viernes, 19 de julio de 2013

INOLVIDABLE VELADA NOCTURNA EN LA CONCEPCIÓN.


Estas situaciones pueden ocurrir. Ciertamente, resultan un tanto increíbles pero, en la rareza de su desarrollo, encontramos el dulce encanto de las anécdotas posibles. Debemos situamos en un tórrido viernes de agosto, cuando el viento de terral irrumpe impetuoso por el oeste de nuestra querida ciudad. En mis clases de Geografía, trataba de hacer justicia acerca del origen de este flujo eólico, ardiente y combatiente contra la humedad que genera la bahía malagueña. Ese terral, que suele azotar a Málaga, durante ciclos ocasionales de dos o tres días, especialmente en julio y agosto, no procede del norte africano. Es un viento muy cálido, con origen en la meseta castellana, que incrementa su nivel térmico al descender por las vertientes penibéticas, debido al efecto del gradiente geográfico. Aunque procede del norte, entra en Andalucía y, de manera especial en Málaga, por la zona oeste, a causa del movimiento de rotación terrestre, según la conocida ley elaborada por un geógrafo llamado Gaspard Gustave de Coriolis (París, 1792 – 1843). Y hasta aquí, la Geografía. Resumo. Ese viernes, de la luna de agosto, soportábamos, con estoico sufrimiento, un calor de espanto.

Aparte del aire acondicionado y la funcionalidad de los edificios antiguos, por el aislamiento térmico de sus  gruesos muros, pensé que el lugar más apropiado para pasar la tarde, de una forma placentera, sería esta joya botánica que luce el patrimonio vegetal de Málaga. Hay zonas de la Concepción en que, dada la frondosidad y altura del arbolado, junto a la generosidad hídrica de los estanques y las cascadas, la temperatura refresca bastante y hace muy grata la estancia y el paseo subsiguiente. Hasta allí me dirigí con presteza, pensando en lo bien que me iba a encontrar en ese corazón central del llamado Jardín Histórico. Y aquí hay que anotar un primer elemento que explicará el desarrollo del relato. Botellín de agua. Esos caramelos de miel, que tan bien saben ayudar a las vapuleadas gargantas por la profesión. Y un libro para el goce de la lectura. Tal vez era una biografía, sobre un afamado personaje de la política española. Sí, creía que llevaba el móvil, pero la carterita de piel no contenía mi teléfono. Era otra cartera, muy similar, donde suelo guardar los pen drives o memorias USB para el ordenador. Esa confusión o error iba a resultar decisiva, para la evolución de la historia, como explicaré a continuación.

Somos muchos los que padecemos alteraciones en las horas del sueño. Y esto viene por ciclos. Hay épocas en las que descansas un poquito mejor y otras en las que te despiertas a esas horas que llaman de “las brujas” (la verdad es que no he llegado a ver ninguna por la madrugada, aunque tal vez no pudiera decir los mismo en horas diurnas…) y ya no vuelves a dormirte. Así, vas acumulando horas de déficit en el sueño que en algún momento se hacen explícitas, con un profundo cansancio, somnolencia e, incluso, con la crisis del agotamiento. Bien, pues ese viernes, de “autos” mi saldo en el descanso tenía claramente números rojos. El calor, el estrés, un viaje próximo…. todo ello había provocado ese ya conocido desequilibrio que se “combate” con los paseos por la naturaleza, los ratos de sol en la playa, junto al ejercicio con la bici o el disfrute de una buena película. Por supuesto que, esa tarde en el Botánico, pensaba iba a resultar de una eficaz y suculenta terapéutica, tanto para lo físico como lo anímico.

Tras un lenta caminata, por entre la zona de los miradores y las cactáceas, volví sobre mis pasos al bosque inmenso del Jardín Histórico, donde la temperatura era, lógicamente, bastante más grata. Y allí, cercano a esos puentecillos sobre los caminos del agua, me acomodé en uno de los asientos que invitan a disfrutar de la lectura, la reflexión o a percibir la acústica de esas aves que por allí sobrevuelan. A esa hora de las siete, en la tarde, mientras dibujaba las formas y letras de las palabras que el libro me revelaba, fui perdiendo la noción de la realidad. Me quedé profunda y gozosamente dormido. Los melodiosos sonidos de la naturaleza forestal, esa mezcla estimulante de frescor y humedad, el aroma íntimo a tierra mojada, la tranquilidad y el sosiego, todo ello facilitó ese letargo que se alió al cansancio previo, acumulado en varias noches de paciente vigilia.

Aun con la rigidez o incomodidad para el descanso, proporcionado por un tosco banco de madera, cuando desperté y miré el reloj, comprobé que mi sueño había durado cerca de las tres horas. Faltaban quince minutos para las diez de la noche. Buen descanso, sin duda, fue la frase que primero pensé. Ya había anochecido, aunque la luna llena blanqueaba gran parte del “palacio/jardín” con un manto de luminosidad que asemejaba el tímido amanecer. Me dirigí, con la precaución propia de la penumbra, hacia la puerta de entrada. Un buen conocimiento de las principales partes del recinto botánico me facilitó la seguridad en el desplazamiento. No me encontré a nadie. En realidad, no sabía si los guardas de seguridad realizan algún tipo de vigilancia durante las horas nocturnas. A medida que pasaban los minutos tomé conciencia de la situación. Aquella noche, Málaga iba a inaugurar su famosa feria de agosto. Previsiblemente, no iba a tener compañero alguno en esa maravillosa prisión de naturaleza, a escasos kilómetros del centro de la ciudad. Me aguardaban horas muy largas, hasta que la luz de la luna se mezclara con la del alba esperanzada al amanecer.

Sin teléfono para reclamar ayuda, comenzé a estudiar la posibilidad de un salto que me hiciera salir al exterior. Pronto deseché la idea pues la zona amurallada hacía inviable la acción, a menos que me expusiera a una lesión de incierta gravedad. En cuando a las zonas cercadas por tela metálica (como la que protege el camino o ruta alta forestal) tampoco hacía posible el salto o escalada correspondiente, a causa de la elevación lógica de la valla protectora. Viendo que mi encierro iba a durar hasta la mañana siguiente, traté de controlar los nervios y afronté mi situación de naúfrago aislado en medio de un inmenso y precioso mar vegetal.

Desde la puerta de entrada, bien cerrada, me acerqué al Museo Loringiano. Las decapitadas esculturas romanas que rinden guardia, cercanas a este bello templete dórico tetrástilo, me observaban con gesto de asombro preguntándose (con la voz baja de mi imaginación) qué hacía yo por allí en esas horas que sólo a ellas pertenecen. Caminando pausadamente, con la precaución lógica ante la escasa luminosidad, entré por el Jardín histórico, cuya bóveda vegetal dificultaba aún más ese necesario baño de luna para la sonrisa. Me detuve, entre estanques y saltos de agua, en el Arroyo de la Ninfa. Aquí sí, un rayito de luna iluminaba su bello rostro, mientras seguía vertiendo agua desde el misterio de su ánfora mágica. Los nenúfares se mostraban encantados, con la grata compañía de esta frágil deidad femenina. Acompañado del gran concierto que tañe la orquesta de las cascadas de agua, alcancé el Cenador de las Glicinias. Dada la hora, Jorge Loring Oyarzábal y Amalia Heredia Livermore ya se habían retirado a la Casa Palacio pues hoy, sin invitados a los que atender, apetecían gozar del descanso ante un fin de semana señalado para los compromisos sociales. Y la Escuelita vacía, pues los hijos de sus empleados estaban de vacaciones, dadas las fechas del estío veraniego. El suelo, menos húmedo, de La Vuelta al Mundo en 80 Árboles, incrementó mi seguridad en el desplazamiento hacia esa búsqueda imposible para la salida.

11 menos veinte de la noche. Tanto andar, de arriba abajo y de un lado para otro, me había despertado el apetito. Solo tenía unos caramelos y un botellín, medio lleno, de agua para la “cocina”. Pero al menos disponía de algunas monedas, el único tipo de dinero que admitía la máquina expendedora de aperitivos, chucherías y bebidas. Pude así conformar un modesto menú, for have dinner, integrado por una bolsita de almendras, un batido de vainilla y una barrita o tableta de chocolate blanco. Eso de “cenar” sólo no me seducía, por lo que  volví (con una cierta precaución, ya que era la zona en donde menos llegaba la iluminación lunar) a la parte histórica del jardín, sentándome de nuevo junto a la bella ninfa que no deja de verter agua desde su cántaro a ese arroyo o canal, donde juegan los nenúfares y alguna que otra rana. A lo largo de mi frugal cena, la conversación entre ambos fue básicamente conceptual. Ella seguía acariciando, con su mirada sutil, las ondulaciones del agua, donde brillaban destellos luminosos regalados por las estrellas, mientras yo imaginaba que su voz era melodiosa, dulce y afectiva, aunque algo tímida en la sencillez de su locución.

A eso de las doce, el cielo comenzó a tronar con pausadas intermitencias. Recordé el protocolo iniciático de los días en feria: los fuegos artificiales. Me desplacé, todo lo rápido que podía, con algún que otro tropezón sin mayor importancia, al precioso templete o Mirador histórico situado en la majestuosa proa vegetal de la finca, que el timonel orienta hacia el sur. Desde allí se contempla una inmejorable y panorámica vista de la ciudad: las barriadas de Ciudad Jardín y las Flores (¡que preciosa toponimia!), el cruce de las autovías, la “puerta” del Limonero hacia el cauce del Guadalmedina, la finca San José, y allá al fondo Gifralfaro, la Catedral y el mar. ¡Siempre el mar! Sobre esa mágica visión de la Málaga nocturna, un manto celeste cromatizado de luces y sonidos, anunciaba el nuevo ciclo ferial. Bajo la coqueta cúpula cerámica del Mirador, apoyada sobre 8 esbeltas columnas, gocé del mejor palco posible en ese teatro de fuego y canto para la imaginación y el ensueño.

Una vez que el espectáculo finalizó, decidí buscar un lugar cómodo, dentro de lo posible, para pasar el resto de esa noche que prometía ser muy larga para mi peculiar situación. El templete del Museo loringiano podía ser una buena opción. También, el área de los estanques circulares con lotos, aunque la proximidad del bosque de bambúes, a modo de ejército presto para el ataque, me producía un cierto resquemor o miedo ante la incierta aventura. Al fin encaminé mis pasos hacia la zona de los edificios, liderada por la Casa Palacio de Jorge Loring y Amalia Heredia, que es observada, con puntual y simpático descaro, por el pequeño tritón del estanque. Subiendo la escalinata, hay unos bancos de madera, donde pensaba quedarme sentado, tal vez dormitando, el resto de esa larguísima y, tal vez privilegiada, velada de danza celestial nocturna.  Entre las más de 2000 especies vegetales que el Jardín atesora, aunque no se sea botánico, podemos elegir zonas más que atrayentes. Me llegué incluso a la placita del olivo cuatro veces centenario, pero los bancales que rodean a su grueso tronco no estaban suficientemente mullidos para una madrugada que prometía ser inolvidable en la memoria.

El terral se había despedido, casi sin avisar. Es traviesamente divertido e impetuoso en sus modales, pero llega y viaja sin apenas querer molestar. Un agradable frescor, que llevaba en sus alforjas cántaros repletos de humedad, comenzó a calar mi cuerpo, dada la escasa ropa que me guarnecía. Miré una vez más el reloj. Eran las tres y veinte y, allá arriba, continuaba sonriente la luna, muy bien acompañada por los destellos luminosos de las estrellas. Al fin busqué un espacio menos abierto, a fin de protegerme de ese baño rociero que mojaba e hidrataba. Allí cerca me esperaba el Cenador, ahora sin la romántica pincelada, violeta y primaveral, de las glicinias en flor. El poderoso ramaje, que cubría y envolvía el trabajo de forja, ofrecía algo de protección a fin de compensar una humedad que calaba mi frágil vestimenta veraniega. Me senté en el suelo, apoyando mi cuerpo en uno de los macetones, donde, a intermitencias, estuve dando alguna que otra cabezada hasta el amanecer.

Ya con la luz del día, escuché el sonido de ese vehículo para la vigilancia que utilizan los guardias de seguridad. Con el cuerpo un tanto magullado por la incomodidad de mi reposo nocturno, volví de nuevo al lugar de la Ninfa, donde hice un frugal lavado de cara y manos, con el agua que manaba desde el cántaro portado por la mitológica deidad. La ducha de las cascadas no eran apatecibles, pues la fría temperatura del agua apabullaba y congelaba el organismo. Llegué a la puerta del recinto que, esta vez sí, estaba abierta. El reloj marcaba las 8:40 del día. Un miembro uniformado de la seguridad no dejaba de mirarme, con cara de profunda extrañeza. Era obvio que no se esperaba encontrar a nadie ajeno al personal de trabajo, a esa hora tan temprana. Cuando advirtió que aún yo llevaba colgada de mi camisa la tarjeta identificatoria de la Asociación de Amigos del Jardín Botánico, evitó preguntarme cosa alguna. Nos dimos los buenos días y yo abandoné, con presteza, el recinto.

Cuando me dirigía hacia mi vehículo, estacionado en el parking desde la tarde anterior, reflexionaba acerca de la experiencia que me había tocado protagonizar. La suerte de pasar una noche en la soledad del Botánico, la iba a recordar durante toda la vida. En realidad….. no sufrí la angustia de la “soledad”. Tuve muy gratos, solidarios en la hospitalidad y naturales ….. compañeros. Cientos de árboles y flores, cascadas y estanques, ninfas y tritones, aves y ardillas, luces y sombras pero, sobre todo, un majestuoso palacio cubierto de luna y estrellas. Allí, en la naturaleza coral del Jardín Botánico Municipal La Concepción, el espíritu de Amalia y Jorge se hace solidario para la amistad, la sonrisa y los mejores recuerdos. Mañana, pasado, cuando narre algo de esta bella historia, provocará, a no dudar, la incredulidad y el anhelo y todas esas preguntas que sustentan la creatividad de un lindo recuerdo.-



José L. Casado Toro (viernes, 19 julio, 2013)
Profesor

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