viernes, 20 de noviembre de 2020

EL SUGESTIVO RELOJ DE LOS CUATRO COMPASES

 

El tiempo lleno de Historia, que dormita en el interior de los curiosos y elegantes objetos expuestos en las tiendas de antigüedades, nos traslada a modo de ensueño a otras épocas y ambientes del pasado. En esos establecimientos suele llamar poderosamente la atención la imagen peculiar de su propietario, llamado precisamente por el tipo de mercancías que oferta: el anticuario.  En general, se trata de personas mayores, sean hombres o mujeres, quienes además de sumar muchos almanaques, en sus organismos corporales, poseen abundantes conocimientos y una hábil, embriagadora y grata narrativa para motivar al cliente. La mayoría de estos comerciantes hacen gala de poseer abundantes y detallados datos, leyendas y realidades, vinculados a cada uno de los objetos que tienen en exposición.  

A los interesados y curiosos visitantes de estas interesantes y “subyugantes” tiendas suele asaltarles la duda acerca de la verosimilitud de esas apasionantes historias, que con tanto encanto y convicción escuchan del propietario o el vendedor del establecimiento. Hay clientes que se preguntan si por el contrario todo es un producto de la ejercitada y poderosa imaginación del comerciante, facultad o marketing que les hace inventar o exagerar las aventuras y hechos extraordinarios vinculados a los más variados objetos, pudieran o no haber sucedido en la realidad. 

El gran salón, donde reposan las elegantes y misteriosas piezas expuestas esperando al futuro comprador, no suele estar muy iluminado, sin duda para favorecer con su oscuridad esa sensación o percepción de intriga, atracción y ensueño que estos comercios psicológicamente generan. El olor que en ellos se respira es bastante característico: muchos dirían que huelen a viejo, a rancio, algo dulzón, penetrante e indefinido, que nos hacen recordar aromas parecidos a cuando estamos en los archivos de legajos y manuscritos antiguos o incluso al que percibimos en muchas sacristías de aquellos templos con varios siglos acumulados desde su construcción .

Los comercios especializados en antigüedades son espacios llenos de Historia y de silencios, pues los no muy abundantes visitantes a los mismos se esmeran en pronunciar escasas palabras y las frases expresadas son moduladas a un muy bajo volumen, algo parecido a cuando entramos en los museos o en los edificio religioso y aplicamos el debido respeto a las creencias vinculadas a las imágenes ubicadas en sus altares y hornacinas. Es como si no quisiéramos molestar o trastornar la atmósfera de “devoción” que flota por el ambiente.

También el polvo es un elemento consubstancial o “necesario” en estos ambientes, en donde la escenografía y la imaginación aportada tienen una poderosa intervención para la decisión del interesado comprador. Esa fina nebulosa de las partículas depositadas por todos los rincones de la tienda favorecen la realidad y concreción del tiempo cronológico, que las figuras y los más variados objetos atesoran.

Leocadia Miranda es una elegante señora, que ama e invierte en la adquisición de antigüedades. Suele hacer ostentación, casi de continuo, de una cuidadosa y rica cultura que, de una forma admirablemente autodidacta, ha ido asimilando a lo largo de las seis décadas de vida que su documento de identificación manifiesta. El cuidado continuo de su bello cuerpo, la forma señorial en como viste, la escenificación de nobleza que resalta en sus modales, subyugan a todo aquel que la conoce y trata. No tuvo estudios universitarios, pero ella es consciente que tampoco los necesita para aparentar, a la altura de sus muchos años, la imagen de una persona experta en arte y con el glamour exquisito de las grandes damas. Saben aplicar con destreza una brillante y atrayente conversación, capaz de motivar y atraer la atención y el respeto de sus interlocutores, a los que cautiva y deslumbra. Aunque procede de una modesta familia, aquéllos que han tratado por diversos motivos a Leocadia no dudan en suponer o imaginar su inserción en un distinguido árbol  genealógico, por supuesto noble y elitista.

A su edad, ya en los parámetros de la jubilación para la mayoría de los mortales, no ha desempeñado profesión conocida que se le conozca, lo que no ha sido obstáculo para que disponga en la actualidad de una acomodada suma en su cuenta bancaria, siendo además propietaria de dos amplios locales alquilados a una poderosa cadena de establecimientos para la venta de perfumes y productos estéticos para embellecer el cuerpo, ubicados en estratégicas zonas del barrio de Salamanca madrileño. Estas propiedades le reportan mensualmente atractivos ingresos, para mantener su cualificado nivel de vida. Reside e una suntuosa villa señorial, con amplio jardín privado y marmórea y pétrea construcción, situada en una zona boscosa de la carretera de Navacerrada. El “dudoso” en principio origen de tanta opulencia procede simplemente de sus encantos y habilidades para enamorar a viudos con abundante capital y notablemente mayores que la propia señora Miranda.

Esta atractiva mujer ha estado casada en tres ocasiones. Su primer cónyuge fue un conde italiano, de nombre Giuseppe Contoni, que había amasado abundante dinero en el negocio de las heladerías. Por su avanzada edad y ajetreada vida sexual falleció a los tres años y medio de matrimonio, dejando a su amada una buena “tajada” económica en el documento testamentario, a pesar de la oposición de la amplia prole (seis hijos) que el finado había gestado en su primer matrimonio.

Un financiero francés, llamado Marcel Derlaz, que se encontraba también en estado de viudez, muy hábil en el negocio de la revalorización constructora en barrios marginales, adquiriendo solares con edificaciones ruinosas, relativamente próximos a los núcleos del centro histórico en importantes ciudades galas, fue su segundo marido. Lo conoció en un crucero por el Mediterráneo, produciéndose la declaración amorosa en Mykonos, una paradisiaca isla del Egeo en las Cicladas griegas. Con el francés vivió seis apasionados y sensuales años de amor, abundancia material y felicidad. Pero el idílico castillo erótico se derrumbó drásticamente cuando el francés calculó mal un descenso, en una estación de esquí de los Alpes suizos, “volando” por los aires hasta el firmamento infinito. Los tres herederos que tenía Marcel, de su primer matrimonio, accedieron, a fin de honrar la memoria de su progenitor, a ceder a la compañera que tanta felicidad le había deparado, la lujosa villa o palacete residencial en la que actualmente reside la acaudalada señora Leocadia.  

Y del tercer cónyuge, también bastante mayor que su interesada compañera, no ha vuelto a saberse más de él. Esta nueva conquista ”huyó” –literalmente- de su avariciosa compañera, tras comprobar que su “amor infinito” le había descapitalizando su acomodada fortuna, conseguida durante años en el negocio bodeguero. El vinatero “fugado”, llamado Arnaldo Dorronsoro, era un leonés, también viudo de su primera esposa. Los  gastos en joyas que Leocadía realizaba, usando la tarjeta oro que su amantísimo esposo le había entregado, hizo que éste fuera embargado de algunas propiedades y capitales bancarios. El bodeguero puso tierra der por medio y de él nada más se ha vuelto a saber. La señora Miranda tiene esas valiosas joyas guardadas en cajas de seguridad fuera de la Península Ibérica. Los frecuentes viajes a Berna de Leocadia pusieron en guardia a su ilusa pareja de alcoba.

Tres “fructíferos” matrimonios, pero sin el don genético de la cigüeña. Leo se entretiene en la actualidad  “llenando” de antigüedades y objetos suntuarios la enorme mansión: Villa Miranda del Sol donde reside en soledad, fruto en herencia de su segundo esposo. Para esta culta, entretenida y costosa labor, visita con repetida frecuencia las tiendas de antigüedades de mayor prestigio, tanto en Madrid, como en otras capitales españolas e incluso algunas ubicadas fuera del territorio nacional. Sus viajes a Londres, París y Roma (además de Berna) siguen siendo frecuentes. Su afán es encontrar aquella pieza rara, elegante y “deslumbrante” , que enriquezca los largos pasillos y las “barrocas” estancias del palacete legado por el añorado y apuesto Marcel.

Una tarde de Otoño, a pesar del saludable frío que la capital de España soportaba, Miranda acudió al establecimiento de un anticuario, situado en la parte más elevada de la Cuesta de Moyano, negocio de bastante prestigio que había conocido en las páginas de Internet a través del buscador Google. La “lúgubre” fachada de la instalación, denominada Treasures. Antiguedades, estaba ubicada en la planta baja de un edificio de nueve plantas, en una muy antigua construcción alguna vez remodelada, que hacía bastante juego con el comercio de objetos artísticos que ocupaba prácticamente toda la planta basal del inmueble.

Tras pasar al interior del establecimiento, la acaudalada y antojadiza señora se disponía a entretenerse un buen rato, aplicando en esa afición que tanto le gustaba, siempre con la esperanza de hallar alguna pieza interesante para comprar, siempre negociando el precio con el vendedor de turno. En este caso se trataba de un hombre también bastante mayor. Permanecía sentado detrás de una mesita abarrotada de carpetas y papeles un tanto desordenadas, observando de reojo a la única clienta que tenía dentro de la espaciosa sala. Leocadia, después de un breve saludo, también miró durante unos segundos al extraño e intrigante personaje, probablemente el propietario del negocio. El anticuario vestía con una gran bata de color gris, tenía un monóculo sobre su ojo derecho enganchado a una cadenilla que le salía del bolsillo superior de la bata, sufría una avanzada alopecia que trataba de disimular con dos acumulaciones de pelo canoso, ubicadas en ambas zonas temporales de su oronda cabeza. Al igual que tantas personas calvas, se había dejado crecer una espesa barba, acrecentando con todo ello esa imagen intrigante a juego con el abigarrado y empolvado material expuesto por toda la superficie comercial. Cuando se incorporó de su silla, a petición para consulta de la nueva cliente, caminaba diligente aunque apoyándose en un barnizado bastón de madera, color marrón caoba.

Leocadia carecía de prisas o asuntos pendientes que resolver, por lo que estaba dispuesta a echar un buen rato en el atrayente, para su interés, establecimiento de Treasures. Miraba y remiraba, rebuscando por todo el “laberinto” comercial algo novedoso que incrementara la decoración de su gran mansión, en la que aún había muchos huecos por rellenar. Pasó muchos minutos en el empeño de buscar algo original. Sin embargo la mayor parte de los objetos que analizaba no le motivaban en demasía. Ya un tanto cansada de dar vueltas, entre tanto objeto suntuario, recurrió a una práctica que había aprendido en sus recorridos comerciales, dentro y fuera de España.

“Buenas tardes. Mi nombre es Leocadia Miranda y dedico muchas horas de mi tiempo a buscar objetos originales y elegantes, para el ornato del palacete en donde resido. Sé por experiencia que los profesionales de las antigüedades, además de los productos que tienen en exposición, poseen algunos objetos que por razones varias no están dispuestos para la venta en general, salvo para ofertarlos a clientes muy especiales: tanto por la amistad en el conocimiento, el precio elevado en que están valorados los objetos o cualquier otra circunstancia que motive esta privacidad. Todos los anticuarios que conozco suelen tener una pequeña sala reservada, en donde guardan algunas piezas de gran valor Por tanto, apelando a su comprensión ¿tiene algo, verdaderamente especial, para ofrecerme?” 

“Encantado de conocerla, señora. Soy Hermógenes Vivar, el propietario de esta establecimiento de objetos antiguos, que acumulan un gran valor histórico y estético. Este negocio lo heredé de mi padre y he mantenido su tradición de ofertar a los clientes piezas de especial calidad y con la suficiente garantía de autenticidad. La he visto repasando muchas de las figuras y demás objetos y he llegado a la conclusión de que Vd. está buscando algo verdaderamente especial, original y diferente, de lo que está expuesto. Percibo que es una persona con cualificado conocimiento y exigente con aquello que desea adquirir. Vamos a pasar a la trastienda, donde tengo algunos elementos que sólo enseño a clientes muy especiales. No me cabe la menor duda que Vd. Leocadia, tiene el perfil adecuado de ese tipo de personas”.

Ambos interlocutores entraron de inmediato a una sala, no muy espaciosa, pero densificada en piezas nobles que poblaban armarios y estanterías. Los objetos allí depositados y seleccionadas probablemente tendrían un gran valor. Hermógenes, visiblemente emocionado, se detuvo delante de un gran reloj de pared o mural con pesas, que estaba encastrado en una gran caja rectangular y vertical de madera noble, con filigranas decorativas talladas en sus distintos paramentos.

“Disculpe mi emoción, pues aquí le muestro, con honor y sentimiento, una de mis joyas más preciadas y queridas, una verdadera obra de arte. Tanto en lo artístico, como en el complicado e ingenioso mecanismo de su funcionamiento. Este gran reloj de pared, por una pequeña placa grabada que tiene inserta y en la que se lee 1882, procede de un gran lord inglés (del que me va a permitir respetar su nombre). Este preclaro miembro de la nobleza, tras conocer con amargor y desesperación la infidelidad que su amada duquesa y esposa le deparaba a sus espaldas, abandonó frustrado y enfurecido la mansión en la que residía, para dirigirse al extranjero en búsqueda de una nueva vida. Posiblemente su destino fue el Oriente asiático. De él nada más se supo. Cuando su infiel esposa tuvo conocimiento de que su marido se había llevado con él todo el elevado capital bancario que poseían, dejándola en la ruina, se sintió desesperada, pues su aprovechado amante, viendo la perspectiva que se les avecinaba, también la abandonó. Todo ello provocó el desequilibrio de la señora que para mantener la mansión y poder comer, en el día a día, comenzó a vender las mejores piezas suntuarias que su marido había acumulado, con paciencia y tenacidad, a lo largo del tiempo. Yo conseguí, hace un par de años, este tesoro de reloj de pesas, a través de una deuda de juego que mantenía conmigo un miembro de la mafia italiana, vinculado a las joyas del arte. Esta pieza de museo se llama EL RELOJ DE LOS CUATRO COMPASES. Además de su valor artístico indudable, que no dudo Vd. percibirá, tiene un mecanismo especial, que le permire tocar “los cuartos, las medias y las enteras”, utilizando las notas musicales grabadas o taladradas en unas cintas preparadas y articuladas (verdadera ingeniería) con toda la mecanización de  las manecillas que marcan las horas y los minutos.

Vd. muy distinguida señora, me cae especialmente bien. Es culta. Tiene modales exquisitos. Una verdadera señora de la nobleza que con su presencia prestigia el nombre de este establecimiento. Sin embargo no le oculto que me costaría desprenderme de este tesoro mecánico y monumental, a menos de escuchar por su parte una razón muy convincente, que me moviera a ponerle precio al valioso reloj. Piense despacio y sosegadamente esa motivación y si le parece mañana proseguimos esta grata conversación. No se precipite. No olvide que la razón que me ofrezca ha de ser harto convincente para que yo accediera a venderle el elemento más distinguido y atrayente de mi colección de antigüedades.”

“No es necesario dejar pasar veinticuatro horas, ni cinco minutos, amable y entendido especialista, pues me he encariñado tanto con el reloj que le voy a ofrecer una poderosa motivación a fin de que, con su profesionalidad y generosidad, acceda a venderme este precioso y suntuario artilugio mecánico. Señor Hermógenes: cada uno de los cuartos, escuchando sus compases musicales, me harían sentirme plenamente feliz, ya que me recordarían  que he vivido un cuarto de hora más, siempre por generosidad de los dioses que presiden nuestros actos. Lo cuidaría con mimo y Vd tendría las puertas de mi mansión abiertas, para su gozo, contemplándolo y escuchándolo cuando lo deseara y lógicamente yo lo autorizara. ¡Póngame un precio por esta joya que no quiero en modo alguno perder!”

El sagaz anticuario dejó pasar unos instantes, tensos y silenciosos, moviendo lentamente su oronda cabeza y poblada barba, hasta acertar responderle a su obsesiva interlocutora:

“Respetable y bella Señora: La deuda de juego, de la que le he hablado confidencialmente, equivalía a unos 20.000 euros. Por 24.000 euros estaría dispuesto a desprenderme del reloj, si con ello favorezco su buen estado de felicidad. Es un precio realmente simbólico. Pero si ello enriquece y potencia su estado de felicidad, yo me siento muy honrado y generoso de hacer este sacrificio, que le aclaro no me resulta fácil. Pero cada minuto que pasa soy más consciente de la grandeza de su persona. Doña Leocadia, Vd. merece mi profundo, leal y cariñoso sacrificio.”

En cuarenta y ocho horas, Leocadia gestionó la liberación de uno de los plazos fijos que tenía depositados en una importante entidad bancaria. En modo alguno quería dejar pasar la oportunidad de costearse ese costoso capricho, con el que pensaba iba a ennoblecer aún más su ya barroca y suntuosa mansión.

Una vez ubicado el gran reloj, en un lugar preferente del espacioso salón estar del palacete, organizó una deslumbrante cena con fiesta, a fin de presentar la nueva y costosa adquisición a sus distinguidas y escogidas amistades. Ante los presentes aquella lúdica velada y a todas las horas y cuartos de los días siguientes, el mecanismo horario hacía sonar los cuatro compases cada quince minutos, entonando el engranaje acústico unos sones de piezas clásicas, henchidas de incuestionable belleza, para gozo y orgullo de la muy obsesiva señora.

Todo marchaba a pedir de boca, para los deseos de Miranda, cuando apenas una semana después de la suntuaria y costosa compra, el reloj detuvo imprevistamente su marcha, a pesar de que tenía la cuerda bien “dada”. Probó una y otra vez, pero por más cuerda que le aportaba, el mecanismo no reiniciaba su marcha. Abrumada y desconcertada, apenas pudo dormir en aquella noche de desvelo. Pero para su sorpresa, en el silencio relajado de las estrellas, comenzó de nuevo a escuchar el tic tac, tic tac. El reloj había reiniciado misteriosamente su marcha. Los sones musicales de los cuartos volvían a alegrar los oídos y el corazón de la ansiada dueña de la mansión Ya mucho más sosegada, pudo al fin dormir unas cuantas horas.

Al levantarse de su lecho, antes de asearse, fue a comprobar que aquellos sonidos del tic tac correspondían o avalaban el buen estado del engranaje mecánico. Vio marcada una hora muy extraña, corrigiéndola de inmediato. Tras el aseo y el desayuno, fue otra vez a contemplar su querido reloj y quedó profundamente preocupada, cuando comprobó que las manecillas del reloj no sólo habían atrasado, sino que ¡avanzaban hacia atrás! En vez de sumar minutos y horas las iba restando, en la señalización de sus dos manecillas. Curiosa y extrañamente las notas musicales de los compases también sonaban para mayor absurdo “caminando” hacia atrás. Era ¿Magia? ¿Premonición? ¿Desgracia? ¿Qué misterio encerraba el caminar de ese anómalo mecanismo?

Un tanto trastornada, bajó al centro de Madrid, con la intención de consultar al vendedor Hermógenes y exigirle una convincente explicación. Una vez ante el anticuario, le expuso el caso con educados, pero muy apenados, modales. La respuesta que recibió le dejó sin poder articular palabra alguna.

“Mi admirada Señora. Ya le advertí que este reloj podía traer suerte a su poseedor, aunque también podría favorecer algún estado de desgracia. Al lord propietario le generó la ruptura matrimonial, tras el engaño propiciado por su mujer. En mi caso, por el contrario, favoreció que mi negocio mejorara en sus ventas. Vd. Doña Leocadia ha tenido toda la suerte del mundo con esta adquisición, pues el reloj no quiere sumar horas a su excepcional existencia, Está restando horas, para que su actual poseedora pueda avanzar, con la magia del destino, hacia esa juventud que a todos nos va pasando. Cada día será Vd. un poco más joven, pudiendo comprobar este gran misterio, en su cuerpo y en su espíritu. Ese es el gran don que el reloj de los cuatro compases quiere donarle.  No dude que la trágica hora de su fallecimiento cada vez se alejará más de la hermosura que preside su excepcional vida.”

En la actualidad Hermógenes Vivar y Leocadia Miranda conviven en la mansión propiedad de esta acaudalada señora. Cada una de las mañanas, el jubilado y persuasivo anticuario la sigue convenciendo de que su cuerpo se rejuvenece, pausada pero constantemente. El monumental reloj, con sus acústicos y clásicos compases sigue caminando, con la magia de lo desconocido, hacia atrás, marcando la juventud inexplicable de la ilusionada señora.- 

 

EL SUGESTIVO RELOJ

DE LOS CUATRO COMPASES

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

20 Noviembre 2020

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 

 
 

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