viernes, 22 de marzo de 2013

PASEOS SILENCIOSOS, POR ENTRE LA CIUDAD DORMIDA.


Ocurrió aquella mañana. Al igual que sucede en otros tantos amaneceres y atardeceres, insertos en el exacto devenir del calendario. Al finalizar mis clases, en esos dos referentes para el aprendizaje que son el altozano del Ejido y el barrio de Martiricos, me gusta ir paseando, en la vuelta a casa, por entre la malla urbana de la Málaga más antigua. Recorrer, despacio en lo romántico, ese tejido laberíntico que sustenta la historia acumulada de tantas generaciones, es un enriquecedor e ilustrativo ejercicio para la memoria y la reflexión sobre el paso del tiempo. No son momentos adecuados para aplicar las prisas en el rítmico caminar. Es preferible olvidarse del reloj, para observar y recordar, sentir y vivir, latir e imaginar, el análisis pausado de la realidad que nos sustenta.

Y ese viejo paisaje urbano es contundente en los ropajes escénicos de su coreografía. La imagen que percibimos, en ese y en aquel otro lugar, nos grita, sin la acústica de las palabras, pero con la ingravidez plástica de la imagen, su estado de letargo onírico para la decepción. En horas nucleares, de esas mañanas o aquellas otras tardes, vemos y sentimos las calles prácticamente vacías de transeúntes, los comercios cerrados y las puertas valladas con el gris cemento para el olvido. Sí, por supuesto, tenemos muy cerca el bullicio comercial y culinario de Larios, Calderería. Granada, Uncibay, Merced o la Alameda, por citar algunos ejemplos próximos. Pero, en la inmediatez de esas arterias cosmopolitas, donde vibran gentes de todas las edades y caracteres, hay otras calles emblemáticas en la historia de esta ciudad que sufren el abandono generacional de sus habitantes. Y, a no pocos años en la distancia, eran ejes nucleares en el latido ciudadano de esta urbe que acaricia el mar. Hoy, sin embargo, duermen el sueño de su desacomodo en el tiempo, de la carencia generacional sustitutoria para esos jóvenes que ya dejaron de serlo. No son pocos, lamentablemente, los ejemplos que podríamos aplicar a este desalentador análisis. En este caso, basándome en los fundamentos biográficos de quien escribe, quiero centrarme en tres calles que fueron y significaron mucho, en aquella Málaga de los cincuenta o sesenta. Hoy, la evidencia visual es más que tozuda, están con el letargo del olvido para el cierre en la memoria.

En primer lugar, paseemos por la calle emblemática de las procesiones. Por allí desfilaban, y aún lo hacen hoy, casi todos los tronos o pasos de la Holy Week (Easter) Semana Santa. CARRETERÍA, esa arteria norte sur, paralela al río de la ciudad (Guad-al-Medina) que marcaba el límite oeste de la muralla medieval malacitana. Quien haya gozado del fulgor ciudadano de que gozaba hace unas décadas, no la reconocería en estos momentos. El tránsito automovilístico aún la mantiene con algo de vida. Pero las fachadas de los edificios nos hablan de una decadencia comercial y de habitabilidad incuestionable. 

Al igual que sucede con otro importante entorno, a muy  escasos metros del centro antiguo y la Catedral. Me refiero a calle SAN JUAN, paralela a Nueva y a Larios. Resulta depresivo comprobar como, también aquí, han ido desapareciendo sus pescaderías, sus tiendas de frutas, artesanías, zapaterías, ultramarinos y ropa. Pero, sobre todo, destaca la ausencia de aquella acústica alegre, repleta de paseantes y vendedores de toda naturaleza y carácter. Hoy, predominan los establecimientos cerrados sobre los abiertos. Prevalece el silencio sobre el bullicio. El letargo sobre el ritmo vital. Es significativo el reciente cartel que preside una tienda, donde podías encontrar objetos mil para la casa, tras un jugoso diálogo con el amable vendedor. Recuerdo que cierto día le pedí permiso para fotografiar una alcancía de cerámica, de aquellas que “tanto juego” nos daban en la infancia. Necesitaba esa foto para uno de estos artículos. No sólo accedió a mi argumentada petición, sino que me ofreció una verdadera lección acerca de cómo se fabricaban aquellos botijos, alcancías y zambombas, con el artesanal arte de la cerámica. Desde hace unos días, una persiana a medio bajar ostenta, mediante una cuartilla informativa, esa frecuente realidad contenida en sólo tres palabras: “Cerrado por jubilación”.

Y, finalmente, un tercer ejemplo de otra calle, en pleno núcleo antiguo de la planimetría irregular urbana (o en laberinto medieval), como solía explicar a mis afectos alumnos. ANDRÉS PÉREZ, entre la Iglesia de los Santos Mártires, Ciriaco y Paula, y calle Carretería. Se trata de una estrecha vía, alargada y quebrada en su trayectoria, que estaba poblada de tiendecitas de toda tipología (papelerías, mercerías, anticuarios, joyerías, perfumerías, lecherías, relojerías, ultramarinos, prensa y revistas, chucherías, peluquerías, regalos…….. Hoy, salvando la bien montada tetería El Harén, está todo prácticamente cerrado, ofreciendo una fantasmagórica imagen de abandono, vacío y suciedad. Para quien no conozca al punto el entorno que sustentó los entrañables años de mi infancia, aclaro que este espacio se halla a sólo unos tres minutos, caminando, hasta la Plaza de la Constitución y Larios. Atravesarla hoy, en horas nocturnas, provoca una preocupante sensación de misterio, intriga e, incluso, tensa intranquilidad.

Es frecuente que pasemos por estas y otras calles del centro malacitano, carentes hoy de esa fuerza ciudadana de que hicieron gala en otros momentos de nuestra historia reciente. Y así, un día tras otro. Somos bastante reiterativos en nuestros itinerarios cotidianos. Pero esta tarde, en mi experiencia, ha sido diferente en la creatividad de la imaginación. Había completado mis clases en la UMA y me disponía a recorrer ese itinerario, para mí entrañablemente familiar, camino de la Avenida de Andalucía. Bajando por Dos Aceras, percibí una atmósfera diferente a la que me era usual cuando me desplazo a la zona escolar del Ejido. Me impresionó recorrer la calle Carretería, de norte a sur, toda repleta de gente y de vida. Allí estaba el puesto de periódicos y chucherías, con su propietario Paco que ofertaba a voces el SUR, la TARDE o el alquiler de tebeos. También estaban la confitería de los Martínez, el gran portalón que servía para puesto de frutas, los comercios de ultramarinos, las numerosas zapaterías y aquel viejo almacén donde podías vender los periódicos y cartones usados, además del pan duro a desechar (todo a 1,5 pesetas el kilo) a fin de comprar esa pelota de goma con la que poder jugar con los compañeros y chiquillería del barrio. Creí ver mucha vecindad, hablando y reposando en sus sillas sobre las aceras pero, sobre todo, me impresionó observar a esos niños y niñas que jugaban, corrían y saltaban, en la calle. Cualquier cosa podía ser utilizada a modo de balón, para el fútbol. Las patinetas, con esos cojinetes que sonaban a estruendo rítmico de gloria. Y, si no, era suficiente con el pilla-pilla o los policías y ladrones. Sin saber exactamente qué estaba sucediendo, alcancé en pocos minutos la calle San Juan que, al igual de Comedias o los Mártires,  trataban de orquestar el bullicio desacorde de una tarde de abril, en Primavera. Aquello estaba lleno de gente. Aquello latía, maravillosamente, a un aroma de vida.

Me inquietaba, y alegraba al tiempo, todo aquel espectáculo que tenía ante mis ojos y que me trasladaba a una Málaga de hace cuatro o cinco décadas. Era la magia del recuerdo, el deseo imposible de recuperar el tiempo pasado o, simplemente, que me encontraba soñando una simpática pesadilla que me trasladaba a una añorada infancia cada vez más borrosa, en sus perfiles y siluetas, para la memoria. Me resistía a tener que afrontar la lógica de una realidad, hoy contundente. No quería despertar de unas gratas vivencias que fueron y, ahora, ya no. Ya no lo son. Presumía que, en cualquier momento, el timbre del despertador haría desaparecer unas vivencias que, a modo de un rancio celuloide, quedan archivadas en los estantes polvorientos de nuestros museos oníricos. Quise, en todo caso, comprobar la veracidad del entorno, A este fin, me acerqué a una señora que traía de la mano a su pequeño desde la escuela. Aquella cartera de piel, con los cuadernos y lápices Alpino, con el baby celeste correspondiente, sustentaba mi suposición. Le pregunté por la hora o el día en que nos encontrábamos. Cual fue mi sorpresa y preocupación, cuando percibí claramente que la joven madre hacía caso omiso a mi pregunta. Lo patético del caso fue la percepción y evidencia de que esta mujer ni me veía o escuchaba. Pero yo sí podía ver cómo ella ofrecía en merienda a su pequeño esa rebanada de pan con chocolate, Dolca, Milka o Nestlé ¡qué más da!. ¿Estaba yo participando de una época que ya no me correspondía o eran esos tiempos pretéritos los que inundaban el ansia de mis deseos para la imaginación?

Afortunadamente, al día siguiente o aquella otra tarde después, pude recuperar el equilibrio inevitable de la racionalidad. Volví a pasar por los mismos lugares que seguían con sus comercios silenciosamente cerrados. Los escaparates, sin luz. Las persianas echadas y algunos o muchos portales cegados con cemento y ladrillo, para el vacío de nuestra visión. Algunos culparán a la crisis económica de tal desaguisado para las raíces ciudadanas. Otros hablarán del tránsito generacional por edad o de la competencia “infame” de las áreas o macrocentros comerciales, dominados por el omnímodo poder de las multinacionales. O el anclaje acomodaticio de unos comercios familiares habituados a una tradición ajenos a la renovación imaginativa. Sea como fuere, estas históricas calles, de una época no tan lejanas, sufren esa terrible epidemia, material y psicológica, del abandono y la falta de voluntad.  Porque no es sólo la ausencia de comercios o puestos de venta. Es, sobre todo, el abandono humano de los edificios que conforman las calles. Especialmente por las noches, cuando vemos las luces apagadas, los cierres echados y los portales cegados. La ciudad se ha ido, se ha trasladado, a otros barrios, a otras parcelas más modernas y funcionales para la habitabilidad. Es la ley del calendario. Es el más preclaro síntoma del avance insensible o inevitable de la modernidad. Tal vez a base de museos, núcleos del tapeo, lugares de copas y héroes numantinos amantes de la tradición, se compense en algo ese desequilibrio urbano  imposible. Mientras tanto, sigo paseando por estas calles ausentes de acústicas, luces y personas, que ofrecen el desamor del abandono y el recuerdo irrenunciable de aquella otra infancia, de aquellas otras formas de vida, ni mejores ni peores, pero……. sí muy diferentes en la añoranza.-


José L. Casado Toro (viernes, 22 marzo, 2013)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/

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