viernes, 14 de octubre de 2022

EL COMODÍN DE LA ABUELA LORENZA.

Esa noche de jueves se fue muy tarde a la cama. Aunque no comprobó la hora, tenía conciencia de que serían no menos de las cuatro de la madrugada, pues la experiencia de otras noches de vigilia le recordaba que, a esa hora más o menos, pasaba el camión de la recogida de residuos, con los estruendos propios de la máquina que elevaba los contenedores para vaciarlos en el vetusto y ruidoso transporte de la basura. Cuando ya se había marchado el vehículo municipal, se quedó profundamente dormida, tras unas horas sacrificadas al estudio, preparando unas pruebas inminentes en el cuatrimestre.

Se hallaba en el más profundo de los sueños, cuando la joven Auri se despertó sobresaltada, aunque su madre Alfonsa había movido suavemente su cuerpo para despertarla. Entreabriendo los ojos, vio el rostro de su madre visiblemente nerviosa. Con palabras entrecortadas, ésta le transmitió una noticia desgraciada e inesperada. El reloj marcaba en ese instante las 7:45 del amanecer.

“La abuela se nos ha ido, Auri. Hace apenas una media hora, me ha llamado D. Sebastián, el cura párroco de la Virgen de la Aurora, a quien hace años dejé mi número de teléfono. Con sus palabras siempre bondadosas, me informó que tras administrarle los últimos sacramentos (por indicación de don Roberto, el médico) entró en un profundo sopor del que no ha logrado despertarse. Las dos vecinas de la casa, Carmela y Fernanda, indicaron que por la tarde habían estado hablando con ella, pero no daba apariencia de estar enferma. Sin embargo, por la noche, horas después de la cena, cuando veían que no se apagaba la luz del piso y seguía sonando el televisor, llamaron a don Sebastián, quien acudió acompañado del sargento Cabrales, de la Guardia Civil y forzaron la puerta para la entrada. Se hallaba tendida en el suelo y de inmediato llamaron al médico, quien, tras atenderla, sólo pronunció dos palabras: “el corazón”. Como te he contario, parecía estar como ausente y no más tarde de una hora y media, su cuerpo dejó de latir. Tu padre ya se ha puesto en contacto con el jefe de la empresa, para el correspondiente permiso por defunción. Queremos salir para Montilla, sobre las nueve y sin mayor dilación, porque el correspondiente sepelio será esta tarde a las cinco. Te arreglas con rapidez y nos acompañas”.

A la pobre Auri se le unió el aturdimiento propio de una noche de estudio, con la muy triste noticia de que su abuela Lorenza, que era casi una madre para ella, había dejado esta vida. Así que, de inmediato, se dio una reconfortante ducha y preparó un pequeño trolley de viaje, con una muda, su neceser y, por supuesto, los apuntes de Estadística, bien encuadernados, a los que echaría un vistazo cuando pudiera. Tenía un duro examen en la semana próxima.

¿Y quién era la finada? Lorenza Almansa fue durante toda su vida una apacible mujer, de carácter y temperamento muy sosegado, habiendo estado casada con Arcadio, carpintero de profesión, durante treinta y ocho años. Tuvieron una única descendencia, Alfonsa, que en una feria de julio se prendó de un fornido muchacho, Claudio, de profesión fontanero, que se había desplazado desde Málaga con unos amigos, para disfrutar de la feria del Santo (San Francisco Solano, patrón de la localidad cordobesa de Montilla. Fraile y sacerdote franciscano, nació en esa ciudad en 1549, misionó y evangelizó las tierras peruanas durante dos décadas, muriendo en tierras americanas en 1610. Lo canonizaron en 1726, y se le atribuyen prodigios y milagros. Falleció un 14 de julio). Una vez casados, el joven matrimonio de Claudio y Alfonsa se trasladó a Málaga, aunque el vínculo de ambos con Lorenza y Arcadio fue constante, de manera especial cuando su hija Auri pasaba las vacaciones en casa de la abuela, desplazamiento que también realizaba durante algunos fines de semana.

Arcadio había fallecido hacía nueve años, dejando a su viuda una muy modesta pensión, pues no había cotizado lo suficiente como profesional autónomo. El pago del alquiler del piso, junto a los gastos propios del día a día, provocaba estrecheces económicas en la buena señora, aunque esta nunca quiso depender de la ayuda de su hija “ya tenéis bastante con los gastos que dan el vivir en una gran ciudad”. Alfonsa le sugirió entonces que se trasladase a Málaga, pues ya le harían un hueco en el piso que habitaban, pero la anciana se negó con rotundidad, argumentando que ella había nacido y vivido en Montilla, su querida tierra y que de allí no se movería. Además tenía cerca la tumba de su marido Arcadio, para rezarle las novenas de la Virgen de la Aurora. Añadía que sus dos vecinas, Carmela y Fernanda, eran buenas personas y a quienes podía pedir ayuda en caso de urgencia o necesidad. “Me conformo con que Auri tome el autobús de línea, de vez en cuando y siempre que se lo permitan sus estudios, quedándose algunos días conmigo, pues para mi es como la segunda hija que no pude llegar a tener”.

Efectivamente, cuando Auri viajaba junto a sus padres, aquella mañana de viernes, camino de Montilla, iba recordando, con sentimental afecto y nostalgia, sus divertidas y numerosas vivencias mantenidas con la abuela Lorenza, que “casi” la crio y la educó, aplicando mucho cariño y la necesaria severidad para las faltas y travesuras. Iba rememorando las largas e interesantes conversaciones que ambas mantenían, sentadas en el balcón de la casa, durante esos tórridos veranos en los que un búcaro amarillo de barro o arcilla porosa enfriaba el agua que calmaba la sed por el caluroso ambiente de la Andalucía interior. Entonces la nieta siempre esperaba con ilusión la orden y las monedas de la abuela para ir a comprar, en la tienda del Cosme, esos golosos helados de chocolate y vainilla que tanto les gustaban. Cuando Auri se matriculó en la universidad, las visitas a su abuela en los fines de semana fueron espaciándose, por las exigencias naturales de una chica de dieciocho años con un amplio círculo de amigos. Sin embargo, la comunicación entre Lorenza y su nieta se mantuvo fuerte, por la acción de la “genética” y el afecto recíproco de ambos corazones.  

Las exequias de ese vienes tarde, presididas por don Sebastián, fueron entrañables en el afecto y respeto a la muy apreciada señora, acudiendo a la parroquia centenares de vecinos del barrio donde vivía y de otras zonas de la localidad montillana, todos ellos acompañando a los tres miembros de la familia Partal Alegría, visiblemente compungidos. La jornada del sábado fue dedicada por la familia de Lorenza para ordenar el contenido la casa. En principio habían decidido no mantener el alquiler de renta antigua, pues no tenía sentido ya que ellos residían en Málaga, en cuya facultad de Ciencias económicas estudiaba Auri. Sin gran dificultad hallaron una carta manuscrita de Lorenza, en la que a modo de voluntad testamentaria dejaba a su nieta Aurora todo el contenido y valores de la vivienda, documento que el lunes llevaron a una notaría del municipio para su completa legalización. La amabilidad y buena disposición del notario, que se comprometió a gestionar la documentación correspondiente cobrando la tarifa mínima, fue muy valorada y agradecida por Claudio y Alfonsa.

Durante ese fin de semana, mientras estaban reunidos para el almuerzo y la cena, comentaron con emoción el número tan elevado de personas que habían querido estar presentes en la despedida de Lorenza, mostrando su cariño y respeto a la misma. Les extrañaba la gran afluencia de asistentes, porque la abuela tenía un carácter donde resaltaba la privacidad, la modestia, siempre huyendo (por su serena timidez) de cualquier alarde o protagonismo social. En esa masa vecinal presente en la ceremonia religiosa destacaban, de forma mayoritaria, personas de muy modesta condición, principalmente campesinos y jornaleros, que trabajaban con abnegada dureza a fin de poder llegar económicamente a final de mes con sus familias, o incluso aquellos otros que tenían que acudir a la parroquia para pedir algo de ayuda material, cuando soportaban esos meses de paro laboral, cuando no había oferta de trabajo en el campo. Decía Alfonsa, con lágrimas en los ojos:

” La verdad es que no creía que mi madre fuese una persona tan apreciada y conocida en el pueblo, cuando casi siempre gustaba de permanecer en su domicilio, laborando con su crochet, leyendo sus novelas (ejemplares que sacaba en préstamo de la biblioteca pública municipal)  o pegada a un viejo receptor de radio, muy querido y apreciado, ya que lo había recibido como regalo de aniversario del “papá” Arcadio. ¡Las horas que dedicaba a la cocina, elaborando esos bizcochos redondos, rellenos de crema de chocolate y regados con almendras, azúcar glaseada y naranja confitada! Sé que muchos de esos dulces los regalaba a don Sebastián, un alma bendita y también muy golosa, a sus vecinas o a esos críos que apenas tenían para merendar un trozo de pan con media libra de chocolate y que recibían alborozados un trocito de bizcocho de la “señá” Lorenza”.

Ya el lunes por la tarde tenían previsto regresar a Málaga, pues Claudio y Alfonsa tenían que volver a sus respectivos trabajos. Sin embargo, su hija Auri, que se había llevado los apuntes de Estadística a Montilla, para estudiar el examen del próximo viernes, tomó la decisión de quedarse unos días más en el piso de la abuela, espacio entrañable en donde había pasado tantos días de su infancia y adolescencia, para dedicarse al estudio con tranquilidad y concentración, mezclando el esfuerzo intelectual con largos paseos por los alrededores rurales, sembrados de olivos, de la localidad que tan bien conocía. Acordó con sus padres de que tomaría el bus del jueves a las 17 h, con dirección a Málaga. También pensaba entretenerse, en los momentos de descanso, rebuscando en los cajones del armario y el mueble comodín, aunque era consciente que a su abuela no le gustaba ostentar joyas ni lujosos abalorios., pues vestía modestamente y ya siempre de negro desde que perdió a su amado de inolvidable Arcadio.

Ya habían preparado unos hatillos de ropa, en buen estado, para llevar al centro benéfico parroquial. La intención era dejar el piso lo más vacío posible, pues a final de mes pensaban dejar el alquiler del mismo a los herederos de su antiguo propietario, don Simón Cantalapiedra, un amigo de la infancia de Arcadio, el cual había heredado varias propiedades de un tío indiano (que decía ser poseedor del título de marqués de las Albarizas) alquilando una de sus viviendas a los padres de Alfonsa, cuando éstos contrajeron matrimonio.

El miércoles tarde, en un receso del estudio, Auri entró una vez más en el dormitorio de la abuela, entreteniéndose unos minutos repasando el contenido de la artística y bella cajonera o comodín, hecho por el abuelo Arcadio con madera de caoba, dada su habilidosa capacidad carpintera, reconocida en todos los rincones de Montilla. Esa preciada obra de arte en madera labrada fue el regalo de aniversario que Arcadio había hecho a. su mujer, con motivo del veinte aniversario de boda, sintiéndose Lorenza muy halagada con el monumental presente, en el que guardaba la ropa de cama, alguna ropa interior y de vestir y algunos otros recuerdos de la infancia de su hija y nieta. En realidad, el hábil carpintero guardaba al fondo del cajón inferior algunos ahorros, que había ido logrado juntar, manteniéndolos en casa pues por su mentalidad “no se fiaba” de las cajas de ahorros o bancos instalados con sucursales en el término municipal.

Auri es una joven muy observadora. Sus padres siempre han destacado esta cualidad que mantiene desde pequeña.  Comprobando, una vez más, el contenido de la gran cajonera se dio cuenta que el 5º cajón, el más próximo al suelo, aunque externamente tenía el mismo formato que los del resto del gran comodín, su interior tenía una menor capacidad con respecto a los otro cuatro: casi la mitad de altura y volumen. Era evidente que tenía un doble fondo. Repasó y repasó y al fin reparó en una palanquita esquinera. Probó a moverla en distintos sentidos y en uno de los intentos sonó un agudo click que “liberó” la tapadera de ese doble fondo, que quedaba oculto a la vista exterior si no se quitaba esa tapadera que lo ocultaba. Era un trabajo de carpintería muy bien hecho, que sólo podía salir de las hábiles manos artesanas de su abuelo Arcadio.

Al observar el contenido de ese doble fondo, la asombrada joven se llevó una soberana sorpresa. En una caja de cartón había 12 bolsitas de plástico, repletas de billetes y monedas de euro. Y a la derecha de ese 5º cajón, una manoseada gran libreta de alambre helicoidal, donde estaba anotada una contabilidad que, obviamente llevaba la abuela, por la dudosa caligrafía que siempre aplicaba en sus escritos. El listado de nombres anotado era extenso: Evaristo, Simeón, Manuela, Dorotea, Águeda, Felisa, Rosiña, Irineo, Josechu, Josefina, Román, Florián… junto a una fecha y la cantidad que recibía como préstamo, finalizando la línea con un garabato como firma, aunque algunos, sin duda profundo analfabetos, “firmaban” el pagaré con la yema de su dedo impregnado en tinta. En una de las esquinas del falso fondo, estaba un muy reseco tampón de tinta azul, usado para los más desventurados de la cultura y la destreza caligráfica.

Llamó por el móvil a sus padres y les contó el descubrimiento, en el que ninguno había reparado hasta el momento. Así que el fin de semana volvieron a Montilla, para dejar la vivienda lista para su entrega a los propietarios, con los que ya habían contactado y que no habían puesto objeción alguna para la finalización del contrato, ya que deseaban reformar y alquilar la vivienda a un precio mucho más rentable para ellos. Alfonsa contó el dinero en efectivo que tenía guardado su madre y sumó los débitos de los pagarés o deudas no resueltas. Estos débitos sumaban 8.300 euros y estaban muy repartidos, la mayoría con cantidades de 100, 150 euros. Comentaba con su marido la sorpresa que le había provocado la imagen de ¡la abuela prestamista! Acción que la anciana nunca les había comentado.

“Quién lo diría, en una persona tan pacífica, privativa, apacible, sin graves necesidades económicas, pero que, sin embargo, tal vez por distracción o por sentido social, “prestaba dinero, a las ganancias”. La verdad es que concedía plazos muy amplios, para la devolución, con un interés muy bajo que no superaba el 5%. Y si te has fijado, en muchos de los pagarés ya cubiertos, la devolución o el interés cobrado se sustanciaba en una gallina, un cesto de huevos, dos tarros de miel … ¡Vaya con la abuela Lorenza!” en palabras de Claudio.

Ahora se explicaban mejor toda aquella “caterva” de montillanos, integradas por jornaleros y pastores de apariencia muy humilde y modesta, presentes el día del sepelio, que gozaban con un peculiar “banco familiar” para sus necesidades más inmediatas. Tras analizar la situación, dándoles vueltas al incómodo asunto, tomaron la decisión de acudir, en esa tarde del sábado a la casa parroquial, a fin de hablar con el muy apreciado párroco D. Sebastián y pedirle consejo.

El venerable, orondo de cuerpo y sonriente sacerdote, guardó silencio unos minutos, tras escuchar a los hijos y nieta de su antigua feligresa.

“Hijos míos en el Santísimo sacramento, me asombra que no supieseis nada de esta encomiable acción o labor social que la buena Lorenza realizaba, ayudando a decenas y decenas de familias muy humildes y necesitadas, circunstancialmente, de algún aporte económico puntual. Esta situación la conoce todo el pueblo, aceptándola y aplaudiéndola. Sé que la Caja de Ahorros protestó (quería denunciar) ante la Guardia Civil, pero la benemérita comprobó que estas “cesiones” de muy reducido costo se hacían prácticamente sin interés y con plazos de devolución en modo alguno rígidos. Viendo la situación, el propio sargento Valeriano Cabrales, hombre y soldado de gran corazón, hizo un poco “la vista gorda”, mirando hacia otro lado. La masa social estaba tranquila pues confiaba mucho en su convecina Lorenza, teniendo tan próxima esta ayuda tan asequible y familiar”.

Ya lo habían hablado y especialmente Auri, “heredera legal“ de las pertenencias de su abuela, estaba totalmente de acuerdo. Claudio puso el bloc de las cuentas, con los pagarés correspondientes, encima de la mesa del sacerdote. Fue Auri quien habló: 

“Padre, devuelva esos pagarés adeudados a todos esos modestos vecinos, que nosotros tenemos suficiente con el cariño que profesaban a mi abuela. Estamos pagados con creces. También le entregamos este sobre con algún donativo por si algún vecino necesita ayuda inmediata, de verdadera necesidad, Vd. sabrá hacer el mejor uso de esta donación, siempre en memoria de la cristiana Lorenza Almansa".

Don Sebastián se levantó de su silla y pronunciando una frase en latín, bendijo a la familia Partal Alegría y mostrando un rostro sonriente y feliz les entregó a cada uno de sus miembros una lámina de la Virgen de la Aurora, con dos oraciones impresas en el reverso. “Estoy muy orgulloso de vosotros. Considero a vuestra santa familia como la mía propia, de santos hermanos”.  

El domingo por la tarde, tras haber entregado a un transportista algunos enseres de recuerdo sentimental, especialmente la cómoda de doble fondo, para su traslado a Málaga, abandonaron con nostalgia la bella localidad cordobesa de Montilla, cuna de Lorenza y en cierto modo también de su hija Auri, que “no descansaba” de tomar fotos para conservar el mejor de los recuerdos. La joven universitaria pensaba, en lo más íntimo de su corazón, que la abuela les sonreía, desde ese paraíso, azulado e ingrávido, más allá de los luceros y las estrellas. Se sentiría plenamente feliz viendo la generosa solución que sus hijos habían sabido dar a su “traviesa” y solidaria ocurrencia financiera. Las apariencias no siempre reflejan la realidad que imaginamos, porque detrás de la percepción visual siguen latiendo otras muchas vidas acomodadas en el corazón. -

 

 

 

EL COMODÍN DE

LA ABUELA LORENZA

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

14 octubre 2022

                                                                                   Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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