Todos, de una u otra forma, somos actores. La vida es un gran escenario, en el que los humanos representamos nuestro particular papel. Algunos, como profesionales afamados, deslumbrantes en los grandes escenarios teatrales. Otros se esfuerzan cada día, como comparsas, en ganar su honrado sustento. Y el resto, que somos la inmensa mayoría, desarrollamos roles interpretativos marcando las páginas de esos veloces almanaques. ¿El escenario? nuestro entrañable microcosmos vivencial. La trama argumental la creamos o improvisamos en cada momento. Somos actores y al tiempo espectadores. Nuestro anonimato es universal.
LEANDRO Laguinda había ejercido como maestro de primaria, durante más de tres décadas. Al igual que ocurre con todos los ciudadanos, le llegó la hora “gozosa” de la jubilación. Como a tantas personas les ocurre, el pasar de una vida reglada, en horarios y obligaciones, a una situación abierta carente de condicionantes marcados por el reloj, libre de normativas profesionales, le produjo la natural dificultad para la adaptación.
Por esas complejas razones de la vida, difíciles siempre de explicar, Leandro no se había casado, manteniendo la convivencia con su madre doña AFLIGIDA, que había sido madre soltera a causa de los “deslices” juveniles poco meditados, en el hogar familiar. Gozar de una madre tan longeva conlleva, como es natural, muchos beneficios y algunas dificultades. Aunque el antiguo educador era muy hacendoso con los trabajos para cuidar bien su casa, la avanzada edad de su madre les aconsejó contratar a una joven procedente de una localidad rondeña, llamada NICANORA, fuerte y robusta, que trabajaba para la familia Laguinda Almirez tres días a la semana, “echando una mano” en limpieza, lavado, tendido, planchado, además de cocina, especialmente para los almuerzos del medio día. Además, la voluntariosa chica hacía compañía a doña Afligida, que pasaba horas en su mecedora, leyendo o viendo la televisión.
El orden del día en Leandro, tras su pase a la “reserva docente” era bien esquemático y repetitivo. Madrugaba, siguiendo el hábito laboral mantenido durante tantos años escolares. Visitaba el súper y preparaba algo de cocina para los días que no venía Nicanora. Algunos días iba al polideportivo, en donde manejaba algunas máquinas, por aquello de la masa muscular, aunque disfrutaba más con la natación, práctica que “engrasaba” sus articulaciones. Tras el almuerzo, descansaba la siesta, costumbre inveterada desde hacía décadas.
Prefería las tardes, pues era hombre abierto a la cultura, que además de enriquecer la mente, distraía su espíritu. Otro valor que buscaba era socializar el aburrimiento, con otras personas jubiladas que encontraba en conferencias, presentaciones de libros, proyecciones de cine, conciertos especialmente de música clásica, exposiciones, museos, etc. Siempre había algún incentivo durante las tardes, que aportaba distracción, conocimiento y amenidad. Sobre todo, para salir de casa, ámbito que protege y conforta, pero también “aplana” y aturde.
Desde su vivienda en la zona del Pasillo de Santa Isabel, junto al cauce seco del río Guadalmedina, se desplazaba caminando o utilizando los autobuses urbanos a los puntos atractivos para pasar la tarde: Ámbito Cultural del Corte Inglés, Centro Cultural Malagueta, Centro Cultural Maria Victoria Atencia, en calle Ollerías, Biblioteca Pública del estado, en la Avda. de Europa, etc. En ellos buscaba el lustre de la cultura y la distracción. Como era natural, a veces coincidían dos actividades interesantes en distintos lugares, por lo que tenía que optar por una de ellas. Con este sensato hábito, iba conociendo y entablando conversación con diversas personas con las que coincidía en esos enriquecedores organismos. En un centro cultural entabló amistad con una señora, también jubilada. Se saludaban y en varias ocasiones ocupaban asientos contiguos, ya que ambos extremaban la puntualidad a los actos que asistían. Esta amiga de Leandro tenía por nombre CÁNDIDA Cruces. Hasta el momento en que comenzaba la actividad, dialogaban con la franqueza y cordialidad que da la soledad. Intercambiaban información acerca del espacio en el que se encontraban y demás actividades que uno y otro conocían en otros lugares de la capital y que podían ser de interés, sobre todo los conciertos.
Doña Cándida había sido cocinera de hotel, durante su extensa vida laboral. Había comenzado a trabajar a los 18, cuando era apenas una joven adolescente, “bien parecida”, en opinión de la agradable señora. Se había jubilado a los 60, hacía dos años, porque los médicos le indicaron que debía poner el freno, debido a los problemas de artrosis que padecía en distintas partes de su cuerpo, de manera especial en las manos “de tanto guisar y fregar los platos”. Había prestado sus servicios en dos grandes y prestigiosos hoteles de la Costa del Sol: el PEZ ESPADA y el HOTEL TRITÓN. Era soltera, como Leandro y había convivido con una hermana mayor, que se “había ido a los cielos” hacía unos años. Vivía por el centro antiguo de la capital malacitana, calle Convalecientes, muy cerca de Santa Lucía y de esa famosa confitería que siempre recordaba con agrado por los buenos dulces que elaboraba: LA ESPAÑOLA, local ahora reconvertido en una tienda de gafas, después de otros negocios diversos.
“Buenas tardes, doña Cándida. Buenas tardes, don Leandro. ¿Cómo va la salud? Pues la vamos sobrellevando. Yo la veo cada día más joven y esbelta. Es que Vd me mira con muy buenos ojos don Leandro”.
Esa misma tarde, el antiguo profesor, viendo la profunda atención que su compañera Cándida mostraba ante el “tostón” geopolítico y globalizador que el conferenciante, un ilustre catedrático jubilado de derecho internacional, exponía, elevando mucho el nivel conceptual, llegaba a preguntarse ¿qué le interesará a esta buena señora una conferencia sólo apta para expertos en el tema? A su finalización, como solían hacer los dos veteranos amigos, no pudo por menos preguntarle por esa intensa atención que Cándida había mostrado durante la árida y compleja disertación. “Duro el contenido de este ilustre catedrático ¿verdad?”
La buena señora, mirando con una sonrisa a su amigo de asistente cultural, le respondió con absoluta franqueza. Sencillez y hermosura:
“Seguro, amigo Leandro, que lo expuesto por este “sabio” señor ha tenido ser muy interesante e importante. Pero yo no me he enterado de nada. Es como si me hubiese hablado en chino”. ¿Y esto le ocurre con frecuencia, doña Cándida? En la mayoría de estas conferencias y diálogos me ocurre lo mismo. Mi vida ha sido la cocina, los platos y la comanda de los camareros. “En absoluto quiero o pretendo ser impertinente o irrespetuosa. ¿Por qué entonces acude a todas estas sesiones de tan alto nivel, para personas no expertas? Esta vez seré yo quien le va a invitar a un café bien calentito, don Leandro. Nos sentamos y se lo explico con claridad.”
“Para no quedarme encerrada en casa, me echo a la calle y tengo un local gratis a donde ir. Me veo rodeada de señores que seguro saben mucho más que yo. Aunque no me esté enterando de lo que se está hablando el conferenciante, me fijo en cómo va vestido, en los movimientos que hace con las manos, con sus ojos, en las palabras que repite, en como está actuando. Es como si estuviera en el teatro. Pienso en lo bien que se lo debe estar pasando, observando la cara de ignorantes de muchos de los presentes. Me digo, lo que debe de haber estudiado, lo que debe haber leído, este hombre de tan difícil palabra ¡Seguro que algo bueno se me pegará. Y pienso lo mal que se podría sentir este sabio señor, si llegara a la sala y se la encontrara medio vacía de asistentes a sus palabras.
El invierno ponen la calefacción y no paso frío. En la primavera y en los meses de calor, me refresco con la refrigeración. Hago buenas amistades, como con Vd. mejorando lo presente. Y, sobre todo, rodeada de tantas personas, me siento menos sola. Ahora me voy a casa, caminando despacito para no resbalar y caerme. Suelo pasar por la buena confitería Aparicio (la del sabor antiguo) y me compro una isabela. Otros días, una cordobesa, una mallorquina de hojaldre o una pareja de bizcochos de Viena. Ceno un poquito de queso y un vasito de leche, con algo de ensalada, que por la noche hay que cuidar la cena. A pesar de mis kilos de más, no quiero perder la línea. Como dice el refrán, “de grandes cenas están las sepulturas llenas”.
Leandro, profundamente emocionado, le respondió con cálido respeto. “Cándida, eres una gran mujer. Le admiro por su sabiduría e inteligencia. Me siento muy honrado con su valiosa amistad. Permítame que hoy sea yo quien la invite al pasar por la confitería que tanto le agrada.
Y por las calles anochecidas, ya menos transitadas, se fueron los dos sexagenarios asistentes a los eventos culturales de cualquier índole, caminando despacio para aprovechar mejor el cálido ánimo de la compañía henchida de amistad. Iban animosos y contentos, mientras Leandro quiso hacerle a su compañera una pequeña confidencia:
“Deseo ser sincero, amiga Cándida. Yo tampoco me he enterado casi de nada, de lo que el muy cualificado orador nos ha expuesto. Siempre he pensado que a otros asistentes les ocurrirá lo mismo. Pero prestamos un importante servicio, para que estos organismos culturales sigan funcionando: el de formar público y sembrar de aplausos su docta finalización. Así también, otros habilidosos de la palabra, podrán seguir viniendo y nos venderán la nada, para nuestras modestas capacidades, con sus contenidos bien teatralizados”.
Tras ese paseo bien aprovechado, para lo físico y anímico, se despidieron en la Plaza de la Constitución con un “¡Hasta mañana Cándida! Buenas noches Leandro. Y gracias por los hojaldres”. La noche cubría con su manto estrellado una ciudad que buscaba el descanso reparador, junto a los buenos sueños para un día mejor. -
PALABRAS PARA
UN GENEROSO AUDITORIO
José L. Casado Toro. PUNTO DE ENCUENTRO PARA LA AMISTAD
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 14 noviembre 2025
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