El género humano es harto complicado. En sus mentalidades, objetivos y respuestas. Esta característica es consustancial a las personas que lo constituyen en las diferentes geografías e historias de nuestro planeta. En una gran mayoría de casos, las diferentes parejas forman matrimonios. Hay uniones que soportan la convivencia continua durante varias, muchas décadas de existencia. Esa unión permanente suele obedecer a numerosas motivaciones. El recíproco o unilateral amor. La falta de valor para la ruptura. El temor a la insoportable soledad. La carencia de espíritu e iniciativa para diseñar o cambiar a otro tipo de vida. Los condicionamientos familiares, especialmente los hijos. La inercia a seguir el camino juntos “porque así son las cosas” siendo preferible no modificarlas. Por razones económicas para la subsistencia. Por miedo físico o psicológico. Por otras razones difíciles de concretar.
Si se analizaran muchas convivencias, de cuarenta, cincuenta o más años, llegaríamos a la conclusión en que hay un numero indefinido de casos, en los que ELLA no conoce realmente a quien tiene a su lado o ÉL tampoco sabe con certeza quién es la persona con la que convive. Y esta apreciación no va referida sólo a los pequeños o grandes secretos, sino a muchos pensamientos, actitudes, razonamientos, deseos, frustraciones, etc. del uno con respecto al otro cónyuge. Algunos, en la intimidad de su conciencia, observa a esa pareja con la que ha celebrado las “bodas de plata” o “de oro” y en distintos momentos llega a preguntarse “¿Quién es realmente esta persona con la que llevo viviendo tantos años? Para mí es un perfecto desconocido/a”. Lo más grave del caso, es que podemos llegar a un punto aún más extremo, con nuestra propia persona. En los críticos momentos de honda autenticidad, llegas a preguntarte, pero ¿quién soy yo? ¿Me conozco en profundidad?
En este difícil contexto se inserta nuestra historia de esta semana. Identifiquemos a sus principales protagonistas. SANTOS Narcea, 76 y CELIA Alberca, 73, llevaban casados cincuenta y tres primaveras. Se unieron matrimonialmente, tras mantener un recatado y frío noviazgo de casi un lustro, en un pequeño pueblo castellano, San Martín del Castañar, provincia de Salamanca, que en la actualidad no llega a las tres centenas de habitantes. Comenzaron a intimar en la escuela, haciéndose “novios” cuando él tenía 17 y ella 14. Cuando Santos volvió del servicio militar, desarrollado en tierras conquenses, decidieron unir sus vidas en santo matrimonio. Este marido ha trabajado la tierra durante toda su vida laboral, como peón agrícola, siendo contratado por familias que poseían tierras y dinero. Su función ha sido básicamente el arado del terruño, la limpieza de las malas hierbas y el pedregal entorpecedor, la recolección del cereal y, también, el cuidado de los rebaños, animales de carne y leche.
Ante la carencia económica que ambos mantenían, no tuvieron otra alternativa de montar su hogar conviviendo en la modesta vivienda de la madre de Celia, que era viuda de guerra, edificación individual situada en medio de la naturaleza, y que había sido transmitida por herencia de generación en generación. Doña HELIODORA los acogió con la alegría de tener ahora dos hijos, cuando en su matrimonio sólo había podido traer al mundo a una hija (en otros dos casos, los embarazos resultaron frustrados). Esta buena señora sabía ocupar bien su lugar en la que era su casa, tratando, día tras día, de no interferir en la relación de ese matrimonio que, naturalmente, se había realizado porque el noviazgo ya duraba mucho y había que evitar ese “qué dirán o comentarán” los vecinos de aquí y de allá. Tocaba casarse y punto.
Al paso del tiempo, vinieron al mundo dos hijos, NEMESIO y PRUDENCIA quienes al ir creciendo manifestaban que no deseaban, bajo ningún concepto, continuar con la actividad que su padre desarrollaba, trabajando la tierra y cuidando el ganado. Cuando alcanzaron la mayoría de edad, ambos fueron abandonando el pueblo en el que habían nacido, buscando fortuna en la capital provincial. El varón sigue trabajando de camarero en un buen restaurante, próximo a la Plaza Mayor salmantina, mientras que Prudencia ejerce multiservicio (taquillera, ambigú e incluso el servicio de puerta) en un teatro de variedades, muy popular en la zona de la movida cultural y lúdica de la monumental y bella ciudad.
Santos alcanzó la jubilación con 75, dedicando el amplio tiempo libre que ahora disponía a cuidar un trozo de tierra que pudo adquirir con los ahorros de toda una vida, “entretenimiento agrario” que compartía con un gran corral de gallinas, de las que obtenía una oportuna renta con la venta de huevos a un comerciante itinerante semanal. Por las tardes y especialmente durante los fines de semana los pasaba echando horas en el bar de Romualdo, disfrutando con algunos amigos del dominó, el café con leche y alguna cerveza, en los momentos de mejor ánimo. Celia, por su parte, siempre se había dedicado a las labores de casa. Doña Heliodora, su madre, hace muchos años que ya se fue a los reinos celestiales, por lo que las tareas del hogar son su principal función: lavado, tendido y planchado de la ropa, preparación de las dos comidas y el desayuno y la limpieza general de la casita. Su mayor diversión, aparte el ratito diario ante la televisión, era la asistencia a las reuniones parroquiales, que tenían lugar los viernes, a fin de mantener la buena fe y la ayuda a los más necesitados del lugar. Por supuesto, nunca faltaba a la misa de 12 los domingos y fiestas “de guardar”, ceremonia en la que predicaba el venerable y veterano sacerdote, DON ESTEBAN, que “habla como los ángeles del cielo”. Siempre había sido un cura chapado a la antigua, con sotana tradicional, pero con esa bondad y sonrisa de sacristía que encandilaba a las obedientes y servíciales beatas del lugar.
Una tarde de domingo, en un frío día de enero en el pueblo mesetario, marcando el termómetro varios grados bajo cero, Santos decidió quedarse en casa, renunciando ir al GAMO, el popular y único bar de Romualdo, habitual lugar para estar con los amigos y tomar ese café con leche caliente y jugar alguna partida de dominó o del siete y medio. Se encontraba algo constipado, por lo que bien enfundado en su pelliza de piel, se sentó en su habitual silla de enea cerca de la gran chimenea del salón de la casa, en la que ardían dos grandes troncos de madera de olivo, con tal intensidad que caldeaban toda la casa. Celia le preparó un tazón de café con leche bien caliente, colocándolo en una pequeña bandeja de alpaca, acompañado de unas cuantas galletas María. La buena infusión iba enriquecida con un generoso “chorreón” de coñac, tradicional medicina para bien curar los resfriados. Su marido mojaba las tradicionales galletas e iba tomando pequeños sorbos, porque el tazón estaba a elevada temperatura. Como era habitual, cuando por la noche terminaban de cenar, tomó asiento junto a su marido, utilizando otra baja silla, fijando ambos las miradas en el rojizo chispeante de las llamas ardientes procedente de los confortables leños. Uno y otro, como también era habitual, se mantenían en silencio, como dos personas que ya no tienen nada más que decirse, después de tantos años (más de cinco largas décadas) de paciente convivencia. El carácter del labriego, desde siempre, había sido mucho más fuerte que el de su mujer.
Precisamente, aquella gélida tarde invernal, el vetusto aparato de televisión estaba averiado. Había dejado de funcionar el jueves, pero Santos no había tenido oportunidad (o ganas) de llevarlo a la tienda de Zacarías, que tenía un servicio de reparación para todo tipo de aparatos eléctricos. El silencio en aquella habitación central, con grandes losetas de barro esmaltado, paredes encaladas y una buena aportación de maderas ennegrecidas para la decoración, era casi absoluto, sólo interrumpido por el chisporroteo de la madera quemándose, fundiendo la aromática resina de los enormes troncos incandescentes.
La proximidad física de los dos viejos esposos contrastaba con el cada vez más intenso distanciamiento anímico, entre dos personas que habían permanecido “demasiado” tiempo juntas. La comunicación habitual entre ellos era prácticamente mínima, sólo lo indispensable. Más que frases, lo que más intercambiaban eran monosílabos. Y no es que tuvieran motivos para estar enfadados, sino que la fuente de las confidencias, en el intercambio de íntimas vivencias, se había secado. Había dejado de manar afecto, cariño y “qué más da”. Y para colmo, en esta tarde dominguera, la televisión también permanecía callada. ¿Qué pensamientos pasarían por sus dos cabezas? Para la sorprendida Celia, fue una sorpresa que su marido comenzase a hablar.
“Mujer, ya voy camino de los 80 y “esto” cualquier día menos pensado se acaba. Ley de vida y a criar amapolas. No querría irme (puede ser de improviso) sin que supieras algo de mí, que he mantenido en secreto, durante muchos amaneceres y atardeceres. Soy hombre de fuertes necesidades, ya lo sabes, por lo que durante bastante tiempo tuve que completar la cama de casa, con otra mujer en casa ajena. La naturaleza nos da demasiada potencia en la virilidad, que nos obliga a rebajarla acudiendo a distintas fuentes. No quiero presentarme en el cielo con este secreto sin confesión. Y ya sabes que no creo en las sotanas, aunque sean las de don Esteban, un hombre cabal. ¿No me preguntas por el nombre, de aquella moza que calmaba mi ardiente necesidad? Te lo podría decir, pues ahora ya no camina por este mundo”.
Celia, que también se había preparado un tazón de leche bien caliente, en el que mojaba trozos del pan con afrecho hecho en casa, movió negativamente la cabeza, sin levantar la mirada del fuego incandescente. Tras unos segundos de incómodo silencio, se “atrevió” a decir lo que pensaba, acerca de aquella dura y arrogante confesión de su esposo.
“Y qué más da ya, a estas nuestras avanzadas edades. Serán cosas del pasado. Tu eres el hombre y como todos los hombres no puedes completar tu desahogo … con la fuente que tienes en casa. Así sois y así hay que aceptaros. Necesitáis carne fresca de mujer. Pero don Esteban nos dice cada domingo, que lo único que perdurará de nosotros son las buenas acciones del alma.
Somos ya muy mayores y necesitamos esa fuerza espiritual que Dios nos proporciona. Nuestros hijos y nietos están en la capital con sus familias y sólo se acuerdan de nosotros en la Navidad o en los cumpleaños”.
Entonces, esta serena y sumisa mujer, se levantó de su silla y fue a por las agujas y las labores de tricotar. Quería completare el suéter de lana, con hilo grueso, que le estaba haciendo a su marido. Agradecía en lo íntimo que, a pesar de sus devaneos mujeriegos, no la hubiese abandonado.
Aquella noche de frío, después de la cena y ya ambos en la cama, Celia reflexionaba mentalmente. No se había atrevido a confiarle a Santos su otro gran secreto, cuando estaban calentándose ante los leños del hogar. Ella también había tenido alguna “fervorosa” relación, hacía años, con ISAAC, el sacristán de la parroquia de san Martín. El fornido servidor del templo, también organista, había tenido desgraciadamente un corto matrimonio, que no llego a los tres años. A Felisa, su mujer, se le complicó gravemente el primer embarazo que tuvo y en el parto la pobre mujer “se quedó”. Fue un funeral muy sentido en el pueblo, ya que el retoño tampoco sobrevivió. La vida de este hombre, herrero de profesión y servidor de la iglesia, quedó terriblemente truncada, nublada y muy triste. Al cabo del tiempo, entre los hierros de la forja, el toque de campanas y la ayuda en la celebración de la misa, como hombre joven que era, comenzó a echarle los tejos a la mujer de Santos, feligresa devota de los oficios religiosos. Celia se sentía halagada, ante la indiferencia del hombre que tenía en casa.
Ahora, en tiempos de vejez y decrepitud, la pareja de Santos y Celia siguen su caminar por la rutina existencial. Contemplan en silencio cómo amanecen los días y el pálido oscurecer de las tardes, marcados con la aritmética de la precisión en esos almanaques que nunca van a retroceder. Así son también, de una u otra forma, muchos secretos conyugales, no sólo en la inmensidad mesetaria, sino también en tantos rincones habitados de este nuestro planeta. En la historia narrada de San Martín del Castañar, al igual que en otros municipios de la España “llena” o “vacía”, los días son muy parecidos y repetitivos unos a otros. Son pueblos y localidades, providenciados por la mano de la divinidad, con los toques del Ángelus al mediodía, sonidos campaneros que se unen a los que anuncian la misa de las siete o la dominical de las doce. Es la esperanza y el consuelo religioso, para humildes y poderosos, para ese mañana que a todos llegará. Mensajes que figuras benevolentes, como don Esteban, transmiten desde los austeros púlpitos de madera envejecida, a todos aquellos fieles que necesitan y aceptan escuchar, para confiar en una vida mejor, ausente de las maldades terrenales, en los reinos celestiales de la fe, -
PRIVACIDADES Y
SECRETOS CONYUGALES
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 31 enero 2025
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