jueves, 23 de julio de 2015

NOMOFOBIA EN TU VIDA


El reloj marca las seis y treinta, en un tórrido jueves a finales de Julio. Hoy no espero una labor agotadora en consulta. Previsiblemente, según la agenda de citas, sólo habrá dos pacientes a los que atender. Aunque para lo económico no es una cifra placentera, el valor de la humanización en el trabajo prioriza cualquier otra consideración, ya que la atención a los mismos resultará más sosegada y eficaz en lo profesional. La Srta. asistente, encargada de atender al teléfono y de ordenar las diferentes citas, ha comenzado ya sus vacaciones anuales, por lo que hoy personalmente me ocuparé de este menester. La persona que va a suplirla, de manera  temporal, no podrá cumplir con esta función hasta  comienzos de la semana próxima. Y estamos sin el “aire”. Ayer di el aviso al servicio técnico, pero no me aseguraron la reparación para esta semana. El verano es así. Al menos, el edificio está orientado al sur. Suena ya el timbre en la puerta y recibo a la primera paciente, la cual ha sabido cumplir perfectamente con el educado valor cívico de la puntualidad.

Ante mí se presenta una joven mujer, llamada Ágata. En la densa ficha que rápidamente voy rellenando, a partir de los datos que ella se presta con fluidez a facilitarme, anoto la edad de 36 años. Inició estudios de Empresariales tras su etapa en la Secundaria, aunque no llegó a finalizarlos por su dificultad con las Matemáticas. Trabaja actualmente en un servicio de mensajería rápida, estando adscrita al departamento administrativo de recepción y planificación del reparto. Su estado civil es casada y tiene una hija. Su marido ejerce como mensajero de paquetería, precisamente también en la misma empresa donde ella está contratada. Entre sus aficiones, destaca una intensa vinculación a las redes sociales por Internet, que le hace “robar” incluso horas al sueño. Un historial médico sin importantes dolencias y como dato curioso manifiesta que su nivel de comprensión y expresión, tanto en Inglés como en francés, es bastante aceptable y útil para desempeñar mejor su tarea profesional. De inmediato le ruego que sintetice, de la forma más concreta posible, la situación que le aqueja.

“Debo aclararle que es la primera vez que acudo a un servicio de ayuda psicológica. Y he tomado esta decisión ante un problema al que en principio no le di gran importancia pero que, con el paso de los años, se ha ido complicando y agravándose, sumiéndome actualmente en un estado de nerviosismo que cada vez controlo peor. Siempre he pensado que este comportamiento, me refiero al uso exagerado del móvil, afecta hoy en día a muchas personas. Pero es que en mi caso la situación va de mal en peor. Dr. tengo que confesarle que no concibo mi vida sin tener el teléfono cerca. Es como mi otro yo. Reconozco que es una dependencia enfermiza, a la que me siento atada hasta el desequilibrio. Y no la puedo evitar o encauzar. Ya no sólo en el trabajo, lo que sería razonablemente explicable, sino, lo que resulta más preocupante, también en el ámbito de mi privacidad. Le voy a citar algunos ejemplos que pueden dar muestra de esta extremada vinculación”.

La expresión vocal de esta mujer entremezcla la lentitud, pausadamente entrecortada en ocasiones, con una nerviosismo comunicativo, al que le cuesta mucho controlar. Claramente percibo que trata de compartir algunas de sus desordenadas vivencias, aportando una fuerte dosis de sinceridad, claridad y detallismo en la narración. Como si tratara de realizar una especie de catarsis interna, ante la receptividad comprensiva y cualificada del especialista.

“Cualquier acto, de los que presiden mi vida, ha de estar acompañado de esa máquina, cada día más versátil  y poderosa que es el teléfono móvil. Esa realidad del smartphone la concibo como si fuera una parte imprescindible de mi organismo. Me acompaña cuando estoy sentada en la mesa, para el almuerzo o la cena. Ya sea en el cine, escuchando un concierto o realizando unas compras en el híper. Es difícil interpretar el drama en que me veo inmersa, si un día estoy en la calle habiendo olvidado el móvil en casa. Parece que todo va a salirme mal y estallo de los nervios. La batería externa, para la recarga de energía, un día me dejó colgada. Hice de ello un drama. Desde entonces llevo ya en mi bolso dos baterías. Estoy en el cine y me veo consultando y respondiendo whatsapps, en medio de lo más interesante de la proyección. Mi lista de contactos va aumentando sin cesar. Añado y añado direcciones, pues temo que sin ellos mi vida carecería de sentido. La ausencia de estos mensajes sería como el frío cruel y amargo de la soledad.

Hay cosas…..  Incluso he habilitado una bolsita especial, para tenerlo consigo a mano ¡dentro de la ducha! Le contaría que cuando estoy con mi marido en la cama (se sonrojan sus mejillas) mantengo el aparato debajo de la almohada, por si suena esa campanita alegre que me anuncia la llegada de un nuevo post para mi sosiego. Lo más dramático fue que para acceder a un iPhone, de la ultimísima generación, hice algo que puso en tela de juicio el equilibrio de mi sensatez. Fui a una oficina de compra venta de joyas, y allí dejé una pieza entrañable que mi madre quiso regalarme en el día de mi boda. Esa cadena de oro había pasado por tres generaciones, en nuestra familia. Pero yo necesitaba esos casi mil euros, a fin de tener un aparato con las máximas prestaciones, en la comunicación, la imagen y el sonido”.

En ese momento, mi interlocutora se esfuerza en guardar silencio. Como pidiendo recibir una interpretación acerca de aquello que me estaba narrando. O, tal vez, considerando que me había facilitado ya los datos suficientes para establecer ese diagnóstico previo, que avala el necesario camino de la rectificación y la recuperación.

“Ágata, en principio tengo que valorar, de la forma más positiva y plausible, la franqueza y valentía de tu sinceridad. Difícilmente puede iniciarse una ruta para la rectificación si, previamente, no se alcanza ese punto de humildad necesario para reconocer el error. Te hallas inmersa en síndrome o enfermedad de esta época, agraciada y sometida al tiempo por la renovación y avance sin freno de la tecnología. Algo que es objetivamente bueno y necesario puede resultar malo y desaconsejado para nuestra vida, si no se sabe utilizar de la forma más racional y conveniente. Eso que te ocurre, no sólo a ti, por supuesto, sino a miles y miles de personas, tiene un nombre que igual alguna vez has escuchado. Nomofobia. Algo así como un miedo irracional a perder o a estar sin el teléfono móvil. La palabra, que procede del inglés, está compuesta por los vocablos “no-móvil-phone phobia ….”  Una dependencia exagerada, enfermiza o irracional hacia las prestaciones (buenas y necesarias) que nos prestan ese y otros artilugios, puestos a nuestra disposición para desarrollar la comunicación entre las personas. Casi sin darnos cuenta, vamos cayendo (valga la palabra) en sus redes, reduciendo, sin que nos demos cuenta aparente, nuestra libertad, equilibrio y comportamiento, que debe estar basado en la racionalidad”.  

“Doctor, es que me siento atada a él ¡parece que hablo de una persona! ¿verdad? Crisparme los nervios, cuando me quedo sin carga en la batería, entregarme a las lágrimas, cuando estoy en la calle y lo he olvidado en casa, incluso preguntar a la aplicación SIRI por cuestiones que una máquina no tiene por qué resolver, como si aquélla fuese ese dios del Olimpo que aconseja los días fastos o nefastos para la batalla en nuestra existencia. Esto es de locura …..

Le confieso que, hace unas semanas, mi hija Elisa llegó muy afectada del colegio, porque en su disputa con una compañera la “seño” no fue justa en su decisión. En medio de su desconsuelo, sonó la campanita del Whatsapp desde el dormitorio, donde tenía en ese momento mi móvil. Dejé a una hija sumida en las lágrimas, buscando inútilmente consuelo. Corrí como una posesa a ver quien me estaba poniendo un mensaje…. Fue, por mi parte, un comportamiento de vergonzoso, rechazable por supuesto, doctor”.

En ese momento fue cuando el estado anímico de mi interlocutora alcanzó su nivel más bajo, desde el comienzo de nuestra charla. Le ofrecí prepararle alguna infusión, pues en la consulta tengo un pequeño habitáculo, con frigorífico, microondas….. lo básico para una merienda, cuando las visitas se densifican y, de manera especial, para ofrecer a esos pacientes que alcanzan un preocupante climax depresivo, que hace sumamente difícil continuar con nuestro trabajo.

“Te voy a exponer algo duro, pero que has de saber aceptarlo. Una de las razones de esa dependencia obsesiva, hacia el entorno del móvil, se encuentra en un problema de falta de autoestima del que tú, probablemente, no te das cuenta. Necesitas apoyarte, de manera cuasi continua en los demás, en la comunicación con otras personas, a fin de compensar esa debilidad o incapacidad que sientes para organizar con autonomía tu propia existencia. Pero lo importante en este momento es que necesitas y quieres cambiar. Y para hacerlo, has de comenzar esa vía del sacrificio que, en los primeros días, incluso semanas, puede resultar difícil y complicado para tus hábitos.

¿Te atreverías a estar veinticuatro horas sin poder usar el móvil? Me lo dejas en la consulta, llevándote sólo la tarjeta que previamente le has quitado. Mañana viernes, sobre esta misma hora, te pasas de nuevo por aquí y hablamos acerca de tu experiencia de un día sin móvil. Es una propuesta que te animo a seguirla. Tu decides, en todo caso. Verás como eres capaz de organizar tu día, sin ese obsesivo compañero mecánico que tantos problemas te está deparando. Después programaremos otras vías que vayan supliendo y compensando lo que hasta ahora ha sido una omnipresente dependencia”.

Debo reconocer que fue una grata sorpresa el que mi interlocutora no dudara ni un sólo instante en aceptar la difícil propuesta que le había hecho. Le sugerí la opción de tomar unos tranquilizantes naturales o un fármaco para mejorar esa su serenidad alterada. Guardé su móvil en un sobre, con su nombre y dirección y Ágata se despidió con una sonrisa cordial aunque, sin duda, la “procesión” y las dudas iban por dentro de su atribulada cabeza. Me preguntó por el precio de esta primera consulta.

“Cuando te vea curada, hablaremos de ese tema. No te preocupes ahora de esa cuestión. Mañana nos vemos. Ágata. Ah! ¿Sería posible que mañana, o en otro momento, te acompañara Arsenio tu marido? Me resultaría muy importante mantener un cambio de impresiones con él”.

El otro paciente que tenía anotado para su visita, por alguna razón. no llegó a la consulta. Estos días cálidos en extremo de Julio hacen que las personas prioricen las playas u otras opciones lúdicas, en lo que es un mes intensamente vacacional. Tras esperar unos minutos, decidí salir a la calle a caminar para disfrutar del ambiente. Ya en el Paseo Marítimo, me senté en una terraza al aire libre y pedí esa apetitosa cerveza 00 bien fría. El camarero, muy amable, había traído también una bandejita de cacahuetes y algunos ciclistas ponían color y movimiento a su rápido recorrido por el carril bici.

Sabía perfectamente que Ágata me iba a llamar, desde el fijo de su domicilio, a esas horas que deben reservarse sólo para las urgencias. Le había facilitado mi número particular a fin de proporcionarle esa confianza que necesitaba, ante una decisión o gesto que podía ser normal para muchas personas (quedarse veinticuatro horas sin su móvil) pero no para ella, totalmente sometida a la servidumbre de la dichosa maquinita. A pesar de su estado, en el ámbito del desequilibrio, en modo alguno pensaba ceder a lo que probablemente iba a pedirme: su otro yo telefónico. Las previsiones se cumplieron, punto por punto. Largo y sacrificado es el camino, no pocas veces, para la llegada.-



José L. Casado Toro (viernes, 24 Julio 2015)
Profesor

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