viernes, 30 de marzo de 2018

EL CAMINANTE BOHEMIO.


A poco que observemos la vida relacional que sentimos latir en nuestros barrios, pueblos y ciudades, percibimos unos específicos núcleos de reunión en los que la heterogeneidad de las personas que los protagonizan intercambian solidariamente las palabras y las historias, las necesidades y los anhelos, los enfados y las sonrisas, en el diario caminar a través del cual unos y otros vamos construyendo los días. En general solemos valorar y agradecer esa grata compañque potencia lor del diçalogo los d sonrisas, en ese diario caminar a travs espec, veremos el latido relacional que se genera enía, unida al calor del diálogo, que nos aproxima al siempre muy apreciado y reconfortante valor de la amistad.

Son numerosos y variados los puntos de relación social, a los que se alude en estas previas líneas introductorias. Citemos algunos de los más conocidos y cercanos a nuestras vidas: las peluquerías, las tiendas de ultramarinos, los bares y cafeterías, las consultas médicas, los quioscos de prensa o de “chucherías”, los mercados y los mercadillos semanales, las calles y las plazas urbanas, los jardines, las gradas deportivas, los centros educativos  y de aprendizajes, las mercerías, los patios de las antiguas “corralas” … y así un largo etc. Pero nuestra historia va a estar hoy centrada en un específico espacio de relación social, costumbrista y popular, que aún no ha sido mencionado en el listado anterior. Se trata del tradicional y siempre valorado (cada vez ya con menos presencia en la sociología popular) taller de zapatería. En la actualidad aquellos artesanales portales, donde trabajaba el muy conocido zapatero “remendón” ante la vista del público, han sido sustituidos por unos pequeños locales, normalmente insertos en los grandes centros comerciales, en los que alguna franquicia, repartida por toda la geografía del Estado, trabaja en la duplicación de todo tipo de  llaves, la sustitución de pilas y baterías en los relojes y, por supuesto, en el oficio básico: el arreglo rápido de los zapatos, los bolsos y las correas o cinturones deteriorados. 

En una muy transitada y popular calle, inserta en el más antiguo y tradicional callejero urbano malacitano, había un portal donde trabajaba Matías Cañadal, un zapatero de aquéllos que se ocupaban en arreglar “todo” tipo de calzados: piel, lona, caucho, plástico y goma. Fue su padre, don Fulgencio, quien se instaló en este popular y transitado lugar, ejerciendo durante toda su vida ese buen servicio demandado para la reparación del calzado usado. Poseedor de destrezas y habilidades para el oficio, supo enseñarlas a su único descendiente, a quien cedió el usufructo del local y negocio tras su merecida jubilación. El taller era un pequeño espacio de apenas unos 14 metros cuadrados de superficie, a los que había que añadir un altillo o entreplanta, a la que se subía mediante una “cinematográfica” espectacular e intrigante escalera metálica de caracol. Allí tenía un pequeño almacén, donde guardaba las piezas de piel que habría de utilizar, botes de cola, instrumental para su trabajo y no pocos pares de zapatos reparados que, por una u otra causa, no habían sido retirados por sus propietarios. Al paso del tiempo, solía llevar algunas partidas de estos pares olvidados a centros o instituciones benéficas, para que fueran utilizados por personas humildes de escasos recursos.

Su espacio de trabajo estaba ocupado por un amplio banco, sobre el que tenía a mano todo el instrumental necesario, unos estantes, donde reposaban los pares ya arreglados y aquéllos otros  pendientes de reparar, algunos taburetes y sillas que, en el buen tiempo estaban situadas incluso fuera del local, ocupadas por amigos y vecinos tertulianos, que gustaban de echar un ratito con el bueno y a la vez cascarrabias, amigo Matías. No faltaba, tras la silla ocupada por el habilidoso artesano, una gran radio, de las antiguas de bujías, que estaba continuamente sintonizada con aquellas emisoras que preferentemente emitían músicas y canciones  de la más entrañable copla popular y los inolvidables discos dedicados. Mientras sonaban los decibelios del voluminoso “armatoste” receptor y emisor, Matías dialogaba con sus amigos de siempre, Cosme, don Damián, Doroteo y el tío Toribio, aunque eran otros muchos los que también se unían en tan limitado espacio a las repetitivas y vibrantes tertulias sobre fútbol, el cine y los toros, como temas recurrentes, a fin de entretener el paso de las horas, desde que amanecía hasta el anochecer. Una gran bombilla, de no muchos watios, pendía del techo, permitiendo al zapatero una mejor visión, pues con los años y los achaques su vista se encontraba ya un tanto cansada.

El oficio o trabajo que aquél laborioso artesano realizaba consistía básicamente en poner medias o suelas completas, tanto de piel como de caucho, el cosido (a mano o con una antigua máquina Singer) de las partes abiertas o rotas del calzado, la sustitución las hebillas, la reparación de los tacones, el teñido de la piel o la colocación en la horma de aquellos pares que se habían comprado pequeños para la real talla de sus usuarios y a los que se les podía ganar unos milímetros, tanto en el largo como en el ancho, a fin de permitir su más cómoda y racional utilización. También solucionaba los deterioros de las sandalias de goma y de cualquier otro material. Las correas, los bolsos y las carteras eran reparadas, con sus remaches, cosidos y aplicación de esa “nutritiva” grasa de potro, que daba más suavidad y “vitalidad” a la gastada piel “vapuleada” por el uso.

Este alegre y “costumbrista” portal o local siempre había estado alquilado. Don Fulgencio, su primer inquilino, pagaba una pequeña cuota mensual, pues la propiedad del espacio pertenecía a un antiguo legionario, Atilano, amigo de correrías y otros “asuntos” en la juventud del viejo zapatero, al que debía antiguos “favores”. Su hijo, Matías. siguió pagando una modesta renta cada mes, cantidad que en la actualidad apenas había llegado a los 150 euros, con las actualizaciones anuales correspondientes según el índice del coste de la vida. Todo marchaba relativamente bien para el profesional hasta que, hace aproximadamente unas semanas, el antiguo legionario (ya nonagenario) había dejado de existir.  Sus ávidos herederos, cuatro hijos de impronta “parasitaria”, conocían la nueva legislación que modificaba drásticamente los alquileres con renta antigua. La in tención de estos descendientes era, de manera manifiesta, obtener una más “sustanciosa” renta de capital por el usufructo de ese local que habían recibido en herencia de su longevo padre.

Tal y como lo pensaron, así lo decidieron. Una mañana, los cuatros herederos se personaron en el  taller de zapatería con el objetivo de hablar con Matías. Le plantearon, con toda urgencia y claridad, sus imperativas demandas. Si quería seguir utilizando el local que ahora les pertenecía, tendría que negociar un nuevo contrato con una vigencia anual renovable, pero al coste actual de los alquileres en la zona. Le mostraron unos estudios, realizados con el asesoramiento del abogado que los representaba ante la justicia, acerca del precio de los alquileres en esa zona tan céntrica y tan demandada por las nuevas franquicias, muchas de ellas con capital e intereses foráneos. El precio de una nueva contratación mensual (y siempre por respeto a la amistad que había mantenido con su difunto padre) lo establecían en 250 euros el ¡¡metro cuadrado!! Argumentaban este elevado coste porque la propiedad estaba ubicada en pleno centro urbano, rodeada de importantes y conocidas franquicias, núcleo hostelero densamente visitado por miles de malagueños y turistas cada uno de los días.

Incidían en que tenían importantes ofertas, desde hacía tiempo. Alardeaban sobre grupos de inversión que les habían ofrecido hasta 400 euros el metro cuadrado útil de pago mensual y aseguraban que si no habían actuado con más presteza era porque Atilano, el dueño de la propiedad, valoraba en mucho la amistad que había mantenido con D. Fulgencio, respetando en consecuencia la renta antigua que pagaba su hijo Matías. Pero, una vez fallecido su progenitor, la situación tendría inevitablemente que cambiar. Haciendo números, la nueva renta se “montaba” en la escandalosa cifra de 6000 euros mensuales.

Matías no era ajeno a que estos descendientes, con los que nunca antes había establecido trato alguno (sólo había negociado con el padre de sus cuatro interlocutores) reclamarían una mejora del contrato de alquiler. Sin embargo, la exagerada cantidad que éstos exigían era totalmente inasumible, desde todos los ángulos en que fuera considerada, para la realidad de su modesto taller de zapatería que, desde el fallecimiento de su padre, él había retitulado EL CAMINANTE BOHEMIO (su denominación anterior era El Gato Negro).

La originalidad de este bello nombre procedía de una vieja experiencia de juventud, por él protagonizada y siempre añorada. Apenas había cumplido los dieciocho años y considerando su mayoría de edad, decidió vivir la experiencia de un verano por tierras “galas”. Con su mochila, pantalón corto, unas recias “chirucas”, profundas ilusiones y una muy escasa liquidez económica en los bolsillos, emprendió aquella “bohemia” aventura por los barrios y recovecos parisinos, realidades plásticamente inolvidables y representativas de la gran capital francesa. El par de semanas proyectado en sus intenciones iniciales , se convirtieron en casi medio año de “heroica” estancia. Vivió experiencias insospechada, en las que hubo amores imposibles, escenas violentas, supervivencias en situaciones límites y un recorrido o vagar continuo por los barrios, localidades y personajes de la más honda actitud bohemia ante la vida. Ese caminar continuo entre los riesgos materiales y afanes contradictorios, aplicando para la supervivencia toda la imaginación posible (y la “imposible) ante la escasez material, fue sintetizado por este ilusionado “peregrino” de la aventura en ese peculiar letrero que simbolizaba toda una breve pero intensa época vital, un emocionante recuerdo y una ilusión inolvidable para su memoria. Al igual que todo caminante necesita, en su valiente recorrido aventurero, cuidar la protección de sus pies, a través de los caminos y senderos que atraviesa y descubre, su taller de zapatería iba a facilitar, a tantas y tantas personas que al mismo acudirían, soluciones y reparaciones para ese instrumento básico que nos permite caminar y caminar, en la siempre nueva construcción de los días. Su taller arreglaría los zapatos. Otros se encargarían de dibujar y poner itinerarios a la soledad, más o menos disimulada, en sus vidas.

El veterano artesano se esforzó en mantener la calma. Tenía ante sí una “jauría” de intereses ante los que no cabían palabras para la negociación y la racionalidad. Sin  dejar sobre el mostrador de trabajo la zapatilla de marca de un adolescente, a la que se le había despegado y rajado parte de su suela, miró con serenidad los ojos aviesos de sus ambiciosos interlocutores, que, mezclando la indolencia y el nerviosismo, los apartaron del marco focal que representaba el laborioso zapatero.

“No os voy a pedir que os pongáis o entendáis mi situación. Sería inútil el esfuerzo. Sabéis perfectamente que ese dinero yo no lo puedo pagar con mi trabajo. Y más en estos tiempos, en que las familias sustituyen los pares usados, prácticamente como nuevos, sin mayores problema. Ahora estamos en la dinámica del usar y tirar a la basura. Se trabaja aún en lo que te traen (suelas, tacones, teñidos…) pero eso apenas da para vivir en el día. Me decís que sólo vais a esperar quince días. No os preocupéis. En una semana tendréis, en vuestra conciencia y ambición, este querido local, en el que hemos trabajado mi difunto padre, y yo mismo, más tiempo que los años que abarcan dos generaciones. Confío me deis, al menos, esa semana. Debo entregar los encargos todavía pendientes. Vuestro padre, no me pondría fecha. Pero, desgraciadamente, Atilano ya no está entre nosotros. Tengo 62. Yo seguiría con este noble oficio hasta los 70 o más. Pero, aquí ya no podrá ser. Me llevaré el instrumental, los materiales y los taburetes. Ah, también ese entrañable cartel que, aunque no está en patente, nadie más que yo lo va a usar.”

Aquella muy larga noche explicó a Gonzala, su compañera de siempre, la visita exigente de los hijos de Atilano que había tenido esa misma mañana. Aunque era hombre de carácter para afrontar e integrar las dificultades, apenas pudo probar bocado. La “saterná” de patatas fritas y pollo con tomate, que su mujer le había preparado, serviría para el refrito del día siguiente. Se fue pronto a la cama y, aunque cansado, comenzó en el “mar de las sábanas” a darles vueltas a la cabeza, a fin de encontrar alguna salida a una esa larga tradición, mezclada de entrañable vocación, que los egoísmos ajenos en modo alguno iban a cercenar. Efectivamente, terminó el trabajo pendiente en un par de días. Y en ese fin de semana, el hijo de don Damián (que se encargaba de hacer portes a una agencia de correo urgente, en su furgoneta de 2ª mano) le ayudó para llevar a casa todo el material que tenía disponible en su querido taller. El mismo lunes acudió a la oficina del abogado que representaba a los cuatro hermanos, dejándole las llaves y los documentos firmados por los que se ponía fin al vínculo contractual de alquiler.

Ha pasado aproximadamente un año y medio, desde todos estos hechos. El local o portal del antiguo taller de reparación de calzado continúa cerrado. La basura se acumula con desidia sobre las rejas de la puerta. Las paredes adyacentes sirven hoy como tablón de reclamo, donde las empresas publicitarias colocan sin control sus carteles informativos (conciertos, ventas, espectáculos, etc) apilados con goma los unos sobre los otros, dando una penosa imagen de suciedad, dejadez y abandono. Sobre la puerta del antiguo taller aun permanece la silueta del viejo cartel que anunciaba la característica del taller de zapatería. Precisamente ese  cartel está hoy colocado en la puerta de un pequeño local, situado en una barriada obrera y populosa del la zona oeste de la capital.

EL CAMINANTE BOHEMIO es hoy vecino de otros 8 locales, todos de propiedad municipal, cedidos para jóvenes o veteranos emprendedores, que abonan una módica cantidad mensual, con contratos de alquiler anuales (aunque renovables). La gestión de Cosme, el viejo amigo de Matías fue decisiva, pues su hijo trabaja como administrativo en el departamento de urbanismo de la Corporación Municipal. Mientras tanto, en varias agencias para el alquiler de viviendas y locales comerciales, se sigue ofertando el espacio que tuvo que dejar el zapatero, hace año y medio. En estos momentos se solicita por el mismo 2.500 € mensuales. Muchos interesados preguntan por él pero no acaban de decidirse a pagar esa cuota. Los responsables de esas agencias siguen aconsejando, a los cuatro hermanos propietarios, que reduzcan aún más lo que exigen por el alquiler del pequeño, “histórico” y bien ubicado local.-   

José L. Casado Toro (viernes, 23 Marzo 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



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