para subir esos carritos por los cinco escalones que había desde el suelo de la entrada hasta la plataforma donde estaba la puerta del ascensor. Prácticamente les subía el carrito lleno de la compra, porque tenía fuerza en sus brazos. Aunque era fumador, nunca encendió un cigarrillo en su horario de trabajo, para evitar malos ejemplos y molestias a la vecindad. Tenía una densa libreta con anotaciones de direcciones para fontaneros, electricistas, albañiles, pintores, Seguridad social, hospitales, ambulancias, farmacias, hipermercados y por supuesto policía local y nacional.
Y así fueron pasando los meses y los años, con esa rara unanimidad de que los vecinos de los cinco grandes bloques veían en Valeriano la imagen real de una muy buena persona, eficaz y en nada conflictivo. Se trataba de esas personas sencillas, sosegadas, con el ejercicio de la tranquilidad y la responsabilidad. Era la imagen viva de aquellos seres que aceptan el puesto que la vida y su esfuerzo ha tenido a bien depararles. La única objeción que planteaba, cuando llegaban las 13 horas y algún vecino comentaba algún asunto más complejo que le había ocurrido, era la necesidad de desplazarse a su domicilio (que exigía tomar dos autobuses urbanos) pues tenía que preparar la comida a su madre ya limitada físicamente. Pero lo hacía no sólo con la razón lógica por su horario, sino rogando disculpas y prometiendo que, por la tarde, cuando volviera atendería de inmediato ese problema de comunidad. No era muy dado a hablar de sí mismo. Su discreción y trabajo eran las señas de identidad para su persona. El destino le había dado al fin una buena colocación y él lo agradecía respondiendo con franca lealtad y disponibilidad.
Una tarde el conserje Valeriano pidió hablar con el presidente de uno de los cinco bloques (con el que tenía una especial confianza). Fue un diálogo en el que imperó la franqueza teñida de dura realidad. El veterano portero proponía un sustituto temporal, como cuando llegaban los días de vacaciones veraniegas. El motivo era que tenía que ponerse en manos de los médicos, para hacerse una serie de pruebas radiológicas, de ecografía y de resonancia magnética. En unas pruebas analíticas ordinarias habían salido unos datos bastante preocupantes. Tenía que someterse con urgencia a un tratamiento hospitalario. De inmediato el presidente, tras animar al buen servidor de la comunidad durante décadas, puso en conocimiento de los restantes presidente la inesperada situación.
En 48 horas, Valeriano estaba informando a su sustituto ARNO Granados, sudamericano y vecino próximo a la vivienda del primero, acerca de las obligaciones que tenía que asumir durante su ausencia, a fin de desempeñar bien su labor y que la comunidad no tuviese problemas durante su ausencia.
No había días en que muchos de los vecinos, cuando salían a la calle para realizar sus quehaceres, dejasen de preguntar al joven Arno por la salud o alguna información que afectase al buen Valeriano. Pasaron algunas semanas. Las noticias que llegaban del Hospital Clínico Universitario Virgen de la Victoria, con respecto al paciente Valeriano Rincón no eran buenas. La estructura orgánica de este veterano trabajador estaba severamente afectada. Arno se emocionaba cuando tenía que explicar esta infausta situación clínica de este vecino y amigo.
A escasos días de cumplir 65, con la jubilación bien merecida en puertas, el alma del buen Valeriano viajó a los espacios celestiales. Su enfermedad era irreversible. Desde un punto de vista humano, al menos había dejado de sufrir. Por supuesto que fue un golpe muy duro para toda la comunidad vecinal. Incluso muchos otros residentes en el barrio lamentaban con bellas palabras la imagen y trayectoria que había dejado el admirable Valeriano. Su educación, simpatía, respeto, seriedad, responsabilidad, era bien conocida por toda la zona. UN HOMBRE BUENO, trabajador y eficaz, había dejado una estela de sincera admiración. Lo penoso, desde un criterio afectivo, era que no había podido disfrutar de una más que merecida jubilación. Y también los humanos nos hacemos esa pregunta a la que nunca hallamos convincente respuesta.¿Por qué las buenas personas tienen que dejarnos, sin que hayan podido desarrollar una vida plena? ¿Por qué nos desalienta la triste realidad de miles y miles de personas que abandonan tan pronto la existencia terrenal, por las enfermedades, por las guerras, por las maldades humanas?
Solamente los fieles creyentes en la fe, sea cual sea la religión que profesen, pueden tener alguna tenue respuesta para estos crueles e “inhumanos” comportamientos del destino, con respecto al desarrollo existencial de muchas personas.
Cuando el piso que Valeriano habitaba con su madre fue desalojado, pues el propietario lo había vendido a unos nuevos inquilinos, entraron los albañiles a fin de realizar una reforma integral. Debajo de una loseta esquinera del fregadero, había un pequeño hueco rectangular en el que se había colocado una cajita de madera. En su interior había unas fotos de la infancia de Valeriano con su madre, y un sobre contenido una apreciable cantidad de dinero. En el anverso y con letras mayúsculas, un texto que decía: “PARA QUE A MI QUERIDA MADRE NADA LE FALTE, CUANDO YO NO PUEDA AYUDARLA. VALERIANO”. No tenían más familia directa. Los servicios sociales del Ayuntamiento ya habían ingresado a doña Rosalía en una residencia de la Comunidad autónoma andaluza. -
UN HOMBRE BUENO
José L. Casado Toro. PUNTO DE ENCUENTRO PARA LA AMISTAD
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 17 octubre 2025
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