viernes, 4 de noviembre de 2011

OÍR, PARA NO ESCUCHAR. LA FALACIA REAL EN LA COMUNICACIÓN.

No sé si a ti también te ocurre. Es algo que resulta profundamente incómodo y molesto. Pero que lo percibimos, cada vez más, en el ejercicio diario de nuestra comunicación. La situación, a groso modo es la siguiente: nos encontramos hablando con una persona, narrándole algún hecho o circunstancia, exponiéndole argumentos y opiniones. Pronto caemos en la cuenta de que nuestro interlocutor, aparentemente, nos está oyendo pero, sin embargo, no estamos tan seguros que esté escuchando o atendiendo al contenido de nuestra exposición. Dos detalles confirman este hecho. En primer lugar, su respuesta. Tiene poco o nada que ver con lo que le acabamos de decir. Además, y esta es una señal para el ejercicio de la observación, le delata su mirada. Los ojos y la mímica de su rostro nos ofrecen una señal inequívoca que apenas está prestando atención al contenido de nuestras palabras. En cierto sentido, su mayor interés estará en lo que él está pensando y nos va a decir, al margen de nuestros argumentos. Esta situación es más que usual en nuestros días, donde tanto prevalece el ego, el culto al yo, en las actitudes que adoptamos ante los demás. Formalmente hace como si nos oyera. Pero, en realidad, no nos escucha. No se est enterando o poco le interesa acerca del contenido que le estamos transmitiendo. ante los demen nuestros d de decir. á enterando, o poco le interesa, acerca del contenido que estamos transmitiendo para su conocimiento.

Podrían aportarse numerosos ejemplos acerca de esta realidad sociológica. Para ello, sólo tenemos que mirar a nuestro alrededor. Un ejercicio de observación, más que saludable también, a nosotros mismos. Narremos algún caso que sea clarificador e ilustrativo a fin de detectar y corregir esta desafortunada tendencia o hábito.

Es la escenografía de la vida, un padre, o una madre, delante de su hijo. Le está explicando, con serena racionalidad, y con la mejor paciencia posible, alguna consideración que afecta al comportamiento o hábito del joven. Éste apenas dice nada. Todo lo más, hace aflorar algunas protestas de que tienen algo que hacer y que le dejen vivir su vida. Tras la insistencia de su progenitor, adopta una estoica postura de sometimiento pero, cuando se esperan sus palabras de respuesta, hace mutis por el foro sin ánimo de proseguir el diálogo o la polémica. O responde con algún tema que poco o nada tiene que ver con el objeto de la recriminación o aseveración paterna. Esa frase del “déjame ya”, “ya estás otra vez con la misma historia” o “pues muy bien, hasta luego” son más que usuales para culminar un falso diálogo que, en realidad, nunca ha existido. Una de las partes oía, pero no le interesaba o importaba escuchar.

Te encuentras a un antiguo amigo o conocido, en el deambular de la calle. Tras los saludos previos, afectivos y cordiales, inicias un diálogo con aquellos contenidos que estimas apropiados para el momento u oportunidad. A poco que pasan los segundos vas percibiendo que tu interlocutor, en sus respuestas y gestos, se halla, mentalmente, en otro lugar. Incluso comienza a comentar acerca de sus cosas que en muy poco tienen que ver con aquello que le estabas aportando. Mecánicamente afloran ese fluir de palabras acerca de la familia y los buenos deseos. Incluso aquello del “nos tenemos que ver”. ¿Verdaderamente, tú o él, os habéis enterado de aquello que estaba transmitiendo el que hacía uso de la palabra? Aunque físicamente os encontrabais juntos, mentalmente la distancia que os separaba era sensible y significativa. Comunicación de palabras que se pierden en el laberinto psicológico del desinterés.

Marido que llega a casa, tras la jornada de trabajo. Cónyuge que vuelve al hogar, tras cumplir con su rutinario horario laboral. Ambos sentados junto a la mesa, a fin de comenzar la cena. Hay un tercer invitado, para ese “ágape” que anuncia la noche. El aparato de televisión es el que, físicamente, habla. Por supuesto, si uno u otro realizan comentarios acerca de los avatares del día, la respuesta del que, aparentemente oye, es de naturaleza monosílaba. O bisílaba. Su mente se encuentra aliada en lo que se expone por la pantalla de plasma o en los pixel cromados del cristal líquido. Incluso haces como que atiendes, pero con el gran esfuerzo de no perder puntada de lo que vocifera el televisor. Con cara de un cierto enojo, la persona que tienes enfrente, te regala una queja con una frase más o menos parecida a ésta: ¿te has enterado de lo que te dicho? Después, en el tresillo, o un poco antes de dormir, alguno de los dos emprende la aventura de compartir alguna vivencia, anécdota o conocimiento procedente del día. Parece que estás atendiendo pero, en realidad, apenas escuchas lo que te están comunicando. “Estoy muy cansado. Hoy ha sido un día muy duro. Intentaré coger pronto el sueño”. Igual tu sigues hablando pero, ante su silencio, te acerca y observas. Está dormido. Está dormida. Incluso la escena puede adornarse, para el desaliento, con algún ronquido que tu garganta, o la suya, se afanen en protagonizar.

Y, un cuarto ejemplo o muestra de esta desatención. La actitud y respuesta del político frente al ciudadano elector. Éste último no sólo se limita a emitir su voto cada equis años. Expone y reclama al profesional de la “cosa pública” sus necesidades, sus anhelos, sus críticas y sus exigencias, como contribuyente responsable para la convivencia colectiva. Le habla de muchas forma. A través de las encuestas. Los medios de comunicación se hacen eco de sus problemas y conflictos. Cartas al director en los periódicos, editoriales y otros artículos de prensa que, la oficina mediática del político, conoce y sintetiza. También el contribuyente realiza intervenciones directas a través de programas radiofónicos, abiertos a la participación de los oyentes. Reclamaciones directas a esos administradores o gobernantes, cuando éstos acuden a las ondas. Sindicatos, Oficinas de los Consumidores y otras asociaciones también ejercen de canales de transmisión de los problemas que aquejan al ciudadano de “a pie”. Y, desde todas esas atalayas para el conocimiento, el político oye. Hace como que oye o escenifica “teatralmente” una preocupación receptiva. Sin embargo la realidad es cruda, para denunciar la insensibilidad psicológica o egoísta del que no quiere escuchar. Desesperantes y lacerantes listas de espera, para la atención o intervención sanitaria. Unas decisiones económicas que priorizan los intereses de aquellos que siempre ganan, como son la banca o los grandes grupos financieros. Una política educativa que camina, año tras año, hacia la desmotivación, la falta de autoridad y los números rojos en los resultados del aprendizaje. Tanto en los contenidos conceptuales, como en las habilidades procedimentales y en la asunción de valores y buenos hábitos. Tercera edad, seguridad, cultura, movilidad y comunicaciones, limpieza, urbanismo y ecologismo…… La lista sería muy larga en unos “debes” que no hacen sino reflejar el autismo administrativo de aquéllos que han sido elegidos y/o encargados para la gestión y el acuerdo solidario. Hacen como que oyen pero, en sus respuestas y decisiones, padecemos la sordera de lo que realmente escuchan.

Serían tantos los ejemplos de estos comportamientos cotidianos……. Nunca en la Historia ha habido tal avance o posibilidades comunicativas como en las sociedades que pueblan el siglo XXI. Etapa o Era de la Humanidad en que la tecnología pone a nuestra disposición los más sofisticados medios y canales para la intercomunicación globalizada, en una geografía a escala verdaderamente universal. Por ello resulta más que paradójico y desalentador que esta sociedad, sin límites para las distancias, físicas o tecnológicas, ofrezca, cada vez más, ejemplos o muestras de que los interlocutores caminamos o viajamos por diferentes vías. Y esos equívocos, en las hojas de ruta para el diálogo, refleja la penosa y cruda realidad de una sociedad, tanto en lo colectivo como en lo individual, desconectada en la escucha de aquello que, supuestamente se oye. Por ahí habría que empezar, en una terapia, inteligente e inaplazable, para el entendimiento y la racionalidad. –

José L. Casado Toro (viernes 4 noviembre 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/


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