viernes, 17 de febrero de 2023

SUBIDA DIARIA A LA COLINA DE GIBRALFARO.

Con frecuencia nos llega información, a través de la estructura mediática escrita o audiovisual, también cuando entramos en las redes informáticas de Internet, sobre comportamientos y hábitos insólitos de algunas personas, famosas o en el anonimato social, cuyas actitudes despiertan nuestro asombro por la rareza e incomprensión acerca de su significado. Nos preguntamos el por qué de esos hábitos, manías o respuestas extrañas, un tanto absurdas. Como no encontramos fácilmente una racional respuesta, solemos mover la cabeza, con ese comentario jocoso acerca del “estado mental” en que se hallan los autores que han dado pie a esos curiosos reportajes para la información o distracción general. En este contexto nace nuestra historia de hoy viernes.

La casualidad o el azar hicieron que una mañana de marzo 2023, faltaban unos minutos para las 11 horas, Alejo Cerdán se encontrara con un antiguo compañero de estudios, en un centro público de secundaria. El lugar de encuentro fue al final del lateral norte del Parque malacitano. Ese compañero de aula en la adolescencia avanzada, con el que mantuvo una proximidad amistosa, no exenta de cierta rivalidad por los resultados académico y la receptividad personal con las compañeras y amigas, se llamaba Venancio Rial.

A pesar del tiempo transcurrido desde sus vínculos escolares, aproximadamente tres décadas sin relacionarse, se reconocieron con facilidad, porque su aspecto físico, a pesar de los kilos acumulados con la edad, no había cambiado en demasía (eran prácticamente coetáneos, 51 y 50 años en ese momento del reencuentro) manteniendo unos rasgos básicos y fáciles para la identificación. Tras el abrazo subsiguiente, impregnado de un fuerte sentimiento afectivo, dedicaron unos minutos a ese “ritual” de las preguntas lógicas y propias entre personas socialmente educadas y cordiales, a pesar de esa “adolescente rivalidad” en aquellos ya lejanos tiempos de la escolaridad.

¿Cómo te ha ido? ¿Te has casado? ¿Tienes hijos? ¿En qué trabajas? ¿Por dónde vives? Interrogantes mezclados con encadenadas sonrisas, alguna que otra broma y un sentimiento patente de nostalgia y cariño en el recuerdo de unos tiempos muy lejanos. “Prácticamente no has cambiado ¿qué haces para conservarte tan joven? Tú es que me miras muy bien, pero ya hay menos pelo, más sobrepeso … la talla de los pantalones ha ido irremediablemente avanzando. Hombre, las “arruguillas” son bellas, pero ahí van apareciendo una tras otra y nos van enseñando el reloj de la vida. ¡Es curioso, pero no hemos coincidido hasta hoy, viviendo los dos en la misma ciudad … Pero si pareces un chiquillo ¡que alegría tengo de que nos hayamos encontrado y reconocido! Te aseguro que la alegría y la emoción me superan a raudales, qué suerte haber pasado por aquí y que el destino haya querido reunirnos… Parece que no ha pasado el tiempo por nosotros ¿verdad?”

Pronto surgió entre ellos la lúcida y educada opción de tomar un café. Caminaron unos metros y ocuparon una mesa esquinera en la cafetería Flor, a pocos metros de la Plaza de Toros. Fue Alejo quien resumió lo básico de su vida, en esos treinta años, desde que terminaron los estudios en el inolvidable y grato Instituto de Martiricos.

“Amigo Venancio, como no me veía con fuerzas para “caminar” por la universidad, hice un curso profesional de “maquinista” o proyeccionista de cabina. Te acordarás de mi gran afición por todo lo que estuviera relacionado con el cine. Posiblemente, influyó mucho en mi destino el tener un tío que trabajaba en la cabina del América Multicines, ya desparecido en el 2003. Este familiar fue quien me enseñó realmente a dominar el trajín de una cabina de proyección, abriéndome un emocionante camino profesional en el que aún continúo. He pasado por varias empresas de cine y ya me estabilicé en el Yelmo, de la estación de ferrocarril, en el que llevo dieciséis años. Trabajo en lo que me gusta. Me permite tener las mañanas libres, aunque las tardes, lógicamente, las tengo que dedicar a mi profesión. Ya sólo proyectamos en digital, lo que me provoca menos problemas, con respecto a las bobinas del celuloide de antes, que te hacían trabajar bien duro. La tecnología digital es compleja y se está renovando de manera continua, con los nuevos adelantos que aparecen de la noche a la mañana. En lo familiar estoy casado con Alfonsa, quien curiosamente trabaja en una tienda de cosmética ubicada en el mismo centro comercial. Y tenemos un hijo, Serafín, que al igual que su padre prefirió el terreno de los ciclos formativos. Trabaja en una empresa de montajes y reparaciones eléctricas.  Y así vamos tirando, mientras la salud nos acompañe. Bueno, pues ahora te toca a ti, buen amigo. Venancio ¿a qué te has dedicado?”

“Pues, aunque no te lo creas, Alejo, me he “auto jubilado”, no hace mucho. Me dediqué al negocio de la hostelería y, la verdad, me ha ido la mar de bien. Llegué a regentar, de manera directa, hasta cuatro restaurantes y una gran cafetería. Básicamente, en la zona costera occidental. Gané dinero, bastante, aunque la moneda viene y va, como en todo. Ahora, vivo de las rentas. Alguna interesante inversión, los pagos que recibo por esos grandes locales que eran y son de mi propiedad, ahorros en fondos de inversión en el extranjero… todo ello me ha dado una estabilidad y seguridad como para poder dedicarme a vivir, con una jubilación privilegiada, a los cincuenta y un años de vida. En el aspecto familiar, contraje matrimonio con Elvira, una prestigiosa agente de seguros. Nuestro matrimonio no ha tenido descendencia, en parte porque el destino así lo ha querido y también porque nuestra forma de ser no era la de un padre y una madre al uso. De hecho, a los pocos años de casados, caímos en la cuenta de que nuestros caracteres eran difíciles de compatibilizar, En consecuencia, nuestros caminos por la vida se diversificaron. Vivo con mi madre, Aúrea, porque no he encontrado a esa media naranja que me aguante … (risas). Sobra añadir que tengo mis salidas, nocturnas y diurnas. Ya ves, un jubilado muy joven, que sabe gozar de la vida. Viajo, hago ejercicio, y me sigue resultando placentero degustar la buena mesa.

Y ¿por qué me has visto por aquí? Cada mañana, tras el desayuno, me desplazo a este lugar, donde estuvo la antigua Coracha, para hacer una práctica que me vitaliza. Subo despacio, sin prisas ni agobios, hasta el Castillo y el Parador de Gibralfaro. Me esfuerzo y gozo al tiempo, recorriendo esas escaleras en zig zag y los caminos “empinados” en que se ha convertido aquella antigua Coracha de casitas humildes, con indudable encanto y con ese aire folklórico a una Málaga que desafortunadamente ya desapareció. Allá arriba descanso, contemplo el paisaje, medito con el necesario sosiego y después bajo otra vez caminando, para ya en el Parque buscar algún rincón adecuado donde disfrutar con una fresca cerveza y una buena tapa que me ayude a recuperar fuerzas. Este hábito diario me reporta una serie de beneficios:  el placer de caminar, una excelente medicina para mi salud.  Me esfuerzo la musculatura, tanto en la subida como en el descenso desde la colina de Gibralfaro. Respiro aire “menos contaminado. Me deleito con las maravillosas vistas que desde allí arriba puedo contemplar, las mejores vistas de nuestra bellísima ciudad. A veces tomo algo en el parador y dedico unos minutos o incluso horas a la plácida lectura. Hago también amistades, especialmente de nacionalidad extranjera. La mayoría son ingleses, con los que voy mejorando ese inglés, a través del diálogo, a cuyo aprendizaje he dedicado muchas horas, muchos días, en mi vida”.

“Pero de verdad ¿subes todos los días a Gibralfaro, Venancio?”

“Por supuesto, Alejo. Salvo que me encuentre mal o por necesidades imperiosas, no suelo faltar día alguno, entre lunes y viernes, a esta muy grata subida a la colina que tanto me vitaliza. Tengo una gran fuerza de voluntad para hacerlo, aunque te parezca asombroso. Me siento totalmente feliz y privilegiado con esta vida placentera, en la que mantengo un excelente poder adquisitivo”.

Las tazas ya estaban vacías, el diálogo para el conocimiento se había realizado y llegaron a esa despedida, afectuosa, cordial y precursora de algún nuevo encuentro, para seguir fortaleciendo una amistad recuperada por el azar que controla el destino de cada persona. Tras el emocionado abrazo, uno dirigió su caminar hacia Gibralfaro y el otro continuaba su paseo, camino de un centro radiológico en el que tenía que recoger unas pruebas y, posteriormente, mantener una reunión de trabajo en la concejalía de cultura del Ayuntamiento, con respecto a la futura celebración anual del festival del cine español e iberoamericano.

Desde aquel preciso momento, y luego ya en casa con mayor intensidad, Alejo centraba su pensamiento sobre una triple realidad a la que daba vueltas, una vez tras otra. Primero, la sorpresa de haber recuperado la amistad de una persona, compañero de clase, a la que no veía desde hacía tres décadas. En segundo lugar, la suerte en la vida que había tenido el compañero Venancio, “jubilado” tan joven y con una capacidad económica verdaderamente envidiable, para disfrutar con plenitud todo aquello que le gustara. Finalmente, la extrañeza que le producía ese hábito que practicaba el viejo amigo, de subir diariamente a la colina de Gibralfaro. A pesar de las razones que le había dado, consideraba que la repetición de ese ejercicio y siempre por el mismo lugar, por muchos incentivos que tuviera, no la veía muy normal, sino algo extraña. Desde luego, en cuestión de gustos, se decía, nos encontramos con comportamientos curiosos, raros e insólitos.

Antes y durante el almuerzo, hoy tocaba potaje de lentejas, con chorizo y morcilla, estuvo comentando con su mujer Alfonsa los detalles y curiosidades de ese inesperado y significativo reencuentro.

“Hay personas, Alfonsa, que nacen con asombrosa suerte. Durante nuestra época escolar, los dos manteníamos una soterrada o abierta rivalidad, no sólo por las calificaciones, sino también por otros numerosos intereses, propios de esa juventud impetuosa que nos llegaba. Rivalidad que manteníamos por nuestra diferente capacidad económica para el divertimento, por la desigual aceptación que encontrábamos en la relación con las chicas, además de otras muchas tonterías propias de la gente joven. Hoy me lo encuentro y veo que la vida le ha ido muy requetebién, extraordinariamente placentera. Se convirtió en un gran profesional de la hostelería, de cuyas rentas ahora vive con gran desahogo. Aunque en lo familiar no ha gozado de tanta suerte (se encuentra separado de su mujer) convive tranquilamente con su madre, parece que es una señora bastante mayor. Pero no tiene horarios que cumplir, puede ir a donde le plazca y disfrutar con plenitud de una prolongada e intensa existencia, con sólo 50 años, uno menos que mi edad. Pero sigue manteniendo su especial y desagradable carácter. La forma de contarme y “restregarme” sus cuitas me hace ver que no ha perdido aquella “arrogancia” de la que ya presumía en la adolescencia avanzada. Es como si me dijera, con “un altanero orgullo”: “fíjate, todo lo que yo he conseguido, mientras que tú has de trabajar un día tras otro, para ganar un sueldo con el que poder vivir. La verdad, Venancio no es la persona que me gustaría mantener como amigo, porque siempre ha necesitado imponer una superioridad que considero fuera de lugar, buscando básicamente la ostentación y el orgullo personal”.

Alfonsa le aconsejó, con un gran sentido común, que se olvidara del antiguo compañero Venancio, porque todo lo que fuera pensar en él y en su encuentro de hacía unas horas le iba a llenar de infelicidad. “Muy “pillín” ha tenido que ser este compañero de “escuela” y bastantes trastadas te ha tenido que hacer, si todavía hoy, con tantos años de distancia, te sigue provocado tan gran desazón. Aunque te haya dado su número de teléfono, te olvidas del mismo y si alguna vez te pregunta, le dices que se te había perdido. Y si quiere “liarte” en algo que esté maquinando, pues le respondes que estás superocupado. Seguro que no te lo encuentras más. Y si continúa subiendo la cuesta y escaleras de Gibralfaro cada día, según me cuentas ¡vaya cosa! pues que lo siga haciendo. Debe ser una persona muy rara. Y si camina con los bolsillos llenos de billetes, pues muy bien, para él.”

Parecía razonable seguir los consejos que le estaba dando su mujer, En consecuencia, Alejo trató de olvidar ese inesperado y desagradable encuentro con el “pasado”, ante una persona que le había hecho sentirse muy poca cosa. Tanto en los tiempos de la adolescencia, como durante esa misma mañana. Siguió con su actividad profesional, trabajando en esa cabina de los multicines, en la que ya no había rollos de celuloide que reparar, ante aquellos “cortes” en la proyección que provocaban el choteo del respetable, con los silbidos, las palmas, los zapatazos en el suelo o también esos “carbones” voltaicos que daban la luz necesaria para que las imágenes llegaran a la gran pantalla y que, en más de una ocasión, estuvieron a punto de provocar un poderoso incendio en esa cabina que parecía una cápsula espacial hacia las estrellas. Por el contrario, ahora las películas venían en unas cajitas rectangulares, a modo de muy densos discos duros, con miles de gigas grabados y que se conectaban a un potentísimo videoproyector que enviaba las imágenes, con la mayor nitidez y fidelidad, a la pantalla blanca de las historias compartidas. En los momentos de desánimo, cuando aparecía Venancio en su memoria, se refugiaba en su inmensa colección de fotogramas de estrellas famosas de todos los tiempos, material fílmico que tenía primorosamente clasificado en varios álbumes, a modo de un tenaz y habilidoso coleccionista, no de sellos de correos, sino de primorosos fotogramas de celuloide, de 35 mm.

Los mecanismos cronológicos del tiempo tienen unos parámetros totalmente innegociables para con los humanos. Llegó y volvió a viajar la estación primaveral, dejando paso a unos luminosos meses para el estío, la templanza y la dinámica vacacional veraniega. Un 1º de agosto, Alejo había pedido permiso a la dirección de su empresa, para que aquel día le sustituyeran en su trabajo por el “maquinista” suplente, en base a los días vacacionales que no había aún gastado en su derecho laboral. El motivo básico para este día libre que había solicitado (y que le fue concedido) no era otro, sino que esa fecha era el santo de Alfonsa, coincidiendo la feliz efeméride con la celebración del 25 aniversario de su boda. Deseaba invitarla a cenar, además de entregarle un precioso detalle de joyería (un collar de perlas), que recordara con cariño los cinco lustros de su feliz matrimonio. Pidieron a Serafín que los acompañara y que viniera acompañado por su nueva pareja, Eulalia. Reservó mesa en un emblemático lugar, desde el que se podía divisar la mejor visión de la bahía y la ciudad de Málaga, precisamente en el atardecer o anochecer del verano: el Parador Nacional en la colina de Gibralfaro (Monte del faro).

Resultó curioso que cuando llegaron a esa preciosa atalaya, las zonas de aparcamientos estaban repletas de vehículos. Aun así, encontraron un hueco en donde poder dejar su Peugeot 307. Después de echar un sublime vistazo a esa Málaga adornada con miles de luces, junto a los brillos sublimes de un mar en calma, entraron en el comedor del Parador comprobando que todas las mesas estaban ocupadas, salvo una, ubicada en un lugar preferente, aquella que días antes había sido reservada por el matrimonio Cerdán-Vintilla. Ya sentados, les fue servida una copa especial de bienvenida. Dos camareros se afanaban en atender a tan numerosa clientela, con prontitud y eficacia. Pronto llegaron los entremeses a los platos de Alejo, Alfonsa, Serafín y Lali, bandeja de Ibéricos, que degustaron con apetitoso y goloso placer. En un momento concreto, uno de los camareros, después de acudir a una mesa próxima a la suya, retiró de la misma una gran tortilla de patatas, acercándose al ventanal de la cocina y con una simpática y potente voz gritó una usual petición o comanda de un profesional agobiado por el trabajo: “¡Cocinero, los señores piden calentar más esta sabrosa y bien cocinada tortilla española!”. Desde el interior de la cocina, a través de un espacioso ventanal, otra voz sonó con rítmica acústica “Marchando unos suculentos mejillones cocidos al vapor”. Detrás de la mano que entregaba el marisco al hiperactivo camarero, apareció la figura del cocinero, con su gorro e impoluto delantal blanco, para los mejores ágapes. Cuando Alejo vio el rostro del cocinero, se le atragantó el gran sorbo de Rioja que estaba bebiendo: ¡Era Venancio Rial! quien al sentirse observado por el comensal de la mesa número ocho dejó caer al de la ventana cocinera el plato humeante que portaba, impacto que despertó la curiosidad de la mayor parte de los comensales. -

 

SUBIDA DIARIA A LA COLINA

DE GIBRALFARO

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

17 febrero 2023

                                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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