viernes, 14 de febrero de 2025

UNA JOVEN DEL SERVICIO DOMÉSTICO

LETICIA era una “emigrante” de pueblo, que se fue a “servir” a la ciudad. Encontró acomodo laboral en casa de los Sres. ALMENSILLA CABRILLANA, respetable familia formada por don AUGUSTO (recién nombrado director de una empresa nacional de abastecimientos a negocios de restauración) y doña BIBIANA (dedicaba gran parte de su tiempo a obras sociales). El matrimonio tenía tres hijos, Casilda, Jaime y Jacinto, estudiantes universitarios los dos primeros, mientras que el pequeño cursaba bachillerato.

La nueva sirvienta era una chica de la casa “para todo”: limpieza, mercado, cocina, residiendo en casa de sus Sres. para lo que ocupaba una pequeña habitación que antes estaba dedicada a trastero. Gozaba de tiempo libro por las tardes, desde las 16 a 19 horas, teniendo también libres los sábados y los domingos a partir de las cuatro de la tarde.

El mayor y mejor objetivo de esta joven de 23 años era encontrar una buena pareja, a la que dedicaría todo su tiempo y amor, a fin de formar una familia. Leticia sólo tenía estudios primarios, pero desde pequeña su madre Palmira le había enseñado a trabajar en la casa, pues el hogar tenía que estar bien limpio. Además, había sido adiestrada en el arte de cocinar, especialmente, el puchero o el potaje de cada día, guiso que daba la fuerza necesaria para las labores agrarias, ocupación que desarrollaba su padre Remigio.

Al residir en el propio domicilio de sus Sres. los gastos de esta chica de servicio eran muy limitados: tenía habitación, comida y vestimenta gratis y ningún otro gasto extraordinario, por lo que el sueldo mensual que recibía, 900 pesetas, lo dividía en dos partes, una de las cuales la enviaba a sus padres, dinero que bien necesitaban, mientras que la otra mitad la dedicaba al ahorro para cuando tuviera que casarse. Doña Bibiana le aconsejaba que solicitara una cartilla de ahorros, en donde guardar los ahorros, para mayor seguridad y “tentación” en el gasto. Realmente sólo dedicaba algunas pesetas para tomarse una merienda los domingos por la tarde, además de costear una localidad en el CINE IMPERIAL, que no estaba lejos de la casa en donde servía.

Su gran ilusión y divertimento, muy por encima de otros incentivos, era el cine. La película que veía cada domingo, le permitía soñar y compartir otras muchas vidas escenificadas en la gran pantalla de las luces y las estrellas.  La distracción y ensueño que le genera los argumentos escenificados, por los grandes actores y actrices del momento, era el mayor y más barato placer que una chica modesta y de origen campesino, sin cualificación laboral, podía encontrar, en aquellos años finales de la pasada centuria.  Llevaba ya sirviendo con los Sres. durante siete meses y sus amistades seguían siendo muy escasa. Sólo el carnicero, el frutero, el verdulero, la cajera del súper, solían dialogar brevemente con ella, pues era la encargada de hacer la compra diaria.

Su gran objetivo, como antes se ha indicado, era encontrar a esa pareja o novio con la que poder formar un estable hogar familiar. La ilusionada joven pensaba lograrlo en las salas de cine que cada domingo visitaba, ya que siendo nueva en la gran ciudad carecía de vínculos sociales con grupos y personas de su edad. Esperaba, con ilusionada intención, la llegada de esa fecha dominical en la que durante dos horas (a veces se quedaba en la sala repitiendo la fase inicial de la película) disfrutaba compartiendo otras vidas escenificadas en pantalla, haciendo viajar la modestia de su mente hacia espacios alejados, en donde hallaba muchos comportamientos y respuestas que ella pensaba poder integrar o aprovechar para su vida. Aventuras, sentimientos, lágrimas y risas, emociones, miedos y comicidad, según el género cinematográfico que tocara cada domingo. Antes de acercarse a la taquilla de El Imperial, para comprar esa entrada (7 pesetas) “hacia lo desconocido” había pasado por un puesto de “chuches” cercano, en donde se aprovisionaba de algunas golosinas, con las que se sentía más feliz viendo a los grandes actores y actrices que “deslumbraban” como héroes y grandes heroínas, en la gran pantalla “de las sábanas blancas”, como antes se decía.

Para Leticia suponía una nerviosa y apasionante incógnita descubrir quién sería su compañero de butaca aquella y otras tardes de cine. A tal fin elegía un asiento intermedio, entre la novena y décima fila, para tener la oportunidad de conocer a las dos personas que se sentarían junto a ella. Para ir al cine se vestía con lo mejor que tenía en su pequeño armario, echándose abundante colonia, para emanar un buen y atrayente olor que agradara y motivara la atención de su “desconocido” compañero de cine.

Una de esas tardes de domingo, vio que se le sentaba a su lado derecho un señor mayor, que también asistía a la sala sin compañía alguna, para ver una película española de amores incomprendidos. La butaca a su izquierda permanecía vacía, en ese horario de la primera sesión a las 17 horas.  A poco de comenzar la proyección, el Sr. del bigote y amplia calvicie le tomó con extrema suavidad su mano derecha. En principio ella no opuso resistencia alguna. Así transcurrieron los minutos. Cuando las escenas tenían abundante claridad, Leticia miraba “de reojo” al veterano compañero de asiento, analizando el rostro y parte del cuerpo del hombre que le tenía cogida la mano. Esta “atrevida” persona sumaria en edad el medio siglo de vida. Lo veía sudoroso e incluso tembloroso, con los ojos “clavados” hacia la pantalla, por ese gesto sentimental que estaba manteniendo. En este caso y con discreción, la sirvienta retiró su mano, a lo que el atrevido espectador no opuso objeción. Entonces ella se levantó y cambió de asiento.

Otro domingo, fue una mujer, quien ocupó el asiento vacío a su izquierda. Superaría claramente la treintena. Durante la proyección, esta compañera extendió su pierna derecha, pegándola en la izquierda de Leticia. Viendo que era una mujer, la sirvienta se sintió algo asustada, retirando su pierna de inmediato. Entonces esta mujer, en voz baja y con una voz algo ronca (olía a tabaco) le susurró lo siguiente: “Soy Leyre ¿Cómo te llamas?” Un tanto intrigada recibió un nuevo mensaje de esta atrevida espectadora. “Te invito a una merienda, en cuanto finalice la sesión, o antes si lo deseas”. Leticia, un tanto sofocada, no respondió. Cuando la película estaba terminando, optó por levantarse y salir con rapidez de la sala. Volvió al hogar de los Sres. de Almensilla un tanto desilusionada, pensando que en el siguiente domingo podría tener más suerte con los espectadores pretendientes.

Efectivamente, el domingo siguiente el destino quiso ser mucho más generoso. Nuevo cambio de película en la cartelera. Ese día, tuvo como compañero de asiento a un joven que parecía bastante más apuesto, respecto a los compañeros de semanas anteriores. Leticia percibía que la miraba “de soslayo” más a ella, que al desarrollo de la película en pantalla. La edad era parecida a la suya. Cuando la proyección finalizó y se encendieron las luces, el joven, todo correcto, le sugirió sonriendo si le apetecía tomar una taza de chocolate, merienda que vendría bien en una tarde tan fría en la monumental capital castellana de Burgos. La forma de planteárselo, la pausada y buena dicción que el joven utilizaba para la amistosa propuesta, motivaron aún más a una chica “necesitada de pareja”. Resultaba obvio que a este muchacho le había agradado su apariencia y ella valoraba la exquisitez educada con que la estaba tratando.

La película había terminado de proyectarse, cuando el reloj marcaba las 18:30. Ambos jóvenes salieron del Imperial y ya, a la luz de la calle, pudieron observarse, mejor que en la mágica oscuridad de la sala. VALERO ofrecía la imagen de un joven delgado, pelo castaño al igual que sus ojos, mientras su rostro regalaba abundantes sonrisas. Sus modales eran extremadamente educados y cordiales. Leticia procedía de un ambiente rural. Su cuerpo era también delgado, tenía los brazos bien desarrollados, al igual que sus manos. Este detalle físico reflejaba a una tenaz trabajadora casi desde la infancia. Ojos color turquesa, luciendo una linda melena, que a veces se recogía en una simpática coleta. Tenía una cualidad que los que hablaban con ella siempre agradecían: sabía mirar a los ojos de su interlocutor.

Un tanto nerviosos, esta jovial pareja se dirigió a una chocolatería cercana, en donde disfrutaron de dos tazas calientes, en las que mojaron apetitosos bizcochos. Intercambiando también el jugoso placer de la palabra. Desde el primer momento, Valero quiso ser franco con su pareja, confesándole que él era un antiguo seminarista y que al punto de “cantar misa” reconsideró su vocación sacerdotal, tras una intensa y dura etapa de reflexión personal. Ese camino de secularización vital obedecía a que deseaba poder formar una familia, con hijos a los que educar y desarrollar.  Felizmente ambos habían practicado ese “arriesgado” juego de buscar una persona para iniciar la relación en pareja, en un ambiente tan peculiar como era el interior de una sala de cine.

El exseminarista le explicaba que después de dar ese paso trascendental en su vida, había comenzado a dar clases de latín e Historia a los alumnos de un colegio de titularidad privada e ideario religioso: SANTO TOMÁS, puesto de trabajo que le había buscado el director del Seminario Conciliar burgalés, don Benigno, en el que había estado estudiando durante muchos años.

Los dos jóvenes, a partir de aquella afortunada tarde dominical, se relacionaban siempre que podían, sintiéndose expresivamente felices por ese gran regalo que el destino los había querido a bien conceder.  Valero tenía a su lado a una joven sencilla y muy trabajadora, cariñosa y fraternal, a la se había propuesto ayudar, dado su limitado nivel cultural. Se sentía ilusionado en esa generosa labor de abrir campos para la cultura en una mujer que era todo amor. Por su parte, Leticia veía en el exseminarista a un hombre apuesto y muy culto, con el que algún día podría formar una familia. Como ella decía “es un regalo del cielo, un verdadero tesoro al que debo darle todo el cariño que encierra mi ser y él necesita”.

Pero los nubarrones de tormenta siempre están al acecho. Y el remando de las aguas puede transformarse en infortunadas tempestades. Ocurrió algo imprevisto y profundamente desagradable para sus vidas.

D. Augusto Almensilla, 56, con una vitalidad sexual desbordante, cansado desde hacía años de la rutina relacional con su esposa Bibiana, 53, mujer entregada a sus “beaterios” religiosos y afanes de ayuda social, fue poniendo sus ojos lascivos en la joven sirvienta, a la que “acosaba” en los momentos y días oportunos. Pensaba, con diabólica gula, que iba a ser una pieza más en sus conquistas para el amor fugaz y egoísta, a la que con su dinero y palabrería estaba habituado.  Tocamientos, insinuaciones, pretensiones relacionales íntimas, todo bajo esa infame presión del poderoso sobre la débil, con la amenaza del despido si no accedía a sus sucias pretensiones. Un verdadero “sin vergüenza”, habituado a conseguir todo lo que se proponía, sin reparar en medios ni escrúpulos éticos o morales.  Era una situación en extremo complicada y dolorosa para “una chica de pueblo”, educada y preparada para trabajar y asentir. 

Leticia, en su humildad vivencial y cultural, evitó comentar este “infierno” a su amado Valero, pues en modo alguno quería provocar problemas en una relación que la veía henchida de esperanza. Pero el problema es que no sabía cómo dar “el portazo” al poderoso Sr. de la casa, ya que en este caso peligraba ese apetecible puesto de trabajo, que le facilitaba ahorrar para la boda que soñaba y al tiempo permitía ayudar a sus padres, personas mayores y cansadas del duro trabajo que habían desarrollado durante toda su vida. 

Y llegó esa infausta tarde, más que previsible, en la que Bibiana se encontraba visitando a una tía enferma. El acoso de Augusto dio sus repugnantes “frutos” para desahogar su prepotencia sexual. Una taza de café, en la que el maquiavélico jefe de familia había añadido unas gotas de excitante para la lívido, facilitó su lascivo deseo. Durante los siguientes días, el carácter alegre de leticia cambió por la tristeza y los silencios.  Valerio percibió que algo ocurría, pero no sabía qué. La chica trataba de disimular ante su pretendiente, pero éste era consciente de que su amor lo estaba pasando mal, pero por más que le preguntaba ella se refugiaba en los silencios y en el amargor de su memoria. Pasaron las semanas y los días. Unos vómitos y un análisis clínico explicaron la situación orgánica de la joven sirvienta. Leticia estaba embarazada.

Cuando la propia sirvienta se lo comunicó a sus Sres. éstos actuaron con diligencia y eficacia (para ellos). Tenían que evitar, por todos los medios, el escándalo social. Al ser ambos de intensa mentalidad religiosa (de cara a la galería) ni se les pasó por la mente la opción de que la chica abortara, actitud que tampoco la abrumada Leticia contemplaba. La decisión menos lesiva para su imagen social era que su sirvienta volviera a casa de sus padres, mientras ellos se comprometían a enviarle una asignación mensual para sus necesidades inmediatas y para “comprar” su silencio.

Entre los esposos, esta situación no era nueva. Doña Bibiana conocía y soportaba, con cristiana paciencia, las andanzas de su “desenfrenado” esposo. Éste practicaba, con asiduidad, el desahogo de su potencia viril siempre que podía, a fin de satisfacer sus apetencias carnales. Lo lamentable de esta penosa situación es que Valero, el exseminarista novio de Leticia, se mantenía ajeno a toda esta tramoya. Cierto era que había notado en su amada un profundo cambio de carácter, pero la chica, en su aturdimiento, temía perder no sólo el trabajo que teñía, sino también a ese joven muchacho que tanto le agradaba. Se había generado un auténtico dilema, desarrollada a dos bandas. Así una mañana, doña. Bibiana puso en el tren a su servicial sirvienta, pagándole el viaje a su pueblo y con un sobre en el bolsillo con 500 pesetas, más la paga del mes en curso (900). Con todo el dolor de su corazón, Leticia no se despidió del también frustrado Valero, quien un mucho preocupado por la ausencia de su pareja, a la que tanto amaba, incluso se atrevió en llamar a la puerta de los Almensilla, en donde la propia Sra. de la casa le informó de una forma cortante y desabrida, que la sirvienta por la que preguntaba ya no trabajaba con ellos y que por respeto a su privacidad no podía darle dato alguno de dónde se encontraba la joven. Valero entendió, con gran dolor, que Leticia había dejado de quererlo y que deseaba cortar con su pasado. Se propuso aceptar la situación, aunque en lo más íntimo de su ser sabía que no la podría olvidar.

El tiempo es compañero viajero de las personas, con sus comportamientos, luces y sombras. En este caso quiso ser generoso al fin, con dos jóvenes por los que habían pasado casi un año y medio.

Una tarde, ya en primavera, el profesor Valerio fue a recoger, en la estación central de ferrocarriles, a un antiguo compañero de seminario, Paulino, quien ahora, siendo ya sacerdote, volvía de un viaje a Barcelona, ciudad en la había participado en unos cursillos de espiritualidad. Esperando en el andén de salida de viajeros, entre las personas que se bajaban del tren percibió a alguien a quien conocía, dándole un gran vuelco el corazón. ¡Era Leticia! Y empujaba un carrito de niño, en donde jugueteaba una niña pequeña. Cuando se puso delante de su antigua pareja, ésta estuvo a punto de sufrir un desmayo emocional. Los sentimientos de ambos fluyeron como un torrente en libertad, mezclando la alegría del reencuentro, con la añoranza de la memoria.

Valero se “olvidó” de su compañero de estudios y presa del nerviosismo sugirió, a la ya más repuesta joven, compartir un chocolate, como hacían en sus inolvidables tiempos de relación. Leticia sonreía y cuidaba de la pequeña ALMA, que estaba a punto de cumplir su primer añito de vida. Intercambiaron esas palabras que durante largos meses les habían estado vedadas o mudas para la conversación. Eran dos seres que se querían y nunca se habían borrado de sus memorias. La inteligencia de Valero captó de inmediato la situación y las respuestas a muchos porqués, mil veces planteados y nunca respondidos.

“¿Y ese “canalla” no piensa reconocer a la pequeña Alma?” “No. Cada mes me llega un sobre sin datos en el remite, conteniendo 300 pesetas, que me ayudan a sobrellevar los gastos propios de mantener y cuidar a una niña pequeña. Hago algunos trabajos de limpieza y cocina en el pueblo, mientras mi madre Palmira me la cuida”.

Valero, que estaba preparando oposiciones a maestro de primaria, de inmediato acertó a prometerle que, cuando su situación profesional estuviera estabilizada, “llamaré a tu puerta, porque nunca he dejado de llevarte en mi corazón. Y esa preciosa criatura, con nombre celestial, seguirá teniendo una madre cariñosa uy protectora y un padre que aprenderá a quererla, pues es la hija de un ser con el que deseo convivir las aventuras de la existencia, Nunca te abandonaré, mi querida Leticia”.

Y así finaliza esta bella historia, en la que el amor se impuso al deseo incontrolado, egoísta y cruel de un “respetable” comercial de suministros para la restauración. Un antiguo seminarista y una joven sirvienta continuaron construyendo la senda de sus vidas en común, compartiendo el cariño, el respeto y la cuota de felicidad que el destino se avino a concederles. -



UNA JOVEN

DEL SERVICIO DOMÉSTICO

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 14 febrero 2025

                                                                                                                                                                                    

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

                 Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 

 








 

No hay comentarios:

Publicar un comentario