viernes, 26 de mayo de 2017

UNA FLOR DIFERENTE, EN EL NORMALIZADO JARDÍN DE LA ADOLESCENCIA.

Aquel curso escolar, en el distanciado “atardecer” de los noventa, me había correspondido una de las tutorías más complicadas y atractivas, entre todas las que constituyen la E.S.O. En realidad cualquier nivel de la Educación Secundaria posee, analizando sus peculiares caracteres, la aventura del reto y la significación del encanto, en el importante y agradecido ejercicio de la acción tutorial. Probablemente también ocurre lo propio en el ejercicio de la Educación Primaria. Pero trabajar con un grupo de treinta y un alumnos, cuarto curso de la Enseñanza Obligatoria, tiene ese algo especial que ofrece el final de una decisiva etapa dentro de la compleja estructura escolar.

Siempre que me adjudicaban ese nivel comentaba y destacaba entre mis alumnos, durante los primeros días de clase, la importante realidad y singularidad que afectaba a dicho nivel. Con este curso finaliza el recorrido escolar por la educación obligatoria, con la muy posible consecución de ese primer título que tanta ilusión despierta entre los escolares y sus familias: la Graduación en Secundaria. Además, el 4º de la ESO llega a una edad de intensas transformaciones en la evolución de las personas: tanto en el aspecto físico del desarrollo, como en los cambios contrastados de carácter, con la llegada plena de la pubertad en la adolescencia. Los 14-15-16 son esos años en nuestra vida que nunca llegan a borrarse de la memoria. Los intensos cambios hormonales, la profunda actitud crítica ante la sociedad en la que estamos inmersos, la específica preocupación por la apariencia física, la transición entre una infancia que se aleja y esa primera juventud que hay que saber integrar, la difícil toma de decisiones para nuestra evolución académica en los estudios… Todo ello explica la trascendente labor que ha de ejercer aquel profesor que ejerza con responsabilidad e imaginación la función tutorial, en ese último curso obligatorio de la E.S.O.

Como era habitual en mi trabajo, organicé con especial  dedicación las primeras semanas del nuevo curso para el más amplio conocimiento de los alumnos que tenía bajo mi responsabilidad. Además de la hora de acción tutorial semanal, en la abierta colectividad del aula, dediqué diariamente unos minutos del recreo para entablar un pequeño diálogo privadamente individual con todos los escolares. Utilizaba un pequeño esquema de preguntas y cuestiones básicas, aunque siempre dejaba margen a esos interesantes datos y aportaciones que surgen en el seno de toda conversación. Tenía, por supuesto, junto a mi, un completo dossier o ficha que mis interlocutores habían rellenado durante la primera o segunda sesión tutorial, con una importante información que, prudentemente, habría de interpretar y aplicar. En estos quince o veinte minutos, la reacción de mis alumnos era especialmente contrastada y heterogénea, tanto en el contexto global de la entrevista como en la atmósfera de apertura o privacidad que a unos y otros caracterizaba.

Una de esas mañanas a comienzos de octubre, con esa mezcla del tardo verano otoñal que tanto nos gratifica, tenía ante mi a Selena. Era una chica natural de Marruecos, que llevaba residiendo en Málaga junto a sus padres desde hacía aproximadamente un año. Aunque solía seguir el orden alfabético del listado de clase, para la elección de los interlocutores, en ocasiones modificaba ese itinerario ante circunstancias especificas que me aconsejaban priorizar o anticipar determinadas entrevistas. Por su apellido, Selena ocupaba uno de los últimos lugares de la lista. Pero existían algunos elementos y factores que me aconsejaron citarla antes que a otros de sus compañeros. Me condicionaba la decisión ese factor que a una edad tan especial de los quince años tanto importa en los adolescentes: su imagen física. Aunque la chica tenía algo de sobrepeso, lo más destacado en ella era lo muy poco afortunado de su rostro. La situación se agudizaba pues, debido a un desgraciado accidente sufrido durante la infancia, el fuego había dejado destacadas secuelas en algunas partes de su cara y cuello.

Desde el primer día de clase estuve observando la actitud de sus compañeros con respecto a la chica. No parecía tener muchas amigas, según detectaba también durante los recreos. En cuanto a la actitud puntual de algunos compañeros y compañeras con respecto a ella, en algún momento tuve que intervenir, en las medida del tiempo que estaba con ellos, a fin de evitar desconsideraciones y algunas burlas obviamente desafortunadas e intolerables. Con extremado cuidado y prudencia, me dispuse a escucharla. En el momento de la entrevista, llevábamos ya más de tres semanas de clase.  

“Sí, profesor, este ambiente lo he tenido que soportar en otros colegios. Siempre es igual. Se ataca a lo que no es bonito. Yo me he acostumbrado a eso de ser “un bicho raro” y ahora ya  poco me ofenden. Pero no soy de piedra, por lo que muchas noches me he roto con las lágrimas. No entiendo que se puedan sentir más felices haciéndome sufrir. Y todo porque mi cara no les agrada. Es diferente… a esa normalidad que ellos tanto valoran.

La palabra “fea” hace ya mucho tiempo que dejó de asustarme. La naturaleza me hizo así y encima me llegó aquel accidente que estuvo a punto de matarme. Sólo me dejó estas marcas. Los médicos dicen que algún día se podrán quitar. Yo sé que Vd. me ayuda, al igual que los demás profes. Pero soy yo la que tengo que ganar el aprecio de mis compañeros. Ya lo hice en otros centros. Y he aprendido muy bien el camino. Nada de respuestas, violencias ni reproches. Tampoco me voy a encerrar u ocultar de las miradas ajenas. Yo sonrío y trato de ser amable con unos y otros. Devuelvo bondad, comprensión y ayuda a todos, especialmente a todos aquéllos que me miran como a un bicho raro. Al final me los acabaré ganando y sabrán apreciarme. Se lo aseguro”.

Quien con esta sencillez, racionalidad y grandeza hablaba, era una cría en la mágica edad de los 15, a la que los misterios de la naturaleza y los errores humanos dejaron un rostro muy poco agradable, desgraciado, en un concepto normalizado de lo estético. Escuchar con esa sencilla naturalidad asumir la realidad de ser “fea” ante las miradas escrutadoras de los demás, verdaderamente impresionaba. Y lo más trascendente es que Selena no necesitaba, era evidente, que yo le hablara acerca del contenido y la forma, de los grandes valores internos y de esa otra belleza espiritual que a ella, afortunadamente, le sobraba.

“Eres muy joven, pero te expresas y razonas como una persona de gran madurez. A veces el sufrimiento nos hace “crecer” demasiado deprisa, generando respuestas difíciles de entender pero que son, desde luego, admirables. La impropia madurez de tu adolescencia, me impresiona. Veo que a tu estilo, eres una gran luchadora. Y yo, junto a los demás profesores, queremos y necesitamos aprender de esa lucha incruenta, ejercida desde un corazón que reboza bondad e inteligencia. Lo que no voy a permitir, está en mi oficio, es dejar que te hagan daño. Mi ayuda, obviamente, no te va a faltar, aunque me dices que la solución para el aprecio general te lo vas a trabajar y a ganar. Pues … adelante. Me enorgullece tu actitud y fortaleza.  Estoy dispuesto a aprender de ti”.

El timbre, anunciando la finalización del tiempo de recreo, puso fin a este ejemplar diálogo que había dado mucho más de sí de lo que en principio esperaba. Me preguntaba si esos principios, que la chica apenas me había resumido, podrían operar de manera eficiente en la actitud receptiva y comprensiva de sus muy “inmaduros” y “superficiales” compañeros. Me prometió que solicitaría mi ayuda expresa, siempre que tuviese un conflicto que superara sus posibilidades de resistencia. Pero que entendiera su posición de ir avanzando, con su propia tenacidad y esfuerzo, en la apertura amistosa y comprensiva de un ambiente que todavía deparaba a su persona hostilidad e incluso desprecio. En mi fuero interno sentía un cierto escepticismo acerca de la capacidad de una persona tan joven y tan desafortunada en su rostro, para romper las barreras mentales que priorizan una escala de valores en los que reina la imagen sobre otros elementos, mucho más valiosos de la persona. Es cruelmente complicado eso de ser muy “fea”, en un contexto grupal cuyos integrantes apenas superan los quince años de edad.

Dejé correr las semanas, controlando y analizando las respuestas y actitudes, en unos y en otros. Focalizaba todos esos comportamientos en la persona de mi joven y relegada alumna, en la que veía pequeños avances relacionales, pero excesivamente limitados para todo el esfuerzo que estaría desarrollando, de lo que no me cabía la menor duda.

Antes de la llegada de Navidad, telefoneé expresamente a sus padres, a fin de mantener con ellos una entrevista privada. Quería conocer un poco mejor al grupo familiar que sustentaba la privacidad de Selena. Sólo logré que fuera su padre el que  asistiera a dicho encuentro tutorial. Se trataba de una persona agradable y receptiva, ante a mis preguntas y sugerencias acerca de su hija mayor (tenía otros dos hijos de menor edad). Persona con estudios, trabajaba como técnico en un centro de investigación agropecuaria del Parque Tecnológico malacitano. Me estuvo explicando aspectos muy interesantes en la infancia de Selena. Desde muy pequeña, la niña siempre mostró esa admirable fuerza y voluntad para hacer realidad sus proyectos e ilusiones. Me explicó que hubo un problema en la etapa final de la gestación, que dejó a su hija algunas secuelas físicas en el momento del nacimiento. Pero lo más desafortunado fue ese voraz incendio en la casa de unos tíos, que provocó visibles huellas en su rostro y cuello. Aunque no eran personas de una gran capacidad económica, visitaron algunos especialistas en cirugía, quienes recomendaron no actuar quirúrgicamente en su cuerpo y rostro, hasta que Selena alcanzara una mayor edad. Le comenté los propósitos de su hija para avanzar en una mayor integración con sus compañeros de clase, junto a la petición expresa que me había efectuado de que respetara su individualidad en el esfuerzo, a lo que accedí salvo si en algún momento percibía acoso o bullying hacia la persona de mi alumna. Quedamos en seguir manteniendo un fluido contacto, aunque ya me anunció que previsiblemente para el curso próximo él y su familia tendría que volver a su país de origen, por motivos profesionales.

La integración grupal de la chica fue avanzando en una línea de lógica normalidad, para nuestra satisfacción y la de su familia. De manera especial, colmó mi esperanza aquel jueves de marzo, cuando Selena se me acercó por el pasillo. Quería hacerme una confidencia, mostrando una actitud de incontenible alegría. “Profe, me han invitado para que asista al cumple de una compañera. Es la primera vez que lo hacen. Ese gesto me ha hecho muy feliz. Una invitación así me resultaba imposible, unos meses más atrás”. La felicité por el esfuerzo y los logros que estaba consiguiendo, a fin de ser considerada una compañera y amiga más.

También fue especialmente significativo, en relación con esta ejemplar historia, una entrevista tutorial que mantuve con los padres de un alumno al que todos llamaban Nando. Efectivamente este chico (Fernando, de nombre) representaba el prototipo en su grupo del “guapo” compañero de clase, muy bien parecido en su cuerpo, practicante de varios deportes, el típico “niñito bien” que encandilaba a su “alocado” grupo de admiradoras, dentro y fuera del aula. Este chico dotado de tantos atractivos flaqueaba, sin embargo, en esa materia del currículo escolar que a tantos se les atraganta: las matemáticas. Lo cierto era que, además de esa disciplina tan complicada para él, tampoco es que dedicara el tiempo necesario para el estudio, en su bien cargada agenda vespertina, según me reiteraban, un tanto desconsolados sus padres en más de alguna oportunidad para el diálogo. Pues bien, cercano ya el final del curso, esta situación académica fue mejorando para el bien apuesto Nando.

“En estos cambios, para las calificaciones de nuestro hijo, quiero comentarle la ayuda que está recibiendo por parte de una de sus compañeras de grupo. Algunas tardes estudian y meriendan juntos en casa y parece que con muy buen rendimiento en la mejoría que ha experimentado con sus mates y obligaciones escolares. Es una cría encantadora y servicial, aunque la pobrecita no ha tenido suerte con su físico…” No dejé que finalizaran su frase. “Se refieren a una chica marroquí, llamada Selena, ¿verdad?” Comprobaba, una vez más y con gran satisfacción, los movimientos inteligentes de esta ejemplar y muy joven alumna.

Han pasado los años, muchos otoños y primaveras, en el calendario vivencial de la memoria. Y es que hace unos días me encontré, haciendo limpieza de apuntes y materiales escolares, con un sobre de fotos, correspondientes a la fiesta de Graduación de aquel lejano junio del 93. En una de las fotos grupales, aparecía ella junto a sus compañeros de 4º. Todos sonreían, luciendo sus “bien elegidos” atuendos.

Como bien me anunció su padre, parece ser volvieron a su país a partir de ese verano. Creo recordar que citó la ciudad de Nador. Son ya unas veintitantas las anualidades transcurridas y no he vuelto a tener noticia alguna de esta ejemplar persona, a la que conocí en la flor de su adolescencia. Una flor “injusta e impropiamente” marchita, pero con una gran savia revitalizadora, para ejemplo y modelo de todos los que tuvimos la suerte de tenerla junto a nosotros.

Selena… Me pregunto cómo será tu vida en la actualidad. Te imagino formando parte, con el gran aval de tu bondadoso corazón, en ese gran jardín que integra nuestra heterogénea y cromática naturaleza. En esa naturaleza la belleza no se halla sólo en la epidermis de lo superficial, como tú bien conoces, sino precisamente en todos esos valores internos que enaltecen el concepto de lo humano. La inteligencia nos muestra lo muy conveniente de su desarrollo y aplicación en nuestro caminar por la vida.-

José L. Casado Toro (viernes, 26 de Mayo 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


No hay comentarios:

Publicar un comentario