viernes, 6 de septiembre de 2024

LA CASA ENCANTADA DE FRASIO

Si retrocedemos a los años, ciertamente ya muy lejanos, de nuestra infancia, vendrá a nuestra mente el ingenio y la fresca imaginación que aplicábamos para improvisar y organizar diversos juegos, a fin de “rellenar” el mucho tiempo disponible para la distracción. Aquellos niños de los 50 y los 60 casi siempre encontrábamos motivos y oportunidades para desarrollar actividades para el divertimento, que vitalizaban una época de carencias y limitaciones materiales para una gran mayoría de chavales y sus familias. Hay que repetirlo, aunque de sobra es bien sabido. Los niños de aquellos años no teníamos televisores, ordenadores, tablets u otros periféricos informáticos, de uso común en la época actual para todas las edades.

Pero había que distraerse y arbitrar los medios más ingeniosos para ello. Nos gustaba, lógicamente, mucho el cine, esa vía de escape para niños, jóvenes y mayores, en esas tardes de los fines de semana, cuando el cielo estaba nublado o amenaza lluvia. Los días soleados eran propicios para “jugar en la calle”. Programas dobles, en cines de barrio, cuyas entradas no eran en demasía costosas para para poder asistir a esas otras vidas de la gran pantalla. Casi sin saberlo, aplicábamos la empatía a todos los personajes que aparecían en las películas. “Éramos” también, policías, vaqueros, soldados y detectives o incluso esos frailes y clérigos de vida ejemplar que hacían el bien e incluso “milagros” por la acción de la Providencia. Por supuesto que el fútbol era otra dulce y atractiva medicina, para emular a los “héroes de los campos deportivos; coleccionando los cromos de los grandes artistas del balón, que jugaban en los equipos de la1ª división de la liga español. Se pasaban horas ante la radio escuchando el desarrollo de los partidos de futbol, repitiendo sin errores las alineaciones de esos equipos, mucho mejor que la tabla de multiplicar y llevando a la práctica ese apasionante juego, con cualquier cosa que se asemejara o sirviera de balón: pelotes de goma, trozos de madera o incluso las chapas de lata que cerraban las botellas de cerveza.

Una distracción que a los niños motivaba, excitaba y asustaba, consistía en intercambiar historias de miedo o temor, que solían acabar en risas e infantiles exageraciones. En este contexto, era frecuente que se identificara a una de las casas del barrio, como vivienda de esos fantasmas que anidaban en la imaginación de la chiquillería de la época. Generalmente era una casa deshabitada o con algún inquilino mayor, de apariencia “siniestra” y poco comunicativo. Para el divertimento emocional de esos grupos de amigos, esa antigua y vetusta edificación, era “LA CASA ENCANTADA”. Vayamos pues, tras esta introducción, al fondo de nuestro relato de esta semana.

Finales de la década de los 50, en una Málaga tranquila, sosegada, provinciana, en absoluto “invadida o visitada” por la oleada turística iniciada a mediados de los 60. Una soleada ciudad marítima determinada o condicionada por el nacional catolicismo que casi todo lo impregnaba. Eran “llevaderas” las muchas carencias materiales, en unos barrios bulliciosos, con una mayoría de población humilde que trataba de ganarse modestamente la vida aplicando el ingenio y la sencillez en sus labiosas profesiones. Los incentivos lúdicos antes citados del cine, radio y futbol, también las corridas de toros, como vías de escape para esa distracción que paliara la inmediatez de una cruenta guerra civil, que había dejado graves secuelas para la necesaria convivencia. En estos barrios populosos (Trinidad, Perchel, Capuchinos, Ciudad jardín, Carretera de Cádiz, Carranque, etc.) se generaba una grata fraternidad solidaria, en la que el costumbrismo castizo y la llaneza de trato era común entre los sencillos convecinos. Y por supuesto, había muchos niños, en las escuelas, en las calles y en ese vínculo parroquial que la ideología de la época promovía e incluso “obligaba”.

ALEX y MARUCHI eran los hijos de ANSELMO, propietario de una carbonería, y de FLORENCIA, ama de casa, con sus labores y obligaciones subsiguientes. Alex, el benjamín de la familia había nacido en el ecuador secular de 1950. Alcanzaba ya su novena anualidad. Su hermana era dos años mayor que él y estaba inmersa en esa etapa difícil en la evolución hacia la preadolescencia. La familia Onega-Capitán residía en el barrio centro, de la Málaga antigua. Sus hijos, naturalmente, formaban parte de esas “pandillas” de amigos compañeros de colegio. La niña era alumna de la Presentación, en calle Nosquera, mientras que su hermano estaba escolarizado en el también privado y muy popular Colegio de San Pedro y San Rafael, ubicado en la Plaza de San Francisco, a dos pasos de la “vibrante” (en aquella época) calle Carretería.

Por esta zona centro, de la antigua Málaga, había una casa “mata”, muy deteriorada, habitada por un hombre bastante mayor, llamado EUFRASIO Carcelán. Había sido barrendero municipal durante mucho tiempo, mezclando esta labor con las chapucerías de albañil. No se le conocía mujer, aunque algunos veteranos vecinos comentaban que enviudó de joven. Eufrasio había nacido con el siglo y siempre se le había conocido o caracterizado como una persona poco sociable y reservada, forma de ser que con la vejez lo habían convertido en un “cascarrabias”. Se había jubilado a los 57, por unas graves secuelas que le habían quedado en las piernas, de cuando tuvo que ir a la guerra del 36, luchando en el bando republicano contra los nacionales del general Franco. Salía poco de casa, permaneciendo en esa construcción muy deteriorada escuchando la radio (los vecinos percibían el alto volumen del aparato de radio, dado que tenía algún de oído). Le gustaba mucho “el mollate” comprando vino peleón de garrafa en el Quitapenas de calle Salvago.

La pandilla de juegos del chico Alex (Nico, Pablo, Rafi, Alberto, Andrés, Maruchi y Desi, Mari Pepa) se reunían, jugaban y hacían sus expediciones traviesas, a la casa del viejo Frasio, como así lo llamaban. Estaban convencidos de que este hombre mayor, que siempre parecía enfadado, vivía rodeado de fantasmas. Algunos de los amigos comentaban que en las noches de tormenta había visto salir luces anaranjadas y rojas de esa casa, “¡con chispas! escuchándose gritos y lamentos procedentes del interior. Entonces se decían “Vamos a la casa del Frasio”. Se acercaban sigilosamente y tocaban en el llamador o picaporte de la puerta. Tras hacerlo, salían corriendo a toda velocidad y se apostaban en las esquinas o en los portales cercanos a esa casa de fantasmas. Esperaban y a los pocos minutos Frasio abría la puerta y con los ojos desencajados, muy enfadado, profería algunos insultos o “palabrotas” ¡Ya os cogeré, malnacidos, hijos del diablo! Pero los niños siempre tenían la esperanza que junto al “Frasio” salieran esos fantasmas que pensaban convivían con “el viejo”. Otros de las operaciones de ataque contra la casa de los fantasmas era arrojar piedras, con las manos o usando el arma de batalla que todos ellos portaban: el tirachinas.

No siempre tocaban en la puerta del antiguo barrendero, sino que también lo hacían en otros portales de viviendas habitadas por personas mayores. Estas personas reaccionaban también con enfado e incluso iban a hablar con los padres de estos chiquillos, traviesos y aburridos. Ir al cine costaba sus pesetas, dinero del que la mayoría carecía, entonces había que buscar el entretenimiento, aunque fuera a base de travesuras, siempre molestas especialmente para las personas de edad. En ocasiones cogían una pequeña cajita de cartón y en su interior introducían algún excremento de perro o de gato. Liaban el paquetito con papel con papel de celofán y lo ponían en la esquina de la acera. Entonces apostados en los balcones observaban la reacción de los viandantes ante ese paquete perdido en el suelo. Algunos peatones dudaban, pero siempre había algún interesado que se volvía y lo recogía. Caminaba algunos pasos, sin poder evitar la tentación de abrirlo para ver qué preciado tesoro había en su interior. Cuando lo hacía y veía y olía el regalo, daba un grito y lo tiraba con gran enfado, mirando para todos los lados pues era consciente de que lo estaban observando. Las risas de la chiquillería, desde los balcones formaba un coro divertido, ante la vergüenza del avaricioso y burlado paseante.

El carbonero Anselmo, un hombre muy suyo, siempre ocupado con sus carbones, picones, orujos, petróleo y gasolina, cuando escuchaba las quejas de Eufrasio, con las manos tiznadas y lleno hasta las cejas del polvo negro del carbón que vendía, sólo respondía, con la elegancia de su pobreza, que esas travesuras eran cosas de chicos con ganas de divertirse, en esa España de posguerra, pobre y triste con la que tenían que lidiar día tras día. También había combatido en al bando de la legalidad republicana.  

Al burlado Frasio, cada vez más cerrado a la vecindad, sólo se le veía algunos días, cuando acudía a la pequeña tienda de MANOLO, modesto comerciante que tenía el peso “trucado” a su favor, para comprar lo indispensable a fin de poder echarse algo de comer a la boca. Como seguro de vejez sólo cobraba una pensión mensual que apenas le daba para sobrevivir. Allí encerrado en aquella casa con posibles goteras en los días de lluvia, a cuya techumbre le faltaban no pocas tejas, estaría escuchando la radio, los discos dedicados y los “partes de las 14:30 y las 22h. No sabemos si rodeado de esos fantasmas que los niños aseguraban convivían con él, o “guisando” a los niños perdidos que cogía en las noches de luna llena y se los llevaba en el “saco”.  

Pero un día ocurrió un hecho inesperado y sorprendente. El niño Alex volvía de comprar dos cervezas Victoria de litro, que le había encargado Anselmo, para cuando volviera de la carbonería a casa. Al pasar por delante de la casa del Frasio, resbaló a causa de que a una señora se le había caído una botella con algo de aceite, dejando varias losetas del suelo peligrosamente engrasadas. Alex no caminaba, sino que corría, porque no se quería perder el partido de pelota que sus amiguetes jugaban en ese momento. La suela de goma de sus sandalias le produjeron una gran caída al resbalar, rompiéndose las dos botellas que llevaba en una bolsa, con la mala suerte añadida de clavarse algunos trozos de cristal, produciéndole cortes en los brazos y en los pies. Eran las 21:30 de una noche cálida de verano.

Alex se encontraba muy asustado, pues observaba y le dolían esos cortes en su cuerpo, por los que manaba sangre. Precisamente se encontraba delante de la casa de Frasio. Como reacción instintiva, se acercó a la puerta de la casa encantada y tocó en el picaporte, que tantas veces había utilizado para sus bromas. En esta ocasión quería pedir ayuda a su enemigo “el fantasma”. Cuando el viejo Frasio abrió la puerta y vio delante a ese crio de nueve años que no cesaba de gemir, el niño que tantas veces se había burlado de él, con el llamador y las piedras, tuvo una primera intención de dar un portazo y no atender a sus lamentos. Pero tras unos segundos de indecisión, sintió pena del chiquillo, que tenía sangre por varias partes de su cuerpo. A unos metros también vio las dos botellas rotas y su contenido de cerveza esparcido por la calzada. Lo tomó de la mano y sólo le dijo, “pasa, que te voy a curar”. Habían sido dos reacciones positivas e inesperadas: la de Alex y la de Frasio.

Por parte del anciano no hubo el menor reproche. Se comportaba a modo de un abuelo con su nieto, que necesitaba ayuda y calor humano.

“Te voy a curar esas heridas que duelen que tanto te duelen y que se pueden infectar. El primer lugar tengo que sacarte esos cristales que tienes hincados en los brazos piernas y en las plantas de los pies. Te puede doler un poco, así que puedes cantar alguna canción que te guste para que se te olvide el dolor. Sé que te comportarás como un hombre fuerte y valiente”.

Alex vio “las estrellas”, cuando el viejo Frasio fue extrayendo con una pinza los trocitos de las botellas cerveceras. El niño lloraba y entonces su “enfermero” comenzó a entonar una canción de cuna que recordaba de cuando era pequeño. Esas dulces “nanas” nunca llegan a olvidarse. Continuó aplicando mercurocromo y unas vendas que tenía guardadas en una caja de lata que en su momento contenía galletas. Alex cada vez gemía menos, porque se sentía bien tratado y curado. Cuando la prolongada y cuidadosa cura terminó, Frasio fue a la cocina y trajo en la mano un vasito con leche caliente, en cuyo interior había añadido un poco de azúcar y media aspirina triturada. Alex se tomó todo el vaso y un par de galletas que su nuevo y veterano amigo le dio.

“Bueno, es hora de que marches a tu casa. Sé que no vives lejos de mi vivienda. Tus padres estarán preocupados. Mejor te acompaño hasta la puerta de tu familia, así te podrás ayudar con mi brazo. Procura no apoyar mucho el talón derecho, porque ahí la heridita te va a molestar durante unos días. Me has demostrado que eres muy valiente y muy buen chico”.

La respuesta del hijo de Anselmo el carbonero fue también muy hermosa, para un niño de nueve años. Se sentía culpable de lo “malo” que había sido con aquel hombre mayor y que esa noche tan bien lo había atendido y curado. Su respuesta fue muy bonita y humilde: “Perdón por todas nuestras travesuras. No lo volveremos a hacer más”. “Todo eso ya está olvidado, chiquillo”.

Los dos amigos caminaron, muy despacito, hacia el domicilio de Alex, que portaba en su mano derecha una chocolatina Nestlé, otro detalle del “abuelo” Frasio, quien se despidió de su “nieto” a muy escasos metros de donde éste vivía con sus padres y hermana.  

Al día siguiente, Anselmo y Florencia acudieron al caserón de Frasio, a fin de darle las gracias por el cariño y la dedicación que había tenido con su hijo menor. Flora tuvo el detalle de entregarle como regalo unas rosquillas de huevo con miel, que había frito aquella misma mañana. Estos agradecidos vecinos estaban asombrados y contentos del buen proceder de este hombre mayor, de difícil carácter y escasamente comunicativo.

Y desde aquel día, ningún niño del barrio (el pequeño Alex tenía un gran predicamento entre sus amiguetes) volvió a molestar al veterano vecino que habitaba la popularmente denominada “la Casa Encantada”. De todas formas (así era la imaginación de los chiquillos) cuando algunas noches Frasio encendía su vieja chimenea de leña, para calentarse o hacer algo de comida, algunos de los niños y niñas del que fue un popular barrio centro de la Málaga antigua pensaban y aseguraban que el viejo Frasio estaba “asando” a otros niños que había conseguido para hacerse una buena comida. -

 

 

LA CASA ENCANTADA

DE FRASIO

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 06 septiembre 2024

                                                                                                                                                                                                  

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