viernes, 9 de septiembre de 2011

EL DECADENTE RENCOR EN LA CLASE POLÍTICA.

En toda persona anidan los mejores valores, junto a otras actitudes y respuestas que no lo son tanto. Esta ambivalencia es algo consubstancial de lo humano. Obviamente, el problema aparece cuando el equilibrio porcentual se rompe, para favorecer el platillo de la balanza en lo negativo. Precisamente hace unas semanas, un psicólogo conferenciante nos planteaba si pensábamos que existían en el mundo las malas personas. El auditorio, un tanto extrañado ante el contundente interrogante, movió de forma casi unánime la cabeza, tras mirarse extrañados unos a los otros por la evidencia de la pregunta. Resulta erróneo negar lo que es una realidad en nuestro entorno. También en nosotros mismos: hay momentos en que estamos afortunados en la bondad y otros en que nos sale la vena de esa malicia, difícilmente evitable en nuestras vidas. Parece inteligente que las personas nos debemos esforzar por ofrecer lo mejor de nosotros mismos, potenciando valores y corrigiendo defectos o actitudes negativas para con los demás.

Entre esos defectos, que más degradan nuestra imagen, destacan las actitudes rencorosas, en las respuestas, en los comportamientos. Bien es verdad que existen situaciones para las que resulta difícil, muy difícil y complicado, sustraerse a esa negativa actitud. Fundamentalmente porque somos seres humanos, personas. Con sus hermosos patrimonios y con sus nubladas imperfecciones. A todos nos ocurre, con más o menos intensidad. Y claro que debemos evitarlo. El rencor en nuestras respuestas. Aunque ese elogiable esfuerzo para superarlo no sea fácil. Son muchas las ocasiones en que resulta más que difícil conseguirlo. Pero al hacerlo, nadie ha de dudar que nos sentimos mejor. Como personas, como seres humanos.

Esta larga digresión viene a cuento acerca de la actuación que desarrollan aquellos que nos han gobernado o desempeñan, en la actualidad, funciones administrativas y ejecutivas en el poder. Los profesionales de la política. Es deplorable contemplar, sufriendo sus consecuencias, cómo aquellos que habrían de dar ejemplo de negociación, acuerdo y diálogo constructivo, se dedican a ensuciar, a destruir, a complicar y bloquear soluciones. Los que ostentan el poder, con su soberbia arrogancia que desprecia a la humildad de servicio a la que están obligados. Los que ejercen la oposición, gozando y favoreciendo insolidariamente lo negativo, ya que así consideran que podrán acelerar la sustitución de esos rivales que ahora ostentan la autoridad gubernamental. Y mientras, el desaliento de los ciudadanos, aquellos que pagan sus impuestos y desean que las cosas funcionen, padeciendo esas eternas y pueriles luchas, escenificadas en el entorno mediático (prensa, radio, televisión) y, sobre todo, en el foro parlamentario. Políticos que han sido designados con nuestro voto para construir y mejorar nuestra existencia, ofrecen un patético ejemplo del egoísmo partidario que les contempla. Piensan en el poder, piensan en ellos, en sus intereses y ambiciones. Parece que poco les importa el sufrimiento de esos ciudadanos que anhelan soluciones en la concordia. Por eso no ha de extrañar que la valoración que la ciudadanía otorga a sus políticos sea tan precaria en la calificación numérica. ¿Nos asombra el dato confirmado que, en las últimas elecciones municipales y autonómicas, más de medio millón de personas se acercaran a las urnas para depositar un sobre sin papeleta en su interior? Súmeles aquéllos que se fueron a la playa o al campo, alejados de la escenificación en los votos. Es el terrible desencanto de la ineficacia. Es el testimonial rechazo al lamentable “espectáculo” que, esos políticos, ejercen en el día a día de sus obligaciones y compromisos.

Pero ahora deseo referirme a la imagen ofrecida por un peculiar prototipo político. Se trata de ese personaje que ha permanecido largos años vinculado a una formación partidista y que, tras su caída en desgracia dentro de la misma, dedica todos los esfuerzos posibles para criticarla y atacarla, aprovechando las oportunidades que se le ofrecen. El tipo político al que nos referimos es aquel que ha cimentado su figura pública tras las siglas del partido que le ha dado cobijo. Y no uno o dos años, sino varios lustros en el tiempo. Ha representado altos cargos en la administración local, regional y nacional. Incluso ha sido comandado para representar a nuestro país en foros y organizaciones internacionales, siempre en el cupo correspondiente de las siglas vinculadas a la ideología por la que libremente ha optado. Llega un momento en que por razones de edad, por cambios en los dirigentes de esa formación o por otras circunstancias ocultas, queda relegado de las altas, medias o leves responsabilidades que le han sustentado por años. Y, en vez de hacer una noble y agradecida retirada, aprovecha siempre la oportunidad, que el ámbito mediático le ofrece, para criticar con saña y crueldad a los dirigentes actuales de su formación. No hace lo mismo con el otro gran partido rival. Sus silencios con respecto al mismo son más que sonoros. Incluso en alguna ocasión hemos visto casos en los que, tras décadas en las siglas que le han vinculado públicamente, acaba militando como resabiado en la agrupación contraria, haciendo un “cambio de chaqueta” que huele inevitablemente mal.

Lo dicho. Sea en alguna entrevista, realizada a través de la radio, la televisión o la prensa, arroja su bilis frustratoria contra “su” partido. Más bien habría que decir, contra los dirigentes actuales del mismo. Incluso consigue la tribuna mediática de alguna columna semanal en la prensa para hendir, cíclicamente, sus afiladas uñas ideológicas contra sus excompañeros de la cosa pública. Estén o no en el poder. Y lo hace de una manera altanera, despreciativa, desde el pedestal de su frustración y rencor, más que evidente. Incluso utiliza los eufemismos y triquiñuelas del humor, teñidas de altas dosis de ironía, con los que patentiza más la evidencia de su ajuste de cuentas con respecto a los compañeros que ahora le han defenestrado. Con ello no hace sino conseguir una desaprobación calificatoria, principalmente otorgada por aquellos que conocen bastante bien cuál ha sido su real trayectoria en la “res pública”. Su figura nos provoca, semana tras semana, la semblanza de una profunda decepción.

Dejando ya a estos volubles personajes, defenestrados en su protagonismo social, volvemos a fijarnos en el ejemplo, más que penoso, que ofrecen los políticos, de todos los signos, a las generaciones más jóvenes. El ejemplo de la concordia, la colaboración, el diálogo y el construir, queda trasmutado en el enfrentamiento, la insolidaridad, el insulto y la dejación de responsabilidad. Después pretenden, con la imposición de sus votos potenciados por la “mayoritaria” ley D´Hont, que sus partidarias leyes escolares sean aplicadas sin rechistar por los docentes, en las escuelas e institutos. Y en esas leyes se habla de generar y dinamizar valores entre los alumnos. Valores que sus autores no saben sustentar con el degradante comportamiento que realizan en el ejercicio de sus responsabilidades políticas. Con lo que sale de sus bocas, tanto en el foro parlamentario como en otros mecanismos de la información social; con su desesperante ineficacia a la hora de resolver los verdaderos problemas de la ciudadanía; con el vergonzoso rencor visceral que muestran ante sus oponentes políticos, sólo consiguen, amén del rechazo social, el abstencionismo, real o testimonial, en la repulsa de los ciudadanos.

Las páginas de nuestra historia, la Historia de las Civilizaciones, están repletas de dolorosos ejemplos provocados por la intolerancia, el fanatismo, la insolidaridad y por los rescoldos del rencor sectario. Dolorosos, por los sufrimientos que su implementación ha provocado entre las masas sociales de las naciones. Ese no es el camino. La memoria histórica nos lo recuerda una y otra vez. No sólo para entender nuestro presente, aquél que nos ha tocado protagonizar, sino también para evitar la repetición de los mismos, con todas las secuelas de dolor que llevan anejos. Sería deseable que, por una vez y por muchas, lográsemos aprender de los errores en que se han visto inmersos pueblos y sociedades en el devenir generacional. Abra un libro de Historia, navegue en las páginas y ventanas del Google, y comprenda que el camino del rencor sólo conduce al dolor propio y ajeno. Habría que decirles a esos políticos, de uno y otro signo y color, que el camino es otro. Su navegador, hoja o mapa de ruta la tienen, penosamente, desactualizada.-

José L. Casado Toro (viernes 9 septiembre 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/


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