viernes, 15 de septiembre de 2023

MI OTRO YO

 

En los listados telefónicos, en las bases de datos empresariales, en el INE (Instituto Nacional de Estadística) y en el Registro Civil aparecen, lógica y necesariamente, millones de ciudadanos, con sus nombres correspondientes. En tan amplia densidad nominal, el azar, la casualidad, la intencionalidad, provoca que muchos de esos nombres sean coincidentes. No sólo el nombre de “pila” y el primer apellido. También ocurre con el segundo apellido o last name, es decir, el nombre completo. Estos curiosos casos de coincidencia se dan en espacios geográficos muy diversos en la distancia. ¿Quién no se ha preguntado alguna vez, esa frase de “me gustaría conocer a una persona que llevara mi propio nombre completo”? Tal vez estas curiosas coincidencia sean más frecuentes en nombres y apellidos “comunes”, mientras que en aquellas nomenclaturas “más raras o infrecuentes” las coincidencias son normalmente menores.

ÁLVARO CALELLA FROILÁN era un jubilado de 67, que se esforzaba cada día en llenar su abundante tiempo libre con actividades e incentivos diversos, que le permitieran distraerse y alejaran la pesarosa rutina que siempre aturde y aburre por lo igual. Este rondeño, afincado en Málaga desde su adolescencia, había ejercido durante toda su vida laboral como dependiente de un conocido comercio de telas, ubicado en el núcleo urbano de Atarazanas / Guadalmedina. Su imagen era la de un singular trabajador ejemplar, luciendo siempre su bien aseada bata beige, con tres grandes bolsillos, en los que guardaba dos pares de tijeras, jaboncillo de color blanco para señalar y enarbolaba en su mano derecha, a modo de “lanza castrense” un metro de madera barnizada y muy gastada, para las mediciones de los trozos de tela que los clientes (generalmente señoras) deseaban comprar. Aunque no era muy dado al uso de las novedades tecnológicas, en uno de esos grandes bolsillos de su elegante bata de trabajo, también guardaba un móvil telefónico, que la insistencia de su única hija AIDA le aconsejó adquirir, ante la necesidad de estar bien comunicado, preferentemente para el ámbito familiar.

Este veterano dependiente, especialista en todo tipo de tejidos para el mejor consejo a las clientas visitantes del establecimiento, estaba casado con JULIANA, una “rechoncha” y bondadosa ama de su casa, que sabía llevar muy bien a su marido y a su querida hija, ocupándose del mejor funcionamiento del hogar. No sólo trabajaba en las diversas tareas de la casa, sino que también dedicaba las tardes para atender a una fiel clientela que le llevaban ropa nueva para que cosiera, reparara o arreglara, con proverbial maestría, esos inesperados agujeros, quemaduras, “sietes” y desgarros, que por mil motivos hacían inservibles muchos trajes, faldas, camisas y pantalones, que se querían volver a utilizar. Esa rara habilidad para disimular los deterioros en la ropa, Juliana la había aprendido de su ya fallecida abuela Palmira, viuda desde la guerra, que siempre había destacado en la artesana labor de arreglar las prendas estropeadas, ”quemando” sus ojos con admirable esfuerzo y encalleciendo sus manos, a cambio de unas pesetillas con las que se ganaba la vida en épocas “oscuras” de dura carestía y necesidad. El sueldo de Álvaro nunca había sido elevado y más ahora, con la jubilación, hacía necesaria esa entrada económica que aportaba su mujer, para atender los gastos familiares y los estudios del gran tesoro conyugal, su preciosa hija Aida.

La boda de Álvaro y Juliana la celebraron algo tarde en sus edades respectivas, pues él ya alcanzaba los 45, mientras que su esposa llegó al altar con los 39 avanzados. Se trataba de un matrimonio modesto, normal, aceptando lo que el destino les había deparado y como muchos dirían, felices con sus carencias, que bien asumidas y aceptadas estaban integradas con normalidad en sus sencillas existencias. Eran conocidos y buenos vecinos residentes en uno de los veteranos bloques “colmena” de la Carretera de Cádiz, construido en los años 60, que alcanzaba catorce plantas de altura. Habitaban un pequeño pero acogedor piso en régimen de alquiler, en la planta tercera letra B. Los 60 metros cuadrados de superficie útil eran más que suficientes para las necesidades de los tres miembros de esta modesta y unida familia.

Mientras su mujer atendía a casi todos los detalles del hogar, Álvaro solía entretenerse los fines de semana (mientras permanecía en activo) “montando” con largas pinzas, preciosos y pequeños barcos dentro de botellas con el gollete ancho, habilidosa costumbre para esas largas horas de los sábados por las tardes y también no pocas horas domingueras para el asueto.

La especialista informática de la familia Calella-Naguía era la joven Aida, quien se sintió muy feliz cuando, cursando el bachillerato, sus padres le trajeron, en la mágica Noche de los Magos, un ordenador MAC. La máquina informática era de segunda mano, pero estaba muy bien conservada y con grandes prestaciones. Don Ezequiel, el propietario de la tienda LAS MIL TELAS, al fin había sustituido el veterano ordenador por un nuevo y último modelo, a fin de llevar mejor las cuentas o contabilidad, las ventas de telas y retales realizadas y el listado de proveedores del establecimiento. Conociendo el hecho, Alvaro estuvo bien presto para la oportunidad, hablando con su jefe en los siguientes términos:

“Don Ezequiel, le voy a ocupar unos minutos, con su permiso. Mi hija Aida, que ya cursa el bachillerato con muy buenas notas, me anda pidiendo que le compre un ordenador, una buena computadora que necesita para seguir mejorando en sus estudios. Es muy aplicada y me dice que me tengo que apuntar entonces a Internet, que es como una gran biblioteca gigante. Ya sabe que yo sólo entiendo de tejidos. El caso es que mi sueldo y lo que consigue la pobre Juliana con sus arreglos de ropa, no me llega para comprar ese aparato. Vd ha sustituido el ordenador que tenía en su oficina por uno nuevo y sin duda mejor. Yo querría pedirle, abusando de la generosidad que siempre me ha demostrado, si quisiera venderme el viejo ordenador. Yo pagaría, lo que quisiera cobrarme, si me descontara cada mes un poquito de mi sueldo. Le estaría agradecido de todo corazón. De todas formas, respetaré lo que Vd. tenga a bien decidir”.

Don Ezequien Torabia, el dueño de LAS MIL TELAS, un hombre de gran corazón, muy paternal con sus empleados, valoraba en mucho la fidelidad de tantos años demostrada por Álvaro, ese servicial dependiente que, con su larga bata, siempre limpia, era el que más vendía entre los tres empleados que atendían al público. Miró con firmeza a su interlocutor y poniéndole su mano derecha sobre el hombro le dijo con una sincera sonrisa.

“Mire, amigo Calella, este fin de semana voy a hacer unos arreglos y limpieza en el disco duro del antiguo Mac. El lunes, cuando cierres la tienda, te lo llevas a casa, en una de esas grandes bolsas donde nos envían el popelín. En cuanto a lo que te voy a cobrar, no te preocupes. Ya hablaremos más tranquilos del asunto. Lo importante es que tu hija Aida se vea ayudada y avance en sus estudios”.

El paternal empresario nunca le pidió peseta alguna a Álvaro por ese buen regalo. El lunes por la noche, víspera de Reyes, entró en el domicilio de Aida, el primer ordenador personal tan anhelado y necesitado por la prometedora chica, que daba “saltos de alegría” por tan estupenda novedad. Al día siguiente, su padre se acercó a una tienda de Movistar y encargó la correspondiente conexión a Internet. Una vez más don Ezequiel había dado muestras de su comprensión, dándole permiso para que realizara esa útil gestión informática para su hija.

De alguna forma, el buen dependiente se sentía feliz, no sólo por haber facilitado ese ilusionado deseo a su hija, sino también porque, según ella le iba explicando en el transcurso de los días, el ordenador tenía “miles” de prestaciones que podían ser muy interesantes para su propia vida. Entre ellas, el poder descargar películas, sin tener que pagar la correspondiente entrada en la taquilla, leer los periódicos del día, poder escribir cartas y enviarlas a través del correo electrónico y, sobre todo, acceder a todo tipo de información mediante el uso del buscador universal y gratuito, denominado Google. El domicilio de los Calella-Naguía se había “informatizado”.

Pasaron los años y la edad de Álvaro se acercaba a la fecha de su jubilación.  Aidita ya estudiaba los libros y apuntes de magisterio, en la facultad de Ciencias de la Educación de la UMA. Dominaba muy bien la informática y siempre estaba al tanto de prestar ayuda a su padre para resolver las lógicas dificultades de éste cuando navegaba a través de Internet.

Un sábado por la noche, cuando Aida se había ido a estudiar con su amiga Sara, Álvaro se encontraba bastante desvelado, ya que Juliana le había preparado un aromático y sabroso café para tomar después del postre, infusión que había salido demasiada cargada. Ya tenía bien dominados los manejos básicos de la “computadora” como él solía llamarla. Le gustaba entrar en algunas páginas deportivas y en otras que mostraban las técnicas para introducir barcos encriptados dentro de originales botellas, a fin de sacar modelos para sus habilidosas artesanías. No tenía nada de sueño, por lo que en un momento concreto se le ocurrió un simpático y original juego. Juliana se puso a arreglar un traje de boda masculino, chaqué que lucía un gran “siete” producido por un mal tornillo que tenía su dueño en el armario.  Entonces, el habilidoso “informático” se dijo a sí mismo


“¿Por qué no poner mi nombre completo en el Google y comprobar que por “esos mundos” de Dios hay alguien que tiene este nombre, con los mismos apellidos? ¿Quién no lo ha hecho alguna vez, por curiosidad, intriga, comparación, novedad, juego o incluso necesidad?”


Escribió su nombre completo: ALVARO CALELLA FROILÁN. En muy escasos segundos, apareció una lista de tres entradas, con esos términos exactos, más una larga relación de Froilanes, Calellas y, por supuesto, Álvaros. Empezó a bucear en el primero de ellos. Correspondía al que parecía un famoso personaje, que ejercía de actor “porno”. Este miembro del arte corporal, después de trabajar o ejercer durante un tiempo por tierras holandesas, había vuelto a la patria de sus padres, en la zona cántabra peninsular. Allí había montado una gran sala de espectáculos muy famosa y concurrida de clientes ávidos de la materia, establecimiento para espectáculos denominado EL TATUAJE. El curioso nombre derivaba de que todos aquellos que acudían a pasar una noche divertida, en la sala pornográfica, debían mostrar un tatuaje en alguna parte emblemática de su epidermis corporal. Lo más curioso del caso era que, según en qué parte del cuerpo aparecía el tatuaje, el pago por la entrada para el espectáculo era diferente. Se priorizaba, de manera especial, las zonas íntimas o erógenas. El divertimento del ya antiguo dependiente era manifiesto, pues el tal Álvaro, que en realidad era de nacionalidad argentina, tenía una peculiar figura intensamente afeminada y desde luego que no se parecía en nada a su persona. En la Sala El Tatuaje se exhibía, al comienzo del espectáculo, un gran desfile de los más afeminados participantes, con atrevidos y sensuales formas de baile y danza, música insinuante y de tonos eróticos, prosiguiendo la representación con el reparto a discreción y libre de coste, de mate y tequila. El número más importante de la noche era una sesión de un atrevido y desnudo integral del actor protagonista, el Álvaro argentino y dueño del establecimiento.

Cuando comprobó las características y naturaleza del primer personaje que llevaba su mismo nombre, decidió “pasó página” con rapidez, ya que, a pesar de respetar sus ideas, su forma de vida y sus comportamientos profesionales., no acababa de asimilar que llevara su idéntica nomenclatura. Era demasiado para su modesta, sencilla y “respetable” persona.

 

Dejó el siguiente nombre de la lista para el día siguiente. Con las andanzas del argentino, se le había ido la noche, pues el reloj marcaba ya el avance de la madrugada. El domingo, cuando por la tarde Aida había dejado el ordenador para salir con Laura, otra de sus amigas, pulsó de nuevo la tecla del encendido y localizó la página del Google. Puso su nombre y allí apareció el segundo personaje, con sus identificadores.  Este segundo Álvaro Calella estaba metido hasta los dientes en el ilegal mundo del narcotráfico, en tierras sudamericanas. Los textos de prensa que iba leyendo acerca del ínclito personaje hablaban de su relación con el mundo de la mafia y los procedimientos violentos, controlando, desde su cuartel colombiano, a una serie de sicarios que hacían su trabajo por mandato del gran jefe por gran parte del planeta. La última noticia acerca de este delincuente era que, tras ser capturado por un oportuno y vengativo chivatazo, logró escapar de la prisión, “untando” con buen dinero a los policías que lo controlaban. Este segundo “yo” tenía la peculiaridad de mostrar diversos rostros o apariencias, a consecuencia de algunos “arreglos” estéticos que se había hecho realizar en clínicas especializadas suizas. El implante capilar, con el que finalmente adornaba su “felina” cabeza provocaba en su imagen un cierto resquemor y profunda inquietud. Este líder del narcotráfico mundial era otra de las personas que llevaban el nombre completo del antiguo dependiente de tejidos.

 

Una vez realizadas las dos experiencias, el paciente y entretenido ex dependiente se sentía abrumado, asombrado, defraudado e incluso asustado, ante la naturaleza de sus otros tocayos nominales. Se tomó pausadamente el té de merienda, que solía prepararle su fiel Juliana, con esas pastas mantecadas que tan bien sabía cocinar la también hábil repostera. Para su sorpresa, el tercer personaje de la lista era un religioso, que vestía, lógicamente, hábitos eclesiásticos. Se trataba de un prestigioso intelectual que pertenecía a la comunidad benedictina de Silos, en la provincia castellana de Burgos. La edad del clérigo era bastante mayor que la suya, pues ya alcanzaba las 83 primaveras.  A tenor de las publicaciones y escritos que este investigador tenía publicados, demostraba ser un gran amante y especialista en el mundo natural. Un experto botánico y naturalista de pro. Continuó leyendo la copiosa información que el “el sabio buscador” le ofrecía. Sus cuidadosos estudios sobre las plantas medicinales eran verdaderamente impresionantes. De inmediato quiso pasar al apartado de las imágenes y ante él se presentaba un anciano venerable, obviamente con rasgos octogenarios y en sumo bondadosos. En los datos biográficos se aludía a su nacimiento en la histórica localidad de Miranda del Ebro. Influido por su padre, que era el muy respetado boticario de la ciudad, estudió biología y paralelamente también teología. El venerable monje tenía una dirección electrónica y a ella escribió Álvaro una educada y entrañable misiva que su propia hija corrigió, a fin de evitar errores gramaticales de una persona que no era versado en las letras. A casi vuelta de correo recibió una atenta y “cariñosa” comunicación del monasterio silense. En ella se le comunicaba que el siempre recordado Padre Álvaro había fallecido recientemente, viajando al cielo de las estrellas y los luceros y que ahora se encontraba, sin duda, estudiando las preciosas flores del Paraíso celestial. El abad de Silos, el Padre Eremián, conociendo el caso de este honrado dependiente malacitano, lo invitaba a visitar el histórico monasterio y le ofrecía orar ante la tumba de ese hermano tan querido a quien el destino le había puesto su mismo nombre y apellidos.

 

En el verano del 2022, la familia Calella - Naguía, integrada por el humilde dependiente de una tienda de tejidos, su buena y ejemplar esposa, con mágicas y laboriosas manos para arreglar esos tejidos rotos por la imprevisión y una hija estudiosa que había terminado sus estudios de magisterio, tomaron el tren AVE camino de las nobles y recias tierras castellanas. A su llegada al monasterio de Silos fueron recibidos con el afecto fraternal de la comunidad benedictina, en donde habían sido invitados a pasar una semana de convivencia, en la hospedería de la comunidad. Durante esas horas y días, fueron conociendo el hermoso tipo de vida, en el servicio a la divinidad, que los monjes habían elegido como profesión de fe, oración, trabajo y caridad. Esta unida familia no se perdió un solo día para la asistencia al tiempo del canto gregoriano, que en la iglesia monacal realizaban al mediodía los monjes, a modo de regalo, respeto y veneración a Dios. Como nota simpática, Juliana pasaba todas las mañanas un buen rato dialogando y aprendiendo con las buenas artes cocineras del Hermano Cleofás, el orondo cocinero de la comunidad. A buen seguro que el otro Álvaro, monje benedictino, desde los cielos de las estrellas, sonreía y bendecía a su “tocayo” y familia, que aprovechaban esos religiosos y vacacionales días para recorrer los recios parajes de la Castilla más sabía, bondadosa y profunda. Fue una excepcional experiencia que Álvaro nunca olvidaría para  el resto ignoto de su sencillo y entrañable recorrido terrenal. –

 

 

MI OTRO YO

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 15 septiembre 2023

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