viernes, 11 de noviembre de 2011

SANTOS ANÓNIMOS, DE AQUÍ CERCA.

De pequeño, recuerdo aquellas enternecedoras y ejemplares historias de santos que, con suma destreza expositiva, nos eran narradas por maestros y catequistas, allá en los toscos pupitres de las escuelas o en los bancos, no menos austeros, de los templos. Las escuchábamos boquiabiertos, en nuestros pocos años, con atención, admiración y entusiasmo, ilusionados vanamente de que esa escenografía, cromáticamente edulcorada, nunca finalizase. En general, eran vidas muy honestas y dolorosas en lo terrenal, sufrimiento, e incluso sacrificio en lo personal, que se veía ampliamente compensado con la alegría espiritual del goce celestial junto al Creador. Había momentos en que más de uno, y más de tres, anhelábamos alcanzar la mímesis de ese comportamiento, difícil y heroico, que sólo aquéllos señalados por su fe podían llegar a disfrutar. Y no han sido escasos los que, con su bondadoso proceder, han conseguido formar parte de un listado presidido por los halos cromados de santidad. La nómina sacral es amplísima y heterogénea, en cuanto a nomenclaturas, méritos y heroicidades para la memoria. Tan elevado es su número que ni las enciclopedias mágicas y “divinizadas”, por su imprescindible utilidad, del Google o la Wikipedia son capaces de cuantificar una cifra puntual o aproximada de los mismos. Nombres y méritos que no coinciden en las densas relaciones de santidades, agrupados en diversas categorías, escalas que también las hay en tan preclara sociedad. Para simplificar este complicado dilema aritmético hoy, primero de noviembre, mes otoñal por excelencia, la cultura cristiana-occidental celebra su gran día, su gran fiesta para el homenaje.

Estos admirables personajes, cuyos nombres nos son recordados desde las hojas de los almanaques, los vemos situados gozosamente en las graderías sublimes de la fe y las creencias. Allá en todo lo alto, cuando miramos a la atmósfera celeste que cubre nuestro Planeta. ¿Se hallan tan lejos de la realidad cotidiana que, alrededor, nos contempla? ¿O, por el contrario, están conviviendo muy cerca de nuestros entornos y espacios terrenales? Sea como sea, hoy, primer día de noviembre, quiero referirme a otros santos, aún no habilitados o reconocidos por los tribunales administrativos que, con rígido celo, controla la sociedad vaticana. No forman parte en la nómina sacral de los elegidos por la Providencia. Pero la estela próxima de sus vivencias merecerían, sin duda, el reconocimiento social, al margen de escalas y calificaciones pontificias. Entremos pues, con respetuosa humildad, a lo admirable de sus recorridos existenciales.

Desde siempre los he considerado como ejemplares héroes anónimos. En sus biografías no aparecen anotadas grandes gestas para la admiración popular. Los anales de la memoria no recogerán sus nombres, sus apellidos, sus hechos y acciones en la cotidianidad de los días. Y es lamentable que estas anotaciones de sus vivencias pasen desapercibidas en los libros que recuerdan la Historia. Lamentable, porque su proceder si merecería más atención, más homenaje y, por supuesto, mayor valoración para publicitar su nomenclaturas. Pero su anonimato, eclipsado por la parafernalia idolátrica popular, posee una gran fuerza, no menor dinamismo y un aire saludable de esperanza y admiración. Deseo referirme expresamente a esos trabajadores, integrados en las diferentes actividades y servicios, que aman y quieren la profesión que desempeñan. Día a día, resplandece (para los corazones e inteligencias sensibles) su afán por algo tan simple, pero tan difícil hoy día, como el hacer bien, en los parámetros de lo posible, la actividad que desempeñan en la sociedad. En la multiplicidad de los servicios, en la transformación industrial, en el mimo y cuidado de la tierra y de los animales que de ella dependen, los vemos contentos y orgullosos de poder proclamar con sus gestos, con sus palabras y sentimientos, la eficacia y mejor atención para su trabajo. Cuando tienes la oportunidad de cruzarte con ellos, en tus necesidades y avatares de los días, valoras y agradeces su dedicación y honestidad por cumplir fielmente con los cometidos que tienen asignados. Largos horarios, incómodas dificultades laborales, tensiones y nervios sincronizados con los problemas que sobrevienen por doquier, etc, nada de eso impide su esfuerzo, amabilidad, preparación y eficacia para que te sientas satisfecho ante los resultados de su labor. Y así, hora tras hora, año tras año, ritualizando algo tan complicado de hallar actualmente en nuestro entorno, como es la entrega, generosa y responsable al tiempo, por un trabajo bien realizado ¡Cómo contrasta su estela con aquellos otros que ni les gusta, ni procuran, ni se esfuerzan o sacrifican por hacer bien la profesión que, más o menos libremente, han decidido o decidieron ejercer. Nuestros “santos” en la proximidad trabajan con esa sencilla humildad, repleta de grandeza, con esa eficacia solidaria adornada de un arco iris que, con frecuencia, resplandece después de un día de lluvia. Son hombres y mujeres, como tú, como ése, como aquél. Te sientes feliz con su trato y con la responsabilidad de que revisten su esfuerzo y diligencia profesional. Estos héroes, con el rostro definido para ti y para mí, merecen ocupar los estantes y archivos de esa memoria que, con inteligencia, sabe mirar desde la privacidad o lo social. Santos, muy próximos, pero marginalmente no reconocidos en el santoral. Son personas que se sienten humildemente felices con el trabajo que desempeñan para el servicio y necesidades de los demás. Así de simple e importante.

Hay otros muchos santos en la inmediatez de nuestras vidas. Pienso, durante este emblemático día, en todos aquellos, jóvenes o mayores, que sufren, con resignación y esperanza, el cruel dolor de la enfermedad. Cuando la estructura armónica de lo corporal deja de funcionar, hay un ánimo, un espíritu, un alma que sufre la impotencia de la realidad. Y esa rebeldía, humana en la lógica, se va transformando, se va asumiendo o aceptando con la serenidad de la naturaleza. Esa naturaleza que nos enseña la evidencia de que los seres nacen, crecen y cumplen, finalmente, su ciclo vital. Las personas que adoptan esta noble actitud, ante el crudo ejemplo de la realidad en lo natural, merecen también, cómo no, las insignias solidarias de la santidad. No aparecen citados en los calendarios honoríficos del tiempo pero, su dolor, también su ejemplo, supone un justificado aval ejemplarizante de la santidad que merecen detentar, por su trayectoria y recorrido en lo humano. ¿Por qué la crueldad del dolor? ¿Por qué la sinrazón de la enfermedad? Unos poseen el apoyo, el sosiego trascendente, de la fe religiosa. A la mayoría, desde las aulas universales de la ciencia, les llega otro sosiego en la respuesta: es la naturaleza. Es su ley. Pues bien, esos otros santos, que sufren el dolor, deben tener acomodo en estas páginas de homenaje para su anonimato.

Hoy, 1º de noviembre, pero también durante todos los días del almanaque, recuerdo, con respeto, admiración y simpatía, a todos aquellos que nos hacen sonreír, por los senderos, desigualmente previsibles, de la vida. ¡Es tan hermoso despertar una sonrisa en el rostro de los demás! También hay que mencionar a todos aquellos que nos hacen creer en la bondad. Esa imprescindible palabra no es sólo un sustantivo. Supone una admirable actitud que nos hace amar ese trocito de vida en la que somos modestos, pero grandes, protagonistas. En definitiva, nos estamos refiriendo a santos de aquí y de ahora. Con su grandiosa sencillez y el mimetismo áureo del ejemplo, nos hacen creer, en la transparencia cristalina del mar junto a la fuerza poderosa de la montaña. En el cielo y la tierra, en la luz y en el atardecer. “Santidades” que nos animan a sustentar la confianza solidaria en lo humano. Y también, lógica y primariamente, en nosotros mismos.

José L. Casado Toro (viernes 11 noviembre 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/

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