El estado del tiempo se había estropeado, lo que ya se adivinaba desde la media mañana. Cuando MELANIA salió de su domicilio, un edificio de pisos antiguos ubicados en la zona de la plaza de Montaño, muy cerca de dos edificios emblemático para la historia de Málaga: el IES Vicente Espinel (tantos años, “el femenino”) y la Iglesia de San Felipe Neri, con el Museo del Vidrio en la acera de enfrente) miró hacia la bóveda del cielo, ahora grisácea y amenazando lluvia. Apetecía un poco de sol, pero en esa tarde otoñal de septiembre, su natural deseo no iba a ser posible. El sol había renunciado a su protagonismo y la brisa marítima enfriaba los cuerpos y “atenazaba” los espíritus.
Esta maestra jubilada, promoción del 65 al 68, inició su paseo de todas las tardes, caminando por las calles del centro antiguo malacitano, sin un rumbo fijo especial. Su cuerpo le pedía localizar un por qué, para el hacer y el entretener. Ese lunes septembrino la señora vestía un ropaje de entre tiempo, pero ayudada con un chaquetón polar que le diera protección térmica. Llevaba pantalones oscuros y unos zapatos negros de cordones, que potenciaban su figura con un pequeño tacón elevador.
Melania había dejado el ejercicio de la docencia cinco años antes. Físicamente se encontraba bien, aunque los problemas de memoria ensombrecían esos años avanzados para el sereno disfrute de los dones que la vida nos da. Su marido de tantos años, ALVARO, había sido llamado por las fuerzas del destino, dejando en ese hogar (sin hijos) un vacío insoportable, para su sosegada existencia. Era lógico que también echara en falta la alegría y vitalidad de esos “hijos escolares” que siempre mantenían, a modo de magia milagrosa, la misma edad de los 10, 11 o 12 años. Esas dos carencias la sumían en un acre abandono, para su utilidad como persona. Álvaro, empresario de una modesta agencia de viajes, había descapitalizado su patrimonio, sólo él sabía el por qué. Pero le había dado esa compañía, ese afecto y cariño que ahora tanto necesitaba. Como toda persona de edad avanzada, soportaba con paciencia y la ayuda médica y farmacéutica, el diario ritual de mantenimiento, los incómodos achaques y diversas fisuras en el “fuselaje” corporal y orgánico. Pero lo que más le molestaba era esa traviesa memoria, cuyos vacíos en el recuerdo temía no saber a donde podrían llegar.
Aquella tarde no había renunciado a su largo paseo por los rincones de la gran ciudad, aunque la inclemencia atmosférica le había aconsejado entrar en una cafetería, cercana a la Catedral, establecimiento del que era una asidua clienta, para tomar esa merienda que tanto le reconfortaba. Allí, en la Cafetería Cister, se iba a proteger del viento, de la posible amenaza de lluvia, todo ello con la ventaja de sentirse acompañada o rodeada de otros muchos clientes, además de observar, a través del gran ventanal con cristalera, esas otras muchas vidas que paseaban por la calle. El camarero, al que ya bien conocía, atendía a otras muchas mesas ocupadas, lo que agradeció pues no se le ocurría qué tomar a esa hora temprana de la merienda. El reloj marcaba poco más de las 17:15 h. Se distraía mirando el trasiego de la genta callejeando, una gran mayoría con apariencia de turistas, con sus movimientos de acá para allá, con sus búsquedas monumentales, sus compras de regalos para llevar y probablemente todos ellos con sus problemas y alegrías, que ponían luz y color en una tarde ventosa y profundamente nublada.
Al fin se acercó a su mesa TOMÁS, a quien le gustaba llevar una plaquita con el nombre grabado, en la camisa de su uniforme. Era un joven con barbilla en el mentón, que tenía “pinta” de universitario. Posiblemente se pagaba sus estudios ganando esos euros necesarios para la manutención y los gastos diversos. Melania respondió a su pregunta, rogándole unos minutos más para concretar la “comanda”. ¿Qué le agradaría tomar para la merienda? Café, infusión, algún dulce, de los muchos que lucen su escanto detrás del cristal protector. En realidad, carecía de apetencia en ese momento. Sólo quería esperar un poco más y distraerse observando a su alrededor. Miraba y repasaba la carta, inserta en una carpeta plástica transparente, manoseada y algo sucia tras las muchas consultas “en realidad lo que yo deseo es estar aquí sentadita, contemplando el vivir de esas otras muchas gentes que pisan las losetas del suelo peatonal, que ya parece algo mojado. Seguro que están cayendo algunas gotitas de lluvia”.
En esta situación se encontraba, cuando observó que en una mesa próxima se encontraba un hombre mayor,que tenía ante sí un gran vaso jarra. A través del cristal percibía que debía tratarse de chocolate caliente. Desde luego que emanaba (y llegaba a la mesa de Meli, como muchos solían llamarla) un aroma muy suculento. Durante unos segundos siguió observando a ese apuesto caballero, que a pesar de su veterana edad conservaba el cabello entrecano. La gabardina beige que usaba reposaba en la silla que tenía a su lado, abrigándose con una bufanda gris al cuello. Vestía chaleco celeste, unos vaqueros azul oscuros y calzaba unos zapatos de trekking azul oscuros, con muy buen acabado, parecían impermeables. El buen hombre, en silencio, movía con una larga cucharilla, el contenido de su vaso.
Tomás le había dejado unos minutos para la decisión a tomar, De improviso, ese cliente de la mesa cercana se levantó de su asiento, acercándose a ella. Sin duda había estado atento a las palabras que se habían intercambiado el camarero y la indecisa clienta. Saludó y se disculpó al tiempo.
“Yo tampoco sabía lo que pedir. Dado el frescor de la tarde, el camarero me aconsejó “un moka”. Como la leche no me suele sentar bien, me trajo esa combinación apetitosa y caliente de cacao, soja y café. Un poco de canela añadida lo hace verdaderamente delicioso. Y su aroma vitaliza, para tener una buena tarde. Me permito aconsejarlo, pues ya he consumido casi medio vaso del contenido”.
Melania, gratamente sorprendida, sonrió afirmativamente. Entonces el caballero, que se había presentado como RUBÉN, hizo una señal a Tomás. “Lo mismo para la señora. Permítame que la invite”.
A través de la gran cristalera, los viandantes habían abierto sus paraguas. Una brisa racheada iba llenando el gran cristal de “lagrimas viajeras”. El espectáculo de la gente, caminando cada vez con más prisa, era divertido y otoñal. “Ya que ha sido tan amable, permítame que yo le invite a sentarse en mi mesa, si así lo desea, pues desde aquí se tiene una mejor visión de la vida callejera, con esa fina lluvia que tiñe de color una tarde romántica”. Rubén, agradecido, aceptó la “hospitalidad” que le ofrecía la agradable y bien conservada señora.
El interior de esta céntrica cafetería, muy próxima a la monumentalidad de la gran Catedral, se iba poblando de clientes necesitados de una buena merienda, que sustentara la tarde metida en lluvia, de la cual deseaban también protegerse. Un hombre y una mujer (podrían ser coetáneos) en esa mesa de ubicación privilegiada, cruzaron sus miradas, sus nerviosas sonrisas y por supuesto sus nombres. Ambos se sentían mejor con el calor de la compañía, como “hermanados, sintiendo el importante valor de la fraternidad. Rubén mostraba unas formas de educación exquisita, sonrisa algo entristecida y ojos cansados, que reflejaban, tras sus lentes, muchas horas de lectura. De inmediato Tomás trajo en su bandeja otro gran vaso/jarra de Moka, que emanaba aromas golosos en aquella gélida tarde que dominaba la ciudad. Tras romas unos sorbos, sólo acertó a decir, “está delicioso”.
Los minutos iban “lentamente” pasando, entre los dos comensales que no dejaban de intercambiar sonrisas. Fue Rubén quien supo con habilidad romper ese hielo nervioso que los envolvía. “Si te parece (pronto avanzaron hacia el tuteo) vamos a realizar un pequeño juego.
¿Qué nos gustaría ser, si el destino nos hiciese partícipe de una nueva oportunidad en la vida? Empiezo yo, que soy el autor de la propuesta. Entonces Rubén hizo un movimiento con sus manos, como si estuviese tocando las teclas de un piano. “Sería fascinante que toda una gran sala te estuviera esperando, con un ilusionado nerviosismo, para en momentos poder gratificar a ese respetable auditorio con preciosas piezas musicales al piano, haciendo que los espectadores se emocionasen, soñasen, se sintieran felices, con esa acústica mágica que genera la percusión de un teclado, “acariciado” con manos expertas”. ¿Y por qué no has sido ese gran concertista de piano que te hubiese gustado representar”? “Bueno, mis padres no eran grandes aficionados a la gran música. MI profesión ha transcurrido en los severos espacios de una entidad bancaria”. “Y ahora, me gustaría conocer esa segunda oportunidad que, a buen seguro, tú sabrías aprovechar”.
“Bueno, te vas a reír. Me hubiera hecho gran ilusión ser piloto aéreo. De esta forma podría sobrevolar por las cordilleras y los valles, por el mar y por la frondosidad de la selva vegetal. Habría podido gozar de la compañía de esas aves del cielo, que viajan a través de las nubes, las ciudades, los mares y los océanos inmensos, además de los riscos escarpados y los valles frondosos de la orografía mundial. Durante mi vida laboral he sido, felizmente, maestra de niños, con los que hemos podido dar rienda suelta a nuestra imaginación sobrevolando con la cultura que atesoran los libros, producto de la investigación y las respuestas humanas a tantos interrogantes como la vida nos plantea”.
“¿Y si ahora practicamos el juego de las palabras? Aportó la señora Melania. Es muy fácil y divertido. Yo escribo una letra en este papel y tu dices una palabra que empiece por esa letra. Entonces escogemos las dos primeras letras de tu palabra y yo tengo que escribir una nueva palabra que comiencen por esas dos letras. Después tu tendrás que escribir otra palabra que comience por esas tres letras, y así. Sucesivamente”. La habilidad de Rubén y Melania, para la formación de palabras era fascinante. SE distraían como dos niños pequeños convertidos en mayores.
Y tic tac de los relojes no se detenía. Fue Rubén quien miró el reloj de su muñeca y sonrió. Eran casi las ocho de una noche que avanzaba con su húmedo (en esta ocasión) protagonismo. Continuaba al otro lado de la cristalera la fina lluvia, a veces un tanto racheada por golpes eólicos del viento. “¿Te tiernes que marchar ¿verdad? Si, ya va llegando la hora de volver al hogar”. Ambos longevos personajes se despidieron con el afecto cálido de la amistad. Había siso una tarde sencilla, divertida y afectiva. Pero al ser la primera vez que se conocían, evitaron intercambiar datos de comunicación. El tiempo decidiría lo mejor en esa nueva amistad. “Seguro que nos volveremos a encontrar, cualquier día en cualquier oportunidad, como decía aquella romántica película”. La maestra de niños y el profesional de la banca tomaron direcciones opuestas en su caminar, hacia el oeste y hacia el norte de la gran ciudad.
En la tarde del día siguiente, Melania encaminó sus pasos hacia la entrañable cafetería que miraba a la inmensa Catedral. Obviamente iba con la intención ilusionada de volver a encontrarse con el amigo Rubén. Calculó bien la hora y a poco más de las17:30 ya ocupaba su sitio preferido, que se lo habían cedido una pareja de jóvenes universitarios, precia petición o ruego de la antigua maestra. Esperó que se acercara el camarero Tomás para tomar nota de la petición. “Por favor, tráeme un moka como el de ayer, que bien me recomendó ese cliente tan amable llamado Rubén. Por cierto, ¿no ha llegado todavía? Me refiero al caballero que estuvo sentada en mi mesa acompañándome casi toda la tarde”. Tomás puso un rostro de extrañeza y con sumo cuidado, pues no quería herir a una fiel, educada clienta de bastante edad, le respondió:
“Señora Melania, quien le recomendó el Moka, por la fría tarde de ayer, fui yo. Estuvo Vd. sola en la mesa, distrayéndose con el ambiente callejero y con la fina lluvia que caía. Igual ha tenido algún buen sueño esta noche. Enseguida le preparo el Moka, muy calentito para que se lo tome con gusto”.
Melania sonrió al amable camarero. Esperando el servicio solicitado, tomó una vez más conciencia de la fragilidad de su memoria. Su mente se encontraba cada vez más cansada. “Debo pedir cita en el ambulatorio y consultarle a don Enrique. Seguro que él me podrá ayudar”.
Aunque la desmemoriada maestra volvió otras muchas tardes a la cafetería de la calle Cister, no volvió a coincidir con aquel elegante y amable caballero “imaginativo” y cordial que decía llamarse Rubén. Pero nunca perdió la ilusionada y anhelada esperanza del reencuentro. –
CACAO, SOJA,
CANELA Y CAFÉ.
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 13 junio 2025
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