viernes, 18 de diciembre de 2020

LA LOTERÍA DE LA CESTA DE NAVIDAD

En un calendario tan marcadamente lúdico como el español, densificado en fiestas, tradiciones, hábitos y concurrencia de masas populares, destaca sobre otras celebraciones la conmemoración de la Navidad, con la despedida del Viejo Año y la llegada del Nuevo, amén de la alegría que experimenta la infancia (y los mayores que conservan el espíritu de los niños) por la también feliz llegada de los Reyes Magos, el 6 de enero. Ciertamente estas fiestas estarán influidas, en el 2020, por la tragedia vírica que afecta a todo el orbe. Pero, al margen de este duro determinante, la sociedad celebrará, de la mejor forma posible, estas lúdicas, divertidas y, para quien así lo sienta, religiosas tradiciones.

En la antesala de la Navidad se va repitiendo, año tras año, ese evento incardinado en nuestras vidas y bolsillos como es el juego de la lotería, sorteo que en estas especiales fechas las bolas premiadas serán cantadas por parejas de niños del Colegio de san Ildefonso madrileño. En este juego de los bombos, llenos de bolas numeradas con los premios de la lotería navideña, se centra la historia del siguiente relato.

A la llegada de estas fechas entrañables, viene a nuestra mente un curioso comentario pronunciado por un veterano y ameno profesor, expresado en el contexto de una de sus magistrales clases dictadas en la antigua Facultad de Filosofía y Letras, de la calle Puentezuelas granadina: “La lotería es el impuesto pagado por los necios”. En realidad el buen profesor comparaba o contrastaba los beneficios de los juegos de azar y ese rendimiento económico que se obtiene a través del esfuerzo laboral que cada persona realice.

A finales de los años cincuenta del siglo pasado, concretamente en 1959, tres amigos, gente humilde y muy necesitada, se reunían algunas tardes (especialmente los viernes) en la taberna EL QUINQUÉ, sita en los aledaños del recinto portuario malacitano. Antiguos compañeros de escuela, tomaban unos vinos y confraternizan intercambiando sus cuitas y  vivencias de la semana. Conozcamos algunos datos de sus realidades vitales.

La reducida familia de VENANCIO, formada por tres miembros, habita una amplia habitación con derecho a cocina, teniendo que utilizar los servicios comunes del piso con otras dos familias, que también tienen alquiladas sendas habitaciones en la vivienda. Se trata de un inmueble antiguo que, junto a otros, conforma una de las antiguas corralas percheleras. En esa única habitación Venancio convive con su mujer Amanda, con la que se tuvo que casar cuando ésta quedó embarazada de su hija Estrella, que tiene un año y medio de edad en la actualidad. Trabaja de albañil “en las chapuzas que salen”, teniendo, como tantas y tantas humildes familias dificultad para llegar a final de mes. Pagan mensualmente 250 pesetas por esa habitación, que han de utilizar como comedor, estar y dormitorio. Le han hablado de una casita ubicada en el extrarradio oeste de la ciudad, que alquilan o venden, construcción que se halla en estado ruinoso Piensa que él podría reconstruirla, aplicando sus conocimientos en el oficio. El problema para poder comprarla o alquilarla es el limitado sueldo mensual que obtiene con sus trabajos ocasionales en la construcción y que apenas le dan para poder alimentar a la familia y abonar el coste actual de esa habitación que les cobija.

El segundo amigo del grupo es ROMUALDO. Trabaja en un pequeño barco que sale a pescar cinco noches en cada semana, de lunes a viernes. Por este esforzado trabajo le pagan una cantidad que está en función de las capturas desembarcadas. La noche en la que pescan poco apenas recibe retribución alguna.  Su gran ilusión sería tener un barco de su propiedad, a fin de convertirse en pescador autónomo. Le han hablado de una traíña, cuyo dueño se quiere jubilar, pero por la que pide 9.000 pesetas. Su mujer Felisa echa horas en algunas casas “bien”, limpiando los portales y los servicios comunes. Pero este matrimonio pasa verdaderos agobios para llegar a final de mes. Cuando la madre trabaja, los dos niños pequeños que tienen a su cargo han de quedarse con la abuela, pues aun no están en la edad de ir a la escuela.

Con ÁLVARO se completa este pequeño grupo de amigos desde la infancia. Desde hace tres años está conviviendo con Jimena, joven bien parecida que abandonó el trabajo de la calle, como “mujer de mundo”, a fin de llevar una vida más estable formando una familia. Sus carencias económicas han influenciado para que ambos hayan decidido retrasar la llegada de hijos a sus vidas. El marido desempeña un trabajo ambulante, yendo de aquí para allá, especialmente en los bares, cafeterías y el Círculo Mercantil de calle Larios, limpiando o lustrando los zapatos y las botas de la gente que aceptan sus servicios, a cambio de algunas monedas necesarias para el alimento y otras necesidades. También descarga fardos en el muelle, aunque en estos tiempos no abunda el trabajo y la competencia es muy agresiva entre la masa necesitada. Completa la versatilidad de sus cortos ingresos portando maletas en la Estación de Renfe, aunque las más de las veces es echado de las instalaciones por los guardias a caras destempladas, ya que carece del carnet de maletero, documento que sólo otorga a “cuentagotas” la dirección del recinto ferroviario, cuando se produce alguna baja en la reducida plantilla. La gran ilusión que ronda permanentemente en su cabeza sería la de poseer un motocarro, con el que haría portes trasladando mercancías de un lugar a otro. Pero ¿de dónde sacar el coste para su compra, por supuesto de “segunda o tercera mano”?

En esas reuniones vespertinas, mantenidas en el popular tugurio del Quinqué, tertulias siempre mezcladas con vino peleón y cervezas de barril, estos compañeros de infancia charlan de sus cosas y de cómo se las van ingeniando para llegar a final de mes y no tener que comprar alimentos “al fiado”, en los colmados del barrio. Unos y otros (al igual que la gran masa social menesterosa) tienen que ir convenciendo a los tenderos para que les apunten sus deudas en esas manoseadas cartillas que, con paciencia y generosidad, muchos comerciantes mantienen.

Se acercaba la Navidad del 59 y entonces, como gran ocurrencia de la tarde, el pescador Romualdo aportó, según él, una muy lúcida idea. “¿Qué os parece, ahora que se acercan las fiestas, si nos animásemos a jugar entre los tres un décimo de la lotería de Navidad? El billete nos costaría 400 pesetas, por lo que tendremos que juntar cada uno de nosotros 133 pesetas. Si nos toca el premio “gordo”, nos darían 3 millones de “pelas”. Si nos toca la pedrea, 800 pesetas, el doble de lo que hemos invertido y siempre queda el consuelo del reintegro, contando con que nuestro número acabe igual que el del gordo. Juntamos los cuatro “billetes” y con suerte podemos “salir de pobres” con lo que hacemos realidad nuestras ilusiones. El Venancio siempre habla de esa casita mata en ruinas que le gustaría tener, para hacer de ella un palacio. El Álvaro suspira por un motocarro, para hacer los portes y como todo un señor ganarse la vida. Y yo, le echaría mano a esa traíña que me quita el sueño, de la que sería dueño y que cada noche me daría unas cajas de sardinas o de boquerones ¡Hasta le sacaría unas pesetillas a la morrallita que viniera “ensartá” en las redes”.

Estos tres humildes obreros de la carencia se miraron a las caras y de inmediato al vaso de tinto. Todos se preguntaban “¿Y de donde saco yo las ciento y pico de pelas?” No acertaron a buscar una buena respuesta y en sus domicilios la atmósfera tampoco seria especialmente comprensiva. Efectivamente cuando volvieron a sus casas, aquella fría y húmeda noche de diciembre, pero con el cuerpo cálido por las tres botellas de tinto y las suculentas tapas de zanahoria y aceitunas en vinagre que habían compartido, narraron sin demora a sus cónyuges el gran proyecto, generado por el ingenio del Romualdo. Una gran inversión en un décimo de la lotería, que los podría “sacar de pobres”. La reacción de sus mujeres fue variada, como en una buena ensalada. Veamos qué dijeron las señoras, mientras en las radios sonaba el “parte” de las diez de la noche.

Precisamente el primero en llegar a casa fue Romualdo, quien tras compartir el ilusionado proyecto recibió de Felisa estas hermosas y “cariñosas” palabras:

“Pero… tú has perdido la chaveta ¿no? Apenas llegamos a final de mes y quieres que nos empeñemos más y más para comprar lotería. ¿Cuántos portales tengo que fregar al día, para ayudar a mantener a los críos. Porque hay días que sólo traes de la lonja morralla para comer. Y esta noche verdaderamente hueles que apestas, a pescado rancio y a vino tinto agrio. Ni se te ocurra intentar tocarme esta noche en la cama. Si mañana hueles mejor, ya veremos. ¡Vaya con el sabio lotero que nos ha tocado!”

La discusión, con los niños mirando esa familiar estampa tan habitual en sus cortas vidas, fue subiendo de tono, entre el interesado silencio de los vecinos, quienes escuchaban distraídos la nueva trifulca entre el Romu y la Felisa.

En el piso “realquilado” de Álvaro y Jimena, el diálogo fue un tanto diferente. “Pero Alvo ¿tu crees que nos puede tocar? Piensa que vamos a perder mucho dinero si no sale vuestro número” “Pues mira, Jimena, seguiremos igual de pobres. No me podré “agenciar” ese motocarro por el que suspiro y tendré que seguir recorriendo las calles, de aquí para allá, lustrando los zapatos, botas y sandalias de la gente con dinero, transportando maletas (siempre que no me vean los guardias) y cargando en el muelle, cuando haya fardos y tenga la suerte que me señale el vocero capataz”. Y se fueron a la mesa para cenar esas gachas con miel que había preparado Jimena, receta que le había dado su abuela Palmira, la humilde señora que la había criado.

Finalmente Amanda, la mujer de Venancio el albañil, se decidió a decir lo que pensaba, tras dar muchas vueltas en su cabeza, a la inversión que pensaba hacer su marido: “Me parece que el vino se os ha subido a la cabeza. Nos hace falta el dinero como el comer. Pero bueno, si tú crees que es un sacrificio interesante, pues adelante con la locura. Piensa que es más de la mitad de lo que tenemos que pagar por esta habitación que, por más que la limpio, sigue oliendo a pergamino. Yo tengo unas pesetillas ahorradas, que las guardaba para Navidad. Tenia pensado hacer unos borrachuelos y rosquillas, además de comprarle un nuevo peluche a la Estrella, que el que tiene está hecho una piltrafa. Y dices que si toca el número nos dan tres millones al décimo. No quiero pensar lo que podríamos hacer con ese millón que nos correspondería. Me da miedo, nada más que pensarlo, verme con tantas pesetas en las manos. Desde luego, será un milagro salir de esta pocilga de realquiler en la que vivimos”.

Con ímprobo esfuerzo se dispusieron a reunir, peseta a peseta, la parte que cada uno de los tres amigos tenía que aportar para la adquisición del “mágico” décimo. Para este fin, echaron mano de los medios más variados, pero todos con un denominador común: ir acumulando pesetas. Visitaron el Monte de Piedad para algunos empeños, llevando viejos y sentimentales recuerdos familiares; sacaron tiempo para la recogida de periódicos usados y arrojados a los basureros, papeles y cartones viejos, que después llevaban para vender en una carbonería que recogía ese material pagando “perras gordas” y a veces pesetas el kilo; hicieron algunas expediciones nocturnas a varios huertos y frutales, en la zona del Puerto de la Torre, para recoger algunos productos vegetales y después vender la mercancía (especialmente cítricos) en el mercadillo de los jueves. El riesgo de ser pillados in fraganti era real, pero ellos lo asumían con valentía inconsciente; pasaban por algunas tiendas y grandes comercios, ofreciéndose para limpiar las lunas de los escaparates y cobrando sólo la “voluntad”. En definitiva, cualquier medio era buenos si con ellos podían reunir, en un tiempo más bien breve por la proximidad del sorteo, los fondos necesarios para el anhelado décimo. Por cierto, durante esos días en que activaban su esfuerzos ahorrativos, muchas cisternas, toldos, tejados con goteras, etc. recuperaron su buen funcionamiento, pues estos obreros de la necesidad funcionaban a modo de un multiservicios de las décadas más avanzadas.

Al fin, el día 9 de diciembre, a muy pocas fechas de la celebración del sorteo, pudieron reunir las bien ganadas 4OO pesetas. En realidad, Romualdo, el padre de la idea, tuvo que poner algún dinerillo más, pues Álvaro sólo llegó a las 98 pesetas y a Venancio le hurtaron o tal vez perdió 25 pesetas, cuando volvía desde El Palo, a donde tuvo que desplazarse para desatascar un bajante de aguas fétidas. Precisamente fue este albañil quien aconsejó a Romualdo, el encargado de comprar el décimo, para que fuera a la administración de El Gato Negro, sita en la calle Méndez Núñez, pues desde pequeño había escuchado comentar a sus abuelas y tías que  esos felinos con la piel tan morena suelen dar buena suerte.  Dada la proximidad del sorteo, le dieron un número que no acababa en siete o en cinco, como él iba buscando. Se tuvo que conformar con el número 30.606, que terminaba en un numero a caballo entre los dos que el pescador buscaba.

El martes 22 de diciembre, a partir las nueve de la mañana, los niños del Colegio de San Ildefonso comenzaron a extraer las bolas de los bombos y a cantar los premios. El sorteo era retransmitido por Radio Nacional de España, emisora que estaba sintonizada en la radios de millones de hogares españoles. También habían puesto una radio a todo volumen en la taberna del Quinqué, en donde se habían reunido Romualdo y Venancio, pues Álvaro se había despertado con colitis aquella mañana, a causa de un atracón de judías con morcilla, almuerzo que le había preparado la Jimena. En esa tensa espera, todos confiaban, con sus listas de números jugados y la ilusión de los premios que podrían “tocarles” la salida del Gordo de la lotería de Navidad. También sería bienvenido tener una participación del segundo o tercer premio, aunque la pedrea daría unas pesetillas para algún capricho. Y si la suerte era esquiva. tener al menos la consolación de que los reintegros, por tener participaciones con la terminación del primer permio, dejaran las cosas tal como estaban antes de la celebración de este gran juego de azar. El Gordo se hizo esperar, ya que no salió hasta las 12:48, unos quince minutos antes de terminar de sacar todas las bolas del bombo de los premios. Era el número 36.600, cifras que sólo alegrarían a quien las tuviese en sus participaciones o décimos.

El destino no había querido ser generoso con las ilusiones de los tres humildes obreros y sus familiares. Fueron a visitar a Alvaro, para ver como andaba de sus problemas de barriga. Jimena sacó del armario una botellita de anís El Mono, que tenía un tercio de su contenido. Aunque era de las navidades pasadas, mantenía el buen aroma y sabor de la marca. Todos repetían la misma cantinela: “Desgraciado en juego, afortunado en amores”. O aquella de “lo importante es la salud”, con esa resignación de las personas sin recursos que asumían la modesta realidad de sus vidas.

Ya se habían levantado de sus sillas y se despedían de Álvaro y su mujer, cuando ésta cambió el dial de la radio para sintonizar Radio Juventud, la Cadena Azul de Radiodifusión. En ese preciso instante la emisora interrumpía la emisión de un programa de variedades, para hacer público un comunicado. Planteaba un sencillo concurso, patrocinado por la Asociación de comerciantes de Málaga. Todos los poseedores de décimos y participaciones cuyos números no hubieran salido premiados con el Gordo, pero que tuvieran las mismas cifras  del 36.600 (lógicamente en distinto orden) podrían presentarse en las instalaciones de la emisora, en la calle Martín Luján. Los diez primeros en hacerlo, recibirían una cesta llena de productos navideños. El locutor detallaba a continuación el contenido de la aludida cesta de la suerte:

1 botella de anís; 1 botella de vino dulce de Málaga; 1 botella de sidra; 1 paletilla de jamón; 1 chorizo; 1 salchichón;  1 pollo asado envasado; 1 lata de mortadela; 1 queso de cabra; 1 lata de atún en aceite; 1 lata de mejillones; 2 tabletas de turrón, de Alicante y de Jijona; 1 bolsa de peladillas; 1 lata de fruta endulzada; 1 kilo de mantecados; 1 kilo de borrachuelos; 1 tableta de chocolate; 1 bolsa con figuritas de mazapán; 1 participación de 5 pesetas, para el próximo sorteo del Niño, víspera del día de Reyes.

Fue Romualdo quien se desplazó con la mayor rapidez que pudo a la céntrica calle Alarcón Luján, sede de la emisora de radio, a fin de presentar el décimo con esos números iguales a los del Premio Gordo de la lotería. Lo hizo utilizando una vieja bicicleta que le prestó un vecino de Álvaro, que ejercía de cartero y ya había hecho el servicio del día. Al subir las escaleras de la emisora, todo jadeante, creyó encontrarse con una larga lista de afortunados para optar a una de las cestas. Por el contrario sólo vio que bajaba, ya con su cesta en los brazos, un hombre mayor, con severo bigote encanecido pero que disimulaba su avanzada alopecia con una boina negra algo desteñida y sucia y al que las prisas le habían hecho no despojarse de la bata y de sus babuchas para estar en casa. Por el sonido ambiente de la emisora se escuchaba la voz del dinámico locutor que retransmitía la simpática aventura de las cestas navideñas.

“Acaba de llegar otro afortunado aficionado al juego de lotería, que presenta un billete cuyo número es el 30.606 el cual, tras la comprobación de todos sus datos, le hace merecedor de ganar la segunda gran cesta de productos navideños que entregamos a esta hora del almuerzo, en esta jornada mágica del 22 de diciembre. A don Romualdo se le ve todo feliz y contento, aunque un tanto nervioso por la emoción del momento. Le vamos a ceder el micrófono, a fin de que pueda pronunciar algunas alegres palabras para los oyentes de este entretenido programa, que se emite en directo por nuestra emisora Radio Juventud de Málaga, de la Cadena Azul de Radiodifusión”. 

Aquella tarde, en un martes soleado pero algo frío de diciembre del 59, los tres amigos de la reunión en el Quinqué se repartieron el contenido de la cesta de la suerte, sin mayor discrepancia para la elección de los productos, pues algunos de los mismos también fueron divididos. Pequeña compensación, para tan enorme ilusión confiada al juego lotero. Pero unos y otros repetían la misma cantinela: “Bueno, al menos nos hemos distraído y lo hemos intentado. Ya sabemos que con esfuerzo y tesón, somos capaces de reunir unas cuatrocientas pesetillas, en muy escasos días. Seguiremos de pobres, pero con salud y buena compaña”. Mientras salían del tabernucho portuario, camino a sus domicilios, cada uno portando sus respectivas bolsas del reparto realizado en buena armonía, un grupo de niños, enfundados en sus pellizas y chalecos, con gorros de lana y bufandas al cuello y calzando alpargatas de esparto, a modo de alegre “pastoral”, entonaban alegres villancicos navideños. Rebosantes de sonrisas, iban bien provistos con sus zambombas, panderetas, campanillas  y un viejo tambor que marcaba los tiempos. Aquella Navidad del 59, en los gratos e indelebles recuerdos de la memoria.-

 

LA LOTERÍA DE

LA CESTA DE NAVIDAD

 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

18 DICIEMBRE 2020

 

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Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 
 

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