viernes, 8 de julio de 2016

BIZNAGAS, PARA ROMÁNTICOS Y TEMPLADOS ATARDECERES.

Existen numerosas ciudades cuya templada climatología, generalmente de tipo mediterráneo, favorece la permanencia de sus ciudadanos en las calles durante muchas de las horas del día. En estos espacios geográficos se potencia o intensifica la vida relacional fuera de los edificios, participando sus habitantes y visitantes de las posibilidades que las zonas abiertas ofrecen para el paseo, los espectáculos, la restauración o el grato intercambio de las palabras. Las calles de estas afortunadas ciudades, como es el caso de los municipios malagueños, se pueblan de centenares de terrazas, donde los usuarios de las mismas consumen, en la mayor parte de las horas del día, una suculenta y apetitosa gastronomía variada, bien regada con bebidas de la más diversas tipología, especialmente cervezas, vinos y refrescos. Esa frase de que el centro antiguo de Málaga está hoy día “tomado” por la restauración en sus calles es más que cierta. Muchos viandantes tienen a veces dificultades para desplazarse por algunas aceras y calles peatonalizadas.

Además de estas cosmopolitas y alegres terrazas al aire libre, tenemos la masa vegetal y lúdica de los jardines, donde las familias, las personas de la tercera edad y muy especialmente los niños, descansan, juegan conversan o disfrutan plácidamente de amaneceres y atardeceres en los días. De hecho, cada vez más, los responsables municipales van instalando bancos y asientos en la vía publica (sería necesaria su ampliación actual) a fin de favorecer esta vida relacional que tan necesaria y gratificante resulta. Por cierto, además de esos asientos, para el sosiego, cada vez es más que imperiosa la necesidad de ubicar estratégicos lavabos públicos, aunque su gestión y limpieza estuviera controlada por responsables privados. Al ciudadano no le importaría pagar una módica cantidad por hacer un uso responsable de los mismos, como vemos en muchas de las ciudades europeas a través de nuestros viajes.

Y ya ubicados en los jardines, plazas o terrazas, vemos una peculiar oleada del pequeño comercio ambulante, de aquellos otros que piden la voluntad para sus canciones o toques instrumentales o incluso de los que te piden una ayuda económica, aplicando a su petición una suave o más imperativa atención. Entre aquéllos que ofertan sus variados productos destaca, de manera especial en Málaga, la afortunada imagen del biznaguero. Efectivamente, en este templado enclave espacial, ubicado a las faldas del Gibralfaro u otras colinas penibéticas junto el tranquilo y azulado mar mediterráneo, las tardes se ven adornadas y cromatizadas por la gentil figura de ese hombre de camisa blanca, pantalón oscuro y tal vez faja roja, que porta en su brazo izquierdo una desespinada penca de cactus donde ha hincado sus hermosas y aromáticas biznagas con decenas de jazmines para la venta.  



La flor del jazmín, al margen de su académica descripción botánica, es un frágil y sensible regalo de la naturaleza, cuyo margen vital, a partir de su apertura a la vida, es sólo de unas cuantas horas. Está preparado por la mañana, abre sus blancas hojas por la tarde, gratifica de dulce aroma las noches y ya, al amanecer, inicia su misterioso viaje al reino o paraíso mágico de las flores.  Esta sutil y delicada flor está muy enraizada, climáticamente hablando, en el entorno cultural malacitano. De hecho, la imagen de la biznaga ha sido elegida como afortunado símbolo para los films premiados en el Festival del Cine Español que se celebra cada primavera en nuestra ciudad. Pasemos ya al relato específico de este viernes veraniego, cuyo protagonista va a ser ese vendedor callejero de biznagas ofrecidas, de manera específica, para el disfrute y sensibilidad de la mujer.

Cuando nos encontramos a gusto con el lugar y somos bien atendidos por el servicio, solemos repetir la visita a determinados lugares de restauración. En un anochecer de junio, me encontraba tomando una cerveza en el entorno populoso, romántico y alegre de la Plaza de la Merced. El reloj marcaba cerca de las nueve p.m. y entonces lo vi aparecer, una vez más, como era frecuente en su recorrido diario por los lugares atractivos para la venta. Curiosamente, aquella noche sólo llevaba clavadas en la superficie de su penca dos biznagas. Habíamos intercambiado algunos diálogos sobre temas de actualidad ya que, por distintos motivos, él y yo éramos asiduos visitantes de este bien concurrido bar de tapeo. La otra mercancía que Cleo solía ofertar eran décimos de lotería, especialmente durante los meses del frío. Ahora, en la entrada del verano, se vestía como un típico biznaguero andaluz, para vender su delicada mercancía a esas parejas enamoradas que saben apreciar la delicadeza y simbología de tan agradable aroma vegetal.

“Veo que hoy se te ha dado muy bien la venta. Sólo te quedan ya dos biznagas, de las muchas  que habrás preparado durante la mañana. Tu jazmín sigue produciendo flores a buen ritmo, de lo que me alegro. La noche está un poco pegajosa por la humedad. Si tienes algún minutillo te invito a tomar una cerveza fresca, que te hará bastante bien para refrescar el cuerpo y especialmente la garganta”.

El bueno de Cleo (sí, Cleofás, por libre decisión de sus padres) no lo dudó ni por un instante. Dejó la penca con sus dos biznagas sobre la mesa y tomó asiento junto a mí aceptando, la refrescante invitación. Nos trajeron dos nuevos tubos de cerveza bien “helada” y un platito de tapas, para acompañar la bebida. Tenía mucha sed mi compañero de charla. En su primera toma, dejó ya el largo vaso de cerveza por la mitad. Se le veía animado y contento por los excelentes resultados de la venta durante la tarde.

“En el día a día, recorriendo tantos lugares y hablando con tantísima gente, a buen seguro tendrás un “libro” de anécdotas en tu memoria. ¿Por qué no me cuentas alguna experiencia curiosa que hayas vivido, con esta maravillosa mercancía que con tanto esmero preparas y que te permite ir “tirando” para llevar algo de dinero a casa?”.

Junto a mi tenía a un hombre fornido, que aparentaba menos años de los que en realidad marcaba la documentación de su identidad. Ojos claros, pelo entrecano y una piel bien curtida por la insolación de la naturaleza. Hoy, con su vestimenta de biznaguero tradicional, ofrecía una buena imagen, de la que muy rara vez desaparecía la sonrisa en su rostro. Siempre consideré a mi interlocutor como una buena persona, al que la vida le había dado no escasos “palos” pero que había sabido sobrellevarlos con esa inteligencia primaria que tantas veces resulta positiva y eficaz. Obviamente, no era la primera vez que conversábamos. Me agradaba la fluidez con que se expresaba, capacidad que había sabido adiestrar en su trato diario con decenas de personas en la calle.

“Sí, el día está siendo muy bueno. Precisamente, ahora que sólo me quedan ya dos biznagas por vender, te voy a contar una bonita historia que puede agradarte. Como no podía ser de otra manera, los jazmines tienen, como tu bien sueles decir, un cierto protagonismo en lo que un día me ocurrió. Fue hace ya un tiempo, pero no la he olvidado.

Me había quedado sin vender, parecido al día de hoy, una sola biznaga, cuando volvía de la zona del Paseo Marítimo. Serían sobre las diez y media de la noche, más o menos. Al entrar en el Parque, vi a una señora sentada sola en un banco. Era verano. Mucha iluminación, luna llena en el cielo. Aquella mujer tenía en su rostro, a mi parecer, bastante tristeza. Me acerqué hacia donde ella se encontraba, arranqué la biznaga de la penca y se la ofrecí. Sólo le dije “es un regalo, no la quiero ver triste en una noche tan maravillosa como la que hoy hace”. Aquella mujer se quedó observándome, durante unos segundos, con la biznaga en sus manos. De inmediato  va y me dice “tu eres Cleo ¿verdad?” Me extrañó su afirmación o pregunta, pues en principio yo no la reconocí. Pero cuando me dijo su nombre, Amaia, la memoria se me refrescó.

Había sido mi primer amor y, a buen seguro, el único que de verdad he tenido. Los dos estábamos en nuestra veintena, Éramos muy jóvenes. Y yo era un crio alocado, que me dio por la vida sin control. Fueron unos tres años de noviazgo que por mi culpa se vinieron abajo. Estaba metido en muchas cosas “basura”. Hasta trabajaba el “menudeo” ya que caí en el enganche y tenía que pagarlo como fuera. Una vez me cogieron y me cayeron dos años, de los que pasé doce meses encerrado. Ella me ayudó, esperó pero, al final, no pudo más y se apartó. Así acabó lo que fue una linda historia de cariño con una gran mujer. Y esa noche, treinta años más tarde, la tenía frente a mi, muy cambiada físicamente, con una flor, con una biznaga en la mano. Supe arrancarle una sonrisa, pues ella tampoco me había olvidado. Las cosas con su marido parece no le iban bien. Un hombre, según supe sacarle, de prontos egoístas y, con los años, de respuestas coléricas. Habían tenido una trifulca aquella misma tarde".

Le invité a un café y hablamos largo rato. Después le acompañé hasta la parada del bus. Nos despedimos con dos besos. No olvidaré esa imagen, viéndola alejarse tras el cristal de su asiento, con mi última biznaga en su mano. Fue un reencuentro fugaz en nuestras vidas, tras tres décadas de separación. Amaia había sido la mejor oportunidad que me ofreció el destino y por mi mala cabeza no la supe aprovechar.”

Habíamos ya consumido nuestra segunda cerveza. Cleo me agradeció, una y otra vez, el ratito fraternal de amistad. Yo a él esa bonita y sensible historia que aquella noche supo y quiso confiarme. Cada uno marchamos hacia nuestras realidades sabiendo que, cualquier otra tarde, a esas horas mágicas del oscurecer, volveríamos a encontrarnos. Él con esos frágiles tesoros regalados por la naturaleza, que gratifican nuestras vidas y le permiten ganar unas monedas. Y yo esperando conocer alguna de sus entrañables historias, que hablan de la vida, el amor y las personas.-


José L. Casado Toro (viernes, 8 de Julio 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

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