En los cuentos infantiles, también en el imaginario narrativo popular, el gran bosque siempre ha representado ese gran espacio sugerente para la intriga, el miedo y los laberintos para la “imposible” salida. Atracción e inquietud, generado por esa densa y elevada masa arbórea, que dificulta la llegada al suelo de los rayos solares, ofreciendo las poliédricas geometrías de un ramaje espectacular para la visión y la generosidad de las sombras. El bosque aparece como la gran reserva de la naturaleza, en donde la mano del hombre ha respetado ese fascinante decorado del gran espacio para el misterio, la aventura, la emoción y la inseguridad. Miedo y temor a encontrarnos con el lobo, los gnomos, los animales salvajes y, por supuesto, con los misteriosos fantasmas, siempre con la inquietud de no poder hallar una fácil salida cuando así lo deseemos o necesitemos.
La fortaleza del bosque sólo se ve alterada cuando la impericia o descuido de los humanos genera ese fuego devorador que elimina en pocos minutos lo que se ha ido construyendo a través de los muchos años. También la malicia está detrás de esos voraces incendios, que tienen su origen en intereses económicos repulsivos y delictivos. También los fenómenos atmosféricos, con tormentas y aparato eléctrico, pueden “vencer” su erguida e insolente apariencia. La tala de árboles para la industria maderera es otro gran problema, cuando se realiza sin control o racionalidad biológica.
Sin embargo, para algunas personas el bosque no sólo habita en el seno de la naturaleza, sino que tiene su pobre réplica en el seno de la gran ciudad. ¿Y cómo es ese bosque que mentes observadoras y reflexivas pueden encontrar en la conformación de la vida urbana? En este contexto se inserta una nueva historia, para los lectores interesados en su disfrute.
El protagonista de nuestro relato es un niño de nueve años, llamado ADRIÁN. Una infancia duramente castigada por la orfandad de padre y madre, debido a un muy desafortunado accidente de carretera. La furgoneta que DAMIÁN conducía, acompañado de su mujer MARIANA, perdió el control de la dirección precipitándose por un barranco muy pedregoso, pereciendo ambos ocupantes, tras los sucesivos impactos y el incendio final del vehículo. El alcalde de la localidad cazorleña, en donde ambos vivían, llegó con prontitud al lugar del siniestro, en donde los bomberos estaban controlando el incendio que el siniestro había producido. El alcalde LISARDO opinaba, con sumo pesar, que su buen amigo Damián, un campesino honrado y trabajador, 46 años, arrastraba problemas arteriales, por lo que podría haber sufrido un alza de tensión, que le provocó el desvanecimiento, con la mala fortuna de que sus manos iban puestas al volante. El vehículo se había salido de la calzada, rompiendo el “quita miedo”, cayendo hacia el vacío del espacio abarrancado.
La primera y gran urgencia era el hijo de los vecinos fallecidos. Había quedado en una absoluta y cruel orfandad. De inmediato se hicieron rápidas gestiones, por los servicios municipales, conociéndose que el pequeño tenía unos tíos en la capital malacitana. Se contactó con el hermano de Damián, llamado RICARDOpara informarle del fatal accidente. La respuesta inmediata de este trabajador municipal de parques y jardines fue lógica y admirable. Él y su mujer DOROTEA, matrimonio sin hijos, solicitaban hacerse cargo de su único sobrino. Los servicios sociales de Cazorla y Málaga dieron rápidamente su conformidad. En 48 horas, Adrián (que permanecía en el domicilio del alcalde) viajaba acompañado por un miembro de los servicios sociales con destino a la capital malagueña. Su modesto equipaje para este urgente traslado era una mochila de campo, regalo de sus padres en Reyes, con algunos de sus juguetes más apreciados y un trolley con la ropa más necesaria para estos complicados y tensos momentos. Sus tíos esperaban al querido sobrino en la estación de autobuses de Málaga, produciéndose un muy emocionado encuentro. Dorotea abrazó con cariño a un niño que lloraba, diciéndole para el consuelo “Nunca te faltará el cariño de una madre. Me esforzaré cada día para hacerte feliz”.
Pasados unos días, sus tíos, aplicando racionalidad a las emociones, se pusieron en contacto con un abogado para gestionar la herencia del matrimonio fallecido: una casita en el campo, con varias fanegas de tierra, dedicadas al cultivo del cereal y el olivo. Aunque ellos actuarían como albaceas, ante la minoría de edad de su sobrino, todo el valor de la propiedad de Damián y Mariana fue puesto a nombre Adrián.
El muy querido ahijado de Ricardo y Dorotea era un niño “rural” que ahora se tenía que habituar a vivir en un entorno urbano y cosmopolita. Había tenido dos casas. El hogar de sus padres y también otra “vivienda” muy grande, la inmensidad del campo correspondiente a las sierras subbéticas, con sus espléndidos valles, las majestuosas montañas, todo poblado de riachuelos y albercas, vegetación y arbolado, flores y pedregales, frio y calor, con sus nubes para la sombra o esa intensa radiación solar que todo lo alimenta. Con tan maravilloso espectáculo no se sentía solo, pues además gozaba en su mundo infantil con la compañía de los caballos, las vacas, las cabras, las gallinas y los perros. Pero, sobre todo, el hogar misterioso de la naturaleza era ese gran bosque al que sus padres le advertían que debía evitar entrar en él, si no era con su compañía. Su imaginación infantil se aliaba con las lecturas de los cuentos y relatos que hablaban de los lobos que tenían allí su guarida, y en donde también transitaban los fantasmas, los gnomos misteriosos, junto a esos árboles centenarios que hablaban entre ellos en las noches de estrellas, proponiendo ideas para asustar a los niños que se atrevían a penetrar en esa masa boscosa, a la que apenas podían bajar los rayos del sol. Era como un gran castillo o mansión encantada en la que había numerosas entradas, pero sólo una salida, que los ogros y animales del bosque se “encargaban” de disimular y cerrar. De ahí las advertencias de sus padres Damián y Mariana, para que no entrara en un laberinto vegetal en el que se podría perder y “nunca más salir”.
Después del golpe tan terrible de tomar conciencia que sus padres estarían en el cielo, se encontraba en un nuevo hogar, el de sus tíos, personas modestas y trabajadoras, que mostraban de continuo su afán por ofrecerle cariño, calor humano y seguridad material.
Ante la nueva realidad, el pequeño Adri se enfrentaba ahora a otro bosque, “el de la gran ciudad”. Con sus elevados edificios en una urbanística densificada y populosa, que por las noches adoptaba unas formas también fantasmagóricas. Al igual que el laberinto boscoso de las sierras de Cazorla, ahora tenía que habituarse a esa geometría urbana, llena de personas, vehículos de toda naturaleza, luces y ruidos, con miles de personas transitando de continuo en un ambiente turístico y cosmopolita, muy nuevo para su transparente inocencia rural. Ahora no se encontraba con caballos, vacas, cerdos, ovejas, cabras, ardillas o pájaros cantores y aves voladoras, sino que en su lugar esos seres con los que había convivido se habían transformado en camiones, autobuses, motos, bicicletas, monopatines, grúas, perforadoras, etc. En lugar de la tierra árida o mojada, ahora caminaba por el cemento de las aceras o por el asfalto de las calzadas, También había otro tipo de nubes, no tan plácidas como las que contemplaba por las tarde primaverales o invernales, sino aquellas que la propia contaminación atmosférica proporcionaba. El olor a campo también se transformaba y mezclaba en la contaminación de los motores con aroma a gasolina, con el dulce olor de las panaderías y de las flores ajardinadas. Era un tanto diferente al aroma de la resina piñonera o de las hierbas aromáticas. mediterráneas, como el tomillo, el hinojo, el romero, el orégano, el aloe vera, la salvia, la manzanilla., la albahaca, la hierbabuena, el cilantro, la menta, etc. El bosque urbano era muy diferente del bosque natural. La adaptación a este otro tipo de bosque era necesaria, aunque Adri nunca olvido las raíces cazorleñas de las que procedía.
También se acomodó, bastante bien, a la convivencia con sus tíos, quienes no ahorraban esfuerzos para ofrecerle la seguridad u el cariño de un sosegado hogar. Su trabajo escolar reportaba buenas calificaciones, aunque había una materia que destacaba entre sus preferencias. Era ya un niño adolescente que se había criado en un entorno plenamente natural. Los sobresalientes en Ciencias Naturales florecían en sus boletines de notas. Cuando su colegio organizaba alguna excursión, para los viernes o sábados, Adrián era el primero en apuntarse. Y en el desarrollo de esas salidas de estudio, Adri destacaba entre sus compañeros para explicar con sencillez “misterios” del campo que sólo él bien conocía, porque los había vivido con plenitud desde su nacimiento.
Los años fueron pasando, para la vida de todos. Su esfuerzo y tenacidad, como alumno responsable, le permitió ir superando los distintos niveles escolares. Cuando finalizó la ESO, optó el bachillerato de ciencias, centrando sus esfuerzos en las materias afines a su afición y amor naturalista. La prueba de acceso a la Universidad la superó con una calificación elevada. No tuvo duda alguna cuando tuvo que elegir la carrera universitaria, para la que estaba perfectamente preparado. Sus años de estudio en el Campus de universitario de Teatinos, los realizó en la facultad de Biología, y dentro de ella se especializó en Ciencias Ambientales. Aunque le fue ofrecida la posibilidad de integrarse en el departamento donde más trabajaba e investigaba, Adrián amaba el terreno abierto de la naturaleza, en donde recuperaría esas sensaciones de la infancia em los que había crecido y no había olvidado. Admiraba la importante labor que realizaban los guardas o vigilantes forestales. No tuvo dificultad alguna para integrarse en ese cuerpo que controla, vigila y cuida el entorno natural. A los pocos meses, dada su cualificada titulación, alcanzó un puesto de más responsabilidad como oficial de vigilancia de los espacios forestales, actuando con diestra preparación en la prevención y control de los focos de incendios, que tanto daño ejercen sobre las masas vegetales. Cuando le pedían, desde el instituto donde había cursado la educación secundaria, que diese charlas explicativas a los escolares, se sentía orgulloso de poder generar, en los niños que crecían para la vida, ese sentimiento de amor a lo natural que estaba tan arraigado en su persona.
Adrián, comparte hoy la existencia con su compañera ALMA, también integrante del cuerpo de guardas forestales de la Comunidad Autónoma. Cuando ambos visitan a Ricardo y Dorotea, ya en su tercera y avanzada edad, les transmite el afecto, el agradecimiento y el cariño a unos tíos que supieron ejercer de padres, en un momento muy difícil y trascendental de su vida. Todas las primaveras realizan juntos una visita a Cazorla y Adrián explica a su compañera los misterios que encierra el gran bosque, comentarios que Alma y sus tíos escuchan con asombro, fascinación e intriga que pronto se tornan en sonrisas divertidas y cariñosas. -
EL BOSQUE
DE LA GRAN CIUDAD
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 08 agosto 2025
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