viernes, 16 de diciembre de 2022

EN UN LUGAR PERDIDO DE LA PLANICIE CASTELLANA.

Al técnico en programación digital ANDRÉS Niño Redial, 39 años, casado y sin hijos, le resultó extraña y precipitada, la celebración de un cursillo de actualización informática, en fechas tan inmediatas a las fiestas de Navidad. Sus superiores le aclararon que la decisión procedía de las “altas esferas empresariales” en plena lucha por dominar un mercado en constante, acelerada e incluso “endiablada” renovación, por los continuos avances en el campo de la velocidad y versatilidad digital. Parece ser que la inmediatez del curso estaba originada por la aplicación del 5 G en la comunicación inalámbrica. El problema para él (también para los demás asistentes) era que dicho curso, a celebrar en las abulenses tierras de Arévalo, comenzaba en la tarde del 22 de diciembre. Como jefe del departamento técnico, no le quedaba otra salida que la de asistir a esta convocatoria de ámbito nacional. Su empresa, radicada en el Parque Tecnológico de Andalucía en Málaga, así lo había decidido. Por consiguiente, tendría que desplazarse desde la ciudad en que nació y trabaja, hasta esa localidad de la provincia de Ávila, a la que nunca había visitado.

El cursillo duraría dos jornadas, las del 22 y la del 23, en el último mes del año. No se le ocultaba que la sesión de clausura, en la tarde del segundo día, se prolongaría hasta bien tarde. Los organizadores habían previsto una cena de despedida para los asistentes, en la que no debería excusar su presencia, por las relaciones personales que lógicamente se consiguen durante su desarrollo. A causa de esta realidad prolongó su reserva de dos días en el Hotel Posada Real de los Cinco Linajes, en donde iba a hospedarse, añadiendo también la noche del 23. Ya en la mañana del 24 emprendería, muy de mañana, el deseado viaje de vuelta a Málaga, a fin de estar presente en la fraternal cena familiar de esa noche tan emblemática, previa al día de Navidad.  

El día en que emprendía el viaje se despidió de su mujer ESTHER (decoradora escaparatista) a la que aseguró que no se preocupara, pues para la cena de Nochebuena estaría ya de vuelta en Málaga, ya que estaban invitados, junto a otros familiares, en casa de los padres de ella. Había decidido viajar a la monumental ciudad castellana utilizando su querido y muy veterano Volkswagen, de color gris plateado y “heredado” de su padre, un “solido” vehículo de excelentes respuestas a lo largo de sus 17 años de uso. Deseaba tener absoluta disponibilidad para el desplazamiento, en unos días en los que no era fácil conseguir billetes de tren debido a la gran demanda viajera en estas entrañables fechas del año y por la premura de la convocatoria del cursillo de actualización.

En la tarde del 22 las sesiones del cursillo finalizaron sobre las 18:30, así que se animó a desplazarse a la capital provincial, situada a sólo 51 km desde Arévalo. Quería comprar algunos regalos e incluso gozar de una buena cena, en algún mesón de la ciudad “amurallada” y localidad natal de Santa Teresa de Jesús (1515 -1582). En el viaje de vuelta para Arévalo, notó algo raro en la carburación del motor. Incluso en una ocasión el vehículo se le paró en un “ceda el paso”. Por fortuna, pudo llegar sin mayor dificultad hasta el hotel, aunque se mostraba preocupado por los errores del motor, hecho bastante inusual en tan prestigiosa mecánica. El servicio que este coche les había prestado, tanto a su padre como a él mismo, era inmejorable, en fiabilidad y seguridad, a pesar de soportar en la actualidad una manifiesta antigüedad. Pensando que las sesiones del cursillo comenzaban a las 9:30 de la mañana, buscaría algún taller de urgencia, en donde pudieran echarle algún vistazo al motor.

En la mañana del 23 bajó a desayunar muy temprano, apenas había sido abierto el comedor del hotel. Después se dirigió al mostrador del recepcionista, en la que tuvo suerte pues allí se encontraba también Daniel, el gerente del establecimiento hotelero. Tras escuchar su problema, éste profesional telefoneó a un cuñado que trabajaba como mecánico en un taller de reparaciones, rogándole que atendiera la urgencia de un huésped que tenía que viajar a partir de la mañana del 24. Tras el visto bueno de este familiar, un operario del hotel se encargaría de llevar el coche a reparación. Al mediodía, Andrés recibió una llamada de Ramiro, el mecánico recomendado por el gerente, que le dxplicaba el problema de una pieza del motor que estaba fallando. Había que proceder a su sustitución, pues en caso contrario no le podía garantizar un viaje de vuelta normal a su ciudad, trayecto que superaba los 600 km. A tal efecto, el mecánico había solicitado dicha pieza a un suministro de Ávila. Sin embargo, debido a la antigüedad del vehículo, dicha pieza había que traerla de los servicios centrales en Madrid, por lo que no sería servida hasta la mañana del día 24 y siempre por transporte urgente. Aunque ese día de Nochebuena el taller no trabajaba, le iba a hacer el favor de instalársela a fin de que pudiera realizar el viaje de vuelta a su ciudad en esa fecha tan señalada del calendario.

Andrés consideraba que el contenido del curso en el que había participado le iba a resultar muy útil para su futuro profesional, ante el avance verdaderamente “endiablado” de las nuevas técnicas de velocidad que proporcionaba el 5 G, para la transmisión de datos de sonido e imagen. El dossier explicativo sobre los futuros proyectos en el terreno digital, aventuraban un futuro ciertamente prometedor en la digitalización total de todos los sectores de la producción y la comunicación. Con respecto a la cena de despedida, a pesar de lo forzado de su ubicación en las fechas navideñas, también quedó bastante satisfecho, pues tanto en lo relacional como en lo culinario todo fue especialmente grato y provechoso. Tras las palabras de despedida y los necesarios discursos, fue servida una apetitosa y suculenta cena: bandejas de entrantes ibéricos, lomo asado y confitado con hierbas aromáticas, acompañado de verduras caramelizadas, plato delicioso para cualquier paladar. Para los comensales reacios al consumo de carne, el cáterin había previsto una bien “crecida” lubina al horno, hermanada con angulas salteadas al ajillo y regada con crema de vino “añejo” de Toro. Esa opípara cena tenía que culminar con un postre excepcional: pastel castellano, relleno de trufas de chocolate y bañado con crema de dulce de leche, con nevaditos de merengue al anís y una lluvia fina de cabello de ángel. Era obvio que este delicioso menú estaba acompañado por una “bodega libre” de la que muchos abusaron, acabando la fiesta (amenizada por el sonido orquestal de unos estupendos profesionales) henchidos de una alegría desbordante, dada la “elegante y educada borrachera o cogorza” que con proverbial estilo y delicadeza se esforzaban en disimular.

Esa medianoche se despertó sobresaltado. Los truenos y los relámpagos llegaban a su habitación de manera impetuosa y continua. Se levantó a beber un poco de agua (la ingesta había sido copiosa) y quedó muy asombrado al ver por la ventana el estado de la atmósfera en la localidad. Sobre Arévalo estaba cayendo una fuerte tormenta de agua, con poderoso aparato eléctrico. Se volvió a la cama, no sin antes comprobar a través de su tablet el estado del tiempo por el área castellana. Una gran parte de la península estaba metida en lluvias. Una cadena de borrascas avanzaba desde el noroeste hacia la parte central y oriental del territorio, dejando caer abundantes precipitaciones. Y la previsión indicaba que ese húmedo estado del tiempo se iba a prolongar al menos durante un par de días.

Ya en el amanecer del día 24 , con el cielo todo negro y entoldado, seguían las intensas e inquietantes precipitaciones. Tras el desayuno y con el maletín trolley de viaje preparado, preguntó a Daniel, el gerente, dónde podía comprar un paraguas, pues tenía que ir a recoger su vehículo. Dentro del mismo era donde precisamente se había dejado ese paraguas de reserva que resulta tantas veces muy necesario. Si iba caminando, el taller lo tenía a unos 15 minutos de distancia en el tiempo. Pero Daniel, siempre amable, le puso un paraguas en las manos, obsequio del hotel. “En realidad, muchos clientes olvidan en las habitaciones algunas de sus pertenencias y después no las reclaman, con lo que vamos formando “una colección” de objetos diversos, que después podemos facilitar a nuestros clientes”. Agradeciendo el generoso gesto, se despidió cordialmente del solícito gerente, encaminándose protegido bajo el paraguas hacia el taller de Ramiro, a fin de retirar su reparado Volkswagen.

El mecánico había recibido la necesaria pieza a primera hora de la mañana, a través de la mensajería urgente. En poco más de veinte minutos ya la tenía colocada. Andrés pagó la minuta por la reparación y por el coste de la pieza, dejando una buena propina por el servicio. Ramiro le dejó un buen consejo, por su experiencia en la zona.

“Tenga especial cuidado con la carretera. El día va a estar sometido a fuertes lluvias y parece que las precipitaciones no dejan de apretar en su intensidad. Su coche, aunque es de una serie algo antigua, es muy bueno y está bien conservado. Pero los caminos pueden dar muchos sustos, incluso a los conductores bien experimentados. Y muchas gracias por la estupenda propina. Le compraré algún juguete a mi hija Belén (mañana es su santo) en su honor”.

Faltaban unos quince minutos para el mediodía, cuando Andrés ya puesto al volante inició la marcha hacia Málaga. Tenía una buena cantidad de km a recorrer, unos 660, distancia que suponía alrededor de unas seis horas y media de viaje, para poder estar cenando con su familia en esa Noche tan emblemática. Pero cuando llevaba no más de una hora de conducción, la tormenta que amenazaban las grises nubes arreció. El lavaparabrisas, por más que lo intentaba, apenas dejaba ver con nitidez los elementos de la carretera. Por lo que, con buen criterio, se detuvo en un hostal del camino, denominado Los Venados. Conducir, en aquellas tan precarias condiciones, era en sumo peligroso. El reloj marcaba las 13:20 del día. Era un buen momento para tomar algo caliente y esperar a que la tromba de agua se calmara. Un tazón de cocido, con hierbabuena, añadiendo un buen filete a la plancha con patatas, le hicieron recuperar un tanto la tonalidad corporal, porque el frio era también intenso. Un flan de postre, al que sumó un café bien cargado, para evitar el sueño, le dejaron como nuevo. Miró una vez más su reloj de pulsera, que marcaba las 14:30. Asumió que iba a llegar a su destino prácticamente para la hora de la cena. Pero aún no había recorrido más que el 20 % del trayecto. Y las nubes no habían cesado en su fuerte descarga hídrica. La intensidad de la lluvia no disminuía.

A medida que pasaban los minutos y avanzaba trabajosamente por rutas enfangadas, con una visión dificultada por la intensidad de lluvia, aumentaba de manera progresiva su preocupación. El GPS de su vehículo comenzó a fallar, tal vez porque la señal que recibía era en sumo débil o prácticamente inexistente. Como no veía través de los cristales a una distancia no más allá de los diez o quince metros, por la gran tormenta de lluvia y aparato eléctrico, iba conduciendo a una velocidad bastante lenta (no más de 20 -25 km hora) a causa de los charcos de agua y barro que se iba encontrando y por las dudas que tenía cuando se topaba con unas carreteras que no conocía y en algún momento se bifurcaban. No estaba sólo preocupado sino francamente asustando pues no tenía conciencia cierta de por donde realmente se encontraba. En un recodo del camino, pudo detener el coche y trató de establecer comunicación con su mujer Esther, tarea inviable porque la señal en su móvil apenas era perceptible (una “rayita” de las cuatro necesarias y a veces sin señal alguna). Así que continuó por un camino que podía no ser el correcto, con la dificultad añadida de que estaba ya oscureciendo. Las manecillas del reloj marcaban las cinco y algunos minutos. Cada vez tenía más la convicción de que estaba perdido en medio de una naturaleza “desconocida”, peligrosamente tormentosa, con repetidos baches enfangados y con muy limitada visión por la “manta” de agua que estaba cayendo. La oscuridad creciente de la tarde estaba dando entrada a la noche, lo cual era una inquietante dificultad añadida. Se consolaba pensando de que el depósito de combustible estaba bien lleno de gas oil y de que los faros del vehículo hacían lo que podían para esclarecer la visión, aunque fuera sólo a unos pocos metros de distancia.  

Buscaba y no encontraba ventorrillo, vivienda o señal indicadora que le indicara el lugar por donde se encontraba. En una ocasión se encontró con una piedra indicadora de carretera, con un número kilométrico que no mostraba el origen o destino del camino que con desconcierto recorría. En otro desafortunado momento llegó a una zona en la que una cabaña destruida le hizo tomar conciencia de que había recorrido unos kilómetros para volver a un lugar por el que ya había pasado, haciendo un circuito inútil para sus intenciones de desplazamiento. Su desesperación era manifiesta. Sobre las 19 horas, ya con la nocturnidad celestial, el destino o la suerte, mil veces reclamada, quiso ser generosa con el aturdimiento e intensa preocupación que razonablemente le embargaba. Observó una débil luz, a no excesiva distancia del punto por donde circulaba. Detuvo su coche en un entrante de la estrecha carretera.  Tomó su paraguas y pisando un suelo muy blando, que le hacía hundirse en el barro hasta los tobillos, fue caminando con un cierto esfuerzo, pero con la mayor decisión, hacia una casa perdida entre una gran masa arbórea. Era un caserón de tamaño medio, que constaba de una planta baja y un piso en altura, cubriendo la construcción de piedra y madera un tejado a dos aguas, también construido con lascas de piedra grises que parecían pizarras. En el ambiente oscuro de la noche, con la lluvia que no cesaba, sólo percibía una luz que dejaba ver el cierre entreabierto de madera situado detrás de un ventanal. Tocó dos veces en el llamador de la recia puerta de madera. Tras esperar un par de minutos, notó que el ventanal por donde se escapaba un poco de luz fue cerrado completamente desde el interior de la habitación. Y al fin escuchó, desde detrás de la puerta, una voz temblorosa que parecía proceder de una mujer mayor.   ¿QUIEN VA?

“Perdone, señora. Mi nombre es Andrés y soy un viajero que se ha perdido conduciendo por estos parajes que me resultan desconocidos. Mi coche lo tengo aparcado, no lejos de aquí, en un lateral de la carretera. Con esta fuerte tormenta es peligroso seguir conduciendo, porque apenas puedo ver nada con la oscuridad de la noche. Le aseguro que no se en donde estoy. Vengo desde Arévalo y me dirijo hacia Málaga, en el sur peninsular. ¿Podrían ayudarme, por favor? Estoy totalmente empapado de agua y barro. Le aseguro que soy persona de bien”.

Entonces escuchó como la señora hablaba en voz baja con otras personas, que también habitaban el caserón. Obviamente, estaban decidiendo qué hacer con respecto a la petición de ayuda que el desconocido viajante había realizado. Tras unos minutos que le resultaron interminables, aunque al menos ahora estaba resguardado bajo el soportal de la puerta, ésta se abrió lentamente. En una extensa sala, no muy bien iluminada, observó que tres personas le miraban mostrando en sus rostros una indisimulable desconfianza. Había señora mayor, muy abrigada en su negro ropaje y dos jóvenes junto a ella, más ligeros de vestimenta. La señora le hizo una indicación para que pasara y se acercara al fuego de tres grandes leños encendidos en la chimenea hogar. Tras calentarse un poco, pues estaba temblando de frío y humedad, les explicó de nuevo su complicada situación. La chica joven, llamada CLAMIA le trajo un poco de recia ropa seca, para que se cambiara en el excusado situado junto a la puerta de la cocina. Doña FRASCA, la señora mayor y abuela de los dos jóvenes le dijo al ya más recuperado, en su temperatura, viajero y con seca cordialidad: “joven viajero, puede pasar la noche aquí y compartir nuestra cena. Somos gente humilde y seguimos el precepto divino de ayudar a los demás. A mis setenta y seis años, sé distinguir bien pronto a una persona de bien. Creo que Vd. Andrés, lo es”.

El técnico informático se sentía más confortado, con la proximidad del fuego y la compresión y generosidad de aquella corta familia. Habían puesto su ropa a secar, en unos soportes próximos a la gran chimenea. Miró su reloj (no había ninguno en aquella sala) que marcaba las 20:10. El joven ARCALO, le puso un vaso lleno de vino tinto en sus manos, para que le ayudara a entrar en calor. El contenido de ese vaso le supo a gloria bendita. Entonces se inició un dialogo entre todos ellos, aunque los tres miembros familiares eran castellanos un tanto “secos y de escasas palabras”. Fue conociendo que doña Frasca prácticamente había criado a los hijos de su única hija, madre soltera y de vida desordenada y que un mal día, dejó a los pequeños con su abuela, yéndose con un trasquilador de ovejas y de la cual nada han sabido al paso de los años. Arcalo, 26 años, se encargaba del escaso ganado que tienen en el establo y del que obtienen leche, fuerza, carne y piel,  cultivando también unas parcelas en donde tienen sembrado cereal, algunas hortalizas y varios árboles frutales. Su hermana Clamia, tres años mayor que él, ayuda también en el cuidado de los animales y agricultura, además de las tareas de la casa, pues a la abuela Frasca ya le van pesando los años.

Andrés fue tomando conciencia de que se trataba de una modesta, humilde y laboriosa familia, cuyos tres miembros desarrollaban sus vidas, aislados en medio de la más “perdida” naturaleza. Con sus cultivos, frutales, un par de vacas, aves de corral y algunos cerdos, iban resolviendo las necesidades alimenticias de cada día. Le explicaron que cada par de semanas, preparaban uno de los carros que poseían, tirado por unas mulas, para desplazarse a la localidad más cercana, distante unos 46 km, para realizar algunas compras complementarias y llevando algunos productos para vender a conocidos comerciantes. Tenían que recorrer para ello unos estrechos caminos bastante intrincados, sinuosos y prácticamente sin asfalto, rodeados de abundante arbolado. Poseían electricidad, aunque con frecuencia se les “cortaba” ese necesario fluido. En consecuencia, la energía básica que utilizaban era el fuego, alimentado con los gruesos leños del hogar.

Los escuchaba con gran atención, no exenta de admiración. En algunos momentos intentó comunicar con Esther, pero la señal telefónica que llegaba era muy débil y entrecortada. De todas formas, se sentía un verdadero privilegiado, al haber sido acogido generosamente por aquella hospitalaria familia, en una noche de “terrible” estado meteorológico. El destino había decidido que pasara la Nochebuena en el seno de aquellos fraternales seres, que residía en un lugar recóndito de la naturaleza. Recordó que en el coche llevaba unos mazapanes empiñonados, que gustaban mucho a Esther. Como tendría oportunidad de comprar otra caja en el trayecto hacia Málaga, se acercó al vehículo, bien pertrechado para la intensa lluvia que no cesaba de caer, trayéndolos a la casa y dándoselos como un modesto obsequio a doña Frasca, que los aceptó con una serena y maternal sonrisa.  

Cerca de las 21 horas, se dispusieron a tomar la CENA DE NOCHEBUENA. Tomaron asiento en una mesa redonda cercana a los leños de la chimenea. Andrés, andaluz y malagueño, situado enfrente de doña Frasca y rodeado de Clamia y Arcalo, se esforzaba en aplicar toda la cordialidad de que era capaz, aunque el carácter de estas personas era, por naturaleza, bastante “castellano” en su seca expresividad.  Ante de comenzar la comida, la abuela recitó una oración de acción de gracias al Creador, oración que sus nietos repetían con gran respeto, devotas palabras a las que se unió con el mayor respeto el “inesperado viajero”. Clamia trajo de la cocina un perol u orza de cerámica llena de unas suculentas gachas calientes, incluso humeantes, para que cada uno se sirviera lo deseado. Por supuesto, también dispuso de un bote también cerámico conteniendo una miel negra deliciosa, cultivada en unos panales que tenían ubicados a una cierta distancia del establo. Doña Frasca, habiendo terminado de tomar las gachas de su cuenco, de manera agradablemente inesperada comenzó a entonar unos tradicionales villancicos castellanos, con la acústica musical de sus recias cuerdas vocales, aportando ese calor humano y familiar, a la humilde familia de la que era la veterana “madre de todos”. La electricidad se iba y venía, aunque los apagones resaltaban el anaranjado color ígneo de los grandes leños incandescentes que aportaban luminosidad y una suave templanza térmica, reconfortando los cuerpos de los contrastados, por edad, comensales. El cuadro personal de aquella cena reflejaba esa fraternal humanidad, que tanto se agradece en las situaciones de especial dificultad.  Andrés era bien consciente del privilegio de sentirse tan bien acogido.

Tras las gachas, llegó el plato principal, consistente en un gran trozo de morcón enjamonado, cocido al vino y después asado al fuego, rodeado de lascas de patatas entremezcladas con verduras salteadas al ajillo. Para el postre, Clamia trajo una gran bandeja de exquisitas mantecadas castellanas, que ellos elaboraban en su horno de piedra y leña, bandeja en la que doña Frasca había añadido los mazapanes empiñonados, regalados por el comensal andaluz. Tras un rato de sobremesa, junto al fuego del hogar, cada uno tuvo en sus manos un vaso de leche caliente y recién ordeñada, con fresas pasadas por la batidora. Andrés siguió narrando aspectos de su trabajo y vivencias malagueñas, mostrándoles algunas fotos familiares que tenía en su móvil. Sobre las 23 h, doña Frasca levantó la velada, para irse todos a descansar. Improvisaron para el invitado una cama, en un viejo pero acogedor diván, cubierto con gruesas mantas, que estaba situado no lejos de los leños incandescentes. La cálida temperatura del interior de la vivienda era muy grata, aunque en el exterior de la casa el termómetro bajaba de los cero grados. Allí Andrés durmió plácidamente, sintiéndose confortado por la hospitalidad que estaba recibiendo y tan fraternal y suculenta cena de Nochebuena, en el seno de una familia de bien.

En el alba del día 25, Andrés fue el último que se levantó del descanso nocturno. Arcalo ordeñaba las vacas, su hermana daba de comer a los animales del establo y a las aves del corral, mientras doña Frasca, vestida como el día anterior completamente de negro, preparaba el desayuno: tostadas de pan de centeno, untadas con manteca de cerdo, leche, café y pastel de manzana. Por fortuna, el tiempo estaba mejorando, así que Andrés trató de recomponer el GPS del coche, a fin de emprender el camino hacia el sur peninsular. Antes de partir, anotó bien la dirección de aquella hospitalaria familia. Tenía el propósito de enviarles algún presente por correo. También dejó su dirección en Málaga, invitándoles a que en la primavera o el verano hicieran algún viaje a Málaga. Les prometía atenderles con la mayor dedicación como muestra de sincero agradecimiento. Abrazó a Arcalo y besó a Clamia y a doña Frasca Alerio Tornal y puso en marcha el motor de su Volkswagen.

No llegó a su domicilio hasta las 16.35. Era el día de Navidad. Al salir de su vehículo reparó en un paquete que estaba en el asiento trasero. Ya en casa y tras explicar a Esther, grosso modo, la aventura que había vivido, con la intención de tranquilizarla, abrieron ese posible regalo de la familia Alerio: dentro del paquete había unos chorizos, huevos y varios trozos del morcón que habían degustado en la cena de Nochebuena.

Ya más tranquilo, narró a su mujer los detalles de una complicada y preciosa aventura que no iba a olvidar en su vida. Una apasionante, grata y singular experiencia de la que fue protagonista, en un tormentoso día 24 de diciembre, por un rincón perdido de la planicie castellana. -

 

EN UN LUGAR PERDIDO

DE LA PLANICIE CASTELLANA

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

16 diciembre 2022

                                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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