viernes, 5 de enero de 2024

AQUEL GRAN CINE DE LA MEDIA PANTALLA.

Viajamos, en el mágico y apasionante tren de los recuerdos, a los años 50-60 del siglo precedente. La mayor parte de la infancia, de manera especial en aquellos meses más templados de la anualidad, jugaba y se distraía fundamentalmente en la calle. Juegos inolvidables como “el pilla, pilla”, “policías y ladrones”, “el piso”, “las canicas”, “la pelota o el fútbol”, “el salto de la cuerda”, “el escondite”, “el tú la llevas”, “la patineta o la bici”, “las tablas con ruedas de cojinetes”, “la rueda de la patata” etc. tenían como principal escenario las aceras, las plazas o las calles menos transitadas por los coches y las motos de la época.

En cada domicilio era usual de que hubiera una radio (las familias que podían adquirirla) aparato radiofónico que era escuchado, en determinadas horas del día o la noche, por el papá, la mamá o la abuela, con ese sentimental capítulo de la novela (podía ser Ama Rosa…), el “parte” de las 10 de la noche o el Carrusel deportivo emitido los domingos por la tarde. La televisión tardaría en llegar a la mayoría de los hogares españoles. En Málaga hubo que esperar a 1961 o 1962, para que esos “deslumbrantes” aparatos en blanco y negro se difundieran para la distracción y la información de amplias capas de la población. Sólo en los domicilios más pudientes y en algunos bares y cafeterías se instalaba ese aparatoso, por su volumen, aparato de televisión, que emitía con sólo una cadena. La única que existía en nuestro país, Televisión Española.

En estos años de dura posguerra, con múltiples carencias, la principal distracción por la que mayores y niños suspiraban era el cine. Pero no todos se podían permitir la asistencia a las salas de exhibición cinematográfica, pues para hacerlo había que pagar la correspondiente entrada en la taquilla. Fueran tres, cinco o más pesetas, de la época. Además, había localidades y municipios en los que no se habían establecido cinematógrafos, que pudieran ofrecer las películas de la cartelera nacional y mundial. Sin embargo, había municipios en donde hubiese o no cines, durante el verano, por influencia del calor, se “montaban “terrazas” para proyectar cine, instalaciones que tenían una amplia aceptación popular. El precio de las entradas, con películas de profundo “reestreno”, era siempre más asequible, que el coste de una entrada para un cine con instalación cubierta. En este lúdico contexto, se inserta nuestra historia de esta semana.

La narración “viaja” a una modesta y bella localidad costera de la provincia malagueña, ubicada en la Axarquía, en la zona oriental provincial. Carecía de municipio propio, pues era la barriada marítima de un importante municipio agrario, situado a unos cinco kilómetros de distancia. En Torre del Mar, la economía se sustentaba fundamentalmente, durante aquellos lejanos años, en la práctica agraria (destacaba el cultivo de la caña de azúcar y la uva moscatel) y en la actividad pesquera, con esas barcas o traíñas que salían al mar en las horas nocturnas, provistas de grandes farolas, alimentadas por las correspondientes baterías. Luces que atraían a los bancos de peces, aunque también la ayuda luminosa de las noches claras de luna era importante, para el artesanal oficio de la pesca. Muchas familias de humilde condición aprovechaban, también, el buen clima veraniego de la zona para alquilar parte de sus domicilios a ese turismo, básicamente nacional (el de masas e internacional aún no había llegado a nuestra península. Habría que esperar a esa década mítica para desarrollismo económico, de mediados de los 60) cuyos visitantes dejaban algún dinero. Capital siempre muy necesitado para la reducida economía de estas humildes familias, durante los meses cálidos de julio y agosto.

Esta localidad de nuestra historia carecía de sala de cine durante el invierno. Pero cuando llegaba la ansiada primavera, y de manera especial durante la estación veraniega, se habilitaba, en un gran solar, en otro tiempo dedicado al cultivo de la caña de azúcar, un bien esperado cine de verano. Era el CINE IMPERIAL. El suelo de esta instalación era absolutamente terrizo y sobre el mismo se situaban esas decenas de filas de asientos, sillas un tanto incómodas, pero que posibilitaban disfrutar de esas películas que eran cambiadas a diario. Los lunes no había proyección, para el descanso del personal. El amplio recinto rectangular se cerraba con elevados muros, a fin de evitar que el gran “pantallón” se viera desde la calle. Pero la altura de esos muros no impedía que desde los edificios cercanos se podía divisar parte o casi toda la pantalla, durante la sesión de proyección.  En realidad, no eran bloques que superasen las seis plantas en altura, pues esta localidad marítima no estaba densificada en exceso durante estos años de posguerra y siguientes. Pero aquellos bloques que tenían aterrazada la cubierta o desde las plantas más elevadas podía divisarse parte de esa pantalla, visión que tanto ilusionaba, especialmente a los niños.

Obviamente, según la distancia de los balcones y ventanas a los altavoces del cine, el sonido llegaba con menor o mayor claridad. La concejalía municipal de la zona limitaba o controlaba que el sonido fuera muy elevado a esas horas de la noche, cuando tenía lugar la proyección de la película, ya que precisamente esos vecinos cercanos al cine tenían que descansar para trabajar durante el siguiente día.

Había un bloque ¡de cinco plantas! denominado Los Jazmines, en cuyo piso 5º B residía la familia Alpaca – Cerdán, integrada por LEANDRO, de oficio panadero y ASUNTA, que se ocupaba de las tareas del hogar. El matrimonio tenía dos hijos, MARUCHI, 10 años y SALVI de 8, niños aplicados, traviesos e imaginativos que, durante los meses veraniegos, disfrutaban con esa “maravillosa” posibilidad de ver el cine gratis. Lo hacían desde la terracita de su casa, que daba al oeste. Por supuesto de que tenían que aplicar una serie de habilidades, con las que superar las dificultades que encontraban en este tan apasionante, divertido y cultural empeño.  

Desde esa terracita del 5ºB se divisaba poco más de media pantalla del cine Imperial, aproximadamente un 60 %. Pero ello no era obstáculo para que la poderosa imaginación infantil compensara y reconstruyera esa parte de la imagen proyectada, cuya visión no era posible. En cuanto al sonido, éste llegaba con una difusa y complicada claridad. Sin embargo los dos hermanos se distraían y “entendían “ aquello que no bien escuchaban. Así que cuando no había “castigo” de por medio, por mal comportamiento, Leandro y Asunta permitían que sus hijos “asistieran” a esa única sesión que comenzaba pocos minutos después de las 22 horas, desde la terraza de su domicilio.  Asunta preparaba la cena para toda la familia, pero los niños preferían ese gran trozo de telera de Viena como suculento bocadillo, en cuyo interior iban unas cuantas rodajas de mortadela Mina. Ese menú de noche se acompañaba de un vaso de leche, pues los críos estaban en época de crecer. De postre la fruta de temporada. Ahora en verano, una tajada de melón o sandía fresquita, pues había estado guardada en la nevera que Leandro había adquirido meses antes con los ahorros de su sueldo y con algunas horas extras de trabajo echadas para la labor.

Pero “para toda la sesión” los pequeños ya se habían aprovisionado también de algunas suculentas chuches: ellos las llamaban “las provisiones”: avellanas, pipas de girasol, altramuces y esos chupachups de tan grata y larga duración para el dulzor y el placer.

Para las películas “aptas” no había problemas con la autorización de sus padres. pero cuando la película proyectada era de “mayores”, ya la cosa cambiaba, Las del oeste no ofrecían dificultad para que los niños las disfrutaran, al igual que con las policíacas. Pero en las de “amores”, Leando, el buen panadero y mejor padre, tenía preparada una gran cartulina blanca para usar cuando aparecía alguna escena “escabrosa”, elevándola y poniéndola delante de la cara de sus hijos, quienes reían y aprovechaban el momento para abrir un nuevo paquete de pipas o cacahuetes. Los “cortes” de las películas eran muy divertidos, con los silbidos que se escuchaban realizados por los espectadores de la sala. Se aprovechaba ese momento para ir a la nevera a traer la jarra del agua fresca o para “visitar” a los lavabos a refrescar la necesidad.

En muchas ocasiones, alguna escena o detalle interesante “ocurría” en el trozo de pantalla que no se podía ver, desde la posición que ocupaban los inquilinos del 5º B en el balcón de su casa. Entonces Leandro explicaba a sus peques lo que podría estar ocurriendo en esa parte oculta de la pantalla. Pero sus niños, que eran muy imaginativos, siempre tenían una salida graciosa para completar los trozos de fotogramas que no veían.  Otras veces, era el camión de la recogida de los residuos domiciliarios o el propio ambiente callejero, en esas noches templadas del verano, lo que no facilitaba la buena audición de las palabras que pronunciaban los actores. Pero Salvi y Maruchi decían, con el inocente desenfado por la edad, ”con las imágenes que vemos, ya tenemos bastante para distraernos.” Y así iba transcurriendo aquel tórrido verano, de finales de los 50.

Pero un día, el panadero Leandro (siempre volvía de su trabajo con una o dos teleras de Viena bajo el brazo y algún pastel para los niños) llegó a casa muy sonriente, pues traía una sorpresa que, a buen seguro, iba a hacer felices a sus dos hijos, quienes a pesar de su corta edad eran dos grandes aficionados a ver películas. Asunta, al ver tan satisfecho a su marido, dejó el gazpacho que estaba preparando para el almuerzo y se sentó a escuchar la buena nueva.

“No os podéis imaginar a quién me he encontrado esta mañana en la tienda. Se trata de un antiguo amigo, llamado TEODORO. Fuimos juntos a la escuela, pues es prácticamente de mi misma edad. Ya en su juventud, emigró a Cataluña, para buscarse la vida en una región donde había trabajo. Además, tenía en Sabadell a unos primos, que le dejaron un hueco en su casa. Allí ha estado bastantes años, pero ahora ha vuelto a la localidad donde nació y se crio, porque sus padres ya son muy mayores y quiere estar cerca de ellos. Aunque es un “manitas” que le mete mano a casi todo, le han dado trabajo de portero en el Cine Imperial a donde tiene que acudir por las noches. Durante el día hace distintos trabajos, electricidad, albañilería, fontanería, etc. Como nos unía una gran amistad, al ir a comprar unas barras de viena a la panadería, me ha prometido que me va a traer unas invitaciones, para que podamos entrar en el cine gratis. Bueno, sólo tendremos que pagar el coste de los impuestos por invitación. ¡Al fin podremos ver la pantalla completa y escuchar bien la película!”. (Maruchi y Salvi daban saltitos de alegría, al escuchar esa tan gran noticia que le traía su padre).

Y así, a los pocos días, un sábado noche de mediados de julio, los cuatro miembros de la familia Alpaca-Cerdán pudieron entrar, todos muy contentos, en la gran sala terriza del Imperial, para ver una distraída película del oeste: CENTAUROS DEL DESIERTO, dirigida por el maestro John Ford en 1956 e interpretada por el gran John Wayne. Disfrutaron de lo lindo, pudiendo ver ahora la pantalla completa (que les pareció grandiosa en su “enormidad” y por supuesto con un buen sonido, que hacía posible entender perfectamente los diálogos y el ritmo musical de la trama. Estos regalos de invitaciones se repitieron con frecuencia, porque la amistas entre Leandro y Teodoro era intensa. De hecho, siempre que Teo iba a comprar la telera del día, su amigo le envolvía un par de dulces de regalo para sus padres, gesto que el portero de El Imperial mucho agradecía.

En ocasiones, cuando ponían una película apta, para todos los públicos, los dos pequeños grandes aficionados el “séptimo arte” acudían a la puerta del cine (con su bocadillo de mortadela Mina y las chuches correspondientes) y esperaban una señal de Teo (que miraba hacia otro lado) para pasar a la sala, muy deprisa y sonrientes, en una simpática complicidad.  Una mañana de sábado Teo vino a por Javi y con él subió a la cabina de proyección, en donde el maquinista estaba preparando la película que se iba a proyectar esa noche. El asombro en el rostro de Salvi era manifiesto. Contemplaba con los ojos bien abiertos las dos grandes máquinas de proyección, los enormes rollos de celuloide, que le parecían gigantescos. También observó la forma como el proyeccionista empalmaba, con una asombrosa destreza y rapidez, las tiras de fotogramas partidas. También le hicieron una pequeña demostración, para que viera cómo se producía la luz que proyectaba las imágenes en la enorme pantalla. Ese arco voltaico generado por las dos barras de carbones conectadas a tomas eléctricas pareció a Salvi como una inexplicable magia llena de embrujo.  Aquel día este niño, buen observador, volvió a casa con una gran bolsa de plástico, en cuyo interior llevaba como regalo centenares de fotogramas eliminados en los empalmes de las películas. En esos fotogramas aparecían los grandes héroes de las películas, lo que permitía al niño jugar con la ilusión de poder ver a los grandes actores de la pantalla, a través de la bombilla de la lámpara que tenía colocada en su mesita de noche. 

Y PASARON LOS AÑOS, POR ESTAS VIDAS DE CINE.

Salvador Alpaca es actualmente jefe de cabina, en unos grandes multicines de la capital malacitana, en donde controla diariamente hasta 15 videoproyectores. El tradicional y añorado sistema del celuloide, como soporte para las imágenes de las películas, prácticamente ha desaparecido de las salas de cine. Hoy en día las películas se graban digitalmente, en unos grandes discos duros, que gozan de una gran capacidad. La videoproyección digital es universalmente utilizada para el cine, por la pureza de la imagen, el abaratamiento de costes y el perfecto sonido. De manera curiosa, su hermana Maruchi también trabaja en esta cadena de multicines, encargándose en la taquilla de la venta de las localidades, aunque también echa una mano cuando puede en el ambigú o el bar, vendiendo esas chucherías que ella y su hermano consumían desde el balcón de su casa, mirando con pasión una media pantalla.

El cine, con su magia y misterio, siempre ilusionado y permanente, ha sustentado la vida de estas dos personas, que allá por el final de los años 50 y comienzos de los 60 se preparaban, en las noches de verano, para ver, disfrutar y soñar. Lo hacían mirando las asombrosas historias de vaqueros, policías, magos, hadas y princesas, siendo plenamente felices con esa su infantil vocación. Y todo ello, aunque fuese un cine artesanalmente “imaginativo”: aquellos trozos de películas que podían verse, desde la ubicación de un modesto balcón del piso 5 B, en un bloque torreño, Los Jazmines, en donde dos niños de “los cincuenta” construían todo un mundo onírico con toda una gran media pantalla.

 

 

 

AQUEL GRAN CINE

DE LA MEDIA PANTALLA

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 05 enero 2024

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