viernes, 27 de enero de 2023

EN UN RESTAURANTE DE HUÉTOR TÁJAR

Hay hechos que calificamos como sorprendentes, situaciones que difícilmente aceptamos su plena realidad, salvo en las pantallas cinematográficas, en las páginas de los libros de ficción o en los escenarios de los espectáculos teatrales. Y sin embargo aparecen en la proximidad de nuestras vidas, vinculados a la legítima privacidad de sus protagonistas. Estas vivencias, aun ciertas, nos siguen pareciendo increíbles, pero hay que asumirlas como respuestas que los seres humanos ofrecemos en la lúdica dialéctica entre la libertad de nuestros comportamientos y el incierto destino. Con estas breves premisas, comienza nuestra curiosa e interesante historia de este viernes.

Un comercial, representante de artículos de mercería, llamado Agustín Carrizo Peral viajaba en su vehículo de empresa, marca Citröen C4, hacia la capital granadina, procedente de Málaga, la ciudad en la que reside con su familia desde hace más de veinticinco años. Su mujer Aurora, al despedirlo en su partida esta mañana de lunes, le ha pedido que a su vuelta no olvide comprar unas “afamadas” magdalenas, cuando pase por la localidad en que nació: el histórico y bello municipio granadino de Loja. Agustín tiene en la actualidad 49 años y lleva casi tres lustros trabajando para la firma catalana Ferrán Hnos. como delegado de la marca para toda Andalucía, empresa que tiene su sede central en la ciudad de Sabadell y que está especializada en numerosos artículos de mercería, comercializados en las distintas comunidades autónomas del Estado: carretes de hilos y ovillos de lanas, sedas, cremalleras, velcros, forros, agujas de coser y de tricotar, dedales, tijeras, alfileres, imperdibles, cintas de todos los tipos, colores y tamaños, añadiendo a toda esta oferta un muestrario muy amplio, en calidades, formas y colores de botonadura, todo lo cual hace que este tradicional negocio sea de los más prestigiosos del país, en su específico sector textil de producción. Este viaje profesional Agustín lo había previsto para tres días de duración, para lo que reservó dos noches en el hotel San Antón, junto al Genil, a su paso por la ciudad de la Alhambra, desde donde también habría de desplazarse a la vecina capital de Jaén, a fin de negociar y concretar diversos pedidos, en numerosas tiendas y centros comerciales de ambas ciudades de Andalucía.

Un problema imprevisto en su vehículo, a no muchos minutos de iniciar el viaje, le hizo tener que detenerse en un taller mecánico de la localidad de Casabermeja, problema que quedó subsanado tras unos 75 minutos de trabajo, tras la sustitución de una bujía y el propio alternador que no lograba cargar de manera adecuada la batería eléctrica del ya vetusto vehículo empresarial. Siempre que pasaba por la ciudad de Loja, su localidad natal, recordaba con entrañable emoción aquellos primeros seis años de su infancia, hasta que a su padre lo trasladaron al palacio de Justicia de Málaga, como juez de 1ª instancia, posteriormente magistrado de lo penal, teniendo su corta familia que cambiar de residencia (fue hijo único), a esta ciudad hermana bañada por el mediterráneo y en la que conoció, con el paso de los años, a la mujer que se convertiría en su esposa. En realidad, se siente más malagueño que lojeño o granadino, pues en Málaga contrajo matrimonio, nacieron sus dos hijos y lleva más de cuarenta años residiendo.

Una vez que había superado en su conducción la bella panorámica de su localidad natal, tomó conciencia de que el reloj pasaba de las doce y media y aun le quedaban unos cincuenta km de recorrido, hasta alcanzar la capital en donde iba a “instalar” su punto central de trabajo, para resolver las visitas de representación, tanto en Granada como en Jaén. Con todo el trajín organizativo, más el inoportuno problema de la avería, felizmente resuelta, se le había abierto el apetito, por lo que decidió hacer una parada en un restaurante que ya conocía en otros viajes, El Mirador, próximo a la autovía, ubicado en el término municipal de Huétor Tájar, establecimiento que disponía de un excelente servicio, a fin de pedir un menú para el almuerzo y así dedicar la mayor parte de la tarde a instalarse en el hotel, descansar una media hora e iniciar las visitas por los centros comerciales y tiendas que llevaba en el listado de su agenda. El estado del tiempo en aquellos días era soleado, aunque bastante frío, pues el calendario marcaba un mes de enero, intensamente invernal.

Tomó asiento en una mesa lo más alejada posible del “tronar” televisivo y cerca de los leños de la chimenea, que “humeaban” sobre el rojizo de la madera incandescente, aportando un calor muy agradable, con ese olor tan característico a la madera de olivo quemada.  Pidió, entre las ofertas del menú, un cuenco con sopa de cocido, un plato de habas con jamón, típico de la zona y para el postre un trozo de pudding con trocitos de fruta variada. El establecimiento tenía como detalle servir un café con leche a los clientes, sin coste. Aunque era usual en él tomar una cerveza 00 con las comidas, ese lunes de enero pidió una copa de vino tinto, pues la temperatura en la vega granadina no superaba los cuatro grados en esos momentos. A primera hora de la tarde ya había en el salón restaurante varios comensales, quienes por necesidad o hábito hacían el almuerzo en ese primer horario de la tarde. Entre bocado y bocado, ojeaba el buzón de su correo electrónico, dispuesto entre las aplicaciones de su teléfono móvil. Un niño pequeño algo rebelde, ante los requerimientos de sus progenitores para que se tomara las patatas fritas que había dejado en el plato, correteaba entre las mesas y la gran chimenea del salón comedor, con inocente y sencillo divertimento.

Por su parte, Agustín también disfrutaba saboreando las bien guisadas habitas con sabroso y bien curado jamón de Trevélez, segundo plato del menú. En ese preciso momento captó que otro solitario comensal, que ocupaba una mesa a escasos metros de la suya, lo miraba insistentemente, con una casi “impertinente” fijeza. Agustín entendía que a nuestro alrededor siempre hay personas “aburridas” o “mironas” que centran su mirada en algún detalle, sea personal o un objeto cualquiera del salón. Lo hacen tal vez porque les ha llamado la atención cualquier detalle de lo que tienen por delante de su visión, ya sea la forma como vistes, las gafas que usas, la clase de comida que has solicitado, un recuerdo más o menos concreto o alguna forma de tu comportamiento, etc.  Sin embargo, la mayoría de las personas suelen rectificar a tiempo en la imprudencia de su observación, cuando captan que están molestando con su actitud, ya que la persona afectada les devuelve su mirada con una actitud de patente enfado. El caso fue que este comensal “demasiado mirón”, al terminar de tomar su manzana de postre, se levantó de su asiento, acercándose con una cierta lentitud en su desplazamiento a la mesa ocupada por Agustín. Se trataba de un hombre con una edad no muy diferente a la del representante, vistiendo un jersey de cuello marrón oscuro, pantalones vaqueros y calzando unas botas deportivas, de las usadas por los senderistas. Resultaba curioso el parecido facial en ambos comensales (contextura de la cabeza, el mismo color celeste grisáceo en los ojos, añadiendo a este parecido físico la comisura entre labios, plana y alargada).

“Le ruego me disculpe, si le he podido incomodar con mi fijeza en la mirada. Estaba almorzando en esa mesa cercana y desde que le vi entrar percibí que tal vez lo conocía “de algo” inconcreto. Parece evidente de que tenemos algunos rasgos físicos parecidos: forma de la cabeza, color de los ojos, estructura externa de la boca… Bueno, ante todo, debo presentarme. Mi nombre es Ramón Algarra Cerdán”.

Dicho lo cual, el muy sociable personaje extendió su mano hacia la del cada vez más asombrado y extrañado Agustín, aunque al paso de los segundos, se sentía bastante distraído con tan singular escena. Con educada cordialidad devolvió el saludo, invitando al desconocido personaje a que se sentara en la su mesa. “Nada, hombre, un amigo. Confío me acepte invitarle a un café o alguna copa, que nos ayudará a compensar el frío que hace ahí afuera. Corre un buen “relente” de la sierra. Así podremos echar un ratito de conversación”. El visiblemente agradecido Ramón, se sintió también obligado a completar algunos datos acerca de sí, ya que en definitiva era quien había provocado el curioso encuentro.

“Le comentaré algunos datos personales, amigo. Resido en un pueblo muy cercano de este lugar, a sólo unos 10 km desde donde estamos, término municipal de Huétor Tájar. Soy de Loja. Allí vivo desde hace cuarenta y seis años, mi edad actual. Trabajo en una cooperativa aceitera, en la que hago un poco de todo: administración, contabilidad, organización de las descargas de oliva… incluso cuando hay necesidad ayudo en la molienda y el prensado de la pasta para el aceite. Tengo que viajar con frecuencia, para asuntos de pagos y contratos con los proveedores y cooperativistas”.

Agustín le interrumpió con una sonrisa. Deseaba “darle un poco de oxígeno anímico”, a ese extraño y abierto interlocutor que inesperadamente se había cruzado en su vida.

“Precisamente en ese bello pueblo de Loja también nací yo. Aunque antes de cumplir los seis años mi familia se tuvo que trasladar a Málaga, en donde arraigué, me casé y tengo mi domicilio familiar, mujer y dos hijos. También he de que viajar mucho como Vd. Ramón, pues soy representante del sector textil. Creo que nos podemos tutear, ¿verdad? Curiosamente, siempre que paso por Loja detengo mi vehículo, para llevar a mi mujer las famosas magdalenas que primorosamente elaboran. Son dulces que le encantan. Conservo algún pariente lejano en esta localidad, pero el trato está muy distanciado”.

“¡Vaya, otro dato que nos identifica! Los dos somos lojeños”.

La conversación iba entrando, por interés recíproco, en una atmósfera de franca, cálida y amable cordialidad. El camarero sirvió a ambos contertulios sendos cafés solos, añadiendo unas galletas pequeñas, otra gentileza del proverbial restaurante. A partir de ahí, los datos fueron fluyendo por parte de Agustín y Ramón, tejiéndose entre ellos una interesante y curiosa “tela de araña relacional”.

“Mi padre, Florencio Carrizo era abogado, aquí en Loja, donde yo nací. Mis abuelos eran malagueños, por lo que su hijo, cuando ganó unas oposiciones a la judicatura, eligió el destino de Málaga, para estar más cerca de sus padres, dejando el buen bufete que tenía en Loja, lo que nos obligó a “emigrar” de esta entrañable localidad, cuando yo estaba muy cerca de cumplir los seis años (ahora tengo 49). En la Audiencia de Málaga mi padre desarrolló toda su carrera judicial, como magistrado juez de lo penal. Hace cinco años enviudó y dos años más tarde accedió a la jubilación. Ahora está muy mayor y con severas limitaciones físicas y psíquicas. Él hubiera querido que yo también hubiera seguido la carrera jurídica, pero nunca fui un buen estudiante, por lo que hice formación profesional en comercio. Después de pasar por un par de empresas, conseguí una importante representación en una empresa catalana de productos de mercería, vínculo laboral en el que ya sumo quince años. Aunque tengo que hacer muchos km por las carreteras andaluzas, estoy satisfecho con mi profesión, actividad que me permite vivir dignamente”.

Ramón escuchaba con atención, esperando la oportunidad para ampliar datos de su vida. A medida que pasaban los minutos tenía conciencia de que las casualidades o caprichos del destino le había proporcionado la posibilidad de conocer a Agustín, una persona con la que además del parecido físico percibía tener algún “extraño” vínculo, que no sabría concretar, aparte del hecho coincidente de haber nacido los dos en la misma localidad. 

 

“Es curioso, amigo Agustín. Entre nosotros hay escasos años de diferencia. Hemos nacido en el mismo pueblo, aunque tu marcha de Loja, con apenas seis años, ha imposibilitado que nos conociéramos antes. Lo de hoy ha sido una casualidad, por supuesto. Pero además del hecho de parecernos físicamente, hay algún otro dato que me gustaría comentarte, si tienes aún minutos para dedicarme. La realidad es que yo no he conocido a mi padre. Soy un hijo natural. Es un problema que, con la madurez, lógicamente ya he superado. De hecho, mis apellidos son los de mi madre, Leonor Algarra Cerdán, ya fallecida. Por su especial carácter, nunca quiso darme pista alguna de quien era mi padre. Posiblemente … un amor secreto. Un amor “imposible”. Ella trabajaba de administrativa en el Ayuntamiento y supo sacarme adelante. Supongo tendría alguna relación “complicada” con alguien, se quedó embarazada y aquí estoy yo. Por alguna razón, que se llevó a la tumba, siempre que yo intenté sacar el tema, ella con firmeza lo cortaba. No tengo nada que reprocharle en mi conciencia. Todo lo contrario. Me entregó todo su amor y toda su dedicación como madre y padre a la vez. Siempre he sospechado que mi padre, quien quiera que fuese, nunca ha llegado a saber que procreó a un hijo. Pienso así porque no sería normal que a lo largo de tantos años no haya hecho intento alguno por conocer a un hijo de su sangre”.

La conversación se había extendido en el tiempo, pues el reloj marcaba ya las 14:15. Agustín tenía que poner fin a la interesante conversación con Ramón, el dinámico trabajador de la Cooperativa Aceitera LAUXA. Como preveía tener una tener una tarde muy densa en su trabajo representativo de productos de mercería, agradeció a Ramón su generosa franqueza, confianza y amistad. Se intercambiaron las direcciones de los correos electrónicos, así como sus teléfonos. Prometieron que seguirían en contacto y que al pasar por la ciudad o localidad donde nació, Agustín dedicaría unos minutos para saludar a este buen amigo, inesperado, singular y parecido a él físicamente, que el destino había querido situarle en su trayectoria vital.

Durante esa tarde y en los dos días siguientes, Agustín desarrolló con profesionalidad y eficacia, las funciones propias de su trabajo representativo, acabando cada tarde y noche bastante cansado con el trajín de desplazamientos y conversaciones en muy diversos y “elegidos” establecimientos. Sin embargo, cuando por las noches se iba a la cama, en esa séptima planta del céntrico Hotel San Antón, con extraordinarias y bellas vistas de Granada, especialmente del Albayzin, Sacromonte, Alhambra y la carrera del Genil, una vez tras otra volvía a rememorar el encuentro con el amigo Ramón, singular personaje en el que se mezclaba su proverbial amabilidad, franqueza y camaradería, junto a ese pasado ignoto con respecto a su genética paternal. Pero, sobre todo, resultaban curiosas esas identidades de ser ambos de Loja y las características físicas que les hacía parecerse, aunque hasta ese lunes de enero no habían tenido, en sus vidas de “cuarentones”, el más mínimo contacto. Cosas o casualidades del destino, se repetía, tratando de conseguir ese sueño liberador, que le facilitaría el necesario descanso para llevar a cabo la intensa actividad prevista para el día siguiente.

El miércoles por la tarde emprendió el viaje de vuelta para Málaga, conduciendo su Citröen C4. Por supuesto, no se le olvidó parar unos minutos al paso por el pueblo de Loja, acudiendo a una confitería /pastelería de garantía muy contrastada, por otras visitas que había realizado en viajes anteriores, llamada La Hornada, en donde tenía la seguridad de encontrar las mejores magdalenas elaboradas en toda la localidad. Tras el mostrador siempre le atendía, con la amabilidad y simpatía habitual, la señora Laura. Esta “rolliza” pastelera solía regalarle algún detalle, como un bollito de pan, un par de roscos de Loja o incluso alguno de los dulces Piononos que también elaboraba. Era una sabía forma de fidelizar a los mejores clientes que acudían a su establecimiento. Agustín le compró dos cajas de doce magdalenas cada una. “Su señora se va a sentir feliz cuando se las entregue. Le aseguro que las he sacado del horno esta mañana”. Al llegar a su destino, en la cena de aquella noche, le comentó a Aurora el curioso episodio que había mantenido con ese vecino de Loja, de tan notable parecido con su persona.

Pasaron los días y dos sábados más tarde, mientras ordenaba su entretenida colección de sellos de correo, recibió en su móvil una “esperada” y grata llamada: era de Ramón, el nuevo y extraño amigo de Loja, personaje que una y otra vez aparecía en su pensamiento, como un “tema no resuelto” para el sosiego de su conciencia. La voz de su interlocutor, que no había escuchado desde su afectiva despedida en el Mirador de Huétor, sonaba en esta ocasión condicionada por un evidente nerviosismo.

“Buenas tardes, mi buen amigo Agustín. Ante todo, deseo que te encuentres bien. Te llamo porque desde nuestro casual encuentro en el restaurante, hace casi tres semanas, me embarga una fuerte preocupación acerca de nuestras respectivas vidas. Me explico. Aunque en los pocos años en que coincidimos en Loja, siendo muy pequeños, no tuvimos oportunidad de conocernos, debido a que os tuvisteis que trasladar a Málaga, este encuentro fortuito que se ha producido cuatro décadas más tarde me ha producido un fuerte impacto, porque … algo me dice que hay datos que nos relacionan y no sólo en el físico de nuestros cuerpos. Tengo la sensación de que “algo”, que no sé lo que es, nos une o vincula. Algo que el destino ha querido “regalarnos” o decirnos, para que sepamos más de nosotros mismos. Y ahora te voy a contar un descubrimiento importante que he realizado, a ver si tú me puedes ayudar a desentrañar o aconsejar sobre este posible “misterio” que aparece sobre mi pasado.

Ocupo, por herencia, la vivienda que tenía mi madre Leonor. En ella, mi mujer Margara y yo tenemos nuestra residencia. En más de una ocasión he rebuscado entre las pertenencias de mi madre, pero nunca he hallado elemento alguno que me diese una pista de quien habría sido mi progenitor. Ella quiso mantener ese secreto para siempre. Lo haría por alguna razón. Sin embargo, hace un par de días, la cinta de la persiana del dormitorio que ella ocupaba se partió, dejando la habitación a oscuras, pues la persiana cayó completamente tapando la ventana. Llamamos al persianero que la arregló sin problemas. Al ir a pagarle, el profesional me entregó un pequeño paquete que había encontrado dentro del tambucho, envuelto en papel de estraza y atado con un cordel que nada más intentar abrirlo se partió en varios pedazos. Dentro del envoltorio había un bloque de unas veinte fotos, en blanco y negro, pero muy amarillentas por el paso del tiempo. Mi madre, por alguna “secreta” razón, las había guardado en ese “secreto” lugar que sólo ella conocía. En ellas aparece mi madre de joven, mis abuelos y una tía carnal, la única hermana que tuvo. Pero hay dos fotos, en las que está ella junto a un hombre, vestido con elegancia, tomadas en el parque, posiblemente por algún fotógrafo que retrataba a las parejas, a cambio de unas pesetillas. La emoción que me aturdió fue síncope, aún no me he repuesto realmente. Ese señor … pudo ser mi padre. Pero lo más intrigante del caso es que este hombre tenía la línea de labios y boca que yo he “heredado” y que también tú la tienes en el rostro. Te voy a enviar por whatsapp copia de estas dos fotos, a ver qué opinión te parece todo esto que te he contado”.

Cuando en segundos llegaron las dos fotografías enviadas por Ramón Algarra al móvil de Agustín Carrizo, el estado emocional del primero también se transmitió (y con más razón) al segundo. El hombre que posaba junto a Leonor en el parque central de Loja era su propio padre, Florencio, muy joven, sonriente y con el brazo sobre el hombro de la mujer a quien “secretamente” amaba. Al día siguiente fue a visitar a su padre, atendido en casa por dos cuidadoras.

“Papá ¿Conoces a estas personas de las fotos?” Pero las facultades mentales de don Florencio, 87 años, cada vez reaccionaban con más lentitud y dificultad, a fin de mantener la necesaria racionalidad en la respuesta. El padre de Agustín, tras observar las imágenes en la pantalla del móvil se limitó a sonreír. No pronunció palabra alguna. Cuando Agustín, al que le seguía temblándole el cuerpo, reflexionaba ante la respuesta aclaratoria que debía dar a Ramón, en los ojos de su padre, sentado en su sillita de ruedas, comenzaron a brotar unas lágrimas en continuo que Aimara, la cuidadora, se afanó en limpiárselas, diciéndole al tiempo unas palabras cariñosas. -  

 

 

EN UN RESTAURANTE DE

HUÉTOR TÁJAR

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

27 enero 2023

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