viernes, 6 de diciembre de 2013

EL SOLITARIO INQUILINO DE LA BUHARDILLA DOS.


Lleva ya unos cuantos años alejado de su actividad laboral. Se vio obligado a solicitar ante un tribunal médico, a consecuencia de sus inestables problemas anímicos, la anticipación de la jubilación profesional. A pesar de esos condicionantes, de naturaleza básicamente psicológica, mantiene una aceptable forma física, lo que le permite subir y bajar, varias veces al día, los cuatro tramos de escalera sin ascensor del bloque en el que vive. Al igual que él,  sus convecinos también sufren esta incomodidad constructiva. El edificio, muy bien conservado en su estilo neoclásico de finales del XIX, observa, piropea y subyuga a una romántica Plaza que nos recuerda a todo un pasado lleno de historia, arte y cultura. En los bajos de este bloque, destaca un atractivo restaurante de comida griega, bien valorado en las guías culinarias. Además de las tres plantas, con techos elevados hasta los tres metros, existe una cuarta, algo más baja en altura y encastrada entre las vertientes que conforman el tejado, en donde se ubican dos atractivas buhardillas. En una de las mismas, allí reside el protagonista de esta entrañable historia.

Tomás ha ejercido como mecánico ferroviario  (también, fue la profesión de su padre) durante una parte importante de su vida. Contrajo matrimonio ya próximo a la cincuentena, con Clara, una mujer mucho más joven que él, la cual trabajaba, como asistenta de compañía, para personas situadas en la cronología postrera de la ancianidad. Precisamente ella fue la encargada de atender, hasta su fallecimiento, a la madre de Tomás, hombre de carácter bondadoso y con una cierta estabilidad económica. Todo ello facilitó el acercamiento de estas dos personas que decidieron unir sus existencias en el matrimonio, a pesar de que el fervor amoroso entre ambos era más bien frío. El deseo de esta joven, por no acelerar su maternidad, fue un primer motivo de enfrentamiento entre los esposos, a los que se unió ese carácter impulsivamente abierto a lo novedoso (en lo humano) que, prácticamente, desde los primeros meses de boda siempre quiso mostrar la chica. Celos, discusiones, reproches, reconciliación y, de nuevo, lo hiriente de las palabras y la crueldad de los gestos, iban agriando y enfriando el calor de su respectiva unión.
Una mañana de abril, Clara salió de su domicilio y ya no volvió. Con un nuevo romance en puertas, quiso poner distancia a un matrimonio en el que, probablemente, nunca había creído. Esta situación de soledad dejó sumido a Tomás en un estado depresivo, agudizado por la soledad y frustración de sentirse postergado y engañado. Una agenda olvidada de Clara mostraba  el juego casi continuo que la joven había llevado a cabo en ese año y medio de matrimonio. La agudización anímica y el hundimiento en su autoestima obligó, a quien había sido su esposo, a refugiarse en los fármacos y al abandono de ese rutina laboral que, durante tantos años, sustentó su estabilidad y el sentido de la existencia.

Desde entonces se ha convertido en un hombre taciturno y escasamente comunicativo. Su orden del día es bastante regular en lo repetitivo. Se levanta temprano y, antes de hacer el desayuno, se da un largo paseo hasta más allá de la Farola. Tras reponer fuerzas, completa la mañana leyendo la prensa o alguna novela (género literario al que es aficionado) hasta la hora temprana del almuerzo, que suele hacerlo en un restaurante económico, pero donde siempre le ofrecen comida caliente y casera. Por la tarde, nuevos paseos por el laberinto urbano, aunque a veces toma el bus y se aleja a zonas más apartadas de ese centro antiguo donde reside. Suele ir bastante al mundo de las pantallas cinematográficas, donde distrae su tiempo en la inmersión de no pocas escenas que combaten el aburrimiento, aderezado con los contrastes térmicos estacionales. Sus parentescos familiares son muy reducidos y sólo contacta con ellos en fechas señaladas, especialmente en los gratos días que iluminan la Navidad. Eso sí, mantiene una buena amistad con un antiguo compañero ferroviario, también ya jubilado, con el que sale algunos fines de semana a caminar por la naturaleza. Como vemos, desarrolla una vida anónima, silenciosa y presidida por el aislamiento social, estado que tiene bien asumido.

Clara, su ex mujer, en el transcurso de estos últimos cuatro años, ha seguido libando de flor en flor, con esas parejas cambiantes que le han ido apareciendo, sin estabilidad relacional, en la ilusión de los días. Su ansiado y alocado  intercambio en lo humano se ha visto condicionado por el nacimiento de una niña, a la que ha inscrito como Lucía, pero cuyo “supuesto” padre nada ha querido saber de la responsabilidad sociofamiliar que le compete. De manera afortunada, los abuelos de la recién nacida han sabido estar al frente de ese apoyo tan necesario, en una situación grata pero, al tiempo, complicada para una madre soltera y de vida convulsa. La degradación de esta mujer, ya muy próxima a cumplir las cuatro décadas de vida, no sólo se patentiza en su peculiar jerarquización de valores, sino también en ese valor material que ella tan bien ha sabido subastar y vender hasta el momento: su físico. El desorden, en lo personal, más las leyes ineludibles del calendario, han ido borrando los mejores trazos de su cuerpo y rostro, mutando aquella su placentera imagen, hacía el abrupto terreno de la vulgaridad y la decadencia en lo físico.

Y un día, de manera inesperada, ocurrió.

“Tomás, soy Clara. Gracias por no colgarme el teléfono. Sé que ha pasado mucho tiempo. También sé que debes tener un sentimiento hacia mí de profundo rechazo. Mi desaparición y silencio, en estos años, te han debido hacer mucho daño. Puedo asegurarte que mi vida ha sido alocada y desordenada, desde entonces. Y que he pasado por momentos de abatimiento y autodestrucción. En este momento me encuentro también muy mal…….. Y te preguntarás a qué viene esta llamada. En realidad ha sido porque, echando la mirada hacia atrás, tu has sido lo mejor y más honesto que he tenido en la vida. Tengo ahora una niña que va a cumplir los dos años. Gracias a mis padres, esa niña tiene la estabilidad que difícilmente yo podría darle. No, por supuesto, ni tengo derecho ni te voy a pedir o rogarte nada. Aunque por mi orgullo me cuesta trabajo, quiero pedirte perdón, por haberte dejado solo y de aquella manera. Sin unas palabras de justificación, que tu merecías. Cuatro años ya, de aquella locura en la que me apunté, para esta desesperación que hoy sufro.  Como ves, necesitaba hablar….”

Nunca descartó recibir una llamada de esta naturaleza. Pero, a medida que el tiempo avanzaba, esta posibilidad, en los sentimientos del frustrado Tomás, se había ido alejando y haciéndose patentemente irreal. Ahora tenía a Clara, al otro lado del teléfono. Después de unos cuatro años de silencios para las palabras ¿Qué decirle? ¿Qué responderle? ¿Era el momento de los reproches, por el intenso dolor causado, o la oportunidad de la generosidad, para atender el valor del diálogo y la comprensión?

“Has dejado pasar mucho tiempo… para intentar curar algunas de las heridas del alma. Que son las más dolorosas. Creo que sería un error, no sólo por mi parte, que continuáramos dándole posibilidad a un diálogo que murió de inanición. Yo tampoco lo he pasado bien, en todo este periodo. Incluso he tenido que dejar de hacer aquello que más me gustaba. Mi trabajo en los trenes. Y he tenido que someterme a la servidumbre de los fármacos, posiblemente al igual que tú. Sin embargo ahora llevo una vida más sosegada, muy sencilla, en las aspiraciones del cada uno de los días. Y, en modo alguno quiero alterarla. Soy uno más de tantos seres solitarios que, día tras día, vagan por las calles y las plazas de nuestras ciudades. De ti no quiero, no deseo nada. Sin embargo, sí me gustaría conocer a esa niña pequeña, que sin duda, ha de aportarte luz y sensatez en tu vida. Falta un mes y medio para la Navidad. Si te parece, ese día de paz y alegría, nos vemos unos minutos, en ese lugar donde nos presentaron. Recuerdo que fue sobre las seis de la tarde. Lleva a tu hija. Tú, que no querías tener descendencia conmigo, ahora tienes el mejor tesoro que la vida te ha regalado”.

Tras este largo monólogo, sólo quedó en la comunicación telefónica la triste acústica del silencio o la ausencia afectiva de las palabras. Los ojos de ambas personas estaban inundados de lágrimas. Para ambos, pero especialmente en Tomás, el impacto de aquella tarde fue muy intenso y revelador de un tiempo desafortunado. Esos años habían sido neciamente perdidos para dos seres a los que el destino había tratado con limitada generosidad.

25 de diciembre, 18 horas. Terraza exterior del Parador Nacional, Málaga-Gibralfaro. La tarde se ha presentado agradable, con ese sol de diciembre tan acogedor en nuestra ciudad. Desde media hora antes, Tomás se halla sentado en un ángulo de ese espacio maravilloso, desde donde se divisa toda la bahía malagueña y gran parte del la rica flora del Parque. Ahora, con la renovación del Puerto, el espectáculo visual ha ganado en intensidad. El azul del mar se confunde con el del cielo. En un hermanamiento apto sólo para espíritus sensibles hacia la belleza. Transcurren los minutos y una segunda taza de té ayuda para una espera que se prolonga en el tiempo. La soledad continúa haciendo acto de presencia en esta persona, ilusionada en conocer a esa cría pequeña, hija de Clara. Para ella ha comprado un lindo peluche blanco. Cerca de las siete, el sol ha viajado ya lejos, a fin de realizar ese periplo diario a otros lugares donde también, de manera ansiada, lo necesitan. Con profunda tristeza, Tomás espera el bus que ha de bajarle desde esa pequeña colina Penibética que guarnece a los malagueños. Hace tiempo ya que dejó de conducir, por consejo de su médico neurólogo. Vuelve a su entrañable buhardilla. A su constante, asumida y cruel soledad.

A mediados de febrero, un sábado infortunado, Tomás recibe una emocionada llamada telefónica. Es del padre de Clara, con el que no ha tenido relación alguna, desde que su hija lo abandonó. Este hombre, con la voz temblorosa le comunica algo que nunca querría escuchar, aunque siempre lo había temido como posible. Hacía 24 horas que Clara había viajado al reino de las estrellas. Le explicó que su hija se encontraba ya muy enferma, cuando le llamó para pedirle perdón por sus errores.

Ahora, cada uno de los sábados tarde, Tomás recoge a Lucía, en la casa de sus abuelos, admirables personas con los que vive y que tan bien saben cuidarla. Van juntos a merendar, al cine o a ese parque infantil que tanto hace disfrutar a la pequeña. Algún día, contemplan la gran Plaza cuadrangular, desde la lúdica ventana de la buhardilla. Desde ese mágico y romático lugar observan a otros niños jugando con sus bicicletas y el paseo de las personas hacia destinos insospechados. Observan los árboles que ofrecen su sombra y el ruido de la vida que florece a través de nuestros sentidos. Para la pequeña, él es el tito Tomás. Le explica y cuenta historias que Lucía, con juguetona atención, agradece.  A eso de las nueve, la devuelve a casa de sus abuelos, siempre con algún regalo o detalle que despierta la ilusión de una niña encantadora. Tal vez….. seguro que entre las nubes o el cosmos infinito, el alma de una mujer también se muestra sonriente y sosegada para la esperanza.- 


José L. Casado Toro (viernes, 6 diciembre, 2013)
Profesor

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