viernes, 29 de noviembre de 2024

REENCUENTRO CON EL OLVIDO

Cuando éramos pequeños escuchábamos una frase, puesta en boca de los mayores, que nos hacía pensar acerca de su significado. Con el paso de los años ya la entendíamos como balsámica o “justiciera”, ante los infames errores que las personas en ocasiones llegan a cometer. Esa frase, pronunciada en momentos de elevada tensión, ante una injusticia manifiesta, tiene diversas modalidades expresivas. Una de las más comunes es aquella que dice “A cada cerdo le llega su San Martín” (vinculada a la matanza del bien aprovechado animal). Otra expresión, también parecida en su contenido, dice “Algún día lo tiene que pagar”. Incluso para aquellos que rezan el “Padre Nuestro”, en sus católicas creencias, a veces en momentos desafortunados pronuncian aquello de “Dios le hará justicia en su maldad”. En el desarrollo de esta premonitoria frase, llegaríamos al punto o radicalidad más extrema, de la también histórica “Ley del Talión” (ojo por ojo, diente por diente).

Al margen de religiones, ciertamente la venganza nunca es buena consejera o compañera. Producir un daño, carece de sentido y de toda justificación. Además, el que lo ejecuta en modo alguno se sentirá satisfecho o feliz, aunque tenga importantes motivos de sufrimiento padecidos, como para devolver el daño o el mal que haya recibido. Sobre todo, porque es ponerse en el mismo nivel de pobreza ética y moral con la persona que tanto le haya dañado.

Sin duda, lo más aconsejable y saludable, en la mayoría de las circunstancias, es tratar de “olvidar” esa acre o injusta experiencia a la que ha sido sometido, tratando de compensar ese daño con otros incentivos que la vida pueda depararle. Así se sentirá feliz y satisfecho, de su fuerza moral y de la opción racional que ha sabido elegir. En este contexto se desarrolla nuestra interesante historia de esta semana.

MARCELA Lapiedra, 37, era la hija única de Celestino y Bernarda. Su padre ejercía como auxiliar ordenanza de ambulatorio en la Seguridad Social, aunque ya se encontraba muy próximo a la jubilación por edad. Su mujer trabajaba sólo en las labores propias del hogar. Con mucho esfuerzo, constancia y sacrificio de sus responsables padres, Marcela pudo graduarse como psicóloga, especializada en el ámbito laboral. Su buen expediente académico le permitió ser contratada en una acreditada empresa de selección laboral, con la que trabajan importantes firmas del mercado (comercio, transporte, construcción, salud, administración, finanzas etc.) El sector servicios, en general, solía acudir a esta destacada empresa de selección, denominada ACCIÓN LABORAL.

Prácticamente desde su infancia, Marcela ha tenido una tendencia, tal vez de origen endocrino, al problema del sobre peso. De rostro agraciado, estatura más bien alta y de carácter apacible, era una persona en nada conflictiva. Como tantos alumnos, en los años de primaria y especialmente en secundaria, ella también sufrió el infame maltrato del BULLYING, epidemia larvada en muchos ámbitos de la vida, pero de manera especial y muy dañina en el terreno escolar. Compañeros desconsiderados y en parte frustrados por vivir en un ambiente familiar desestructurado, focalizaban su desafortunado desahogo sobre esta “apocada” compañera, mediante desagradables bromas, burlas, “motes o apodos infamantes”, bloqueos relacionales, notas o cartitas infamantes, toma de fotos con comentarios obscenos. Marcela soportaba con admirable “estoicismo” esos ataques infantiles, pues como ya se ha insinuado su carácter no era especialmente fuerte, como para poder enfrentarse a esas insidias que tanto daño y sufrimiento le provocaban.


En alguna ocasión, don Celestino tuvo que acudir al colegio y también al instituto, para plantear este desagradable tema a los tutores de su hija. Éstos “prometían” abordar el asunto, pero trataban de quitarle fuerza aludiendo que todo se reducía a bromas de niños a las que no había que darle una exagerada importancia. En realidad, Marcela no tuvo suerte con los tutores que le correspondieron en suerte. La vida tiene estas servidumbres y desde la dirección del IES no se actuó con diligencia para frenar unas acciones cobardes que tanto hacían sufrir a tímida alumna Lapiedra Almansa. Hubo momentos en los que incluso Marcela tuvo que acudir al ambulatorio de su barrio, para ser derivada y tratada en los servicios de salud mental, vinculados al centro asistencial.

En estas acciones de maltrato, siempre hay protagonistas activos y agresores, junto a otros colaboradores, pasivos o “sufridores”. En ese liderazgo tóxico destacaba una muy desleal compañera, llamada FERNANDA Rubiales, que planificaba y controlaba los ataques y el bullying ejercido contra su compañera de clase y edad Marcela. El “viciado” contexto familiar de esta adolescente sin duda estaba en el origen de estas sus maliciosas actitudes, pues la envidia que turbaba su persona, viendo los resultados brillantes académicos de Marcela la desestabilizaban y la dinamizaban hacia el daño injustificable contra ella.  En la situación de maltrato, los agresivos protagonistas nunca llegan a borrarse de la memoria de aquellos que han tenido la desgracia de sufrirlos. Por más esfuerzo y terapia que los tratamientos idóneos de los especialistas ejerzan sobre la mente y los sentimientos vapuleados de las personas atacadas, en esas edades críticas de la adolescencia.

Por fortuna, la entrada en la universidad, cursando precisamente el grado de psicología, fue un paso liberador y oxigenante en la mente y cuerpo atacado con insolencia y maldad para la hija de Celestino y Bernarda. También fue brillante la carrera de esta joven universitaria, viviendo con más sosiego ese camino hacia la graduación, en comparación con aquellos procelosos años de humillación que había tenido que soportar en esa adolescencia sufrida que no vivida. Con su título bajo el brazo, para también satisfacción y gozo de sus padres, comenzó esa otra etapa o “carrera, a fin de encontrar acomodo laboral en lo que le gustaba y para lo que sería, tras su entrega en la etapa formativa. Colaboró en algunos centros asistenciales y en un grupo de ayuda a personas con adicciones. Pero cierta mañana recibió una llamada de una empresa de asistencia y selección laboral, de naturaleza privada. Parece ser que su nombre se mencionó en un congreso de psicólogos, en donde ella presentó una ponencia sobre técnicas para la entrevista personal en la búsqueda de trabajo. Gustó mucho lo que escribió y expuso ante un interesado auditorio que veía en esta chica, alta, algo desgarbada y con sobrepeso, unos valores y un dominio de la técnica de análisis laboral desde la psicología, que pronto tendría su justo reconocimiento en un puesto de trabajo, estable y bien retribuido. Esta vez fue ella la entrevistada y en cuarenta y ocho horas, había quedado vinculada la empresa para la que actualmente presta sus servicios: ACCION LABORAL. 

Algunos dicen que el mundo “es un pañuelo” o que también el destino, con sus caprichos inescrutables, ejerce acciones “justicieras” o tal vez derivadas de la propia casualidad. Pero lo más importante e interesante es cómo nos enfrentamos a ese pasado que nos pertenece, pero que, al tiempo, queremos, deseamos, con todas nuestras fuerzas, superar y olvidar.

El departamento que dirige Marcela Lapiedra está dedicado a efectuar las entrevistas de candidatos, previamente seleccionados, para desempeñar determinados puestos de trabajo, con destacada responsabilidad profesional. En esta ocasión, había que elegir al optante para el importante puesto de jefe de personal de una muy destacada cadena de hipermercados, con capital francés y extendida por muchos países europeos. Entre el elevado número de currículos presentados, habían quedado seleccionados previamente tres personas cualificadas: dos hombres y una mujer. Al tratarse de desempeñar la jefatura de personal de las tres unidades de Hipermercados en la provincia de Málaga, con más de 300 trabajadores a su cargo, era muy decisiva la valoración y opción última del departamento de psicología. Éste tomaría su decisión a través de las tres bien estudiadas y programadas entrevistas, de carácter personal. Ante Marcela se presentarían los solicitantes para el codiciado puesto. Ella y su departamento decidirían al candidato más idóneo.

En la sala de espera aguardaban, unos más nerviosos que otros, los tres aspirantes al cargo. RAMOS VILLALVA, 42, que había regido una cadena de charcuterías que finalmente entraron en números rojos en su contabilidad y tuvieron que cerrar, vendiendo los locales y almacenes para afrontar las deudas a las que tenían que hacer frente. EUGENIO ALBELA, que había ejercido de jefe de personal en un establecimiento de Mercadona. Por un enfrentamiento personal con el jefe de zona, se vio obligado a dejar su puesto de trabajo, recibiendo la indemnización correspondiente. Y ¿quién era la tercera candidata? Precisamente FERNANDA RUBIALES, aquella “terrible y malvada” compañera que había liderado el bullying contra la persona con ahora se iba a entrevistar. Su titulación la de licenciada en CC EE por la Universidad de Málaga. Había trabajado como dependienta en una importante cadena de productos de perfumería y estética entendida por toda Málaga y otras provincias españolas, cadena líder en el sector del cuidado y la belleza personal.

Esa misma mañana, Marcela había dedicado unas horas al repaso de los tres expedientes. Cuando tomó en sus manos el tercero y vio el nombre de Fernanda Rubiales, sintió un desagradable escalofrío por el cuerpo. A estas alturas de su vida, pensaba que ya había superado los traumas del maltrato escolar sufridos en la infancia, Comprobaba, para su pesar, la obligación que tenía que afrontar: un indeseado reencuentro con ese pasado que aún le condicionaba. No cabía duda. Había reconocido el nombre de su compañera de clase, grabado con “sangre y fuego” en su memoria. Un muy amargo recuerdo. Sentía como se le crispaban los nervios, pero después de tomar una taza de descafeinado caliente, recuperó la calma y el autocontrol. Sentada en un coqueto y cómodo sofá, que tenía en su despacho, reaccionó con sensatez y calma.

Tenía que enfrentarse con ese nombre y persona que había “masacrado” su infancia y adolescencia. Al tiempo, tenía que mantener la necesaria y responsable fuerza profesional y honestidad, para decidir la persona más idónea para el puesto de trabajo que demandaba el gran “coloso” de los hipermercados. Esas horas previas para las entrevistas, fijadas a partir de las 16 horas en ese lunes de octubre, las entretuvo repasando una y otra vez los expedientes con los currículos. En un momento concreto, creyó necesario dar un largo paseo por el mar cercano del puerto y la playa de la Malagueta. Habló con su jefe, quien autorizó ese descanso reflexivo, tras comentarle que entre los tres candidatos estaba una persona de ingrato recuerdo. “Seguro que actuarás con el necesario equilibrio y sensata profesionalidad”.   

Fernanda fue la tercera y última candidata que entró en el despacho de la psicóloga Marcela. Serían como las 18:30 de la tarde. Se quedó como “petrificada” cuando vio a la persona con la que se tenía que entrevistar. Dos mujeres, prácticamente coetáneas, se entrecruzaron las miradas y el saludo educado. En muy escasos segundos, viajaron los recuerdos, las añoranzas, los sentimientos, las culpas y ese dolor que tomaba vida, por las heridas reabiertas. También los porqués y los silencios demandaban respuestas, un par de décadas después de sus respectivas adolescencias. Frente a frente, una cruel maltratadora y su “castigada” víctima.

Fue Marcela quien en su obligación profesional tomó la iniciativa: “Srta. Rubiales Alcázar, vamos a completar un largo cuestionario de manera oral. Si Vd. no se opone, preguntas y respuestas quedarán grabadas con la garantía de la absoluta privacidad”. La psicóloga obviaba todo su doloroso pasado y procedía a ejercer su obligación con los interrogantes que básicamente había realizado a los dos encuestados precedentes. Fue una entrevista fría, profesional, educada, en la que Fernanda, superando el sofoco inicial, fue respondiendo con frases cortas, monosílabos e incluso con algunos movimientos de cabeza. En algún momento, la candidata que se estaba “examinando sopesó la posibilidad de abandonar, dado el gélido ambiente o atmósfera comunicativa que encontraba en su antigua compañera de clase, vilmente maltratada por sus malas artes y rencores enquistados sin causa.

Cuando Marcela finalizó el cuestionario, guardó las notas que había tomado en el tercer expediente que tenía ante sí. Fernanda había manifestado su preferencia a que sus palabras no fuesen grabadas, opción que la psicóloga aceptó sin objeción alguna. “Srta. Rubiales, por mi parte la entrevista ha finalizado. En su momento, intentaré que sea a la mayor premura, recibirá la información que el equipo seleccionador haya adoptado”. A continuación, se levantó de su asiento y extendió su mano como saludo educado, gesto que fue correspondido por Fernanda. De nuevo se habían cruzado sus miradas, que quedaron fijas en su reciprocidad reiniciando el gélido lenguaje de esas palabras que nunca se pronuncian. Al abandonar la sala, Fernanda, algo más ruborizada, sólo pronunció dos palabras: “gracias, perdón”. Cuando la última entrevistada había abandonado el despacho, Marcela comprobó que por sus mejillas avanzaban unas lágrimas, caudal de amargos sentimientos y recuerdos que, a pesar  de su forzado autocontrol, no pudo contener.

El equipo de selección, en el que estaba lógicamente Marcela, optó por entregar el ansiado puesto directivo en la cadena de hipermercados, a Eniano Ramos Villalba, que gozaba de una acrisolada experiencia en la logística de personal de los supermercados Mercadona. Los otros dos candidatos, Eugenio Albela y Fernanda Rubiales, recibieron sendas comunicaciones de la decisión del comité de expertos. Se les agradecía su esfuerzo, añadiendo esa educada “coletilla” de que sus datos quedarán a la espera de futuras necesidades en el mercado del sector.

Marcela tenía tranquila su conciencia. Trató y en parte lo consiguió deslindar su doloroso historial de bullying escolar, de las caracteres y méritos que su antigua agresora había presentado de manera documentalmente justificada. No se le ocultaba, a su pesar, que Fernanda pensaría que su maltrato por años en el centro educativo había trastocado su progresión profesional en el ámbito del gigante de los hipermercados españoles y más países europeos. Todo por esa caprichosa coincidencia de encontrarse con la persona que menos desearía haber vuelto a ver. Obviamente los sentimientos de Marcela eran recíprocos. Desde aquel difícil día, en el octubre otoñal, no volvió a encontrarse con Fernanda.

El bullying escolar es una peligrosa “droga” que anida en muchos centros educativos y que distorsiona el desarrollo armónico, corporal y mental, de muchos alumnos, que no saben enfrentarse a su patética y maliciosa acción. Tanto el que lo ejerce, normalmente por fracasos personales y familiares, como el que lo padece, que puede conservar sus heridas anímicas sin cicatrizar al paso de los años. No todos los equipos directivos, tutores, profesores y orientadores están debidamente preparados o tienen la urgente voluntad, para frenar de raíz este endémico mal que lastra la convivencia y la evolución psicofísica de aquellas débiles voluntades que tienen la desgracia de padecerlo. Y, por supuesto, no sólo hay bullying en los centros educativos, sino en otros muchos ámbitos de nuestra sociedad. Pero esto sería tema para desarrollarlo en un nuevo relato. –

 

 

REENCUENTRO

CON EL OLVIDO

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 29 noviembre 2024

                                                                                                                                                                                                                               

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jueves, 21 de noviembre de 2024

EQUIVOCOS ENCADENADOS

En determinadas ocasiones somos protagonistas de leves o más importantes errores, los cuales pueden generarnos sonrisas, enfados o esa oportuna anécdota que, posteriormente, compartimos en nuestro entorno familiar, laboral, vecinal o de la gratificante amistad.

ANICETO Labarca, músico clarinetista jubilado de la Banda Municipal, asistía a un sepelio, de otro compañero de la agrupación musical, quien había logrado alcanzar las 94 primaveras, en una clara muestra de estupenda longevidad. Cuando después de los saludos sentimentales, ofrecidos a los compungidos familiares del finado, bajaba las amplias escalinatas del templo ceremonial, observó que un hombre con cierto “sobrepeso” en su cuerpo, de apariencia sexagenaria (como también era su caso) se le acercaba, marcando en su rostro una afectiva sonrisa. El desconocido le extendió su mano para estrecharla, aunque de inmediato cambió la modalidad del saludo por un entrañable abrazo y varias palmaditas en la espalda. Aniceto correspondió amablemente a tan efusiva muestra de afecto, aunque su rostro no podía disimular la extrañeza que le producía aquel hombre que le abrazaba. En lo más íntimo de su memoria, no tenía la menor idea de quien era este señor, vistiendo más bien modestamente, que tenía delante suya. Venía tocado con un ridículo o trasnochado sombrero bombín de color negro, al igual que su traje. 

“No has cambiado, a pesar de los años ¿No te acuerdas de mí? Soy ACACIO Maresca. Fuimos compañeros en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús de calle Martínez, hace unos cincuenta años. Allí cursamos el bachillerato elemental. Desde entonces no hemos tenido la suerte de reencontrarnos, oportunidad que hoy, a pesar de por estos luctuosos motivos, la recibo con una profunda y desbordante alegría. Y eso que vivimos en la misma ciudad donde nacimos. No puedo reprimir el gozo que me embarga, pues me traes recuerdos imborrables de nuestra infancia. Te llamabas …”.

El antiguo clarinetista sonreía una y otra vez, más que confuso sumido en la selva difusa y enmarañada de los recursos. “Bueno, yo soy Aniceto Labarca…” “¡Claro hombre, ahora recuerdo perfectamente tu nombre!” Manteniendo la sonrisa consideró, en esos segundos claves para la decisión, que aun desconociendo en absoluto a la cariñosa persona que tenía por delante (su nombre y apellidos nada le decían), compañero de un colegio en el que él no había estado, era tal el entusiasmo de su interlocutor que no se sintió con fuerzas para aclarar la cómica situación. En realidad se sentía muy solo en la vida, en esos inciertos años de la jubilación, situación que se intensificaba dado que había permanecido soltero, residiendo en casa de su única hermana, que tampoco había podido llevar el matrimonio a su vida. Hacía años que ninguno de estos familiares directos vivía, por lo que no era desacertada la idea de “seguir” el entusiasmo de ese “desconocido” amigo del bombín, que decía haber sido su compañero y que había encontrado en tan “inevitable” espacio comunal. Pensó que sería interesante y divertido “seguirle la corriente”, escenificando una lógica confusión mental en función del paso de los años.

“Te confieso, amigo Acacio, que mi memoria no es buena, y los “nublados” me aturden con la edad. Pero me alegra que tu conserves la nitidez de los recuerdos y que me disculpes de mis errores de localización. Sería hermoso y reconfortante que supiéramos generar una amistad, incluso olvidándonos del pasado. Tener un amigo es hoy día como poseer un muy apreciado tesoro”.

Acacio reaccionó de inmediato. “Si no tienes algo más importante que hacer, podríamos almorzar juntos, para seguir “alimentando” la llama de nuestra recuperada amistad. Conozco un buen lugar en el barrio de Teatinos, a donde nos podemos desplazar (yo no he traído coche) utilizando dos trayectos de autobús, aprovechando el trasbordo. Allí nos atenderán como tu y yo merecemos”.

Aniceto hacía tiempo que tampoco conducía. Por lo que este ofrecimiento de Acacio, tan noble y sencillo, no podía rechazarlo. Así que enlazando la línea 23 con la 8 llegaron al nuevo y popular barrio universitario de Teatinos. El “amigo del alma” como el “desconocido” se autoproclamaba, seguía mostrándose efusivo, cariñoso, fraternal y solícito para aportarle ese calor humano que él tanto necesitaba. Ya en este moderno barrio  del oeste malacitano, caminaron por un par de calles hacia un restaurante que en su exterior y tanto más en el interior tenía un ambiente y decoración absolutamente bohemia: EL CANDELABRO. Observó con asombro que todo el mobiliario era “reutilizado” y diferente uno de otro, tanto en el color como en la forma. Eran sillas y mesas probablemente compradas en el rastro o recogidas en las zonas de los contenedores de residuos, siendo repintadas o reparadas. El personal de servicio mostraba inequívocamente el prototipo hippy o contracultural en sus peinados, abalorios y piercings, vestimenta y forma de actuar en el trato con los clientes, generalmente gente joven, sin grandes conocimientos o destrezas profesionales para atender a la clientela.

Eligieron una mesa esquinera, a fin de protegerse de una gélida corriente de aire, procedente de un ventanal que tenía un cristal roto. La puerta de entrada estaba más tiempo abierta que cerrada, con lo que se incrementaba ese viento incómodo para la placidez. “¿Qué te parece si empezamos pidiendo un surtido de tapas? El pescado y la carne a la plancha que sirven suele estar aquí muy bien preparado. Y no te preocupes de los precios, que soy yo el que invita”. Siempre la iniciativa la llevaba Acacio, pues Aniceto continuaba un poco cortado, ya que era consciente de que estaba interpretando un papel que no le correspondía, pues de pequeño no había estado en el centro educativo a que aludía su compañero de mesa. Sin embargo, lo daba por bueno, para combatir esa soledad que tanto lo atenazaba.

Cuando estaban saboreando los entrantes, Aniceto sintió que tenía que ir al “excusado” pues no podía contener las ganas de orinar, cosas de la edad. Se “excusó” (valga la redundancia) con su amigo y entró en un pequeño cubículo, que había en la parte trasera del local, bajando un tramo de escalera. Para su sorpresa las paredes estaban decoradas con fotos de mujeres desnudas, en coherencia con el ambiente desenfadado del negocio restaurador. Le dio al pulsador de la luz y éste no funcionaba, aunque algo se veía a través de la luz que entraba por un pequeño ventanuco, situado en la parte alta del muro, oquedad que servía también para oxigenar la atmósfera del “tan necesario lugar” para el desahogo. Había cerrado, lógicamente, la puerta tras su entrada, para mantener la conveniente privacidad en su acción. Pero cuando fue a salir comprobó, para su sorpresa, que la puerta había perdido el mango interior, de forma que una vez cerrada no podía volver a abrirla. Ahora comprendía el por qué había un bastón de senderista en la apertura, que impedía cerrar la puerta y que él había quitado para todo lo contrario. El problema es que no podía abandonar tan incómodo lugar, porque no era posible abrir la puerta desde adentro para salir de ese cubículo en penumbra y con tan ingratos aromas para el olfato. Cayó en la cuenta de que no tenía el teléfono de Acacio, pues entre las presentaciones y el desconcierto no habían reparado en intercambiar los respectivos números. Entonces no se le ocurrió otra solución que la de golpear la puerta, que era de recia y gruesa madera y que tampoco hacía juego con otras que el local disponía.  Tras varias percusiones, con los nudillos de las manos, viendo que nadie venía, decidió utilizar una gran brocha de pintor, que era utilizada para asear el inodoro de los restos que en su interior permanecían, Pero las cerdas, después de la última limpieza, no habían sido bien pasadas por el agua. Al comenzar a golpear el grueso portón con nuevas percusiones, provocó que de las cerdas de la brocha salieran expulsados al aire restos que habían quedado a ellas pegadas, tras algún “urgente servicio”. Las partículas orgánicas sobrevolaban el ya viciado espacio, cayendo sobre el cuerpo de Aniceto no copos de nieve, precisamente. Al fin, un camarero gordinflón, con alopecia completa y perilla entrecana en la barbilla, abrió la puerta, expresando una frase “cariñosa” y sin poder contener la risa “De mayores ¿hermano? Se lo habrá pasado muy bien ahí dentro, tocando los timbales”.

Durante el suculento y caro ágape, Acacio desarrolló todas sus artes de convicción, pues trataba de convencer al amigo de la infancia de que se apuntase a una asociación excursionista para personas jubiladas. Tenía por nombre LA AVENTURERA y según el amigo charlatán estaba subvencionada por el Ayuntamiento. “Soy el secretario de esta organización recreativa, así que te puedo informar con verosimilitud. Cada fin de semana salimos para visitar un pueblo de la provincia, con un coste meramente simbólico. Ponemos un autobús de 50-70 plazas y cada asociado sólo tiene que pagar 4 euros. Con la subvención del municipio, como asociación de jubilados, el almuerzo que hacemos en la localidad visitada sólo nos cuesta otros 6 euros. En ocasiones contratamos un guía, siempre a cargo de los fondos que tenemos en la caja de contabilidad. El único esfuerzo para los nuevos asociados es un único pago de 60 euros como inscripción. Y la cuota mensual es meramente simbólica: 2 euros.  Piensa lo que te costaría salir cada domingo de excursión, visitando pueblos con encanto y con un guía que te explique datos de la historia y costumbres de la localidad, con un almuerzo de tres platos, por sólo seis euros. Es una verdadera oportunidad que te ofrezco porque eres amigo de la infancia. Hay personas en lista de espera que quieren asociarse pero, como yo soy el secretario, te incluyo de inmediato a poco que te animes.

Fue tan insistente y persuasivo la ilusión que desarrollaba Acacio, que Aniceto entendió muy interesante la propuesta que su amigo le ofrecía. De inmediato, el sagaz interlocutor extrajo de una carpeta que llevaba bajo el brazo una ficha de solicitud de inscripción, con el membrete correspondiente de LA AVENTURERA. “no tienes que preocuparte de más papeleo.  Me pones tus datos (el ayuntamiento quiere tener un control de los asociados, ya que nos entrega una buena subvención anual) y quedamos para otro día a fin de entregarte el carnet. Para ello me tienes que facilitar una foto pequeña, como las del DNI”. Aniceto estaba cada vez más animado. Me dejas los 60 euros y dos más por la cuota del mes que viene, que será noviembre. Y te firmo el correspondiente recibo.

Don Aniceto Labarca ha abonado la cuota de inscripción y el mes de noviembre, en la sociedad excursionista La Aventurera. Total, 62 euros. Fdo. Acacio Maresca. El impreso de inscripción y el pago del mes iban con sus correspondientes membretes, realizados a imprenta.

Al agradecido clarinetista se sentía feliz por haber recuperado a ese “amigo” de la infancia, al que había seguido el juego. Consideraba que Acasio estaba convencido realmente que habían estado juntos en tiempos de la infancia, por lo que no era oportuno negar ese convencimiento, toda vez que a él le beneficiaba tener a este buen amigo en tiempos de soledad. Cierto era que había percibido demasiado interés en su interlocutor para que se apuntara a la sociedad recreativa, pero los incentivos y beneficios de viajar por los pueblos de la provincia los fines de semana bien merecían esos euros que había tenido que invertir. El coste no resultaba gravoso, sino bastante económico, considerando que cada mes sólo tendría que pagar un par de euros “por estar asociado”.

“Tengo que aclararte, Aniceto, que La Aventurera no tiene sede fija. Tampoco es necesaria, porque con Internet se puede bien llevar. Te lo dice su secretario. Cuando celebramos alguna asamblea, pedimos al municipio que nos ceda algún local durante unas horas. No hay problema para conseguir esta cesión temporal. Ahora alcanzamos la suma de más de 200 asociados.  Tienes que estar atento a la página en Internet, cuando desees hacer una excursión de las que proponemos. En varias ocasiones hemos tenido que alquilar un par de autobuses, dada la demanda por hacer estos interesantes paseos. Antes de despedirnos de este feliz día, te paso mis datos y la página correspondiente en la que debes entrar con frecuencia. Después de la comilona que nos estamos dando, vamos a elegir unos buenos postres”.

Acacio era una persona, un tanto barrigón, que nunca parecía estar satisfecho con lo que engullía. Aniceto pensaba que al pobre amigo le iba a costar un ojo de la cara pagar todo lo que habían pedido. “No insistas, que un día es un día. Pago yo y no se hable más. No se recupera a un amigo de la infancia, así como así. Yo me he dedicado a la compra/venta de pisos, colaborando con una inmobiliaria. Y he hecho buenos negocios por la “milla de oro”, con las comisiones subsiguientes que me he sabido ganar. Y no te preocupes por la memoria. Lo importante es que el destino ha querido que ahora estemos juntos y a partir de ahora vamos a ser inseparables”.

El reloj ya marcaba las cuatro de la tarde, en ese largo y suculento almuerzo de amistad. Inesperadamente, Aniceto vio como el rostro de Acacio enrojecía. ¿Qué te ocurre? ¿Te sientes mal? ¿Puedo ayudarte, buen amigo?

Acacio bajó sus ojos y con el rostro un tanto avergonzado confesó a su interlocutor qué le pasaba. “Desde hace años, buen amigo, sufro una reacción estomacal que se presenta aleatoriamente o cuando mi ingesta es abundante. Es como una gastritis gaseosa, que me provoca una cadena de flatulencias, verdaderamente incómodas y desagradables, por la vergüenza que paso cuando estoy fuera de casa. Los médicos de digestivo ya no saben qué prescribirme. Puede tener un origen genético o emocional. Me disculparás unos minutos. Voy a los lavabos a “desahogar” esta crisis gaseosa que me hace quedar en evidencia ante las demás personas, con el aroma propio que te puedes imaginar”.

Aniceto, ya más relajado, siguió saboreando su café moka, que estaba ciertamente delicioso. Al paso de los minutos comenzó a preocuparse, porque Acacio no volvía de los lavabos, que estaban ubicados en la planta sótano y en donde él había sufrido una cómica experiencia. Como la situación no cambiaba, llamó a uno de los camareros, explicándole que hacía como unos 15 minutos que su compañero no volvía de los lavabos a donde se había desplazado por una indisposición.”

El camarero le dijo que lo acompañara al excusado para ver si su amigo necesitaba ayuda. Bajaron la corta escalera y llegaron al cubículo que Aniceto bien conocía. Golpearon en la puerta del WC. Al no encontrar respuesta decidieron franquearla. Una vez abierta, allí dentro no había nadie. Hicieron lo mismo con el WC femenino, golpeando con firmeza, por si había habido algún equívoco, pero se encontraron una señora que salía un tanto enfadada “desde luego que no puede una tener tranquilidad ni para “obrar” con sosiego”.

¿Qué estaba ocurriendo? Aniceto, profundamente confuso y preocupado, volvió a su mesa esquinera para acabar de tomarse el café, haciéndolo de un largo sorbo. Se preguntaba una y otra vez ¿dónde estará mi amigo?  Al poco rato volvió el mismo camarero, pero esta vez venía acompañado por un señor sin uniforme con una mímica facial de “pocos amigos”. Se identificó como el dueño del local restaurador. Su nombre era URBANO Campanario. Traía en su mano diestra una pequeña bandeja de madera, muy grasosa por el uso y falta de limpieza, sobre la cual descansaba una nota: obviamente era la cuenta del opíparo almuerzo.  

“Buenas tardes. El camarero me ha explicado la situación. Efectivamente, Vd. ha estado acompañado de una persona que en este momento parece que no está. Pero la cuenta de la mesa 7 tiene que ser pagada y esa obligación le corresponde a Vd.” “Pero Sr. Campanario, mi amigo se comprometió a invitarme. Tuvo que ir al excusado por unos gases malolientes que le afectaban el vientre. Yo no sé dónde puede estar” “Pues nosotros tampoco. La cuenta o ´dolorosa ‘suma 112 euros, IVA incluido. Entiéndalo. Hay que pagar lo que se consume y en esta mesa se ha comido mucho y bien”. La actitud del propietario Urbano Campanario era cada vez más serie e imperativa. “Si Vd. persiste en su negativa, pues deberá explicárselo a la policía para aclarar este enojoso asunto”.

El atribulado ex clarinetista se sentía cada vez peor. Incluso tuvo que tomar asiento porque le estaban temblando las piernas. Deseando que aquella absurda situación finalizase, extrajo de su cartera una tarjeta bancaria y la puso en la bandeja, sobre la minuta a pagar y cerró los ojos, porque la habitación “le estaba dando vueltas”. Su mareo era evidente. Otro camarero trajo la máquina digital de pago y de inmediato más de 100 euros “volaron” de su cartilla de ahorros. Una vez finalizado el pago, Urbano Campanario le dijo en voz baja (otros comensales ya estaban al tanto de la situación) “Ahora le ruego que abandone el local y no siga con estos juegos “infantiles” que le pueden traer malas consecuencias. Ese que dice “su amigo” le ha tomado bien el pelo.

Avergonzado, abrumado, decepcionado abandonó El Candelabro, sintiéndose vilmente engañado. Nada más llegar a su casa, telefoneó al número impreso en la copia de su inscripción. Sociedad Recreativa LA AVENTURERA. De inmediato una voz “enlatada” respondió con presto automatismo “El número al que llama no existe”. Entonces tecleó en su ordenador la dirección electrónica que aparecía debajo del número de teléfono fallido. Apareció una página de mujeres desnudas. Era una de tantas páginas eróticas que pululan por las redes informáticas. Ese amigo “desconocido” de la infancia, en su engaño, le había sacado 172 euros, habiendo gozado además de un suculento, abundante y caro almuerzo. Había sido “cómicamente” engañado, aunque en su conciencia también permanecía la vergüenza de haber seguido un juego peligroso y erróneo. Nunca había estado en ese colegio que con tanta firmeza citaba el truculento Acacio. Pero, como en tantas ocasiones sucede, la soledad nos hace cometer acciones y comportamientos puerilmente equivocados.

Nunca más volvió a encontrarse con el tal Acacio o como realmente se llamase. Cuando Aniceto camina por la calle y observa que alguien se le acerca, suele acelerar su paso, a fin de evitar una tan amarga experiencia como la que se inició en el sepelio oficiado de San Gabriel.

Habría sido muy cruel para su débil carácter haber conocido que, en la tarde en que sucedieron los hechos, Urbano Campanario, el dueño del Candelabro recibió una llamada en su móvil. “Hola, Urbano. Con el incauto de hoy ya van siete en el mes. Los 20 euros que me das por cliente me los vas a tener que aumentar, pues el trabajo de interpretación que realizo creo que merece una más elevada compensación”. “Sí, Mariano, pero tú te “zampas” y disfrutas de una comida de lujo y además te quedas con la cuota de inscripción en la sociedad excursionista y el pago del primer mes. Recuerda los años cuando pasabas hambre y “mendigabas” un papel de figurante en el teatro, el cine o en las televisiones locales. Hermano mío, no lo olvides”.

 

 

EQUÍVOCOS

ENCADENADOS

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 22 noviembre 2024

                                                                                                                                                                                                                               

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jueves, 14 de noviembre de 2024

EL LETARGO DE LA ESPAÑA VACÍA

Es una evidencia para la reflexión. El avance del tiempo va cambiando el comportamiento de las personas. Los hábitos de naturaleza lúdica, cultural, deportiva, relacional, formativa, comercial, alimenticia, etc. van evolucionando según las épocas, las modas, los adelantes de la ciencia y la misma forma de concebir la existencia. En estas concreciones de los comportamientos cambiantes, hay que hacer alusión también a todos aquellos relacionados con las creencias y actitudes religiosas.

A estas alturas del primer cuarto del siglo XXI, las prácticas religiosas, según la percepción general y los estudios de los que se hace eco la prensa, han disminuido, si los comparamos con épocas pretérista o simplemente con décadas vinculadas a nuestra memoria (recordamos los años del Nacional Catolicismo en España). La asistencia a los oficios religiosos, al margen de bautizos, comuniones, matrimonios y sepelios se ha reducido en el porcentaje popular. La misa diaria, las filas ante los confesionarios, la misa dominical, las novenas y los triduos, etc. ya no cuentan entre los hábitos religiosos de grandes masas ciudadanas. Y no sólo es importante y significativo este cambio de comportamiento, sino que también han disminuido drásticamente el número de vocaciones para el ejercicio sacerdotal, con respecto al siglo precedente o épocas anteriores. Esta carencia vocacional ha determinado que un sacerdote tenga que repartir sus esfuerzos o funciones pastorales por varias iglesias no templos, en ocasiones de diferentes localidades, generalmente de baja población. Faltan seminaristas, sacerdotes y religiosos. Son muchos los conventos que han de cerrar por falta de opciones para profesar. Y, paralelamente, disminuyen los fieles practicantes en el día a día. En este delicado contexto de la fe vocacional y práctica religiosa, se inserta nuestro relato de esta semana.

Nuestra historia se localiza en un pueblecito castellano de la denominada “España vacía”, ubicado en la mitad norte peninsular. Este núcleo de población tiene por nombre CASTELLAR DE LOS INFANTES. Este municipio tuvo un gran predicamento económico, militar y social, en los años de la España Moderna, siglos XV, XVI, XVII y XVIII. En esos años “gloriosos” la potencialidad de su población alcanzó cifras de varios miles de habitantes, que se dedicaban mayoritariamente a los trabajos agrarios, ganaderos y también al servicio de grandes familias nobiliarias. También era importante el ejercicio de la milicia.

En la actualidad, este pueblo alcanza apenas los 400 habitantes, con tendencia decreciente anualidad tras anualidad. Durante un par de décadas ha regido el monumental templo/catedral que sus habitantes poseen un venerable sacerdote, el párroco don CAMILO, quien a punto de cumplir las siete décadas y media de su vida y padecer diversos problemas de salud, tomó la decisión de “colgar” la sotana, vestimenta clerical que siempre ha llevado, para retirarse o jubilarse de su función pastoral. Su intención es hacerse capellán de un convento de monjas clarisas y entrar en una residencia para sacerdotes mayores, ubicado en la capital provincial, en donde pueda ser atendido de las necesidades derivadas de su ancianidad.

La actividad parroquial no sólo era atendida por el venerable sacerdote, sino que también era muy importante la colaboración de un adulto sacristán, llamado HIPÓLITO, padre de familia con cuatro hijos, que le había dado su mujer FLORA. Se ayudaba, para sacar su familia adelante, de trabajos temporales en la agricultura, además de desempeñar desde los 26 años el cargo de sacristán de la Iglesia Catedral de san Sebastián.

Al llegar la hora de la jubilación del sacerdote titular, éste indicó a su ayudante que lo recomendaría al nuevo párroco que el Sr. Obispo tuviera a bien enviar. La compensación económica que Hipólito recibía por su trabajo en el templo era bien modesta, aunque el fiel servidor de la iglesia la consideraba fundamental, para unirla a lo que ganaba por sus temporales trabajos agrarios. En este momento, con 52 años, tenía a cuatro hijos en esas edades de la adolescencia avanzada a los que había que alimentar, vestir y darles la necesaria formación reglada.

Una mañana de otoño, don Camilo recibió una carta oficial del Obispado de la diócesis palentina, en la que le comunicaba la aceptación de su renuncia, por causas de la avanzada edad y deteriorada salud que padecía. La misiva del Sr. Obispo añadía que, dada la escasa población de la localidad, unido a que otras poblaciones cercanas también tenían una población en progresivo descenso, Castellar iba a integrarse en el ámbito de la rotación itinerante que realizaba un sacerdote joven, don ROMUALDO. La diócesis le había ayudado económicamente para la compra de un 2 CV Citröen, que antes había pasado por varios conductores. De esta manera, este joven sacerdote viajaba por esos pueblos cercanos, dedicando cada día a desarrollar la función básica pastoral que el obispado podía ofrecer a esas tierras cada vez más despobladas.  Eran cuatro municipios, más Castellar. Todos ellos en Palencia.

La realidad, como manifestaba el prelado en su carta, era una escasa asistencia a la iglesia de los pocos fieles que poblaban la localidad. Aun así, Hipólito se preocupaba de ejercer lo mejor posible las funciones de un responsable sacristán. Abría la iglesia por la tarde, a partir de las seis. Se esforzaba en ir barriendo el suelo del templo por zonas. También ordenaba y limpiaba la vestimenta eclesial del cura párroco. Tocaba las campanas para la misa de las siete de la tarde. Reparaba algunos desperfectos, especialmente aquellos relacionados con la electricidad, afición y destreza que mantenía desde la infancia. Ayudaba al celebrante don Camilo cuando éste oficiaba las misas y algunos matrimonios de tarde en tarde, que pronto buscaban acomodo en la capital provincial. Había pocos nacimientos, pero al igual que las defunciones, Hipólito colaboraba en lo necesario para su atención religiosa. Con esfuerzo, ilusión y constancia, al paso de los años había ido aprendiendo a tocar el órgano musical ubicado junto al coro, enfrente del presbiterio. Esta habilidad para la música sacra la centró en dos o tres piezas al comienzo de su trabajo, pero con los años fue sumando numerosas piezas al repertorio, que se sabía prácticamente de memoria, para el deleite de los pocos fieles asistentes a las ceremonias. Eran mayoritariamente “beatas” muy mayores, que acudían a la misa de tarde y a la del domingo, que se oficiaba a las 12 de la mañana.

Don Camilo y el nuevo sacerdote itinerante, don Romualdo, decidieron llamar a Hipólito para explicarle los cambios que iban a tener lugar en la parroquia a partir de la llegada del nuevo párroco. El templo permanecería cerrada durante los cinco primeros días de la semana, abriéndose sólo durante la tarde del sábado y en la mañana del domingo, días en los que don Romualdo pasaría con su Citröen por Castellar, para desarrollar su pastoral rotatoria: confesar, oficiar misa y realizar algún bautizo o matrimonio si los hubiere. Hipólito también abriría la iglesia el resto de los días y por la mañana, de 11 a 13 horas, siempre que hubiese grupos de turistas que deseasen visitar el interior del magno templo catedral, joya del arte gótico y renacentista. Cobraría por permitir la visita 2 euros por persona, fondo que el sacristán recibiría por su dedicación a las tareas de limpieza y cuidado del santo edificio y la ayuda al nuevo sacerdote en el fin de semana.  Con estas condiciones. Hipólito debía seguir trabajando en las tierras de ATANASIO, cuidando también a sus ovejas, ya que mantener a la familia con lo que sacaba de las entradas al templo por los turistas no tenía para vivir. Su mujer Flora también echaba algunas horas en casas de las señoras mayores del pueblo, atendiendo a sus necesidades, a fin de sumar algunos euros al escaso dinero que ganaba su marido. En muchas ocasiones, esta mujer recibía pagos en especie de las señoras mayores a las que atendía, como huevos, manteca, harina, pan, o productos similares.

Así pasaron un par de semanas, cuando una tarde de sábado, el padre Romualdo llegó con su vetusto vehículo a Castellar. El sacristán lo estaba esperando en la puerta del templo parroquial. Quería hablarle con claridad, tras varias noches dándole vueltas a la precariedad económica de su vida.

“Mire Vd. don Romualdo. He servido a la iglesia durante unos veinte años. Ahora, con estos cambios, creo que mi función ya no es tan necesaria. Cada vez hay menos gente en el pueblo. El domingo pasado asistían a misa seis vecinos. Todas eran personas muy mayores. Durante esta semana no ha venido turista alguno que deseara le abriera la iglesia para visitar su interior. El pueblo está “adormecido, con estos casi 400 habitantes. Incluso muchos de ellos trabajan en localidades cercanas, o se desplazan a la capital para tratar de establecerse allí, con algún trabajo de albañilería, alguna portería o de mozos en los comercios. Y después de pensarlo mucho, es lo que mi familia y yo vamos a hacer. Nos vamos a trasladar a Santander. Un primo de mi mujer Flora se fue hace un par de años y está bien establecido. Tiene un “chiringuito” o merendero de playa, que funciona muy bien como restaurante. Me ha propuesto trabajo. De camarero. Flora se ocupará de la cocina y la limpieza. Los niños tendrán sus institutos e incluso si alguno sirve, buscaremos ayuda para que estudie en la universidad. Este primo, SABINO, me va a permitir que nos instalemos en un antiguo almacén trastero, en donde vamos a hacer unas obras (tiene bastante espacio) para poner un aseo y una cocina. Me cobrará una pequeña paga de 150 euros a descontar de mi sueldo mensual, por el alquiler y las obras. Padre, creo que Vd. me comprenderá. Este pueblo cada día tiene menos vida”.

El joven sacerdote comprendió, con toda humanidad, la realidad de este nuevo y modesto emigrante, fiel servidor de la iglesia durante ese par de décadas, quien también iba a emprender el duro camino de cambiar su residencia. Así que, a partir de ese día, el sacerdote itinerante sería el que abriría la iglesia los sábados por la tarde y los domingos por la mañana. Habló también con el alcalde don BENIGNO, que tenía una modesta panadería. El único edil del municipio tendría también las llaves del templo, para el caso de que algún grupo de viajeros desease visitar el interior del grandioso monumento, con sus importantes imágenes y reliquias de santos. Los fondos municipales estaban también muy “anémicos, por lo que Benigno sólo pudo comprometerse en que, para los fines de semana, uno de sus hijos, de 9 años, podría actuar de monaguillo, a fin de ayudar, principalmente, en la misa dominical.

Y esta historia, que podría trasladarse a otros muchos pequeños municipios de la recia y noble región castellana, añadiendo también otras comunidades regionales alejadas de la proximidad costera peninsular, refleja y pone de manifiesto que las instituciones o administraciones nacionales deberían arbitrar, con urgencia, medios para que la población rural permaneciera vinculada a las raíces agropecuarias de nuestra nación. Todo ello poniendo en práctica diversas líneas de acción. Por ejemplo, mejorando las infraestructuras para el desplazamiento, instalando servicios públicos sanitarios, educativos, comerciales y lúdico culturales, para que la juventud y sus familiares no tuviesen que desplazarse, de manera continua y preocupante, a la capital provincial o a la capitalidad regional. Esta emigración interna, hacia las zonas costeras, en donde la mayoría campesina cree que va a encontrar un mejor acomodo vivencial para sus humildes existencias, está provocando graves vacíos demográficos en extensas zonas del interior peninsular.  

Es evidente que el rico patrimonio artístico, de muchos pueblos y localidades de la gran meseta y de otras regiones españolas, sólo puede salvarse de la destrucción y el deterioro realizando un hábil e inteligente marketing turístico, que promueva estancias rurales en los pueblos semivacíos que posean esa interesante monumentalidad arquitectónica, escultórica y pictórica. Son las diferentes concejalías de cultura las que deben agudizar su mente y esfuerzos, para atraer esas visitas y circuitos explicativos, para las personas a quienes agrada viajar y conocer in situ las raíces de nuestra interesante y contrastada Historia.

En relación con el mantenimiento de esta gran riqueza monumental eclesiástica, y la propia atención pastoral de la institución católica, con el grave problema de la carencia vocacional sacerdotal, exigiría también una profunda reforma de sus estatutos, en función de la sociedad que nos ha correspondido protagonizar. La cuestión del celibato, para los miembros de la clerecía, es un asunto que debiera ser reconsiderado por la jerarquía del Vaticano. Pues, probablemente, incentivaría muchas vocaciones. Si la gran masa popular se aleja de las prácticas religiosas (salvo momentos emblemáticos de la vida, como los bautizos, matrimonios y defunciones), a pesar de que nuestra constitución no establece un estado confesional, por algo será. Tiene que haber causas para ese comportamiento cada vez más laicista. El tipo de vida de nuestra sociedad, la ultra modernidad, Internet, el modelo de vida que la privacidad que cada uno elige, la información en la prensa de algunos comportamientos de sacerdotes y clérigos, etc. todo ello debiera ser estudiado, en profundidad y con generosidad por la jerarquía eclesiástica católica.

Mientras tanto se escucha el “clamor” de esa España vacía, en la que vemos calles sin apenas viandantes en horas propias del día, calles y plazas en las que no hay niños jugando, sino muy escasas personas mayores, que “dormitan” o transitan despacio bajo los soportales que descubren viviendas cerradas, comercios cerrados y ese silencio que nos hace preguntarnos ¿dónde está la gente de este pueblo, cuando vamos a visitar esa gran colegiata, ese magno templo catedral, esa ermita románica, gótica o  renacentista que permanece cerrado y tiene que ser abierto ante la petición justificada de la agencia de viajes. El guía turístico nos explica en ocasiones la realidad de un gran convento, que fue de clausura y en el que ya no hay monjas, o ese bello claustro monacal, en el que apenas hay monjes que paseen, mediten y recen sus oraciones.

Hoy día, la familia Calatrava-Almansa, Hipólito y Flora, residen con la sencillez de la modestia en ese almacén reconvertido en vivienda, no lejos de la playa santanderina. Recuerdan con añoranza y nostalgia sus entrañables raíces familiares en la vieja Castilla. Como tantos otros, tuvieron que desarraigarse, teniendo que abandonar su tierra natal y vivencial, a fin de buscarse una nueva vida, “huyendo” de esa España vacía, que vive aletargada en sus carencias y nubladas perspectivas de futuro. Los gobernantes de las diferentes administraciones tendrían mucho que pensar, decir y hacer, en esta crisis sociológica y económica que se agudiza por años.  -

 

 

EL LETARGO DE

LA ESPAÑA VACÍA

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 15 noviembre 2024

                                                                                                                                                                                    

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jueves, 7 de noviembre de 2024

UN VETERANO JUGLAR CALLEJERO

Podemos ver y disfrutar, con cierta frecuencia, a “viejos” o muy veteranos roqueros, ataviados con su guitarras y espectaculares trajes de conciertos, actuando en cafeterías, restaurantes y bares de copas de las zonas turísticas playeras. Consiguen motivar el recuerdo y la nostalgia de un público que consume sus bebidas y alimentos, con sus antiguas canciones o versionando la de artistas de gran fama en el ámbito musical. Algunos todavía mantienen la fuerza de sus voces, pero otros dan protagonismo prioritario a sus luminosas y estridentes guitarras eléctricas, pues más que cantar lo que verdaderamente hacen es recitar, con voz a veces ronca, otras veces templada, pausada y melodiosa, bellas e inolvidables canciones. En este musical contexto se inserta la historia de esta semana.

NARCISO Briales había desarrollado toda su vida laboral, trabajando como escribiente, en una prestigiosa notaría instalada en la céntrica y popular calle Larios de la capital malagueña. Durante su infancia y juventud no fue un alumno aventajado en las aulas escolares. Había nacido en 1959 y como a tantos chavales les ocurre lo que realmente le gustaba era el juego en las calles, ese espacio lúdico para el divertimento infantil. También, los tebeos, las películas y las “chuches” eran objetivos gratos para el disfrute.

Su padre, don ARTURO, era ordenanza de juzgados. Este “recto” padre de familia, durante su juventud intentó y fracasó en el terreno de la actividad musical, realizando fallidas actuaciones como cantante de piezas musicales del cante popular. Por ello se esforzó en que su único hijo asistiera a las clases del Conservatorio Superior de Música en el Ejido, estudiando solfeo. Como doña MARCELINA estaba también de acuerdo, Narso (como familiarmente se le llamaba) aceptó con obediencia el deseo de sus progenitores. El chico eligió el aprendizaje de guitarra. Esas destrezas que se aprenden en la infancia casi nunca llegan a olvidarse.

Al finalizar sus estudios de Enseñanza Primaria, con 14 años, cambió la opción del BUP (bachillerato Unificado Polivalente) por la Formación Profesional de grado medio, matriculándose en un centro de F.P. para realizar el módulo de secretariado, aconsejado por don Arturo. La lógica de su padre era que podía “abrirle” algún “hueco” en el mundo administrativo de la justicia. No ser equivocaba el fiel ordenanza, ya que cuando Narciso finalizó ese módulo con 18 años, pudo entrar como auxiliar administrativo en la NOTARÍA NOBLEJAS, propiedad de don FELICIANO. Allí, primero con la mítica máquina de escribir Olivetti, después con la eléctrica, de la misma marca y a poco, con los primeros ordenadores “prehistóricos” PC, fue transcurriendo su rutinaria vida profesional: papeleo, fe de vidas, hipotecas, compra-ventas inmobiliarias, poderes notariales, últimas voluntades,  herencias, testamentos, etc.

Con 35 en el almanaque vital, contrajo matrimonio con SATURNA Cantalapiedra, enlace conyugal del que nació su preciosa hija YOLANDA, que en la actualidad ejerce como enfermera, en el Hospital Clínico Universitario Ntra. Sra. de la Victoria, en el barrio de Teatinos malacitano.

Narso, un obediente y eficaz auxiliar administrativo, tuvo siempre “clavada la espina,” en sus momentos para la reflexión personal, de no haber desarrollado y triunfado en el mundo de la música, dentro de la especialidad de guitarra, para cuyo afán había dedicado varios cursos en el conservatorio. Pero el destino y su carácter de persona responsable para con su familia lo había dirigido a pasar las mejores horas de su vida a estar delante de la máquina de escribir. Y posteriormente ante las posibilidades de un ordenador, en los años finales del siglo, cuando el sistema informático se fue imponiendo en el campo administrativo y en toda la estructura de la sociedad. 

Cuando entró en la complicada década vital de los 40, ya con el cambio de siglo, se veía como un ciudadano muy formal y cumplidor de su trabajo, aunque penosamente aburrido y viviendo entre legajos, carpetas, siempre sometido a la terminología jurídica en su capacidad expresiva. Sufría en su vida la falta de encanto, romanticismo, imaginación, aventura, novedad y, por supuesto, ilusión. Así que trataba de compensar esta gris existencia “engañándose” como bien podía, buscando compensaciones en el cine, algún ejercicio senderista, las comidas y en esa peña social, denominada “Las Castañuelas” a la que cada día iban menos pues, al igual que  Saturna, se quejaba de esos bailes ridículos que en el vetusto local se desarrollaban y de esas horas “aletargadas” pasadas ante el parchís, el dominó, las cartas del siete y medio o las partidas de bingo, en las que nunca logró cantarlo, sólo alguna línea y de manera muy espaciada.

Como tantas personas, a lo largo de su existencia, sufría críticos momentos reflexivos, a causa de no haber bien empleado y disfrutado en tiempo de su vida. Añoraba los años de su infancia, esa juventud perdida y verse inmerso, como un “tornillo” más, en la vorágine de la maquinaria productiva, haciendo un día sí y el siguiente también prácticamente lo mismo. Soportando con desesperanzada paciencia la rutina habitual. Con el agravante de que veía cada vez más lejana la juventud perdida, cuando los años se iban acumulando, con la premura del tiempo, en su recorrido vital. Se veía cada vez “más mayor” y más aburrido. Saturna empleaba el amplio tiempo libre que disponía practicando el yoga, las clases de pilates y experimentando con las cremas rejuvenecedoras. Esta mujer nunca había trabajado fuera del hogar.

Algunos fines de semana, Narciso solía coger su antigua guitarra, regalada por su padre don Arturo cuando su hijo aprobó el primer curso de solfeo, instrumento de una buena calidad, dedicándose a tocar diversas piezas, siempre cuando no estuviera su mujer en casa. El mayor elogio que podía recibir de su “cariñosa” cónyuge era esa manida frase de “ya está el cantautor dándole a las cuerdas. Veremos el cambio de tiempo que tendremos para mañana. Seguro que llueve y truena”. Ese era el mayor elogio que recibía, todo un “amor a raudales” en el reconocimiento de la afición de un pobre hombre al que le gustaba tocar música con su guitarra.

Así transcurría la gris vida de Nerciso, cuando le llegó la hora crítica en su cronología existencial: ¡cumplía los sesenta! Sucedieron varios hechos, que acabaron uniéndose para facilitar el “golpe de timón” a su leguleya y rutinaria vida laboral.

La notaría en la que siempre había trabajado iba a sufrir un proceso de honda transformación. Don Feliciano Noblejas, su activo propietario, cumplía 75 y tenía tomada la decisión la decisión de acceder a la jubilación, pasando la multitud de expedientes archivados a un nuevo notario que abonó una buena cantidad por las instalaciones, cartera de clientes y ubicación en la calle Larios, plena centralidad malagueña. Este nuevo notario, ROBERTO Centella deseaba rejuvenecer al personal y dado que Narciso cumplía los 61, con casi cuatro décadas de servicio a su antecesor, le ofreció el incentivo de una jubilación anticipada. Si aceptaba, la notaría se haría cargo de los pagos a la seguridad social hasta que el escribiente cumpliera los 65, además de compensarle económicamente con una interesante indemnización, que cubría con generosidad la asignación mensual que el empleado recibía.

Nerciso no se lo pensó y aceptó de inmediato la jugosa oferta. Era la providente oportunidad que desde hacía tiempo buscaba a fin de llevar a cabo algunas experiencias postergadas y a las que había tenido que renunciar ante su labor diaria como escribiente notarial. Pero Saturna puso el grito en el cielo

“Y ahora me pones en el suplicio de aguantarte, teniéndote todo el día en casa. Tendré que doblar mis sesiones en el gimnasio y salir más con mis amigas. Un hombre en casa todo el día, moviendo y tocándolo todo, es un estorbo que yo no puedo soportar”. Como ya estaba habituado el responsable y paciente escribiente, era una “amorosa” frase a la que ya estaba habituado a recibir de una esposa “cariñosa”.

La primera y gran medida que Narso adoptó en este trascendental cambio en su caminar vital fue dedicar amplio tiempo a practicar con su querida guitarra, regalo inolvidable de su padre, aquel frustrado cantante. Como trataba de tener los menos conflictos posibles con su cónyuge, tomó también la valiente decisión de “echarse a la calle, para disfrutar con sus toques de cuerda y de paso poder gozar de ese protagonismo que todo “bicho viviente” anhela tener en su existencia.

Preparó un repertorio de piezas clásicas, mezcladas con otra de música popular española. Dado que casi siempre había usado, dada la naturaleza de su trabajo, el severo traje gris, con una camisa haciendo juego, llevando anudada la correspondiente corbata de tonos oscuros, ahora iba a cambiar drásticamente su atuendo, con una camiseta de manga corta, bastante coloreada, para los meses calurosos, pantalones vaqueros cortos o bermudas azules, eligiendo para el calzado cómodas zapatillas deportivas, de la marca Quechua o sandalias de la misma marca. Este vestuario que pronto adquirió, con prendas duplicadas, por aquello de la suciedad y el sudor, lo guardó con rapidez en su armario, pues él y Saturna había tenido armarios diferentes para colocar su ropa. Trataba de evitar que su mujer tuviese conocimiento de las andanzas que trataba de protagonizar en esta nueva etapa existencial.

Y así, por las tardes, cuando tenía plena certeza de que su cónyuge estaba en sus sesiones gimnastas, que le ocupaban varias horas, cogía su gorrilla deportiva para que le cubriera amplia zona de su cabeza, dada la amplitud de la alopecia que padecía y que no favorecía su look. Con su guitarra bajo el brazo, elegía puntos emblemáticos de la ciudad, a fin de compartir su arte con aquellos viandantes que se mostraran dispuestos a escucharle. Para tocar las cuerdas de su guitarra optaba especialmente por zonas ajardinadas y populares en el tránsito, como mejor marco para lucir su arte: El gran Parque de Málaga, el parque Huelin, con su gran lago artificial, el parque Norte, los jardines de la Alegría, en la barriada de Ciudad Jardín. También visitaba, como marco escénico callejero, la muy transitada calle Alcazabilla, con su importante núcleo monumental como gran marco de fondo, añadiendo la sin par, tradicional y romántica Plaza de la Merced, por su bello trazado y presencia de riqueza vegetal en su coqueto arbolado.

Hay que aclarar que el veterano Narciso Briales no cantaba, sino que sólo tocaba piezas muy conocidas de la canción clásica española: Falla, Granados, Joaquín Rodrigo, Isaac Albéniz, etc. esforzándose en hacerlo con proverbial maestría. Le emocionaba verse rodeado de un público variopinto, en edad y condición social, que aplaudía al final de cada pieza interpretada con generoso entusiasmo. No se le pasó por la cabeza la desafortunada idea de poner un platillo, gorra o similar a sus pies, pues él no tocaba para recibir emolumento o dinero alguno. Lo hacía por puro placer, para ponerle un poco de color a su rutinaria vida anterior en el ámbito profesional. Sin embargo, resultaba inevitable la reacción de algunos espectadores u oyentes, que mientras “el maestro” tañía con su guitarra esas bellas notas musicales, sacaban de sus bolsillos algunas monedas y las dejaban caer delante del veterano artista. Esta “vergonzosa” situación (para él) trató de evitarla colocando sobre el suelo un pequeño cartel de cartón que decía:

MUSICA GRATIS. NO ECHEN MONEDAS. GRACIAS.

FREE MUSIC. PLEASE, DON’T THROW COINS. THANK.

Pero a pesar del claro texto, en bilingüe, siempre había alguna señora, caminante o paseante, español o extranjero, que hacía caso omiso de la recomendación, arrojando algunos céntimos de euro o más cantidad de efectivo, según su voluntad y capacidad económica.

Cuando finalizaba su actuación, con las ocho o diez piezas interpretadas, optaba por cambiar de escenario, desplazándose a otro lugar con su “hermanada” guitarra. Un poco avergonzado por el tema de las propinas donadas por la caridad popular, recogía del suelo las monedas y las guardaba en una bolsita de plástico. Iba juntando varias bolsas que las entregaba, de forma anónima, en alguno de los centros de acogida malacitanos, especialmente a las Hermanitas de los pobres, en la zona de la Estación Vialia. La verdad era que su destreza con las cuerdas de la guitarra era importante y muy agradable a los paseantes, quienes se sentían “obligados” a entregar ese óbolo caritativo, a veces con comentarios especialmente ilustrativos.

“¡Pobre hombre! tan mayor y viéndose obligado a tocar en la vía pública. Seguro que no tiene ni para apenas comer

Cierto día tenía que ocurrir. Esa tarde de octubre, se había formado un denso corrillo de espectadores a su alrededor, en el Paseo Marítimo de la Malagueta, zona de la Residencia Militar. Y quiso el destino o la casualidad que por allí pasase una persona que bien conocía al “maestro de la guitarra”. Se trataba del Sr. notario jubilado, D. Feliciano Noblejas, su antiguo jefe. El bello sonido de los toques de guitarra hizo que éste se acercara, acompañado de su señora doña Mariblanca. De inmediato reconoció al “maestro” que estaba centrado en las cuerdas de su instrumental. El impacto que sufrió el antiguo notario y su señora fue contundente e inexplicable. No podían creer lo que tenían delante de sus asombrados ojos. Por supuesto que Mariblanca conocía bien, después de tantos años, al formal escribiente del despacho de su marido. Estuvieron a punto de darles un “patatús” en expresión popular malagueña. El veterano matrimonio aceleró sus pasos, esforzándose con puntual disimulo para que el “artista” no los viera. “Este hombre ha debido perder la cabeza. Nunca pudo llegar a pensar que una persona tan recta, educada y seria, pudiera ir por las calles tocando la guitarra, rodeado de monedillas en el suelo, como un hippy trasnochado, dada su edad”. “Pero Feliciano ¿tan mal le debe ir la jubilación a este hombre, que no tiene ni para comer?” Por fortuna, el juglar callejero no había visto a su jefe. Mucha vergüenza habría pasado, mostrándole su insólito comportamiento.

Otro día, dos miembros de la Policía Nacional se acercaron al grupo formado alrededor de narciso mientras tocaba a pocos metros de la Catedral renacentista y barroca de Málaga. El guitarrista se ayudaba de una sillita “tijera” de pescador, para estar sentado mientras hacía sonar las cuerdas de su instrumental. Una mujer policía se le acercó. 

“Abuelo, no se puede pedir limosna en la vía pública. Además, los sonidos de su guitarra pueden molestar a los ciudadanos viandantes”.  Narciso miró a la joven miembro de la policía, quien por su edad podía ser su hija o mejor su nieta. Con los ojos entristecidos, le respondió: “Señora agente, no estoy pidiendo limosna, como puede leer en el cartel que tengo delante de mi persona. Mi única intención es alegrar un poco a la gente que pasea por las calles, desarrollando mi antigua afición a la música. Sólo toco mi guitarra. No hago mal a nadie”. “Es que, Sr. está prohibido, según las ordenanzas municipales. Tendría Vd. que solicitar un permiso para realizar este proceder. Sea razonable. Recoja sus Bártulos y márchese a su casa. Si le vuelvo a ver en otra ocasión, me veré obligada a requisarle el instrumental y a pedirle la identificación para proceder a denunciarle”.

En la actualidad, NARCISO se desplaza a tocar a los colegios, centros de acogida, asilos y a las residencias de la tercera edad. También ha ido a tocar a varios hospitales, para alegrar un poco la vida de los enfermos que allí son tratados. Su esfuerzo e ilusión son absolutamente gratuitos. De esta forma, se siente algo más feliz y útil, en esa etapa final de su existencia. Mantiene el recuerdo cariñoso a la memoria de su padre, don Arturo, que supo motivar en su hijo esta hermosa destreza musical. Así se siente más realizado, respecto a su rutinario y aburrido comportamiento durante su vida laboral.

En cuanto a SATURNA, llegó a sus oídos lo que su marido “hacía por las calles”. Después de una ingrata y tempestuosa broca entre los dos veteranos esposos, decidieron hacer vida separada, aunque por motivos económicos sieguen compartiendo la misma vivienda, debidamente “parcelada”, sin dirigirse la palabra. Ante sus amigas, esta ingrata mujer, con una falta de caridad y comprensión incalificable, comenta con sus “retorcidas y criticonas amigas: “Mi ex ha perdido completamente la cabeza. Es un fantoche que se comporta sin el menor pudor. Con ayuda de unos albañiles hemos dividido el piso en dos pequeños apartamentos. Sólo con verle tengo que tomarme el tranquilizante que me han recetado en el ambulatorio”.

La enseñanza de esta curiosa historia es muy sencilla y profunda al tiempo: “No dejes para más tarde, lo que puedas gozar o realizar ahora. Vive el momento, así serás más feliz en esta complicada y tantas veces irracional aventura”. -     

 

UN VETERANO

JUGLAR CALLEJERO

 

 

 

 

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Viernes 08 noviembre 2024

                                                                                                                                                                                                                               

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