viernes, 12 de junio de 2020

LA TERRAZA INDISCRETA, PARA OJOS CURIOSOS.


Hay personas que poseen la cualidad de aplicar empatía hacia los argumentos y los personajes de las películas que tienen la oportunidad de visionar. Incluso algunas de estas personas desarrollan con tal fuerza esta habilidad que participan con lágrimas, risas, dudas, angustias y esperanzas, no solo durante la proyección, sino que después imitan muchos de esos comportamientos cinematográficos en la particularidad de sus vidas. Muy posiblemente, Honoria. haya tenido la oportunidad de disfrutar con una gran película del cine clásico, repetidamente programada por las cadenas de televisión, titulada La ventana Indiscreta (Rear window -la ventana trasera-) 1954, una obra maestra del genio inglés Alfred Hitchcock (Londres 1899, Los Ángeles 1980) muy valorada y premiada por la crítica especializada. La trama, basada en el género de intriga, narra la actitud de un reportero gráfico, que ha de permanecer “confinado” en su domicilio por tener una pierna severamente escayolada. El aburrido fotógrafo entretiene su obligado y temporal ocio observando, desde la ventana de su apartamento, el patio y las ventanas de los bloques de viviendas que le rodean y, de manera especial, los comportamientos de muchos de los vecinos en la particularidad de sus vidas. ¿Fue algo parecido lo que esta mujer quiso aplicar entre sus quehaceres diarios?

Honoria Villalba suma exactamente siete décadas en su vida. Jubilada desde hace cinco años, trabajó durante largo tiempo en los antiguos “sindicatos verticales”, ejerciendo tareas administrativas. A la llegada del cambio democrático, iniciado a finales de 1975 con el fallecimiento del anterior jefe del Estado, fue adscrita al Ministerio de Cultura (en su currículum académico figuraba la titulación de maestra, actividad que desempeñó durante su primera juventud). En su nuevo departamento cultural tenía que realizar una clasificación previa de los libros presentados por las editoriales, a fin de cumplir con el depósito legal y obtener el necesario copyright para sus propietarios. Su misión consistía en la lectura de las síntesis temáticas que los escritores realizaban de sus novelas, ensayos y otras obras de investigación. Esta literaria actividad desarrolló (y desarboló) notablemente su imaginación, ya que tenía el hábito de aplicar empatía con muchas de las historias que pasaban bajo su revisión.

Cuando ya sumaba treinta y ocho años, en 1974, inició un breve matrimonio con Reinaldo Novales, un importante sindicalista del régimen, que profesaba una mentalidad profundamente conservadora. Persona de fuerte carácter no le gustaban las obligaciones  “paternales”, por lo que no tuvieron hijos. Cuatro años más tarde, en una mañana de marzo, su marido le dijo  “tengo que hacer un viaje” sin añadir más detalles. Nunca más volvió de ese destino desconocido, para una mujer que apenas conocía mucho de la vida de quien era su esposo. Diez años más tarde, en 1988, le informaron oficialmente su estado de viudez oficial, pues el aguerrido sindicalista había fallecido en un enfrentamiento obrero, en tierras argentinas. En su interioridad anímica, esta funcionaria apenas sintió esa pérdida conyugal. Tenía ya cincuenta y dos años, y los hábitos de su vida estaban plenamente consolidados, sin la compañía de un extraño esposo que “casi nunca existió”.

Cuando con la edad alcanzó la jubilación, su tiempo libre se amplió con gozosa rotundidad. Además de las tareas de la casa, gustaba pasar muchas horas por la tarde sentada en la soleada terraza de su piso, resolviendo crucigramas y sopas de letras, ejercicio que le permitía jugar con las palabras, las definiciones y los sinónimos gramaticales. Por las mañanas realizaba las diarias visitas al súper y algunas tardes dedicaba algún rato para la oración en la iglesia. Tenía, desde hacía bastante tiempo, dos fuerte adicciones: la primera era el seguimiento de las telenovelas por la televisión, costumbre a la que añadía el disfrute para el paladar que le proporcionaba el consumo de bombones de chocolate negro y tazas de café con leche, añadiendo pan migado, como hacía su madre y abuela. Estas dos  aficiones había tenido que controlarlas por los problemas derivados para el peso y la tensión nerviosa. En resumen, practicaba una vida apacible y tranquila, compartiendo los paseos y esas tardes de reunión semanal en la cafetería con algunas amigas muy seleccionadas, todas ellas compañeras de Cultura y también en estado de jubilación. Las visitas al cine eran también frecuentes, con estas fraternales amigas.

Por la práctica de todos estos hábitos culturales, Honoria, al inicio de su septuagésima etapa vital, mantiene una lucidez y una mente bien desarrollada. Aunque nunca probó el arte de la escritura, siempre estuvo imaginando historias y narrativas, en una base intelectual bien despierta y adiestrada. Las tardes en que no sale a la calle, gusta pasarlas sentada en su terraza del piso situado en la planta octava, rodeada de macetas bien cuidadas a modo de ecológica empalizada vegetal. A pesar de las macetas, la propietaria de la vivienda tenía una amplia visión a los bloques adyacentes y frontales, que no estaban excesivamente separados del que ella ocupaba. En este sentido, le gustaba observar el aspecto de las terrazas y ventanas de todas esas edificaciones y, de manera especial, las actitudes y comportamientos de sus inquilinos. Entre esos vecinos de calle, había algunos a los que conocía y trataba con la cordialidad que en ella era manifiesta. A otros sólo los identificaba por serle familiar el piso que ocupaban y con los que prácticamente nunca había intercambiado conversación, solo el educado buenos días o buenas tardes.  Y había un resto de vecindad que, por la lejanía del piso o por no haber tenido oportunidad, no los reconocería cuando se cruzase con ellos por las calles.

Cuando descansa sentada en su terraza, parece que está siempre centrada en su librito de crucigramas y sopas de letras. Pero Honoria tiene ese don especial de estar también atenta a todo lo que ocurre en la calle y en los pisos sobre los que tiene mejor visión. La densidad de macetas que la rodea no supone un impedimento para su habilidad observadora. Es de esas personas que poseen la capacidad de estar atentas a lo que escriben en el ordenador o a lo que leen en el libro que tienen entre sus manos, pero al tiempo se están enterando de la trama argumental desarrollada en la película que se emite por la cadena sintonizada de televisión.

Aunque no conoce los nombres de la mayoría de los convecinos, suele identificarlos por algunas de las características especificas que ha ido detectando en los comportamientos de su privacidad. Al observar lo que hacen, en la sucesión de los días, permite considerarlos con un afecto de familiaridad muy entrañable. Con la pesadez de sus años, admira y envidia la agilidad de la joven del aerobic, con su atractivo y escultural cuerpo, que practica descalza los ejercicios en el salón de su piso sobre una moqueta o alfombra de color celeste. Esa habitación curiosamente tiene cada pared pintada de un color diferente. Parece que vive sola y debe desempeñar un intenso trabajo, pues sólo se la ve con esos ejercicios no antes de las nueve de la noche.  Usando sus binoculares, ha detectado también que con frecuencia la chica hace sus ejercicios cada noche liberada del sujetador y de toda ropa superior. Igualmente comprueba con admiración la ayuda que recibe esa señora mayor del sexto, prestada por su hijo con el que convive. Él le tiende la ropa lavada y lo observa, a través de la ventana que da a la cocina, preparando las comidas. En ocasiones vienen a esta casa dos hijos pequeños, niño y niña, para pasar unos días con su padre y abuela. Deduce que ese joven debe estar separado de la que fue su mujer, por lo que han de repartirse las estancias de los hijos en común. Al principio resultaba extraño por lo novedoso entre la vecindad, pero con el tiempo ya pocos vecinos le hacen caso a su gesto castrense. Se trata de un legionario jubilado que cada tarde, a las cinco, pone con cierta intensidad el himno del Novio de la Muerte. Durante el sonido de su música y estrofas, el propietario de la vivienda permanece en posición de firme dentro del salón o fuera en la terraza, vistiendo el uniforme legionario, no faltándole el correspondiente gorro del tercio.

No deja de fijarse en un piso, el quinto del segundo bloque, por el que han pasado ya muchos inquilinos. En la actualidad, parece que la propiedad haya sido comprada por el joven matrimonio de nacionalidad china que lo habita. Tienen dos hijos pequeños, que de continuo juegan en la terraza del inmueble. La mamá de los niños, de no muy elevada estatura, tiene una intensa dedicación al lavado de la ropa, prendas que de manera continua está colocando y quitando de los cordeles en el tendero. No sólo asea la ropa de los  pequeños, sino también la ropa de cama y cortinas. Nunca ha visto al marido oriental ayudar a su mujer en estos caseros menesteres. Sabe que se llama Ofelia, pues una vez coincidieron en la carnicería y así la llamaba el carnicero. Es la típica limpiadora compulsiva. Un día sí y el otro también está con su bayeta o barredora limpiado los cristales de sus ventanas, la barandilla horizontal y los barrotes verticales. También limpia el marco de las puertas y el poyete basal de cada vano de muro. Curiosamente su marido baja con cierta frecuencia a la calle, llevando en la mano un cubo con agua y varias bayetas. El pequeño utilitario que utilizan, un antiguo Seat 127, se halla siempre reluciente. Honoria los denomina, el matrimonio de las bayetas mágicas.

Le resulta “enternecedora” la humana imagen de doña Evelia, con la que intercambia algunas palabras cuando se encuentran por las aceras. El amor de esta mujer mayor por los animales es manifiesto. Las paredes de su terracita la tiene cubierta de jaulas de pájaros,  que trinan sin cesar durante las mañanas y las tardes, alegrando la acústica viaria. Ella les habla,  cuidándoles con mimo y cariño. Tiene también dos gatos gordinflones, muy bien atendidos en su alimento y limpieza, a quienes llama Tarzán y Platón. ambos con la piel color gris y unas rayas oscuras “tigretinas”. En sus cuellos portan unos cascabeles que producen un agradable tintineo en su majestuoso caminar. En la zona este de su visión, le distrae y vitaliza sobremanera el piso de los estudiantes, alquilado durante los meses lectivos del año y ocupado por tres alegres y desenfadas chicas, que de continuo tienen puesto a todo volumen el programa de los Cuarenta Principales. Sus fiestas, risas y orgias amorosas son estruendosas, pero “pasan” de las protestas vecinales. Alguna que otra vez ha tenido que venir el coche de la policía local a establecer un poco de orden, poniendo fin a la algarabía generada a eso de las dos de la madrugada. Convive con las tres jovencitas un cuarto estudiante quien por su vestimenta de túnica blanca y pantuflas de piel de camello tiene facha de gurú oriental. Lo ha visto en no pocos amaneceres sentado en el suelo y con las piernas cruzadas, entonando jaculatorias indescifrables para su entendimiento, llegándole al tiempo un  aroma a rancio pachuli y otros inciensos aromáticos verdaderamente embriagadores. Desde luego, gente joven y desenfadada, con un concepto muy libre de la vida.

Sin embargo existe un vivienda, un octavo izquierda que forma esquina en un bloque frontal al suyo, orientada al norte y al este, propiedad que iba a centrar sus preocupaciones e intrigas. Todo se originó cuando una noche, al volver del cumpleaños de su buena amiga y compañera de Ministerio Carmela, se sintió con el estómago bastante pesado. Algo de lo que había tomado no le había sentado bien. Probó ya en casa con una infusión de manzanilla e incluso con Almax, decidiendo finalmente irse a la cama con la esperanza de que a la mañana siguiente recuperaría la estabilidad orgánica con el descanso. Lo cierto es que durante la madrugada se tuvo que levantar un par de veces de la cama para ir al lavabo. En una de esas ocasiones (julio había llegado con sus típicos vientos y calores de terral) se sentó un ratito en la terraza, pues no le apetecía irse a sudar a la cama. El reloj marcaba veinte minutos sobre las tres de la noche, cuando reparó en esa última vivienda del bloque frontal al suyo. Tenías las luces de una habitación y la cocina encendidas. El caso es que dicha vivienda aparentaba llevar largo tiempo deshabitada. Incluso las persianas que cerraban la terraza permanecían completamente bajadas a lo largo del día. Para su mayor asombro, cuando Honoria de nuevo tuvo que levantarse para repetir otra digestiva infusión, las luces citadas continuaban encendidas. Ahora el reloj marcaba las cinco horas del nuevo día.

Así que aun somnolienta se preguntaba ¿quién podrá estar en esa casa y con las luces encendidas, durante toda la noche? Al fin decidió volver a su dormitorio y esta vez sí pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente y muy temprano lo primero que hizo fue mirar de nuevo ese piso octavo. Las persianas de la terraza continuaban bajadas y la percepción de las ventanas y cocina no indicaba que allí hubiera nadie. Las luces estaban ahora apagadas. Siguió con los quehaceres y crucigramas en su vida cotidiana, pero a la noche quiso acostarse tarde para vigilar de nuevo ese misterioso piso que tanto le motivaba. Aguantó bastantes minutos sentada en una pequeña hamaca que tenía en su terraza y efectivamente, a eso de las doce y pico, de nuevo percibió luces en esa vivienda. Esas luces permanecían encendidas cuando ella, ya cansada de esperar y vigilar, decidió irse a descansar. La escena de las luces encendidas en la vivienda se repetían siempre en la madrugada de los lunes y martes de cada semana.

Un tanto obsesionada con el asunto, quiso avanzar en la infantil investigación. Repasó las posibles personas que podían informarle acerca de la situación de esa vivienda. En dicho bloque su mejor amistad era la de Ivana, quien con muchos años a sus espaldas, aún aplicaba su destreza como modista para determinados encargos de la vecindad. A ella también le había cortado, arreglado y cosido numerosas telas para prendas de abrigo que guardaba en su armario. Fue a su casa y habló con su marido Damián, antiguo maquinista en las salas de cine.

“No, no te preocupes Honoria, que yo te cuento lo que sé de ese piso octavo de nuestro bloque. Allí vivió durante muchos años una señora mayor, que se llamaba Edelmira. La verdad es que no tenía mucho trato con la vecindad. La señora era viuda de un factor de la Renfe. Los hijos (tenía dos) creo residen en Madrid. Cuando falleció, sus herederos pusieron el piso en venta. Parece que pedían mucho dinero por él, así que desapareció el cartel del “Se Vende” porque parece pensaron en sacarle alguna pasta con el alquiler. No sé por qué casi siempre está vacío, aun con los muebles de la finada. Ahora parece que algunos días de la semana viene un señor, de apariencia muy honorable, que se queda en la vivienda durante las noche, porque a la mañana siguiente desaparece y ya no vuelve hasta la próxima semana.”

En ese momento intervino Ivana, que poseía información complementaria a la que facilitaba su marido ante una muy atenta Honoria.

“Yo sé algo más del asunto, pues en la carnicería de don Anselmo se han comentado cosas, que igual pueden estar exageradas, pero “cuando el río suena, agua lleva”. Hay gente que conoce al señor del sombrero y la cartera de piel. Trabaja en Hacienda, en uno de los negociados. Debe tener un cargo importante, porque ocupa un despacho propio. Se llama don Telesforo. Antes que él venga algunos días de la semana al piso 8º B, lo hace una mujer joven, que también la han visto trabajar en ese ministerio de los impuestos. A la mañana siguiente, abandonan el piso y se marchan los dos juntos calle arriba. Aquí casi todo se sabe, la gente se da cuenta de los más pequeños detalles. Ah y añadiría algo más. La chica del pelo rubio teñido no es la única. Ha habido otras, en ese “garito nocturno” para el solaz esparcimiento del tal Telesforo.”

Y así pasan los días y las horas en ese pequeño mundo de barrio. Allí es donde Honoria tiene su indiscreta y documentada terraza. Probablemente esta vecina haya visto la película de Alfred Hitchcock. Además de los crucigramas y las sopas de letras, con esa hábil observancia aliada de imaginación, distrae los tiempos muy atenta al comportamiento de aquellos con los que comparte la relación vecinal. Pero lo que Honoria Villalva nunca ha llegado a conocer es que en una prestigiosa revista fotográfica de difusión internacional, publicada en soporte papel (aunque también posee una muy visitada página web) en un momento determinado salió publicada una muy curiosa instantánea en la que aparece una señora mayor (ella misma) quien, sentada en una cómoda hamaca de madera y lonas, tapa/abre sus ojos con unos binoculares que observan la terraza en la que una chica casi desnuda baila, escena reflejada en el cristal aumentado de las lentes aproximativas utilizadas. Dicha foto, en blanco y negro (escala de grises) titulada An observation behind some flower pots, (Una observación detrás de algunas macetas) fue premiada en un concurso internacional de la especialidad.-

LA TERRAZA INDISCRETA, PARA OJOS CURIOSOS



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
12 Junio 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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