viernes, 24 de marzo de 2023

LA RECIA MANZANA DE LA AMISTAD

Hay hechos que parecen nimios o de escasa relevancia y sin embargo traen, en las alforjas dictadas por el destino, unas posibilidades o beneficios que, en modo alguno, eran previsibles para el autor que los ha protagonizado. La frecuente, cómica e incómoda experiencia de intentar pelar y cortar una pieza de fruta, utilizando un cuchillo que carece del afilado necesario, está en el origen de la historia que sustenta nuestro relato compartido de esta semana.

A sus 65 años, Cándido Biempica se había convertido en un veterano profesional jubilado de la Compañía Renfe, empresa pública de ferrocarriles para la que había trabajado como revisor durante casi cuatro décadas. Sus principales funciones, realizadas siempre con proverbial y racional diligencia, consistían en controlar los billetes de los viajeros que subían al tren, mantener el orden necesario dentro de los numerosos vagones que constituían los “convoyes”, resolver los problemas de ubicación de los pasajeros y, también muy necesario, atender las variadas preguntas y necesidades planteadas por los usuarios de los distintos trayectos ferroviarios.

Su matrimonio con Fina había sido ejemplar y feliz.  La naturaleza de su trabajo le obligaba a estar ausente del hogar durante muchas jornadas, ya que las necesidades del servicio le hacían tener que desplazarse a líneas y puntos geográficos muy diversos en el organigrama viajero de la compañía de trenes. Pero ese destino que a todos nos contempla quiso ser cruel en esta etapa crucial de su existencia. Un año antes de su jubilación su amada Fina se le fue al mundo de los cielos, debido a inesperadas y graves complicaciones orgánicas. Esta dura situación sumió en un profundo desconsuelo a la buena persona que representaba este responsable factor de la compañía pública de transporte. Desde entonces vive solo, por íntima decisión personal, en el piso familiar que siempre había compartido con su mujer e hijo. A pesar de la insistencia de su único descendiente, Roberto, para que “cerrara” la vivienda y se fuera a vivir con él y su mujer, además de dos hijos pequeños, el funcionario ferroviario se negó repetidas veces a aceptar la generosa propuesta que se le hacía. Pensaba que no debía molestar la convivencia e intimidad de una familia, aunque les uniera la proximidad genética que vinculaba a todos sus miembros. Desde esa luctuosa pérdida familiar, Cándido procura organizar bien su tiempo en este periodo nuevo de la jubilación, a pesar de que son muchas las horas del día en que tiene que afrontar el siempre indeseado trauma de la soledad.

Roberto se esforzaba en sugerir y aconsejar a su padre distintas actividades, con las que ir llenando de manera inteligente este nuevo amplio tiempo libre, dominado por las opciones del ocio. A pesar de que Cándido se había pasado gran parte de su vida “viajando” profesionalmente en los trenes, le sugirió que continuara haciéndolo, pero de una forma organizada para el disfrute y el entretenimiento. Como su estado de salud era aceptablemente bueno, le comentó y animó con los incentivos que podía encontrar en el programa vacacional del Imserso, vinculado al Ministerio de derechos sociales. Fue el propio Roberto quien acudió a la agencia de viajes Nautalia, en Málaga, a fin de que apuntaran a su padre para el interesante programa de viajes. Veía que con esta y otras opciones Cándido se mantendría sana y activamente distraído, en unos momentos en que la amplitud de su tiempo hacía más amargo la ausencia de su esposa y madre Josefina.

Tuvo suerte el jubilado de la Renfe o Adif. A las dos semanas de esas gestiones, Roberto recibió una llamada de la agencia, para informarle que había “huecos” para un viaje vacacional para mayores a la localidad almeriense de Aguadulce, un destino muy atractivo en los albores de la estación primaveral. Sin esperar a la respuesta de su padre, lo inscribió como viajero para disfrutar de una estancia de ocho días, con transporte, pensión completa y un gran organigrama de ocio en un gran hotel con calificación de cuatro estrellas, doce plantas de altitud, piscina climatizada y un divertido programa de entretenimiento y actividades deportivas muy completo para los afortunados residentes en el atractivo complejo turístico.

Apenas en cinco minutos, ya había convencido la inicial testarudez de su progenitor, por lo que éste viajó a los pocos días, junto a otros 52 participantes, desde la estación de Autobuses malacitana, camino de esa popular localidad turística en el oeste almeriense. Ya en el Hotel Indalo, Cándido se fue integrando paulatinamente en los paseos grupales e individuales por un largo y bello paseo marítimo, algunas excursiones opcionales (como la visita al entorno del Cabo de Gata o una interesante visita a un grandioso cultivo bajo plástico) y las bien organizadas actividades recreativas, desarrolladas básicamente por las tardes en el hotel, a partir de las cinco: pequeños ejercicios de mantenimiento físico, aprendizaje de diversos pasos de bailes, tiro con dardos y con arco, juegos competitivos de dominó, parchís y cartas de la baraja, etc. Pero cuando fue a disfrutar su segundo almuerzo en el hotel, fue protagonista de una curiosa experiencia, plena de contrastes y matices, que insospechadamente iba a ser relevante para su vida.

Es preciso aclarar que Cándido y Fina nunca habían sido muy proclives a comer fuera de su casa. Ambos esposos entendían y practicaban que los alimentos caseros eran siempre más beneficiosos para la salud. La disponibilidad salarial de esta familia era limitada (Cándido defendía que era él quien tenía que mantener a su familia, por lo que Fina nunca trabajó fuera del hogar). También disfrutaban ese estar juntos en la paz y tranquilidad de su vivienda, por lo que no eran asiduos para salir del hogar familiar a fin de ir a comer a un restaurante, por muchos incentivos que éste tuviere. Cuando Cándido viajaba, lo que era más que frecuente por su profesión de revisor, Fina siempre le preparaba una fiambrera con todo aquello que sabía gustaba a su amante y fiel marido,

Al entrar en el restaurante del hotel, el ferroviario jubilado se encontró con un espectacular buffet, tanto para los entrantes, como para los guisos calientes y platos principales de carne o pescado, más una extensa mesa repleta de atractivos y variados postres, todos ellos muy golosos para el buen paladar. Aunque era bastante “dulcero”, tras un primer día en que se “atiborró” de pasteles en los postres, al día siguiente su conciencia y responsabilidad le indujo a tomar algo de fruta, de la que generosamente se ofrecía en el buffet. Entonces tomó su plato, se dirigió a la gran mesa de los postres y, además de coger un pequeño pastel de tarta de chocolate (atracción irrefrenable), eligió una bien conformada manzana, color rojo, muy fresca y sin mácula alguna en la brillantez de su piel.

Volvió pausadamente a su mesa, llevando con gozo su plato con los dos postres a modo de “trofeo”. Comenzó con el pastel, del que dio buena cuenta en no más de un breve minuto. Entonces llegó el turno de la voluminosa manzana. Tomó el cuchillo de acero inoxidable, que no había utilizado durante el almuerzo, disponiéndose a pelar la bella y apetitosa fruta. Hizo un par de intentos, pero el brillante cuchillo no “cortaba”. Con discreción, pues su mesa estaba rodeada por la de otros comensales, fue a buscar otro cuchillo que “sirviera” para el pelado frutero. Comprobó para su “desesperación” que ese segundo cuchillo tampoco estaba afilado. De un vistazo pudo observar que el resto de los cubiertos “cortantes” tampoco podían cumplir con el fácil y natural objetivo de pelar una manzana. Los cuchillos puestos a disposición de la clientela sólo eran útiles para “cortar” el queso blando o para untar mantequilla o paté.

Al pobre Cándido se le subían los colores en el rostro, porque era consciente de que las mesas cercanas observaban las cómicas dificultades que estaba encontrando para pelar y comer la manzana. Precisamente, algunos comensales que habían elegido ese fruto se la estaban comiendo a bocados, utilizando sus buenas dentaduras. Él no podía hacer lo mismo. En su caso la situación era algo más compleja, pues tenía algunos implantes y puentes dentales en su boca a los que no era conveniente someter a fuertes ejercicios, pues había que masticar una fruta que ofrecía una cierta dureza. Entonces optó por una solución lógica. Pidió ayuda a un joven camarero que limpiaba y organizaba aquellas mesas en que los comensales ya se habían retirado. Indicó a este personal de servicio si podía facilitarle un cuchillo que “cortara de verdad”. El camarero, tal vez porque no había sido formado en una escuela de hostelería o también porque estuviera un tanto atareado y cansado del denso servicio que tenía que cumplir, le respondió, medio en broma, con una pícara sonrisa: “abuelo, el cajetín de los cubiertos está bien lleno. Busque el cuchillo que más le agrade, porque no hay otros”.

Se sintió un tanto avergonzado con la ingrata respuesta, que desde luego era bastante descortés y había sido pronunciada a viva voz. Aunque lo que más le afectó fue escuchar alguna que otra carcajada, comentarios y risas a sus espaldas. Percibía que muchas miradas estaban centradas en su persona y que estaba haciendo el ridículo delante de tanta gente. Su estado de ánimo decrecía por instantes. Pero en fracción de segundos, su falta de suerte comenzó a cambiar. Una delgada y esbelta mujer, de mediana edad, se aproximó a la mesa que él ocupaba. Con una sonrisa en los labios, le puso en sus manos una pequeña navaja, de las que se fabrican en Suiza y con el escudo de ese emblemático país alpino.

“No se preocupe, amigo, que yo también he tenido ese problema. Lo he resuelto fácilmente. Siempre que viajo, echo en la mochila una pequeña navaja, de esas que sirven para cortar. Compruebe ahora con qué velocidad y perfección puede ahora prepararse la fruta, para disfrutar con la apetitosa manzana. Y olvídese de las bromas de la gente, pues hay algunos que se comportan como niños. ES inexcusable respetar a las personas. La buena educación hay que demostrarla en todo tiempo y lugar”.

También en segundos, los comentarios, las risas y las miradas focalizadas en Cándido cesaron. Algún comensal se sintió señalado, pues las palabras de esta clienta del hotel habían sido perfectamente audibles por la zona. Ya más tranquilo, el veterano trabajador de los trenes tomó la navaja y se dispuso a pelar la pieza de fruta, no sin antes agradecer a la generosa mujer el buen gesto que había tenido con él. ¿Pero quién era esta mujer?

Nela, 52 años, trabajaba como auxiliar de enfermería en el Hospital universitario Virgen de la Victoria, en Málaga. En esos días de primavera, acompañaba a su tía Eloisa, 71 años, durante una semana vacacional desarrollada también por el programa Imserso. Era una persona de trato agradable y generoso. A la altura de sus años, permanecía soltera, pues había tenido hasta tres experiencias relacionales a lo largo de su vida, todas ellas frustradas, según ella por la inmadurez de sus jóvenes pretendientes. Gozaba de un bello cabello castaño oscuro, ojos gises claros, mirada serena y un semblante con esa media sonrisa que no disimulaba una íntima tristeza, ya que vivía sola desde que sus padres fallecieron hacía ya más de una década.

Cándido aprovechó el resto de esa tarde para visitar algunos comercios de la localidad, en los que compró dos artículos, necesarios e ilusionados. En una tienda de regalos, encontró una pequeña y bonita navaja, con el nombre de Aguadulce grabado en el nácar celeste de su empuñadura, “instrumental” que a partir de esa noche siempre llevaba consigo cuando bajaba al restaurante para desayunar, almorzar o cenar. Ya no iba a tener más problemas con esa fruta, cuya piel no era fácil de pelar con los filos escasamente cortantes de los cuchillos que el hotel ponía para el servicio de los comensales. La segunda compra realizada fue una gran caja de bombones, de una marca consolidada en el mercado chocolatero que, en la cena de esa misma noche, entregó a Nela, la cual se sintió muy halagada con tan elegante gesto.

Durante los siguientes días, Nela y Cándido aprovecharon cualquier oportunidad que el programa vacacional ofrecía para entablar muy gratas conversaciones sobre temas diversos, diálogos en los que cada uno de los dos nuevos amigos aportaba datos y vivencias de sus respectivas personas. Así se iban conociendo un poco más, en esa identidad que los aproximaba en la verdadera∫ amistad. En ese momento de sus respectivas vidas, eran dos seres humanos profundamente necesitados de afecto, amistad y ese cariño que nos vitaliza y sosiega.

Cuando llegó la hora de la vuelta a Málaga, se intercambiaron los números telefónicos a fin de poder seguir manteniendo ese fructífero contacto que tan bien habían sabido desarrollar durante el idílico paraje turístico de la provincia almeriense. Lo curioso del caso es que habían viajado, desde la capital malagueña, en el bus que los trajo al destino vacacional sin contactar o conocerse, hasta que, en la cena del segundo día, una fruta que “se resistía a ser pelada” los unió en una proximidad que les satisfacía y vitalizaba. Doña Eloisa comprendió sagazmente este recíproco vínculo que relacionaba a su sobrina con un señor mayor, jubilado, viudo y solitario, pero siempre amable, cordial y afectivo. Efectivamente había entre ellos una notable diferencia de edad, pero esos trece años que marcaban sus respectivos carnés de identidad no impedían el milagro o el mágico capricho del destino para que dos almas solitarias encontrasen esa posibilidad de enriquecer sus vidas en lo fraternal, en la amistad y quizá también … en el amor.

En el discurrir de los meses, Nela tuvo que seguir atendiendo, lógicamente, a sus obligaciones laborales en el gran hospital universitario, mientras que Cándido esperaba esa postrera oportunidad para la ilusión que había encontrado de la forma más inesperada y oportuna, para tener una respuesta a esa sucesión de amaneceres, en el que cada día parece igual que ayer y precursor de un mañana sumido en el ocre nublado de la rutina. De manera especial, eran los fines de semana los días gozosos en los que ambos “enamorados” o necesitados del calor fraternal podían estar juntos, para abandonar los teléfonos y poder intercambiar las palabras, los gestos, las miradas de una manera directa, transparente y cada vez más afectiva.

Nela encontraba en su pareja esa madurez, buen trato y el cariño sosegado, que ofrece una larga experiencia en la trayectoria vital, recorrida en los centenares de vagones viajeros de aquí a cualquier parte. Para Cándido, esa íntima amistad de “horario tardío” suponía rejuvenecimiento, alegría, calor humano y esa confianza que enriquece y motiva para seguir caminando sin desfallecer hacia el mañana que el destino caprichosamente dictamine.

Pero un viernes de otoño, cuando tras prepararse la cena Cándido encendía la televisión para ver una película española que parecía iba a estar bien, recibió una llamada de su íntima Nela. Pensaba que iba a darle las buenas noches, como cada día hacía para desearle lo mejor. Pero esa noche la escuchó y percibió profundamente diferente, nerviosa, tal vez emocionada. Como en la mañana del sábado tenía turno en el hospital, le pedía poder adelantar la hora usual de encuentro de ese día por la tarde (solían reunirse a partir de las 7) ya que tenía que confiarle una emocionante noticia. Quedaron entonces para las cinco, delante de la puerta de la iglesia de Stella Maris, en la Alameda principal. Ella venía del barrio del Cónsul en el bus número ocho. El lo hacía desde la barriada del Palo, en el bus número 11. Al encontrarse se besaron como solían hacer y caminaron pausadamente hacia ese puerto de mar, que tanto les gustaba recorrer cogidos de la mano y respirando la saludable brisa marina con aroma de salitre y color anaranjado por la despedida del sol. Veía a su amiga, compañera, tal vez “novia” o persona fraternal con los ojos muy brillantes, y los latidos acelerados en las palabras y en los gestos.

“Candi, hacía una semana que te lo quería decir, pero … no me atrevía, temiendo que todo volviera a caer en la cruda realidad de lo imposible. Pero esta vez parece que todo puede y va a cambiar. Creo haber encontrado el amor, en un nuevo compañero de trabajo, llamado Acacio, que rompió con su mujer hace medio año, por asuntos de infidelidad. Tras un largo proceso depresivo, quiere rehacer su vida y cree que yo puedo ser esa persona que tanto necesita para estabilizar su existencia. Es un par de años menor que yo, persona trabajadora, buena y de cuerpo bien parecido. Creo que el destino me ha hecho justicia al fin para encontrar esa pareja que tanto me puede estabilizar, a fin de formar una familia. Quiero que tú, mi gran, noble y fiel amigo, sea el primero en saberlo. Pero te aseguro, querido Cándido, que este vínculo afectivo nunca romperá nuestra íntima amistad. Para mi eres y serás como un padre y un guía certero, en estos tiempos convulsos de la duda y la insolidaridad”.

Cándido serenamente sonrió, ayudándose de sus muchos años de experiencia, para disimular los sentimientos frustrados que dominaban su creencia y necesidad. Una suave llovizna había comenzado a caer sobre la ciudad. -

 

 

LA RECIA MANZANA DE

LA AMISTAD

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 24 marzo 2023

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