viernes, 21 de octubre de 2022

REENCUENTRO IMPOSIBLE CON EL PASADO.


En los tres tiempos verbales, el futuro es claramente indefinible, incierto, inconcreto, aunque lo podemos ir preparando o modulando, en uno u otro sentido, con nuestras acciones y con la previsión que nos ofrece, generosamente, la experiencia. El presente lleva la marca del fugaz tiempo que vivimos, obviamente condicionado por un pasado que nos determina e influye para un mejor o desafortunado acierto en nuestras acciones diarias. Puede ser el tiempo más modificable y cambiante, en tiempo y lugar. Lo vamos recorriendo con cautela, pues no somos ajenos a que este presente es la antesala de un futuro, que nos va llegado de manera continua, sin negociación o pausa para la receptividad. Por el contrario, el pasado es el tiempo que “mejor” conocemos y que guardamos o conservamos en el preciado “cofre” de nuestra memoria, con nostalgia, afecto o sufrimiento, sembrado de acciones afortunadas y otras profundamente erróneas. Sin embargo, carecemos de la llave necesaria o mágica para abrir ese cofre virtual de experiencias y proceder a su cambio o sustitución, pues el destino no nos permite revivir o repetir la misma existencia ya recorrida por nuestro protagonismo vital.

Ese martes, de octubre 22, iba a tener una especial e inesperada significación para Rogelio Lablanca. Había tenido un casual encuentro con Jenaro Leal, un antiguo compañero de facultad, con el que no había mantenido contacto alguno durante tres largas décadas del almanaque. Su memoria le había trasladado a esos lejanos y felices tiempos de universidad. Deseaba recuperar y restañar unos vergonzantes “nubarrones” que golpeaban su conciencia, en una época en que su calidad humana dejaba bastante que desear. El reencuentro con Jenaro fue más bien breve, pero con el tiempo suficiente para convencerlo para que compartieran una cena, durante la cual él quería limpiar o sosegar su conciencia de muchos recuerdos innobles.

“No se hable más, compañero y amigo Jenaro. Nos vemos este viernes en el restaurante La Garita (en la transversal de calle Larios, hacia la Catedral) a la nueve en punto de la noche. Yo me encargo de reservar mesa. No habrá problemas porque, aun siendo un establecimiento muy visitado por la una selecta clientela, conozco bastante al maitre del elegante local, Daniel, que nos reservará un sitio de privilegio, a fin de que podamos hablar con sosiego y profundidad, disfrutando de una espléndida cena”.

Como ya se ha citado, Rogelio y Jenaro habían compartido las aulas de la facultad de derecho malacitana durante cinco cursos, en la década de los noventa. Ambos pertenecían por edad a la “quinta” del 70, año en el que nacieron, en el seno de dos familias muy diferenciadas en su estatus social. Rogelio era el típico “hijo de papá”. Efectivamente, su progenitor tenía un prestigioso bufete de abogados, con una cartera de clientes bien consolidada, que proporcionaban un óptimo rendimiento económico al final de cada mes, en el siempre atareado y concurrido espacio legal. Nada más cumplir los 18 años, y tras aprobar las pruebas de selectividad, tuvo a su disposición un utilitario de estreno, con el que se desplazaba a las instalaciones universitarias del campus de Teatinos. En su currículo escolar nunca demostró ser un buen estudiante. Aprobaba los cursos sin brillantez o con la rutina del mínimo esfuerzo, pues gustaba dedicar mucho de su tiempo para hacer una “variada” vida social, con todas esas chicas “en las que ponía el ojo” para el disfrute y la diversión.

La naturaleza de su carácter era arrogante, vanidoso, seguro de sí mismo, atrevido, bromista sin control, con esa habilidad propia de los señalados por la suerte que le llevó incluso a mantener la jefatura de curso como delegado, durante los cinco años de carrera (1988-1983). Su mayor defecto era el ataque el débil, mezclando el señuelo hipócrita de la broma como justificante de su innoble actitud, contra los compañeros menos fuertes en carácter, ejerciendo un malvado “bullying” descarnado y cínico. Acoso que después trataba de aliviar con alguna cerveza que tapara sus vergüenzas, aplicando esa disponibilidad económica que venía de la tarjeta bancaria facilitada por su acaudalado padre. Uno de sus objetivos malsanos era ridiculizar, con cruel persistencia, al compañero Jenaro, posiblemente el más débil de carácter, entre su cartera de divertimentos para el gozo y la autocomplacencia personal. Siempre aplicando una burda estrategia de lo medio en broma, medio en serio, que hería y dañaba la autoestima humanitaria de los espíritus menos consolidados.

Por su parte, Jenaro, era un compañero de aula universitaria muy diferente al soberbio Rogelio. Este silencioso e introvertido alumno había podido llegar a las aulas de la facultad de derecho por su propio y sacrificado esfuerzo y también por el admirable sacrificio de su familia. Su padre era un sencillo tendero de una tienda de ultramarinos, en un barrio popular de la ciudad. Jenaro, al igual que Rogelio, era también hijo único.  De carácter tímido, desde pequeño, algo “apocado o corto” en su relación social, evitaba cualquier protagonismo ya en su juventud. En clase se esforzaba en pasar desapercibido. Pero Rogelio lo puso en el punto de mira de sus ataques, burlas y bromas, comentarios hirientes, tratando de conseguir risas, divertimento y plácemes del auditorio, cruel comportamiento que hacía mucho daño anímico al humilde compañero de grupo. Era un caso nítido de bullying, pero desarrollado ya en la fase juvenil de la persona. Jenaro soportaba las insidias del arrogante delegado de clase, compensándolas con una intensa entrega al estudio, a fin de no perder la beca que la administración le había concedido por su excelente expediente académico. Cuando se organizaba alguna fiesta grupal decidía no asistir o trataba de pasar lo más desapercibido posible, pues sabía y temía que sería el centro de las burlas y maldades de su compañero Rogelio, un verdadero líder grupal. Éste intensificaba sus ataques, viendo que el “pobre” compa obtenía calificaciones mucho más altas que las suyas, lo que despertaba su envidia, poniendo en práctica ese “ataque” continuo a la dignidad de una débil persona que no sabía defenderse.

Cuando en 1993 finalizó su licenciatura, comenzó un proceso de liberación personal, en una persona sensible y afectiva, que había estado sufriendo un trato injusto por parte de un malcriado, inmaduro y prepotente “niño de papá” delegado de grupo, casi siempre rodeado de todas aquellas bellezas que lo soportaban por su manejo del dinero y sus jocosas y estúpidas ocurrencias.

En ese sorpresivo encuentro del lunes Jenaro se esforzó en mantener las formas, tratando de forzar las sonrisas, mientras Rogelio teatralizaba un trato comedido, sintiéndose culpable, en su conciencia, del daño que había provocado al compañero de estudios, tres décadas atrás. Con su obsesiva verborrea, apenas dejó hablar a su interlocutor, forzándole a esa comida “de amistad” con la que en su interior quería limpiar muchas escenas vergonzosas que vagaban en su mala memoria, por su indeseable calidad humana.

En la actualidad, Rogelio se encontraba divorciado, con dos hijos de los que “pasaba” salvo para financiar su educación y mantenimiento. Seguía siendo el pertinaz mujeriego que había demostrado desde su lejana adolescencia, comportamiento heredado de su padre, don Florencio. Penosamente había “hundido” económica y socialmente el bufete que le había puesto su padre en bandeja, por lo que desde hacía años trabajaba, en función de amistades con favores pendientes, como asesor jurídico en una importante agencia constructora que sumaba importantes promociones en la Milla de Oro, zona de Marbella, Estepona y Manilva.

Jenaro, también con 52 años, continuaba trabajando en una sucursal bancaria de barriada, en la que había alcanzado el puesto de interventor. Su buen expediente laboral le había facilitado estar (con muchos puntos a su favor) en una lista preparada al efecto por la entidad financiera, para designar director de una nueva sucursal que se pensaba abrir en el barrio universitario de Teatinos. Ese objetivo le tenía esperanzado y feliz, para ofrecérselo a su querida esposa, Elisa, y a sus dos hijas Estrella y Lucía.

 

LA CENA.

Aunque no era una de sus escasas cualidades, Rogelio acudió a la cita concertada con 15 minutos de antelación. Tenía la convicción de que con esa “comida de amistad” iba a limpiar de alguna manera sus vergüenzas de conciencia, necesitada sin duda de un buen repaso. Su amigo Daniel, el maitre, les había ubicado en una zona preferente, situada en la entreplanta, con un gran marco acristalado, desde donde se divisaba el ya adormilado reloj de la torre catedralicia malagueña, con la visión de una calle populosa de transeúntes, que recorrían un culinario espacio sembrado y poblado de locales restauradores, la mayoría de lujo en sus servicios. El menú “normal” de La Garita se montaba en un mínimo de 45 euros por comensal, sin contar las bebidas y el pago del IVA.

Mientras esperaba la llegada de su compañero de estudios, pidió al servicio que le trajeran una cerveza pinta negra, de marca alemana, que sólo se servía en este restaurante, pues sus dueños la importaban directamente desde la Germania y en pequeños lotes, dada su fabricación exclusivamente artesanal. Mientras se deleitaba con la espumosa y densa cerveza (grado alcohólico 8,4%) los recuerdos y vivencias iban y venían a su memoria. Se sentía de una forma ambivalente, ante la futura presencia de Jenaro. Por una parte, quería restañar, borrar, compensar, limpiar, toda aquella larga serie de insidias y malas acciones que desarrolló en su periplo universitario, centradas en el “más débil de la clase”.  Sin embargo, por otra parte, su innata egolatría y soberbia se sentían complacidas porque una vez más tenía la oportunidad de protagonizar la aventura del triunfador, sobre la percepción que tenía de un perdedor en la inhumana y competitiva selva social.

Miró una vez más su reloj, marca Rolex, y vio que pasaban cinco minutos sobre las 21 horas. Le extrañó pues recordaba que su esperado compañero de mesa nunca solía llegar tarde a clase, todo lo contrario, sentándose en primera fila de la bancada, entre las sonrisas, comentarios sarcásticos y cuchicheos de esos otros compañeros que ocupaban las filas traseras, por supuesto instigados por la banal palabrería del delegado de clase.

Se había traído de casa una foto grupal en blanco y negro, harto amarillenta por el paso del tiempo, en la que aparecían los dos comensales:  Rogelio ocupando una posición preferente, en el centro grupal, mientras que el modesto Jenaro ocupaba un puesto esquinal, al final de las seis filas de universitarios sonrientes.

El ya impaciente Rogelio seguía disfrutando su cerveza alemana. Paralelamente se fue acordando de algunas trastadas que protagonizó contra su futuro compañero de mesa, acciones en las que estaba rodeado de una corte servil y aduladora, unida contra el débil del grupo. Un día echaron polvos picapica para el continuado estornudo, sobre el puesto de clase que siempre ocupaba el infortunado Jenaro. Su cadena de estornudos provocó que don Lucas Cabestriña, catedrático de procesal, invitara con sus malos modos habituales, a que el avergonzado alumno abandonara el aula, entre el hazmerreír de la joven concurrencia.  En otra ocasión, instigó a una alumna de clase, muy bien parecida, para que comenzara a “tontear” con el pusilánime compañero, aparentando que le gustaba. La dulce carta de amor que Jenaro le escribió fue repartida en fotocopias y puesta en el tablón de anuncios de los alumnos, para el divertimento y choteo general. Más dura fue la diabólica acción, engañando al conserje de la facultad, para que llevara un falso aviso urgente al alumno Jenaro, por el que debía acudir urgentemente al hospital general, a consecuencia de un grave accidente familiar en la persona de su madre. La cara de angustia y patetismo que mostraba el atribulado alumno contrastaba con las risas contenidas y las miradas cómplices de sus compañeros, liderados por Rogelio, cuando aquél abandonaba apresurada y hecho un manojo de nervios el aula, sin poder reprimir las lágrimas por su rostro. Fue una acción teñida de una crueldad incalificable y despreciable. En otra ocasión esparcieron granos de arroz y azúcar en el suelo, en las losetas que solía pisar en cada una de las clases Jenaro. Cada vez que éste movía los pies, sonaban los correspondientes crujidos, que acabaron enfadando al catedrático de Penal, don Viriato del Alcázar, quien, a voces destempladas, muy propio de su autoritario carácter, señaló imperativamente la puerta al alumno, el cual tuvo que abandonar su asiento y el aula, con el rostro bien enrojecido por la vergüenza. Por supuesto que los motes que le aplicaron fueron variados y con la pobreza deleznable del peor ingenio: “el chupaflautas”, “el hijo del charcutero” “el insignificante” “Jenoro, el troglodita” …

A las 21:20, encontraba ya extraña la tardanza de su antiguo compañero. Así que tomó la determinación de llamar al número de móvil que Jenaro le había facilitado, después de insistirle en un par de ocasiones. Marcó ese número, repitiendo la llamada, sin que esta fuera atendida. Unos minutos después, 21:35 y sin que apareciera el compañero comensal, llamó al camarero. Esa tarde no había merendado, pensando en la suculenta cena que iban a pedir, por lo que a esa hora sentía necesidad de comer. Le sirvieron una tabla de quesos franceses y lonchas de jamón de Jabugo. Unos cogollos con arenques y salsa marinera, como antesala de una sartén de angulas auténticas, salteadas y con guarnición de verduras cocidas al vino de jerez. De postre llegó a su mesa una buena ración de tarta de zanahoria calada con brandy, guarnecida con nevaditos helados de dulce de leche. La botella de tinto Rioja, reserva del 2016, permanecía sobre la mesa, con apenas un 10% de su contenido inicial. 

A las 22:35 pagó la minuta, utilizando su tarjeta Visa Oro: la cuenta de la cena consumida sumaba 82 euros, más el IVA correspondiente. Dejó sobre la mesa una propina diez euros, que Daniel agradeció en nombre de los camareros, con una inclinación de cuerpo que casi llega a sus rodillas. “Gracias, don Rogelio. Siempre a su servicio para lo que guste mandar”. Entristecido y defraudado, abandonó con paso lento la Garita, en ese momento con sólo tres mesas ocupadas. Hacía un frescor húmedo, bastante intenso, en las calles ya no muy pobladas de viandantes. Tomó dirección al aparcamiento municipal de Plaza de la Marina, para recoger su vehículo Audi. Se veía caminando pausadamente entre los amantes de la noche, acompañado por personas anónimas, pero más solo que nunca.

A las 11:15, ya en su domicilio, instalado en una bien ajardinada y selecta urbanización del barrio del Limonar, se preparó un vaso de sales de frutas, pues la ingesta en el restaurante había sido abundante, tal vez excesiva, y el estómago estaba pasándole factura con molestias e incómodos gases. Pensaba, una y otra vez, en el frustrado encuentro o cena “liberadora” para su conciencia, pero esa persona, a la que tanto había vilipendiado en épocas juveniles, había finalmente declinado su presencia. ¿Tal vez había podido ocurrirle algún imprevisto? Lo cierto es que su acción purificadora para su memoria había fracasado. Al menos tenía su número de teléfono, móvil sin voz, en aquella noche otoñal de la oportunidad. No tenía ilusión por irse a la cama o encender la caja “embrutecedora” televisiva, por los que se tendió en un amplio tresillo de piel que había adquirido recientemente, desde el cual podía divisar el cielo azulado en una noche de luna llena.

En un estado de somnolencia, se despertó sobresaltado al escuchar el sonido de un whatsapp, a esa hora en que ya había comenzado un nuevo día. Quiso coger su Iphone, 5ª generación, desde el sofá donde dormitaba, pero lo que hizo fue tirar el celular desde el sofá a la mullida alfombra que ese verano había comprado en su viaje de vacaciones a la India. Era un mensaje, cuya autoría procedía del compañero ausente en la cena. Con manos nerviosas y temblorosas, encendió la luz de la lámpara, para leerlo con una mayor facilidad, dado que estaba padeciendo una pérdida de visión con la oscuridad, preocupación que ya había transmitido al oftalmólogo de ASISA que solía atenderlo desde hacía años. Era una breve comunicación de Jenaro, enviada a las 0:25 horas.

“Rogelio, aunque he dudado, al fin me he decido a enviarte estas bien meditadas palabras. Ese lejano pasado que nos vincula, teñido de burlas, crueldades, dolor y humillaciones para mi persona, es mejor dejarlo donde está. Nuestro pasado es inmodificable. Dialoga con tu conciencia. Ella te dirá todo aquello que necesitas escuchar. Buenas noches. Jenaro”.

Aquella noche, el sueño estuvo ausente, en repetidos e incómodos momentos, para una persona que parecía tenerlo todo, pero que en la realidad carecía de lo fundamental: la tranquilidad de conciencia. Días después, Rogelio se animó a marcar el número del móvil de Jenaro. Al otro lado de la línea apareció una voz, que parecía cansinamente enfadada, aclarándole que era un nuevo usuario del número que había marcado. –

 

 

REENCUENTRO IMPOSIBLE

CON EL PASADO

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

21 octubre 2022

                                                                     Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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