viernes, 15 de julio de 2011

UNA ROSA, CON RECUERDOS EN LA SOLEDAD.

¿Qué se esconde tras muchos de esos gestos presididos, en mayor o menor medida, por la conciencia de la voluntariedad? Sin duda, hay muchas vidas presididas por atractivas historias que, a muchos, nos agradaría conocer, narrar y compartir. Esta, que me pareció humana y plena de sentimientos para la reflexión, ocurrió en una, realmente en varias, tardes del otoño. Aún el verano resistía su hegemonía térmica y luminosa, frente al inevitable protagonismo cíclico de una estación, teñida con grises y nublados violetas para la nostalgia. Caminando por esos paseos vespertinos, disfrutaba de los senderos guarnecidos de árboles y setos de flores que lustran, con aroma y color especial, el Parque de Málaga. Ese trozo de ciudad, ganado al mar a fines del XIX, para la habitabilidad y convivencia ciudadana. Es un paraje encantador, herido y roto, en su continuidad, por una extensa arteria viaria que separa el norte y el sur vegetal, allá en las faldas maternales del Gibralfaro. Otra arteria, el “Paseo de los Curas” necesaria para la comunicabilidad en el tráfico este – oeste, impide que vegetación y mar estrechen sus manos solidarias, en la sensualidad fraternal. Pero es que esta bella ciudad padece muchas costuras, visuales y espirituales, aún sin cerrar, pues no hemos de olvidar que un cauce, casi permanentemente huérfano de agua y frescor, desaprovechado por la incuria política, también divide la continuidad natural y urbana de esta Málaga, joya testimonial de culturas y repleta de historia.

Necesitaba descansar de este jugoso senderismo que había disfrutado, por el laberinto medieval y moderno en la estructura planimétrica que hemos ido construyendo, cuando me senté unos minutos en un banco de madera, ubicado en la selva arbórea del Parque Sur. Por ahí, de forma paciente y afectiva, caminaban algunas parejas heterogéneas por la edad, tanto en lo físico, como en las ilusiones del alma. Un tráfico fluido, eran las seis de una tarde tranquila y azulada, con un sol de tonalidades anaranjadas, generaba ese monótono discurrir de vehículos por la calzada central, apenas alterado por el diálogo silencioso que mantenían las personas que gozaban con la naturaleza. Y, a unos diez metros, en otro banco de color marrón madera, observo a su ocupante. Efectivamente, movía los labios, sin otro interlocutor que le prestara atención. Se trataba de una persona mayor, un hombre que probablemente superaba las siete décadas en su vida, y que parecía estar hablando con una sombra de perfiles ausentes. Alopecia pronunciada, ojos serenos, con esa apariencia de bondad que contagia, piel arrugada tras muchos calendarios en la mirada, algo de obesidad pero no excesiva y una forma de vestir modesta pero digna. Camisa celeste, vaqueros “lavados” y unas deportivas de colores mezclados, entre el blanco y el gris, marca Paredes, reconocibles pues también poseo unas similares en un estante de mi armario. Pensé que igual se trataba de una persona con el equilibrio psicológico alterado, pues continuaba su conversación solitaria, mezclando incluso alguna que otra sonrisa plena de expresividad. En un preciso instante, pareció elevar, en intensidad, su tono de voz. Lo más curioso fue cuando extrae una linda flor, de una bolsa que tenía a sus pies, la besa con indisimulado cariño y ejecuta un movimiento por el que ofrece esa rosa de intenso color rojo a una compañera que probablemente sólo él veía, identificaba o imaginaba. Guardó silencio, durante unos largos minutos y lo vi alejarse, después, caminando lentamente entre los setos de flores y árboles para la sombra. Me quedé observando, con la extrañeza subsiguiente, el asiento que había ocupado, ya sólo presidido por una linda rosa que descansaba en uno de los tercios del mismo.

Pasaron los días cuando, otra tarde, decidí ir en bicicleta hacia ese agradable lugar portuario que representa el Palmeral de las Sorpresas. Terminando el carril bici, junto al Edificio del Rectorado, me sitúo en el semáforo inmediato a fin de cruzar hacia el Parque Sur. Esperando la señal de paso, identifico a la misma persona que aquella tarde recitaba un solitario diálogo o monólogo testimonial. Veo que portaba la misma bolsa de plástico, que publicita unos grandes almacenes. Me adelanto con la bici y me siento en el mismo lugar que ocupé aquel día. Al poco llegó mi conocido personaje que repite, prácticamente, el mismo ritual. Me acerco y “buenas tardes. Perdone, lo que puede parecer una impertinencia. Le observé el otro día, al igual que hoy.... y mi interés me mueve a plantearle una pregunta. Habla Vd. con alguien que yo no percibo. Y ese misterio de la rosa, que me deja bastante intrigado. Creo que comprenderá o entenderá mi extrañeza”.

El buen hombre, regalándome una generosa sonrisa, alivia de inmediato cualquier tipo de tensión. Me pide que me siente junto a él y comienza, con voz parsimoniosa, a narrarme su historia. Enviudó hace ya quince años. Sin casa propia (vendió su pisito en la barriada), vive sus setenta y seis años en los domicilios acomodados de un hijo y una hija, alternando, sus estancias trimestrales, con una y otra familia. Desde que su querida mujer viajó a ese desconocido lugar que hay más allá de las estrellas, sufre una profunda y depresiva soledad. Soledad agravada por un trato que él considera huérfano de afecto por parte de unos hijos muy ocupados y estresados, tanto en lo laboral, como por sus intereses egoístas. Familias, ambas, en las que un par de nietos monopolizan su tiempo en los estudios, aficiones y pandas de los amigos. La historia de la rosa comenzó hace un par de años. Conoció a una mujer, en este mismo lugar. En su opinión, bastante guapa y alegre de carácter. Mucho más joven que él, pues en ese momento ella aún no había cumplido los sesenta. Entablaron una agradable conversación, que posibilitó entre ellos la semilla vitalista de la amistad. Anhelados diálogos que repitieron otras muchas tardes, a esa hora de las cinco, cuando el sol comienza a languidecer.

Aquel hombre, Damián, era su nombre, de talante bondadoso y comunicativo, potenciaba su actitud emocional a medida que me desvelaba los detalles de su proceder. La ilusión volvió a renacer en su vida a medida que cada tarde, a las cinco, volvía a encontrarse un buen rato con Esther. Vitales conversaciones y paseos que completaban a veces con una merienda en aquella cercana cafetería, próxima a Larios. Su alegre compañera no se había casado, tras un par de largos noviazgos frustrados por distintas causas que nublaron su vida. ¡Ah, la rosa! Fue un gesto en regalo que él le quiso hacer por su cumpleaños. La respuesta de su amiga fue un largo beso, entre palabras de afecto y lágrimas mezcladas con una cariñosa y bella sonrisa. Desde entonces, los días 23 de cada mes, volvía a comprarle la más linda de las rosas de entre los puestos de flores. Fue una amistad de año y medio que, para ellos, acabó significando la justificación del renacer de cada mañana.

El final de la historia no es alegre, pero real y profundamente humano. Aquel día, Esther ya no le acompañó sentada en su banco del Parque. El móvil no le abrió las puertas para sus dudas. ¿Tal vez habría tenido que acudir a casa de una sobrina nieta que cumplía meses para el embarazo? En las dos tardes siguientes, tampoco hubo respuestas para la preocupación de sus dudas. Hasta que ese viernes aciago, decidió acudir a su domicilio, pues en no pocas ocasiones solía acompañarla a casa, tras ese ratito de compartir juntos la compañía de la tarde. Llamó un par de veces por el portero automático, sin comunicación como respuesta. Una joven que llegaba a la puerta de ese bloque, viéndole pulsar repetidamente el 3º B, se le quedó mirando y con especial cuidado le preguntó si estaba tocando en el piso de Esther. “Me temo que no lo sabe ¿verdad? Fue hace dos días. Ha sido una desgracia. La causa dicen que ha sido el corazón. ¿Fue Vd amigo de ella?”

El mazazo para Damián es de los que difícilmente logran olvidarse. Ahora, cada una de las tardes, busca consuelo en un diálogo, invisible e imposible, en el mismo banco del Parque que tantas y animosas tardes lograron compartir. Eran felices, profundamente felices, en esas necesitadas horas en que ocultaban la soledad de sus vidas. Sí, y cada una de las semanas, le deja, en el lugar que ella solía ocupar, una rosa, con el rojo intenso de un cariño también poderoso. “Verás este proceder como un romanticismo de gente joven, sin sentido para los de mi edad. Pero yo, en mi imaginación y en mi corazón, hablo con ella. Le comento mis pequeñas cosas en el discurrir de los días. Y así me siento mejor. Como si ella permaneciera junto a mi, en este ratito de las tardes. Pienso que me estará escuchando desde algún lugar, aunque ahora yo no entienda su voz. Y esta rosa, que tu éstas viendo, quiero que ella, mi Esther, también la vea. Así sabrá que no la he olvidado”.

La verdad es que me emocioné al escuchar sus palabras. Le agradecí esa muestra de confianza que había sabido regalarme y, de forma especial, la enseñanza que me había proporcionado con su bello ejemplo. Entre ambos, sellamos la promesa de volver a dialogar en esas otras tardes pertenecientes a cualquier estación de la meteorología. Tomé la bicicleta e hice la vuelta a casa con la tranquilidad de conciencia de que los gestos escenificados de Damíán tenían una cierta lógica, en esa búsqueda de la lealtad, afecto y amor a una pérsona que ya sólo vivía en su recuerdo.

Pasaron semanas en el calendario en las que por diversos motivos no pude ir a visitar a este buen hombre, en su banco del Parque. Las neblinas del minutero habían dejado esta agradable anécdota, o experiencia de vida, sólo ya para el recuerdo. Y fue un lunes, veintitrés de noviembre. Algo de compra en ese Centro Comercial, próximo a casa, ya que el frigorífico se había quedado debilitado en alimentos. También me apetecía renovar la fruta y verduras. Los imanes del carrito de la compra se encajarón perfectamente en el suelo metálico de la escalera de acceso a una de las puertas que dan a la calle. Como la cinta metálica avanzaba con lentitud y estaba algo cansado, me apoyé en el pasamanos de la escalera. Observaba, un tanto ensimismado, los luminosos de los comercios cuando una voz, que se me hacía familiar, se escuchó a un par de metros delante del carrito. “Esther, Otra vez se te ha olvidado comprar mi cerveza”. “Vaya con el señorito. Tú, como siempre, pensando sólo en ti. Pues te aguantas”. Efectivamente, era Damián (mi conocido amigo del Parque) y una señora, próxima a los sesenta, mal cuidada en su vestimenta y aseo. Discutían a gritos, “Esther, tienes un carácter imposible. Eres aborrecible. No sé como te soporto”.


José L. Casado Toro (viernes 15 julio 2011)-

Profesor

http://www.jlcasado.blogspot.com/

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