jueves, 13 de julio de 2023

COLMENAS URBANAS PARA LA INCOMUNICACIÓN

En la mayoría de los barrios que conforman nuestras ciudades se levantan enormes y arrogantes bloques de viviendas, en las que residen numerosos vecinos. Podemos comprobar, sin la mayor dificultad, que estas construcciones, ya sean cuadrangulares o de formato rectangular, contienen en su gigantesco armazón 10, 12, 14 o más plantas, en cada unan de las cuáles suele haber cuatro o incluso más viviendas. La macicez constructiva permite albergar este número de pisos, a los que normalmente hay que sumar un entresuelo dedicado a oficinas, más una planta baja, a nivel de calle, dividida en locales dedicados a una variada gama de actividades comerciales. Puede haber también un “ojo” de patio interior, a fin de permitir que algunas habitaciones tengan la muy necesaria ventana para la aireación. En uno de estos macro edificios se inserta nuestra historia de esta semana.

Nos acercamos descriptivamente a un gran bloque de barrio popular, construcción de los años 60 del siglo pasado, denominado Santa Cecilia. Tiene 15 plantas, más una no muy extensa buhardilla, junto a la habitación que contiene la maquinaria de los dos ascensores de que consta el edificio. Este enorme cuerpo geométrico ha sido también dotado de un no muy amplio patio interior, con el objetivo de la aireación y la luminosidad para las habitaciones interiores de los pisos. Son inmuebles de cuatro, tres y dos dormitorios, lo que determina que haya seis viviendas por planta (letras A, B, C, D, E, F). En total, este gran macizo constructivo tiene 90 viviendas. Haciendo una media aritmética aproximativa, con respecto a número de personas por vivienda, multiplicamos esas 90 propiedades por cuatro, lo que nos da un número alrededor de los 360 residentes. Son inquilinos de todas las edades, profesiones, caracteres físicos, temperamentos, mentalidades e historiales diversos. Existen numerosos municipios, en nuestra provincia y en otras áreas estatales, cuyo número de habitantes censados no llegan a esa cifra o incluso ni a la tercera parte.

Resulta difícil que los propietarios y residentes en esas 90 viviendas se conozcan unos a los otros, como no sea de vista y con lss relaciones propias que se suelen dar entre los vecinos de una misma planta y tal vez con el vecino de arriba o de abajo. Son preguntas que tantas veces quedan sin contestar: ¿Cómo se llaman los inquilinos del 7 D, los del 9 E, los del 14 C o 2º F, etc.? Este problema o realidad de masificación sociológica se agudiza porque, al ser un bloque de notable antigüedad, los cambios de propietarios y residentes han sido, y siguen siendo, bastante frecuentes, por la evolución generacional de esas personas. El conocimiento recíproco de todos esos 360 vecinos es poco menos que imposible. Pero he aquí que, en tan densa “colmena” sólo hay un vecino que es conocido por todos o casi todos los residentes en el bloque. Ese vecino se llama LEANDRO, quien precisamente vive solo. Veamos brevemente la historia de esta peculiaridad. 

La inmensa mayoría de los vecinos que residen en Santa Cecilia pertenecen a familias modestas. La actual junta directiva del bloque, presidida por Américo Lima (7º C) estudió la posibilidad de rentabilizar un interesante espacio que había junto al cuarto de máquinas de los ascensores, en beneficio de la Comunidad de propietarios para los gastos y el mantenimiento de tan inmenso edificio. Se trataba de dos amplios cuartos o trasteros, en el ático del edificio, donde se guardaban herramientas y enseres de uso cotidiano como almacén. Se pensó en habilitar ambos espacios, para reconvertirlos en un pequeño apartamento, con dormitorio, baño y cocina. Esta pequeña buhardilla, con excelentes vistas, podía ser alquilada a una persona quien, además de pagar una determinada cantidad por su uso, se comprometiera a prestar algún servicio para atender necesidades de la comunidad.

El equipo del presidente, secretario y tesorero pusieron por todo el barrio pequeños carteles resumiendo la oferta que la comunidad hacía de esa buhardilla, en la “cúspide” de las 15 plantas. Las llamadas telefónicas fueron numerosas para interesarse por tan original posibilidad. Era tal el número de interesados, en un barrio de sociología de personas modestas, con elevado índice de paro y severos problemas de subsistencia, que el presidente Américo habilitó un buzón en el portal del bloque, a fin de que los interesados introdujeran unas hojas impresas en donde habían anotado unos datos básicos para realizar la posterior selección: nombre del peticionario; edad; profesión o actividad; número de miembros familiares.

La persona o personas que ocupara esa reducida en espacio vivienda, en el ático del edificio, con estupendas vistas a todo el barrio y a la propia Málaga, se comprometía a pagar el reducido alquiler de 90 euros y a prestar determinados servicios a la Comunidad: fregar el portal de entrada al bloque, los lunes, miércoles y viernes (las escaleras y 15 plantas eran limpiadas por una empresa, una vez a la semana); También se encargaría, por las tardes a partir de las cinco, de recoger las bolsas de residuos, para echarlos en los contenedores situados en la acera; finalmente, actuaría de “manitas”, reponiendo las bombillas fundidas ubicadas en los espacios comunes y otros pequeños bricolajes de fácil realización, en esos mismos espacios. El bloque diario de cartas, traídas por el encargado del reparto, eran echadas por éste en los buzones correspondientes de la vecindad, ubicados en un lateral del portal. Otro incentivo para el afortunado elegido para habitar la buhardilla reconvertida en un acogedor estudio, era que sólo pagaría la mistad del coste de la electricidad y el agua que gastara, en sus diarias necesidades.

Para asombro de la junta directiva, el número de solicitudes que se recogieron superaban los dos centenares, en los cinco días que se establecieron de plazo para rellenar y entregar los impresos. Obviamente había mucha gente sin casa propia, incluso en otras barriadas alejadas del edificio Cecilia. La oferta era muy tentadora. Dos tardes necesitaron Américo y sus colaboradores, para ir “desbrozando” tal cúmulo de solicitudes. En principio, fueron descartando aquellas familias que tenían un elevado número de miembros. También aquellos “pretendientes” que tenían una muy elevada edad o más de un niño pequeño. Se priorizaba el dominio de los arreglos eléctricos o de la pequeña albañilería. Lógicamente, la idea de un “manita de multiservicios” era la opción que más se deseaba.

De entre los cinco finalistas, con los que dialogaron durante los minutos necesarios, eligieron finalmente a Leandro Alberca, 54 años, de nacionalidad ecuatoriana. Su estado civil era la de viudez, según manifestaba el corpulento camarero, actividad con la que se ganaba el sustento. Llevaba cinco años residiendo en España y tenía capacidad y conocimientos para realizar trabajos muy diversos, vinculados al pequeño bricolaje. Su dedicación laboral en una cafetería/restaurante del centro malacitano sólo le ocupaba las horas matinales, de 8 a 15 horas, por lo que podía dedicar las tardes a las necesidades del bloque. Durante la entrevista confesó que, en el país de origen, había trabajado en la enseñanza, pero no quiso dar más datos al respecto. Antes de venirse a España, hizo unos cursos de aprendizaje en electricidad y fontanería.

Entre otras razones, le dieron el cargo por su firmeza y seriedad en sus compromisos con la amplia comunidad y porque su talante les convenció plenamente. El centro restaurador en donde trabajaba le hizo un certificado de buena conducta, que él solicitó previamente a sus superiores. Durante las primeras semanas, tanto los componentes de la junta directiva, como los vecinos a quienes trataba, consideraban que era una persona educada, trabajador responsable que dedicaba las horas vespertinas a cumplir sus compromisos con la comunidad. Eso sí, desde el principio observaron que era persona un tanto reservada en lo personal, característica que sus convecinos consideraban un factor muy positivo, a fin de mantener las respectivas privacidades.

Solía levantarse muy temprano y en la cubierta plana del bloque, junto a su estudio o buhardilla, hacía diversos ejercicios físicos, procurando no pisar muy fuerte en el suelo, para evitar malestar a los vecinos que habitaban en la planta 15. Tras el aseo y el desayuno, se dirigía a la cafetería/restaurante Amaragua, en donde iniciaba su trabajo antes incluso de las 8 de la mañana, para servir los desayunos junto a otro compañero. Esa puntualidad era muy valorada por el propietario del negocio, pues había que aprovechar el tirón de aquellos que gustaban desayunar antes de entrar en sus respectivos puestos de trabajo. A esos suculentos servicios restauradores, seguían los también apetitosos aperitivos de media mañana. La popular cafetería, situada en un radio o perímetro urbano donde operaban numerosas oficinas, tanto de la consejerías de la Junta, en el conocido como “Edificio Blanco” como bancarias y administrativas, recibía una abundante clientela, durante todas las horas matinales, pues también facilitaba menús económicos, para aquellos funcionarios, ejecutivos bancarios y profesionales que no deseaban perder mucho tiempo desplazándose a sus domicilios para el almuerzo, pues hacían horario intensivo o tenían obligaciones laborales que cumplir durante parte de la tarde.  

A las quince horas finalizaba su turno laboral, desplazándose a su nuevo domicilio, en donde se preparaba algo para comer. Descansaba un par de horas y no más tarde de las seis bajaba al portal, donde efectuaba una fácil y rápida limpieza, hasta los dos tramos de escaleras que conducían hasta la planta de entresuelo, dedicada a oficinas diversas. Había colocado una hoja en el tablón de anuncios, para que los vecinos del gran bloque anotaran los problemas de luces u notros deterioros que surgieran en cada una de las plantas constructivas. Especialmente durante los fines de semana, aprovechaba para ir reparando y sustituyendo aquellos elementos comunes deteriorados o avisaba al seguro del bloque para que se encargara de su gestión correspondiente. Sacaba tiempo para bajar las bolsas de basura que los vecinos habían dejado en las distintas puertas de las viviendas (un gran número de inquilinos y propietarios bajaban al contenedor municipal sus propias bolsas de residuos).

Aunque muchos de los residentes de la gran vivienda comunitaria desconocían los nombres y donde habitaban los demás vecinos, a Leandro casi todos sabían donde vivía y en qué se ocupaba. Valoraban y aplaudían su disponibilidad para las peticiones que muchos le hacían y no todos ellos empleando las mejores formas para pedirle ayuda para sus peticiones. Pero Leandro, aunque manteniendo las distancias y su seriedad característica, respondía siempre con diligencia, eficacia y amabilidad.

La verdadera historia del servicial Leandro nadie la conocía y él procuraba bien guardarla para su íntima privacidad. Sólo que era de nacionalidad ecuatoriana, aunque el lustro que llevaba residiendo en España le había proporcionado un buen disimulo del “deje” expresivo sud o centroamericano.  Cuando se hablaba con él evidenciaba que era una persona con estudios, en concordancia con esa no definida o concretada tarea de la enseñanza que había manifestado en la entrevista inicial con la junta directiva. Muy silencioso en su comportamiento hogareño, los vecinos de la planta 15ª no escuchaban apenas sonidos que les molestasen desde la buhardilla de Leandro. Probablemente no tenía aparato de televisión, aunque percibían que era un voraz lector, ya que con bastante frecuencia se le veía acudir a la biblioteca pública municipal instalada en el barrio, saliendo de la misma con un libro de préstamo en la mano o guardándolo en una mochila de piel marroquí que solía usar casi de continuo.

Américo, un buen presidente de la comunidad, siempre atento a cualquier detalle que pudiera favorecer la buena convivencia de tantos vecinos, se interesó por conocer un poco más de ese “único inquilino” muy servicial y reservado al que casi todos conocían. Tenía capacidad para la investigación, pues había sido policía local durante su vida laboral. Ahora, a sus 59 “primaveras” estaba jubilado por un problema de espalda que sufrió cuando realizaba un servicio contra la delincuencia. Una cálida tarde de junio, mientras Leandro se ocupaba en fregar el portal del edificio y de cuidar los dos macizos de plantas que había en los laterales del amplio espacio de entrada, se acercó amistosamente al responsable y atento vecino de la buhardilla.

 

“Buenas tardes, amigo Leandro. Desde que estás con nosotros la comunidad funciona bastante mejor. Y eso es a consecuencia de tu positiva dedicación. Desde luego sabes hacer un poquito de casi todo. Precisamente, hace unos días, te escuché dándole un acertado consejo informático para sus hijos, a la señora Dorotea, del 9 F. El mío cada día va más lento y no me atrevo a meterle esos programas limpiadores, pues temo pueda provocarle algún daño, porque son archivos “piratas”. ¿Te puedo dejar el portátil, por si puedes echarle una ojeada?

“Sin problema, Américo. Déjamelo y esta noche veo qué se le puede hacer. Me tendrás que dar alguna clave, para poder entrar en el disco duro. Posiblemente esté contaminado por algunos “troyanos” que siempre están haciendo daño cuando se navega por Internet. Los antivirus se ven desbordados para frenar todo ese ataque “mercenario”.

Al día siguiente, el portátil del presidente estaba “arreglado”.

Ese fue un buen punto de arranque, para acercar en la amistad a dos personas que estaban muy próximos generacionalmente. Leandro no quiso cobrar compensación alguna por este servicio personal que había dejado tan feliz a presidente Américo. Éste insistió en invitarle a unas cervezas, esa misma tarde/noche, a lo que el vecino de la buhardilla accedió también agradecido. Ese encuentro, en la tapería LO GÚENO posibilitó que al fin Leandro se “abriera” un poco en su privacidad, compartiendo algo de su historia con el hábil expolicía local.

Leandro Alberca había iniciado su protagonismo político sindical ya en tiempos juveniles, cuando estuvo cursando en la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Quito. Siendo ya profesor de esa misma facultad, su ideología izquierdista se fue acentuando y radicalizando. Militó en una agrupación política de extrema izquierda y en el ámbito sindical fue un contundente ariete en la lucha contra las mafias conservadoras del capital. Contrajo matrimonio ya en una edad avanzada, 40, con Octavia, otra activista política de izquierda. Se convirtió en el centro de las amenazas de aquellos grupos a los que atacaba políticamente sin descanso. Su compañera sufrió un terrible y mortal accidente automovilístico, no esclarecido, con la connivencia pasiva en la investigación por parten de la policía “del régimen”. Esa fugaz unión conyugal había durado sólo seis años. Las amenazas contra su persona eran continuas y se sentía viviendo en una atmósfera imposible y altamente peligrosa. Incluso su coche fue tiroteado, pudiendo salir ileso porque el coche volcó y los proyectiles pasaron por encima de su cuerpo. Obviamente “iban a por él”. Tomó la decisión de abandonar su país y venirse a España, un país amigo, con su misma lengua y con una evidente seguridad jurídica y policial. Lo hizo tratando de potenciar el más absoluto de los anonimatos, cerrando su vida e intimidad a todo un pasado convulso. Ansiaba recuperar la tranquilidad y el sosiego, partiendo desde cero, sin importarle el desempeño de cualquier tipo de actividad. El ejercicio de un trabajo como camarero le garantizaba un sueldo mensual para poder vivir con dignidad. Ahora tenia una pequeña vivienda, pero con excelentes vistas a toda la ciudad, por la que abonaba una módica cantidad mensual. Siente que ha recuperado esa tranquilidad física y sobre todo anímica, siempre tan necesaria. Es apreciado por una gran mayoría de los trescientos vecinos, que le conocen como “el bueno y servicial Leandro”, sintiéndose útil para ayudar a esa gran comunidad vecinal que le acoge. 

Sólo Américo, el presidente, conoce básicamente el trasfondo vital de este responsable convecino que, con humildad y fortaleza, quiso salvar su vida de los peligros que le acechaban. Y resulta paradójico. En esta densa comunidad vecinal, en la que hay decenas de residentes que no se conocen por los nombres y números de pisos, el inquilino de la buhardilla centra el aprecio de casi todos. Todos conocen cuál es su habitáculo, su nombre y su generosa y eficaz disponibilidad. -   

 

COLMENAS URBANAS PARA

LA INCOMUNICACIÓN

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 14 julio 2023

                                                                                   Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

                                                                                   Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
 


 

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