viernes, 2 de diciembre de 2022

UNA CARTA OLVIDADA EN EL CUARTO DE LAS HERRAMIENTAS.


Cuando decidimos ralentizar nuestro acelerado caminar por la vida y aplicamos esas paradas sosegadas a la reflexión necesaria, caemos en la cuenta de la importante y trascendente labor que prestan muchos “humildes” trabajadores, para que la maquinaria social funcione de manera adecuada. Mitificamos y exageramos la imagen de ciudadanos que destacan en el campo científico, artístico, sanitario, deportivo, literario o político (por citar algunas actividades, sin descartar otras funciones también imprescindibles en el organigrama socioeconómico). Pero en esa reflexión, que es tan necesaria y saludable realizar, aparecen otros muchos servicios que, si desaparecieran, frenarían, impedirían o bloquearían en suma, ese engranaje de la gran máquina social, generando un “nublado” permanente en donde nos “ahogaría” y desvitalizaría la ausencia de sol.

Herminio Barragán Centella es un buen jardinero, que se gana honradamente la vida cuidando las zonas ajardinadas particulares, correspondientes a dos grandes viviendas unifamiliares, integradas en una extensa urbanización en la que residen, como propietarios, un conjunto de importantes familias que gozan de amplios recursos económicos. Se trata de un antiguo trabajador del campo que, ahora ya en su madurez, se siente feliz y realizado con la hermosa labor que desempeña en los jardines de esas dos viviendas de los “señores”, a las que dedica días alternos de la semana, descansando los sábados y domingos. Trabaja sólo por las mañanas, entre las nueve y las trece horas, pues las tardes las dedica para la atención de sus padres, dos personas de avanzada edad, como hijo único de los mismos.

¿Cuál es su artesana y necesaria labor, en los dos amplios jardines de las viviendas? La propia de una persona que cuida con esmero la naturaleza vegetal: barrer la abundante hojarasca caída de los árboles; regar, con mesura y equilibrio, la amplia superficie ajardinada; podar aquellas ramas secas o excesivas, que desvitalizan el crecimiento de las más jóvenes; sembrar las plantas apropiadas, sustituyendo algunas que se han secado o están a punto de hacerlo; abonar la tierra, en los períodos adecuados, para que el suelo recupere su potencialidad edáfica; eliminar las perjudiciales plagas de insectos, que pueden atacar y hacer morir los macizos florales y el bello arbolado.

Las dos familias para quienes trabaja el bueno de Herminio son los Sres. de Barcenilla (don Raimundo y su mujer doña Amanda) y la familia Vinuesa (don Afrasio y doña Mikaela). La primera, con dos hijos que estudian la enseñanza secundaria en un colegio religioso, mientras que la segunda son padres de dos niñas, también adolescentes, que estudian en otro colegio de titularidad privada, en donde sólo se utiliza el idioma inglés. Todos ellos están satisfechos con el esfuerzo que desempeña el jardinero, a quien abonan seis euros por hora trabajada. No es una elevada compensación económica la que recibe el antiguo jornalero, pero ese dinero lo suma a la reducida pensión que recibe mensualmente, lo que permite “ir tirando” a él y a su mujer Ramona en los gastos, pues su matrimonio no se vio alumbrado con hijos a los que felizmente criar y educar.

Es frecuente que Herminio, desarrollando su esforzada pero grata labor, encuentre en los jardines de ambas casas distintos objetos (bolígrafos, pañuelos, llaves, monedas e incluso algunas piezas de valor, como cadenas o pulseras de metal noble) que, sin dudarlo, entrega de inmediato a sus propietarios, quienes agradecen la confianza y honradez de su jardinero, para devolverles esas pertenencias que han quedado olvidadas o perdidas en los más recónditos lugares del césped y la  piscina: setos, macetas, debajo de los bancos de madera, piedra y metal que hay por toda la superficie sembrada y los caminos para el paseo. El honesto jardinero piensa que en algún caso debería recibir alguna compensación o gratificación, por su honradez de no apropiarse de aquello que no le pertenece, pero ello no es obstáculo para que se dirija, a la mayor premura hacia sus señores “doña Amanda, hoy me he encontrado esto dentro de la fuente… don Afrasio, este billete de 10 euros estaba “atrapado” entre las raíces del macizo de las buganvillas”. Y es que además de sus propietarios, ambas propiedades son visitadas, con asiduidad por amigos y otros familiares, que acuden a fiestas y celebraciones o al uso de la piscina, eventos cuya “parafernalia, en no pocas ocasiones, duran hasta bien avanzada la madrugada. A la mañana siguiente, de las festivas y “acústicas” reuniones, con la limpieza de los restos de comidas y bebidas, aparecen esos objetos que, por descuido, juegos o derivaciones emocionales del alcohol, han ido quedado perdidos por la amplia y bien cuidada superficie de la zona ajardinada.

He aquí que una mañana de primavera Herminio encontró, mientras trabajaba en la mansión de los Barcenilla, en el interior de una coqueta cabaña de madera, pequeño espacio utilizado para guardar enseres y herramientas, un inesperado sobre abierto, conteniendo una cuartilla escrita. Como en el anverso y reverso no había caligrafía alguna, el cuidador del jardín creó oportuno leer el contenido de la hoja manuscrita que había en su interior. Estaba dirigida a la señora de la casa, doña Amanda, firmando el texto precisamente su vecino don Afrasio. El desconcierto del apacible trabajador fue manifiesto cuando antes de la firma, había una frase que decía, nada más y nada menos: “tu fervoroso y ardiente enamorado, que anhela los minutos y segundos para estar junto a ti. Miles de besos y “lo que tú sabes” Afrasio”,

Tuvo que tomar asiento, en uno de los sacos de tierra abonada, para recuperar algo de aliento. Tenía en sus manos una emocionante y bella declaración de amor, dirigida a doña Amanda, la joven esposa de don Raimundo. Para mayor gravedad, el remitente era el amigo y vecino de la familia, don Afrasio Vinuesa, para el cual también trabajaba en los días alternos. Dándole vueltas al espinoso asunto, entendía que los dos vecinos estaban manteniendo unas relaciones “ilícitas” de espaldas al conocimiento de don Raimundo. Resultaba probable que ambos enamorados (por el contexto de los párrafos previos) habrían utilizado aquel habitáculo de las herramientas, en una de las esquinas del amplio jardín, para mantener algunos de sus encuentros amorosos, aprovechando esas horas vacías por la ausencia o descuido del señor de la casa. Se preguntaba, una y otra vez ¿qué hacer con aquél “explosivo y desconcertante hallazgo?

Decidió en principio guardar la carta en su morral. Pero de inmediato entró en un proceso de duda y confusión. Por una parte, estaba su permanente valor de conciencia, que le “obligaba” a entregar todo aquello que encontraba, mientras desempeñaba su labor, a los propietarios de la casa para la que trabajaba. Era lo que siempre había hecho, en función de su acendrada honradez de comportamiento. Pero, al tiempo, comprendía que el contenido de aquella cuartilla era verdaderamente “explosivo”, para romper la estabilidad de dos familias, a las que siempre había calificado como ejemplares. Y, por supuesto, también consideraba que actuando de una u otra forma, podía poner en juego ese atractivo puesto de trabajo que tanto y bien apreciaba. 

Mientras removía la tierra apelmazada, de una zona no lejos de la gran piscina, en donde pensaba plantar un macizo de lirios y rosales, su mente continuaba dándole vueltas al espinoso e incómodo asunto que le había llegado, de la forma más inesperada. ¿Opciones? Dejar la carta, en el mismo lugar donde la había encontrado. Echarla al buzón de correos, ubicado junto a la señorial la puerta de entrada de la mansión. Entregarla en mano a la señora de la casa, doña Amanda, sin añadir comentario alguno sobre su contenido. O, por el contrario, hacer el mismo gesto, con don Raimundo, su marido. En ningún momento descartó destruirla, a fin de evitar males mayores. Consultar con Mariana, su mujer, para que su proverbial sensatez le aconsejara acerca de la mejor decisión. Todas y cada una de estas posibilidades, barruntaban y desestabilizaban a una persona por lo natural sosegada y plausiblemente racional.

Esa noche apenas pudo conciliar el sueño. Se despertaba una y otra vez sobresaltado, pues Herminio era, junto a todas las cualidades ya anotadas, una persona también algo obsesiva con sus problemas de conciencia y la aplicación de la honradez de conducta ante toda situación que le presentara. A la mañana siguiente notaba, cuando se incorporó de la cama, que tenía algo de fiebre. El disgusto le estaba afectando en demasía, por lo que estructura orgánica también se veía alterada. Aun así quería ir a trabajar a casa de los Vinuesa, pero su mujer le convenció para que telefoneara, indicando que ese día se encontraba mal. Finalmente, no había querido explicar a su mujer el motivo de su desasosiego, para no incomodarla y preocuparla, pero la pobre señora se sentía disgustada precisamente por desconocer lo que realmente le estaba pasando a su querido esposo.

Para mayor sorpresa del veterano matrimonio, a eso de las seis de la tarde, llamaron en la puerta de la casita rural que ambos habitaban, desde su ya muy lejano enlace conyugal. Al abrir la puerta de entrada se quedaron impactados cuando vieron la figura, joven y elegante de la señora Amanda. Con gran amabilidad y tacto exponía su deseo de hablar privadamente con Herminio, a fin de plantearle una importante cuestión. Mariana comprendió de inmediato que el comportamiento anormal de su marido estaba en relación con esa visita, que en modo alguno podía haber imaginado que sucediera. Con tacto y extremada prudencia, se retiró a la cocina, donde preparó sendas tazas de café con leche, a las que unió unas pastas mantecadas, que ella elaboraba con destreza y excelente sabor y presentación.

“Herminio, llevo todo el día buscando algo que perdí antes de anoche. Tuvo que ser en la cabaña de madera, donde guardas las herramientas de trabajo para el cuidado del jardín. No pudo ser en otro lugar. Por favor, ¿me puedes asegurar que no la has encontrado?”

A medida que Amanda pronunciaba esta pregunta, se la veía también como aumentaba su ansiedad en un rostro que difícilmente disimulaba su nerviosismo. El silencio de su interlocutor fue más que concluyente. De inmediato, el jardinero se levantó de la mesa, donde aromatizaban las dos tazas de la apetitosa infusión que permanecían sin consumir, sacando del morral el ansiado sobre, poniéndolo en las manos de la señora para quien trabajaba. Amanda respiró aliviada. Por la actitud y rostro preocupado de su fiel trabajador, comprendía que éste conocía el contenido de la explícita misiva.

Durante más de una hora, Amanda quiso ofrecerle a Herminio una relevante explicación sobre su vida, para que el honrado jardinero comprendiera el sentido, ciertamente complicado, de esa carta perdida y “felizmente” recuperada para su tranquilidad. Fue un muy extenso y relevante monólogo pronunciado por una mujer joven, que había temido que su estabilidad social y familiar se derrumbara por un inoportuno descuido. El atento y comprensivo silencio del jardinero ayudó a desvelar el trasfondo de muchas imágenes que se teatralizan puerilmente en la “selva” social.

La señora de la casa era una persona mucho más joven (casi dos décadas) que su marido don Raimundo. Este “nuevo rico” había estado muchos años regentando un puesto de carnicería, en el mercado municipal de Montilla. Tuvo inmensa suerte en el juego de la lotería, lo que le permitió comprar una pequeña fábrica de chacinas que languidecía, reflotándola y convirtiéndola en una gran nave de producción industrial alimenticia, elaborando afamados chorizos, morcillas, tripas de lomo, botes de zurrapa con manteca “colorá” y blanca, longanizas, jamón cocido y salchichas. Toda esta diversificada elaboración de productos del cerdo, le proporcionaba espléndidos ingresos, que le situaban socialmente en una posición relevante entre los propietarios del sector chacinero.

Raimundo no era persona favorecida con atractivos físicos. Con la llegada del abundante capital a sus cuentas bancarias, había decidido abandonar su permanente soltería, casándose (ya próximo a cumplir su medio siglo de vida) con Amandita, una muy bella y humilde joven, que trabajaba de limpiadora en el mercado de abastos de la localidad cordobesa y a la que le tenía echado el ojo por sus sensuales atractivos para su reprimida necesidad.  El dinero abre muchas puertas, no todas por supuesto. La chica se vio pronto halagada y favorecida por regalos y zalamerías, lo que le hizo “relativizar” y soportar la gran panza de su veterano pretendiente y esa carnosa papada que duplicaba el volumen de una gran cabeza, surcada por avanzada alopecia y unos ojos saltones, luciendo un mal cuidado bigote, que incrementaba su pícara y lasciva mirada.

Tras el enlace, para una vida en la abundancia material, llegaron los dos niños y esa vida aburguesada en la que nada faltaba, para una chica que había tenido un historial de carencias en su más que modesta andadura vital. Cuando se trasladaron a esa nueva urbanización, para personas muy acomodadas en lo económico, la vecindad y amistad con los Vinuesa se hizo cada vez más intensa. Afranio era un transportista de perecederos, que se había hecho con una importante flota de camiones que llevaban mercancías alimenticias a todos los puntos de la península e incluso trabajaban también con otros países europeos. La relación de este también nuevo rico con Mikaela su mujer languidecía desde hacía tiempo. Esta señora, nueve años mayor que su esposo, era persona en extremo religiosa, siendo obsesiva (por defecto) con las cuestiones del sexo. Desde que nacieron las dos niñas del matrimonio, consideraba que había que poner punto o distanciamiento a los contactos íntimos con su marido, que tenía que buscar compensaciones afectivas (ciertamente “toleradas” por su puritana cónyuge) con frecuentes salidas nocturnas, bien conocidas por toda la comarca. El destino, la necesidad y la recíproca voluntad de Afranio y Amanda, los había unido en unos secretos y lascivos amores, que esa puntual carta, encontrada por el honrado jardinero, ponía claramente de manifiesto.

La prudencia y fidelidad del jardinero Herminio pronto se vio recompensada. A comienzos de cada uno de los meses, además de su sueldo por las horas trabajadas, recibía un sobre (sin dato alguno en su exterior) conteniendo unos bien venidos euros, por parte de Afranio, que lógicamente había tenido conocimiento de esa carta perdida en el sentimental aposento de las herramientas. Y es que los dos vecinos enamorados seguían viéndose, para intercambiar sus intimidades, en ese tosco aposento, ayudados por el disimulo que realizaba Herminio que continuaba impasible con su cuidadosa labor con las plantas y las dependencias de la piscina.

Sin embargo, un nublado lunes de otoño, mientras el jardinero realizaba su labor en el jardín de los Barcenilla, observaba que un gran camión de mudanzas se iba llenando de enseres que salían del domicilio de don Raimundo y Amanda, quienes no estaban presentes en el traslado. Pronto conoció la gran noticia: el matrimonio del chacinero con la joven Amanda se deshacía, porque ésta había conseguido que el transportista Afranio también rompiera su vínculo con la puritana Sra. Mikaela. La pareja de enamorados encontró un nuevo acomodo residencial en otra gran mansión de la costa, a escasos km de sus antiguos y respectivos domicilios. De inmediato contrataron los servicios de Herminio, quien era nombrado “mayordomo” de los señores de Vinuesa, Afranio y Amandita. Como Herminio era muy laborioso, encontraba tiempo suficiente para también ocuparse del nuevo jardín de sus “amos”. La fidelidad del mayordomo y jardinero era premiada con la confianza de esa pareja de enamorados que habían unidos sus vidas, abandonando sus antiguos y desvitalizados vínculos, con Raimundo y Mikaela, respectivamente.

Con respecto a los dos cónyuges abandonados, uno y otro tuvieron una desigual respuesta ante el futuro. La ex mujer de Afranio buscó apoyo existencial vinculándose de una manera activa a una O.N.G. que desarrollaba una intensa labor para ayudar a niños huérfanos de guerra, en la geografía mundial. Por su parte, Raimundo, que seguía acumulando éxitos empresariales en la industria chacinera, no tenía especial dificultad, gracias a su poderío económico, en tener compañeras junto a él, cuyas “fotos” iba cambiando en función de sus cansancios de imagen y carácter. –

 

UNA CARTA OLVIDADA

EN EL CUARTO DE LAS HERRAMIENTAS

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

02 diciembre 2022


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