sábado, 6 de junio de 2020

MIRADAS Y ACCIONES INFANTILES, EN LA ALACENA DE DON ELADIO.

El nombre de una bella localidad jienense, Villaquinta del Olivar, que linda con el perímetro provincial de Córdoba, hace alusión al principal valor agrario que sustenta la economía de toda la comarca. Los 1.300 habitantes que integran su último censo conforman una densidad de población algo baja, teniendo en cuenta la extensión del término municipal en el que destacan amplias áreas dedicadas al cultivo del olivo. Aunque no faltan numerosas viviendas unifamiliares diseminadas por el territorio, la mayor parte de las familias de este tranquilo pueblo andaluz se hallan ubicadas en el núcleo central de la localidad, enmarcada entre la parte norte de las Sierras subbéticas y la ladera sur de Sierra Morena.  

La plaza principal del pueblo está enmarcada por varias manzanas de viviendas, que no alcanzan una altura superior a las cuatro plantas. Los principales edificios “monumentales” que conforman el perímetro cuadrangular de la plaza son los siguientes: por una parte el dedicado a la sede del  Ayuntamiento de la villa (cuyo alcalde es don Servando, propietario de una importante almazara para la producción de aceite); la antigua y petrea Iglesia del pueblo, dedicada a San Eufrasio, de estilo gótico tardío, regida por el párroco don Irineo, bondadoso y complaciente sacerdote que tiene también a su cargo el atender espiritualmente a otras pequeñas localidades del entorno geográfico, en rotación semanal, utilizando para ello una moto Vespa gris de segunda mano, cuyas numerosas averías son resueltas por las diestra sabiduría del mecánico  Matías, experto en toda clase de motores. La única botica del pueblo mira también hacia la plaza, establecimiento regido por don Cosme, facultativo titular muy apreciado por el ingenio y eficacia que alcanza en la elaboración de fórmulas magistrales, para las que utiliza en su mayoría productos recogidos en la amplia y generosa naturaleza.

Junto a estos emblemáticos edificios, se halla la popular tienda denominada La Alacena, propiedad de don Eladio, comercio que ocupa los bajos (además de un sótano almacén para las mercancías) de un modesto inmueble de cuatro plantas, donde residen ocho familias, entre ellas la del propio tendero. En la tienda de este muy conocido comerciante se vende “un poco de casi todo” pues en la bien dispuesta “Alacena” se puede encontrar desde ultramarinos, embutidos, conservas de todo tipo y, por supuesto, aceite de oliva, hasta esas herramientas de ferretería, elementos de mercería, pinturas, y una parte muy popular de lácteos, panadería y confitería. Se puede decir que don Eladio, a sus 54 años muy bien llevados, abastece de todo lo necesario a los vecinos del municipio.

El popular y apreciado tendero contrajo matrimonio hace 13 años con Mariana, mucho más joven que su marido, pues en la actualidad tiene 42 años. Dos hijos nacieron del matrimonio: una niña llamada Laliana, de 8 años de edad y su hermano menor Darío, que ya suma cinco primaveras. Ambos acuden, junto a los demás niños del pueblos al grupo escolar público Virgen de la Cabeza, que está situado al final de la calle Larga, principal entrada y salida para el tráfico en Villaquinta, colegio regido por su directora doña Bibiana, veterana maestra nacional, de rígido carácter en principio pero que al trato con la profesional educativa deja traslucir su bondadoso y comprensivo corazón. 

En un día laborable, los dos hermanos acuden temprano al colegio, permaneciendo en el recinto escolar hasta las 14:15, hora en la que finalizan las clases. Este horario continuo de formación permite que tanto  Laliana como Dario dediquen las tardes a realizar sus deberes, disfrutar del juego con otros amiguitos de la vecindad y también a estar correteando por la abigarrada tienda, ante la mirada comprensiva pero siempre vigilante de su padre. Este profesional atiende, generalmente solo, a la casi continua clientela que acude al popular establecimiento. Cuando sus obligaciones caseras se lo permiten, Mariana también baja a la tienda, desde el 4º A, del mismo inmueble en el que tienen su vivienda familiar, a fin de echar una mano a su marido durante algunos ratos.  

Cuando están en la tienda, a los dos pequeños les agrada bajar por esa escalera de caracol que al fondo del lateral izquierdo del comercio permite acceder a ese gran sótano donde su padre tiene organizados las mercancías que posteriormente subirá para vender a los posibles clientes. Ahí ser acumulan sacos de legumbres, palés con muy diversas latas de conservas, bricks de leche, botellas de aceite, botes de pinturas de todos los colores y así todo un “mundo” de mercancías diversas, en formas y colores, con las que esas mentes infantiles, despiertas e imaginativas, recrean curiosas historias que sustentan su divertimento. Laliana, por ser la hermana mayor tiene la responsabilidad de no romper nada y controlar la acción de su hermano menor Darío, ante las advertencias de sus padres de que si rompen algo o causan algún estropicio tendrán que enfrentarse al correspondiente castigo. Aún así, los dos hermanos disfrutan, entre risas y carreras bajando y subiendo por esa escalera de hierro que tiene una forma como de un caracol estirado, conformación helicoidal en su construcción a fin de reducir el espacio de su necesaria ubicación.

Una tarde de buena temperatura (algo elevada para la fecha, en pleno mes de abril) los dos hermanos estaban entretenidos con unos tebeos que habían intercambiado con unos compañeros del colegio. Sentados en el suelo y apoyando sus pequeñas espaldas en dos sacos de loneta beige, que contenían arroz y azúcar en terrores, respectivamente, vieron entrar en la tienda a un hombre que a ellos le pareció “enorme” en su altura y que vestía una traje de chaqueta de color gris oscuro. Su camisa, también de tonalidad gris perla no estaba cerrada por corbata alguna. Su cabeza se cubría con un sombrero que parecía del mismo color que su traje y por encima del labio superior tenía un poblado bigote. Muy serio que parecía, al pasar por el lado de los pequeños se les quedó mirando por breves instantes, pero no les dijo nada. Pronto se dirigió hacia el mostrador del tendero, cruzando algunas palabras y estrechándose las manos. Ese hombre tan alto llevaba en su mano derecha una gran cartera de cuero negro, que dejó encima del mostrador. A los niños les asustó un poco ese hombre tan alto y tan serio y que vestía casi de negro, en un día que irradiaba bastante calor.  


Desde aquel rincón en el que ambos estaban sentados, escuchaban a su padre y a ese señor que hablaban y hablaban, de algo que ellos no entendían. A Laliana si se le quedó grabada una frase que su papá repetía, con cierta frecuencia: “Entienda, don Críspulo, yo no puedo hacer más”. Después de unos minutos, ese señor vestido de colores oscuros, se despidió de don Leandro, tras apurar el vaso de vino dulce que aquél le había ofrecido, acordando de que volvería el lunes a visitarle. El buen tendero mostraba inequívocamente un rostro preocupado. Al pasar delante de los pequeños se les quedó otra vez mirando, regalándoles una extraña sonrisa. Aquella noche, cuando los dos hermanos reposaban en sus camas, fue Lali (como era usual que la llamaran en casa) quien comentó en voz alta:

“No me gusta este hombre alto y feo que ha estado en la tienda esta tarde. Su figura me da un poco de miedo. Bueno, bastante susto. He visto al papi como disgustado, después de que el hombre del bigote vestido de oscuro, con ese nombre tan raro, se marchara. Hay que hacer algo, Darío, para que no vuelva más a la tienda. Creo recordar que dijo “volveré el lunes, Leandro” ¿A ti qué se te ocurre? Yo ya tengo alguna idea para el plan…”

Ese fin de semana los dos hermanos estuvieron cavilando sobre el “importante” asunto que tenían entre manos. Lali incluso se lo comentó a su mejor amiga del colegio y compañera de juegos, Jenny. Ésta era una niña, rubita y con pecas, de origen británico, hija de un técnico agrario, que con su familia había venido a trabajar en España desde hacía un par de años. Quedaron en verse el sábado por la tarde, a fin de poner en práctica su “divertido” y arriesgado plan. Las dos amigas y Dario estuvieron toda la tarde “ocupados”, visitando diversos lugares, entre otros el huerto de don Cosme (el boticario) y también se colaron por un lateral abierto en la almazara de don Servando, aunque no por mucho tiempo pues un perro enfadado comenzó a ladrarles. Viento el temeroso panorama que se les presentaba, con el “inesperado” e inamistoso guardián del ingenio aceitero, tuvieron que salir corriendo, aunque en una bolsa de plástico Jenny había logrado guardar algún material interesante que le podría ser útil a su mejor amiga. 

El plan lo tenían perfectamente organizado para su aplicación inmediata, si ese lunes u otro día aparecía el inquietante y extraño hombre, de elevada estatura y vestido casi “de negro”.  Efectivamente, ese primer día de la semana, sería la media tarde, Críspulo de la Dehesa volvió a presentarse en La Alacena, para hablar con el tendero y propietario Eladio. Tuvo que esperar unos minutos pues su interlocutor estaba atendiendo a dos clientas asiduas al colmado. Dejó su gruesa y voluminosa cartera de cuero negro sobre el hueco de un estante que se utilizaba para depositar algunos pequeños paquetes dejados por el transportista. Una de las clientas, la señora Desideria, encomiaba al paciente tendero para que pesara bien el medio kilo de alcachofas y el cuarto de tomates que le había comprado (era una leyenda urbana o chascarrillo de siempre que el peso de don Leandro estaba trucado, con respecto a las mediciones que efectuaba). Mientras tanto, haciendo como si jugaran, Lali y Dario correteaban de aquí para allá, buscando el momento oportuno para consumar su “decidido y valiente plan”.

Una vez que las clientas abandonaron el establecimiento, Crispulo se acercó al mostrador de madera, tras el que esperaba Eladio, que ya había preparado a su interlocutor ese valorado vasito de vino dulce con el que siempre le obsequiaba. Estuvieron hablando por espacio de más de treinta minutos y, en esta ocasión, el semblante del buen tendero parecía más alegre y sosegado que en la anterior ocasión. Dio las gracias, de manera efusiva, al “amigo” Críspulo, a quien quiso obsequiar con una espléndida morcilla “de la tierra”, liándola en un saludable papel de estraza e introduciendo el apetecible y graso presente en una bolsa plástica reutilizada. A pesar de la negativa expresada en un principio por el hombre de la cartera, al final el enchaquetado personaje aceptó el “oloroso” manjar. “No es nada, hombre, seguro que a Sinforosa le agrada, para poder hacerte una buena cazuela de  lentejas.”

Aquella noche de lunes la escenografía fue especialmente diferente en dos domicilios vecinales, ambos integrados en el apacible y oleícola pueblo de Villaquinta del Olivar.
Cuando Críspulo de la Dehesa, interventor de la filial bancaria, llegó a su domicilio, entregó la espectacular morcilla a su mujer Sinforosa, que hizo grandes elogios del regalo, prometiendo que esa noche iba a pasar por la sartén algunas rodajitas, para comerlas con trozos de cogollos de lechuga y rodajas de tomate. Prometía, para mañana, cocinar unas sabrosas lentejas guisadas, con chorizo y morcilla, que agradarían a su marido.

Minutos después, Críspulo se dirigió a su despacho, para abrir su profesional cartera de cuero, que había dejado encima de la mesa de trabajo. Comprobó con estupor y desesperación como el interior de la misma estaba “repleto” con decenas de grandes hormigas, que recorrían, todo asustadas, los numerosos archivos y documentos que integraban el contenido del gran carterón. Pero lo más desagradable del caso es que, además de las hormigas, también se encontró con dos paquetitos envueltos en papel de estraza gris, de los que salía un fétido y penetrante aroma. Abriéndolos de inmediato, comprobó con la más tensa sorpresa la existencia de grandes “cagarrutas” de gatos y perros, que despedían un “embriagador” olor a fétida descomposición.

En otro domicilio del pueblo, los cuatro miembros de la unidad familiar estaban reunidos esa noche en torno a la mesa, para tomar la cena. Eladio se dirigía a Mariana, su mujer, con estas cariñosas y satisfechas palabras:

“Esta tarde ha vuelto a venir Críspulo a la tienda y el buen hombre me ha dejado más contento y tranquilo tras la buena gestión que ha realizado. Me ha asegurado que, a pesar de la opinión de sus jefes en el banco, ha logrado convencerlos de que la letra de la hipoteca que me correspondía pagar el mes que viene, me la van a aplazar otros seis meses, con un interés muy favorable. Ya me temía yo que comprar el local de la tienda, para dejarles un buen patrimonio a nuestros hijos, nos iba a dar buenos quebraderos de cabeza, pues ha sido un pago muy fuerte el que hemos tenido que hacer. Pero siempre hay buenas personas, que comprenden las circunstancias de sus convecinos y tratan de aliviarles, dentro de lo posible, en sus problemas. Esta noche voy a dormir mucho más tranquilo que los días anteriores, en que me despertaba una y otra vez por la preocupación”.

Mientras que Darío apenas se dio cuenta de lo que estaba comentando su padre, Lali si comprendió bien la situación. Fue esta niña de ocho años la que aquella noche apenas pudo dormir, recordando la “acción” que Jenny, Darío y ella misma habían realizado, unas horas antes: una valiente y “arriesgada operación” contra el hombre vestido de oscuro, alto y feo, que asustaba a los niños con su gran bigote.-


MIRADAS Y ACCIONES INFANTILES, EN LA ALACENA DE DON ELADIO



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
05 Junio 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           


No hay comentarios:

Publicar un comentario