jueves, 28 de abril de 2011

UNA VOZ ATRIBULADA, AL OTRO LADO DEL DIÁLOGO.

Buenas noches ¡No, por favor, no me cuelgue el teléfono! Necesito comunicar con alguien. Aun sin conocerle, necesito hablar con Vd. Más o menos, fueron éstas las primeras palabras que escuché, tras atender esa llamada que se producía a una hora inmersa en el ciclo de las preocupaciones. Cuando suena la acústica del teléfono por encima de las diez de la noche, es frecuente que produzca en nuestro ánimo una cierta preocupación. Por lo avanzado del día, temes que su contenido conlleve algún tipo de problema que, por su urgencia, hay que transmitir de inmediato. Al otro lado del diálogo había una voz de mujer. De tonalidad suave, con pronunciación educada fuera de Andalucía, concretada en la forma de expresar determinadas letras, respetando el final de las palabras y con una carga emotiva difícil de ocultar o reducir.

Mire, por favor ¿a qué número ha llamado? ¿con quién desea hablar? Con voz entrecortada, su respuesta. La verdad es que he marcado un número al azar, ahora mismo no podría repetir los dígitos concretos, y ha salido su teléfono. Me encontraba un tanto angustiada y sola. Necesitaba hablar con alguien. Y he pensado que ésta era la mejor forma de hacerlo. Aun sin salir de mi sorpresa, procuré mantener la calma. ¿Esto es una broma? ¿Es un ejercicio de publicidad? Pero ¿quién es Vd? Reconozco que lo más razonable hubiera sido aplicar ese gesto que todos hacemos ante el absurdo o la molestia de la inoportunidad. Colgar el inalámbrico, a fin de evitar una mayor pérdida de tiempo. No llego a explicarme por qué mantuve la atención a mi interlocutora. ¿Curiosidad, sorpresa, novedad? Lo cierto es que actué con una respuesta que salió espontánea y novedosa en el proceder usual de las personas. Sobre todo, en la vorágine de la incredulidad y superficialidad que hoy nos afecta. Sin apenas darme cuenta, me vi de lleno navegando en la escenografía que esa voz nerviosa, a veces apagada, había abierto en mi rutina diaria. No, no colgué el teléfono. Intrigado y jugando con el absurdo, le dije ¿Pero, qué es lo que le ocurre? Le agradezco que no me haya colgado el teléfono. Como ya le he dicho, en mi desconsuelo necesitaba hablar con alguien. Comprendo que esta llamada pueda parecer absurda, inoportuna, impertinente………. pero cuando se llevan semanas, días y horas sufriendo, dudando y aguantando en soledad la sospecha del engaño, una hace cosas que pueden parecer absurdas, ilógicas y factibles de ser interpretadas con el mayor criticismo. Al menos he tenido la suerte de que una persona me atienda y escuche, aunque sea por unos minutos. Tiene todo el derecho a interpretar, con dureza y desconfianza, mi comportamiento. Sin saber con quién hablo, le voy a decir algo de lo que me ocurre. Así me desahogaré un poquito, en mi desconsuelo.

Estas cosas no suelen pasar ¿verdad? Parecen increíbles. Pero, a mí, me ocurrió. Y es que a veces nos vemos situados como protagonistas involuntarios en hechos que parecen escenificados para una pantalla de cine. ¿Ficción o realidad? Todas las papeletas parece que están escritas a favor de la primera opción. Pero es que la situación fue real. Tanto por parte de ella, como por la respuesta que yo le ofrecí. Me sentí como ese actor que tras despertarse, o tal vez aún soñando, se ve en un escenario como protagonista de una obra de la que desconoce su argumento, los personajes, su clímax temático y, también, su desenlace final. Total, que me dispuse a conocer qué es lo que deseaba, en realidad, esa mujer de comportamiento curioso, atrevido y no menos angustiado.

Comenzó entonces un peculiar diálogo, que probablemente duró unos diez minutos, tal vez más, entre ella y yo. Me transmitía la firme convicción de que su pareja le estaba engañando. Que se sentía muy sola y triste. Que su familia era muy chapada a la antigua, en cuanto a la relación hombre y mujer. Pero ¿tienes alguna actividad laboral? No. Desde que nos casamos, hace ya más de cuatro años, él no quiso que siguiera en la cafetería donde, sin estar fija, tenía trabajo seguro casi todos los meses. Él tiene un sueldo bastante bueno como interventor en una Caja de Ahorros. Más que suficiente, pues tampoco hemos querido tener descendencia, por aquello de la libertad. Sé que me engaña y, como una tonta o débil, me da miedo decírselo. Pero sufro mucho y me siento muy sola. ¿Y tu círculo de amigas? Bueno, no tengo muchas amistades. Hay una antigua compa de trabajo con la que siempre intimé, pero ahora ella no lo está pasando bien, por otros motivos. Nos vemos muy poquito. Bueno, gracias por escucharme. Ya te he dado bastante la lata. Pensarás que no estoy bien de la cabeza. Te agradezco mucho que no me hayas colgado el teléfono. Comprendo tu sorpresa. Has hablado poco pero, aunque ahora no lo entiendas, me has hecho bien. Este ratito me ha hecho mucho bien. Oye, ¿cuál es tu nombre? Sólo acerté a entender la palabras gracias, recitada en un bajo tono de voz. No hubo más. Había cortado la comunicación.

La sorpresa que me embargaba duró un buen rato. Incluso en los siguientes días, en distintos momentos recordaba mi conversación con esta anónima mujer. Por extraño que parezca, no comenté a nadie este curioso y peculiar episodio del que había sido involuntario partícipe.

Siempre tuve el presentimiento de que, más pronto o tarde, volvería a escuchar la voz de aquella interlocutora que, sufriendo la angustia de soledad, una noche llamó a las puertas de mi diálogo. Aunque el número de teléfono que había utilizado para efectuar su llamada quedó grabado en mi agenda, preferí no utilizarlo, por el momento, ante la duda de no saber qué me iba a encontrar al otro lado de la línea. Marcar un número y no saber por quien preguntar tampoco debía ser una experiencia o acción agradable.

Pasaron unos meses. Más o menos, un par de estaciones en la meteorología. Una tarde, al volver de realizar unas compras, observo en el registro de llamadas un número que no reconocí como familiar. Algo me impulsó a contrastar sus dígitos en la agenda del Mac. En el listado, aquel número figuraba como “mujer misteriosa” título que reconozco como de escasa originalidad. Efectivamente era el mismo número que reclamó mi atención durante aquella noche otoñal. ¡Hola, buenas noches, tengo en mi registro de llamadas…..! No me dejó concluir mi presentación. Sí, he sido yo quien te ha llamado. Efectivamente era su voz, aquella voz, dulce en el dolor, que una noche buscó el desahogo en el azar de un teclado anónimo. Al margen de agradecerte tu buena disposición, en un momento de gran dificultad para mi vida, entiendo que es justo y necesario ofrecerte una explicación más concreta acerca de la situación en la que, sin querer, te has visto envuelto. ¡Vaya, ahora me doy también cuenta que no dejo de utilizar el tuteo en mi expresión! No te preocupes, yo también lo haré. Así resultará más agradable nuestro diálogo. Por cierto ¿han mejorado las cosas en tu vida?

Su nombre responde al de Nathaly. Tiene en este preciso momento los mismos años que otra gran mujer, de sonrisa y ojos atrayentes, que supo deleitarnos con su arte desde pequeña, dejándonos un gran vacío, a los aficionados al cine, cuando falleció prematuramente a la edad de 43 años. Natalie Wood (1938-1981). ¿Recuerdo títulos inolvidables como Rebelde sin causa; Esplendor en la hierba; West Side Story…? Bueno, volvamos a nuestra otra Natalia. Hace muy pocos días que, de forma civilizada, ha puesto fin a su matrimonio. Todo ha sido, según me comenta, relativamente fácil, pues la ausencia de hijos ha facilitado un proceso que siempre resulta doloroso. Efectivamente, había una tercera persona que colaboró en romper una armonía matrimonial que cada día tenía más de superficial. La típica joven compañera de trabajo, para un hombre que araña el medio siglo de vida. Su relación en lo íntimo venía ya de un año atrás, entre disimulos, infidelidades y apariencias. “Oye Náthaly, me agradaría, cuando fuese posible, poder dibujarte en algo más que tu voz. Algún día podríamos compartir una taza de té, para que el sentido del oído se viera enriquecido con la realidad que los ojos nos revela y complementa. Te imagino de una forma… e igual tu lo haces conmigo. Sería simpático y saludable que identificáramos nuestras recíprocas fotografías imaginadas”.

Te he llamado, como te decía, para agradecerte de corazón tu nobleza y bondad de carácter, al escucharme con generosidad en una noche muy depresiva para mi persona. Creo que tienes derecho a saber algo más de mi vida. De ahí la razón de mi llamada, hoy. Pero, quiero pedirte algo más y confío sepas entenderme. Conoces mi número de teléfono y yo el tuyo. Lo que quiero decirte es que, por ahora, me provoca más ilusión e incluso algo de intriga dejar en el secreto de nuestra mente la imagen de dos personas que solo se identifican por el sonido de sus voces. Si alguna vez eres tú el que necesitas llamarme, no dejes de hacerlo. Prometo que yo lo haré también. Sé que no me vas a colgar el teléfono. Ahora, es suficiente que sepas solo unos datos. Náthaly, mi nombre, que también me agrada mucho el cine, que voy a volver a trabajar y poco más. Gracias, gracias de corazón. Entiendo que hay algún motivo, tal vez importante, que te impide facilitarme un conocimiento más concreto de tu persona ¿verdad? Me estás haciendo sonreír. Eres muy observador e imaginativo, al tiempo. Y sólo estás viendo a través de la voz y algunos de mis argumentos. Es cierto. No te equivocas. Hay algo, muy personal, por el que prefiero evitar una modificación de la pintura física que te has hecho sobre mi retrato. Pero ese va a ser mi pequeño, e importante, gran secreto. Lo que tu prefieras, Náthaly. Siempre me ha gustado respetar a las personas que han estado en el circulo vital de mi vida. Sabré respetar tu privacidad. Pero sé que algún día volveremos a dialogar. Hasta luego o siempre, querida Nathaly. Permíteme que utilice la palabra “amiga”.


Al paso del tiempo, tuvo el buen detalle de llamarme en fechas navideñas. Me agradeció saber respetar su silencio y se mostró, en verdad, muy atenta y cariñosa. También supo ser generosa, meses después, cuando fui yo quien marcó su número. Me encontraba, en esos momentos, abatido anímicamente y su acogedora respuesta me hizo bastante bien. En esa, ya larga, conversación aludió a un detalle laboral que supe captar y aprovechar. “Tengo turno en el Samoa por la tarde” Creo que no reparó en manifestar ese dato, ya que la percibí muy relajada y abierta. No pude evitar más mi curiosidad. Elegí una esquina, con buena visión, en la aludida cafetería que se halla situada en el corazón comercial de nuestra ciudad. Aquella tarde, en un cálido jueves de abril, por fin conocí, físicamente a Nathaly. Apenas un tercio de las mesas ocupadas para la merienda. El azar también quiso que fuera otra compañera la que atendiera mi petición de una taza de té. Fue innecesario que una voz que la llamaba, desde la barra, le hiciera mover su cabeza. Nada más sentarme en mi lugar, ya había tenido oportunidad de reparar en su persona. Comprendí, sin mayor complicación, la razón por la cual mi enigmática interlocutora había tratado siempre de evitarme un conocimiento directo de su persona.-


José L. Casado Toro (viernes, 29 abril 2011).

Profesor.

http://www.jlcasadot.blogspot.com/


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