viernes, 6 de julio de 2018

HUELLAS CONSTRUCTIVAS EN LAS VIDAS DE AYER.


Son como testigos silenciosos de muchas historias que algunos aún mantienen en sus trabajadas memorias. Su generosidad es manifiesta, pues han podido dar cobijo a éstas o a aquéllas familia, a lo largo de varias generaciones. La evolución sin tregua del calendario ha ido haciendo desaparecer a muchas de las personas que habitaron esos entrañables espacios. También ellos mismos se han visto “derribados” a causa de la obsolescencia natural de sus materiales, que ha hecho aconsejable su sustitución por otras estructuras más modernas, cómodas y versátiles, dado el constante avance de la tecnología y la ineludible novedad de los modernos diseños constructivos.

Pero ¿de quién estamos hablando? ¿Qué son esos terrenos, a los que una y otra vez nos estamos refiriendo? En todos los núcleos habitados, siempre hemos conocido solares, más o menos espaciosos, que surgían del derribo de antiguas viviendas, tanto de construcción individual como también bloques de pisos, ubicadas en los barrios de nuestras ciudades. Ese suelo que aparece ahora “disponible” es apeteciblemente disputado por empresas de la construcción, con el fin de edificar nuevas manzanas de viviendas que alberguen a otras familias o esa arquitectura administrativa de oficinas, despachos y consultas de profesionales. Tanto para el caso de la habitabilidad familiar, como para la adecuación a la gestión administrativa, los bajos de esos nuevos edificios suelen estar dedicados a la creación de comercios y tiendas de la más variada gama y naturaleza.

Ciertamente esos enormes huecos poliédricos, situados entre otras edificaciones aún en pie, pronto o más tarde desaparecen, pues en su lugar crecen nuevas estructuras arquitectónicas, de diseño más moderno o incluso manteniendo el clasicismo original (a veces sólo conservan la bien remozada fachada original, que se “respeta para la historia con esos espectaculares tirantes metálicos que protegen su valor histórico monumental).

Sin embargo los vaivenes de los ciclos económicos trajo al mundo esa letal década que tanto daño ha hecho a casi todos, especialmente a la generación más joven que ha visto sustraída muchas oportunidades y esperanzas para la acomodación de sus vidas. Desde el 2008 hasta prácticamente la actualidad, en que parece que vemos a esa cruel recesión en el camino de su despedida, aunque todavía permanecen vaivenes y dudas para la recuperación de la prosperidad de otras épocas.  Se va creando riqueza, se dinamizan los intercambios, el poder adquisitivo va iniciando su despegue en positivo, aunque aún soportamos un paro laboral estructural, con visos de patología sociológica, que afecta a los más jóvenes y también a esa edad madura que no ve luces esperanzadas para su merecida y confortable jubilación.

Muchos de estos huecos y solares, con apariencia de eriales abandonados, van siendo “felizmente invadidos” por grúas y andamios, hormigoneras, palés de ladrillos y numerosos sacos de cemento y arena, pero sobre todo por esa anhelada estampa que forman las cuadrillas de albañiles- Estos profesionales, con sus cascos y aparejos de seguridad, diestramente van limpiando un abandonado suelo “tomado” por matojos y alimañas, excavan en el mismo  y van lanzando hacia las nubes todos esos pilares y tabiques que generan las estructuras de los nuevos edificios para la habitabilidad. Algunos de estos espacios “incultos” llevaban más de una desasosegante década de espera, inundados por una muy descuidada naturaleza vegetal, mientras que los muros que los acotaban se han visto cromatizados por dibujos y grafittis sin que falte, por supuesto una recurrente cartelería comercial, sin el menor equilibrio cívico, calidad o estética visual. Incluso en ocasiones hemos visto temporalmente “ocupados” estos solares por personas o grupos desarraigados, que han aprovechado ese suelo para la erección de chabolas o incluso las más ágiles tiendas de lona. Otros espacios, con menos “suerte” se han convertido en basureros urbanos de escombros, e incluso han servido para soportar el lanzamiento degradadamente incívico de bolsas con residuos, o como útiles urinarios o puntos de defecación de animales y personas, dada la dejadez de las autoridades y responsables municipales por no dotar de estos útiles servicios a la ciudadanía que tributa. 

En este nuevo tiempo para la esperanza, que parece contemplarnos, las empresas de la construcción han entrado “a saco” en esos abandonados espacios, con tal ímpetu y eficacia que los expertos en la materia económica han llegado a temer incluso la eclosión de nuevas “burbujas” financieras ligadas al ladrillo y al cemento arquitectónico.

Resulta interesante y muy saludable pasear por la ciudad. De esta manera podemos fijarnos en numerosos solares que aún esperan la llegada de las máquinas. En las paredes de los edificios adjuntos aún pueden percibirse las huellas de los datos que identificaban al bloque de viviendas del que hoy apenas queda nada. Sin especial agudeza comprobamos el número de plantas sobre el suelo, la altura de las viviendas, el grosor de los muros, el tipo de materiales que fue usado para su construcción, el color de las paredes en muchas habitaciones, los restos de ese papel pintado que algunos utilizaban sobre la tabicación e incluso algunos dibujos a modo de adorno sobre esas mismas paredes.

Expresadas estas consideraciones, vamos a detenernos ahora en uno de esos vetustos y degradados espacios, que está situado en el núcleo más antiguo y sin embargo céntrico de la malla urbana que conforma geométricamente nuestra ciudad. Por las características de los edificios colindantes y el conjunto de toda la zona, este humilde bloque de planta baja, sobre la que descansaban otras dos en altura, debió de ser construido en los años inmediatos de la posguerra, probablemente en los años cuarenta o a comienzos de la década de los cincuenta, en el siglo pasado. Tenía, ayudándonos también de nuestra memoria, dos viviendas por planta, siendo habitado en consecuencia por cuatro familias, más una tienda de ultramarinos a nivel de calle, además de la puerta que daba entrada a la vivienda y un gran almacén a su derecha, con su correspondiente persiana metálica. El bloque carecía (dado el lugar y la época) de garajes o aparcamientos y tampoco tenía esas cavidades tan útiles para guardar material como eran y son los sótanos subterráneos. Esta construcción carecía de cubierta aterrazada pues, al igual que sus edificios colindantes, finalizaba con un tejado a dos aguas, que blindaba, con su forma triangular y unas tejas muy gastadas, toda la cubierta del edificio. Eran tejas de cerámica muy gastadas por el paso del tiempo, lo que provocaba, dada las deficiencias y deterioro de su construcción, “divertidas goteras” para los más pequeños de las dos casas del segundo piso. Para las personas mayores esas goteras sembraban la preocupación y los suspiros exagerados, dificultad que se intentaba resolver colocando latas vacías, cubos y palanganas en el suelo, a fin de recoger los goterones que con más o menos fluidez caían desde el humedecido techo. Era frecuente que todos los miembros de la familia colaboraran con su esfuerzo para realizar el correspondiente movimiento de muebles, que evitase el deterioro de la madera con el que toscamente estaban construidos.

Las cuatro viviendas eran abalconadas, con numerosas y “agotadas” macetas de barro, debido a una tierra que no se abonaba y se regaba en demasía. Tantas macetas, debido a la cortedad espacial, dejaba escaso suelo útil para los inquilinos del piso. Curiosamente los dos balcones de la primera planta tenían un cierro de madera y cristal que potenciaba la privacidad del interior familiar, pero que permitía sin embargo observar con comodidad las vivencias de las viviendas vecinas y el paso de los viandantes por la calle. Ese cierro actuaba a forma o modo de celosía.

La escasez de niveles o plantas y lo humilde de la construcción no había favorecido la instalación de un ascensor para el uso de los inquilinos, todos ellos en régimen de alquiler (parece ser que el propietario actual era el nieto de un marqués, el cual había recibido el inmueble como herencia y quien cada mes se encargaba de pasar por las viviendas para el cobro de los correspondientes  recibos). Por esta razón, sus residentes estaban habituados a subir los escalones de madera, muy gastada por el uso y que provocaba en ocasiones los peligrosos resbalones y las lesivas caídas al bajar, cuando los usuarios lo hacían con prisas y no asían bien sus manos a la también muchas veces repintada barandilla, construida en hierro y madera.

¿Quién se encargaba de abrir la puerta de la calle, cuando alguien como el cartero, el cobrador del Ocaso o algún que otro visitante tocaba en el llamador de hierro que se hallaba situado en el frontal del viejo portón? Para estos casos, los cuatro vecinos habían previsto una larga cuerda que iba desde una argolla ubicada junto a la barandilla de la segunda planta hasta el pestillo de la cerradura en la puerta. Este pestillo se estropeaba con frecuencia, debido a los fuertes tirones que se ejercían desde arriba. El cartero casi siempre, una vez dentro del portal y ante la puerta, después de tocar en el pomo gritaba a viva voz el nombre del vecino para el que traía alguna correspondencia.

En esas viviendas modestas, de los años cincuenta y sesenta, la mayoría de las casas carecían de cuartos de baño. Las familias disponían de un simple cuarto de aseo. Los inquilinos de las casas tenían que lavarse “a trozos” o utilizando alguna cubeta o barreño donde se introducían y una vez enjabonados se echaban por encima algo de agua previamente calentada, tibia o incluso fría en verano. Precisamente las cocinas de este inmueble utilizaban unas cavidades, hornillas o fuegos, construidas de ladrillo, en cuya parte cenital se aplicaban unas rejillas, muy adecuadas para calentar, freír o guisar las comidas. En cuanto al combustible o energía utilizada, era el carbón la materia energética más común y económica. Ya a finales de los cincuenta, muchas familias compraban unos hornillos o “infiernillos” de petróleo, como solución más avanzada, aunque hubo que esperar el avance de los sesenta para que las bombonas y cocinas de gas fueran de uso mayoritario.

Este pequeño bloque, como otros tantos de la época, tenía un ojo de patio interior, que iluminaba y oxigenaba las habitaciones y que no daban a la calle. En ese pequeño patio descansaba una gran pila de cerámica esmaltada, que era usada por las cuatro familias para lavar la ropa. Las lavadoras eléctricas no habían llegado aún al común de los hogares. Así que las cuatro vecinas buscaban la oportunidad de bajar al patio para “hacer la colada”. Tomaban el agua de un enorme pilón o barril metálico al que periódicamente echaban las cenizas de los braseros. Esa agua con ceniza ejercía como lejía de sosa que facilitaba el lavado y no se “comía” o dañaba el color de la ropa. El “detergente” usado era grandes tacos de jabón verde que con esa agua hacía bastante espuma. La ropa lavada era tendida por cada una de las vecinas en unos cables o cuerdas que cruzaban el hueco que daba al lavadero. Tanto el tendido como el lavado era una atractiva y alegre oportunidad para intercambiar chascarrillos, los avatares de la novela radiada “Ama Rosa” el serial más popular y lacrimógeno de la época. También era motivo frecuente de diálogo el coste de los productos de la compra, las travesuras y castigos de los niños y esa frase tan socorrida del “te voy a contar algo que no te lo vas a creer, pero me tienes que prometer que no se lo vas a contar a nadie: dicen que han visto a la Elo….” Obviamente, dicho comentario o “chisme” malintencionado llegaba pronto a toda la vecindad e incluso “traspasaba” en su conocimiento el marco urbano donde primero se había compartido, llegando con presteza a otras calles próximas del barrio.


 



El local o tienda de ultramarinos lo regenta el muy conocido por todo el barrio Benito Paz, el cual vive con su familia en el 1º B del bloque. La suya es una tienda preferentemente de artículos alimenticios de venta al por menor o detallista. El buen corazón del tendero le hace mantener una densa libreta de “fiados” que muy lentamente van disminuyendo el nivel de sus deudas, pues todos los días hay que comer y este sector de la ciudad, aunque muy próximo al centro, está habitado de manera generalizada por gente bastante humilde. Benito tuvo que luchar con “los rojos” en la Guerra Civil, aunque nunca se significó por sus ideas y al finalizar la contienda, tras unos meses de cárcel, quedó libre y pudo casarse y formar una familia con esfuerzo, paciencia, trabajo y un corazón pleno de bondad. Su mujer Amelia está dedicada por entero a las labores del hogar. Tienen tres hijos, dos niñas y un varón llamado igual que su padre, al que sus padres han dado estudios de peritaje, pues desde su infancia deseó trabajar en la Renfe. Las dos hijas aprenden, tras la escuela, en el taller de costura de la señora Carmela.

En el 1º A, piso también con esa privada atalaya de cierro en el balcón, vive un hombre llamado Julián Valdenueva, que se dedica al negocio ilegal de apuestas de “La Rápida”, ingresos que complementa con la reventa de entradas, para los espectáculos taurinos, futbolísticos y cinematográficos. Vive junto a una chica mucho más joven que él, aunque nadie conoce si han pasado por la vicaría o el Registro Civil. La Loli lava la ropa en algunas “casas bien” y atiende con gran respeto la autoridad de su pareja, que emplea mano dura para que esta joven no se salga de una servil obediencia. Julián ejerce como protector, jefe y dueño de esta chica que, con el paso de los años, va acumulando gramos en su cuerpo. Las vecinas criticonas del lugar comentan en voz baja que “el Julián” sacó a “la Loli” del negocio carnal,  en los duros años de carencias y degradados hábitos para la supervivencia, originados en la posguerra de España.

Subiendo por la escalera de la barandilla repintada y el largo cordel como abridor, llegamos a la segunda y última planta del aquel variopinto edificio de una calle con grados importantes de desnivel hacia el también abandonado Altozano. El 2º A está ocupado por la familia Nogueroles. Fermín trabaja como carpintero en los talleres ferroviarios de la Renfe. Hombre dado al trabajo y a la autoridad paternal, no perdona en la tarde del viernes y sábados sus buenas copas de desahogo en el Quitapenas de la Plaza del estanco. Aunque bebe como una cuba y llega tambaleándose a casa, sabe evitar el escándalo, yéndose con presteza a la cama para dormir su silenciosa cogorza etílica. Su mujer, Claudia, acepta con resignación la autoridad que ejerce quien trae al final de cada mes el dinero a casa, aunque ella se desahoga con largueza en la educación de sus dos hijos, niño y niña, con la disciplina de mano dura de aquellas madres de los cincuenta, para corregir las travesuras de estos críos de siete y nueve años de edad. Como casi todos los niños del barrio, éstos juegan en la calle. con sus amiguitos de las casas vecinas. En aquellos años no había televisores, ordenadores, tablets o bicicletas. Todo lo más a que los niños del barrio podían acceder era a rudas patinetas de madera y ruedas de goma, como la que Fermín fabricó a su hijo en los talleres de la Renfe, aprovechando esos momentos residuales que la empresa estatal posibilitaba. Claudia tiene tantas macetas en su reducido balcón que cuando escucha algún ruido o a gente armando bronca en la calle, incluso cuando ha de llamar a Pablito y Maruchi o para hablar con su vecina, saca parte de su cuerpo por un hueco de la puerta que cierra la parte posterior del balcón, desprovisto del correspondiente cristal.

Y, ya por último, tenemos en el 2º B a la familia de Palmiro Martínez, confitero de profesión, que trabaja en un obrador propio que tiene alquilado en una calle muy populosa, a “tres manzanas” de su domicilio. Allí, junto a su cuñado Pelayo, elaboran una variada gama de pasteles y tartas, además de la panadería del día, productos que venden en la parte delantera de ese bajo, donde la numerosa clientela del barrio acude a comprar el pan caliente del día y esos golosos dulces para alegrar los postres, las meriendas, los cumpleaños y los santos. La confitería/panadería tiene por nombre La Tahona, estando al frente del mostrador como expendedora la mujer del confitero, llamada Saturma (conocida popularmente por Sati) a quien ayuda una sobrina que ha venido del pueblo, de nombre Perpetua, hija única de unos labriegos muy humildes. La chica ha encontrado la hospitalidad y el trabajo en la familia de sus tíos, quienes le han preparado un pequeño cuarto como dormitorio en la trastienda de la confitería, aposento ubicado junto al obrador de los dulces. Palmiro y Saturna tienen dos hijos, Damián y Custodia, que dedican muchas de las horas del día a distraer sus energías con los juegos de la calle junto a sus amiguitos del barrio. El “pilla pilla”, “policías y ladrones”, la “pelota empotrada”, las canicas o bolas  de cristal, el “escondite”, el salto de la comba”, la “rueda”, son las diversiones más recurrentes en su desbordante y asombrosa energía de estos niños que utilizaban la vía pública como campo de juegos, en aquellos inolvidables años de los cincuenta y sesenta. Damiio de velos y sotanas. lo religioso y mantiene la distancia con todo el beatera de la confiterde solemnidad án también practica de "monaguillo", ayudando a don Servando, párroco de la Iglesia del barrio, en la Santa Misa y demás oficios litúrgicos del calendario anual. Su padre piensa que, a través del cura, el niño tal vez pudiera entrar en el Seminario a recibir una educación de provecho, aunque él mismo no es practicante en lo religioso y procura mantener las distancias con todo el beaterio de velos, sotanas y “golpes en el pecho”.

Son muchos los solares, como el protagonista de este relato, que en sus “castigadas” estructuras aún nos recuerdan las “castizas” y populares vivencias que albergaban hace más o menos siete décadas, conservadas en los fieles archivos o anaqueles documentales de nuestra memoria. En la actualidad, con la “desigual” recuperación social de los flujos económicos, la actividad constructiva centra en ellos sus intereses y esfuerzos a fin de concederles una nueva oportunidad. A buen seguro, otras generaciones, jóvenes actores del Siglo XXI, los habitarán e intercambiarán solidariamente en ellos otras formas de vivir, disfrutar y dibujar sus propias  líneas de ruta, ante los retos que el destino, la imaginación y el voluntarismo les ha puesto como metas. Esos jóvenes del hoy recorrerán, con esa mezcla de esperanzas, prisas y desconciertos, los hitos siempre progresivos y futuribles de un calendario para el que no se han construido o habilitado estaciones de espera.- 



José L. Casado Toro (viernes, 6 Julio 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



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