viernes, 29 de enero de 2021

EL HUERTO URBANO DE UNA CIUDADANA EJEMPLAR.

Hay personas en nuestro entorno, sea éste más próximo o lejano, quienes por su inteligente forma de ser y por la generosidad y bondad de sus valores cívicos, contribuyen a conformar un mundo mejor y más agradable, dentro siempre de sus posibilidades para la acción. Estos ciudadanos, sin grandes alardes y evitando fines interesados de naturaleza social, política, económica o de cualquier otro género, van consiguiendo mejoras, cambios y realidades, que benefician a otros muchos convecinos, amigos, residentes o visitantes, vinculados a la zona urbana o rural en donde tienen fijada su residencia. Expresándolo de una forma sintética, gracias a su sacrificado esfuerzo y al positivismo de su carácter, consiguen que en ese pequeño mundo del barrio o en la más amplia área urbana sobre la que actúan, la vida se perciba con un mayor optimismo y alegría, dentro del estresado y egoísta cosmos en el que penosamente nos sentimos inmersos. Su silenciosa o modesta labor, realizada en el transcurrir de los días y los meses, de forma generalmente pausada pero constante, va generando unos frutos que sin duda mejoran la convivencia ciudadana y posibilitan el mimetismo cívico, en la aplicación de un comportamiento bondadoso y dinamizador.

La buena educación vecinal y ciudadana se puede ejemplificar con numerosas imágenes. Citemos algunas que sean ilustrativas. Reduciendo el volumen de la televisión, radio o altavoces musicales, en la mayoría de las horas del día, pero de manera especial cuando los demás han de descansar. Procurando no tender la ropa lavada con vistas a la calle, utilizando tendedores interiores, fijos o móviles. Absteniéndose de echar por los sanitarios, lavabos o fregaderos, residuos orgánicos u otros objetos que puedan atorar los desagües del edificio. Evitando sacar las bolsas de basura en horas inapropiadas, procurando que en las mismas no vayan residuos líquidos que ensucien el ascensor, el portal u otros espacios comunes del bloque o la vía pública. Usando zapatos, especialmente en las horas nocturnas, que no molesten al andar con su sonido al vecino del piso inferior. Evitando sacudir alfombras y paños de la mesa por las ventanas y terrazas, ya que el polvo y los residuos ensuciarán a los vecinos de otras viviendas y a la propia vía pública. Utilizando las papeleras instaladas en los jardines, paseos y calles de la ciudad, para los envoltorios, papeles, cáscaras, envases, que tampoco deben dejarse caer al suelo en los espacios comunes de la comunidad vecinal. Una buena práctica es también limpiar el trozo distribuidor de puerta o de acera que corresponde a la vivienda de cada cual. A no dudar, estos simples y cívicos gestos (junto a otros) mejoran la convivencia entre vecinos y residentes del barrio.

El “travelling aéreo” de la cámara narrativa nos lleva a un bloque antiguo con sólo cuatro plantas de viviendas, más una baja comercial, ubicado en un barrio obrero en el que mayoritariamente residen personas de sociología modesta. El inmueble está habitado por doce familias, mientras que en los bajos hay dos tiendas, regidas por sus propietarios, que no residen en el edificio. Una de ellas es un comercio de alimentación, organizado como un pequeño mini market. La otra pequeña empresa es una típica y antigua tienda de zapatos y alpargatería. Este popular barrio situado en la zona oeste de la ciudad tiene, como en otros espacios urbanos, un número importante de vecinos jubilados, que conviven soportando una cierta desidia  municipal, en la urbanística y vigilancia de la zona, sufriendo además el conjunto ciudadano esa lacra del paro laboral que afecta a miembros, jóvenes y mayores, de un notable número de familias.

En el 1º A de ese humilde y envejecido bloque vecinal tiene su vivienda, en régimen de un antiguo y reducido alquiler, doña Aurea del Campo Alba, una amable señora, que enviudó hace ya  muchos años. Subsiste económicamente gracias a una modesta pensión que cobra por su marido Reinaldo, sastre de profesión, quien estuvo trabajando durante su vida activa en una mediana fábrica de confección de ropa, principalmente dirigida al público infantil. Este matrimonio no tuvo descendencia. Los vecinos conocen, por comentarios de doña Aurea, la existencia de unos parientes que residen en Alicante. Son unos sobrinos que de tarde en tarde han visitado a la longeva señora, que mantiene con fortuna una estupenda y apacible salud.

El núcleo temático de esta bella historia se origina debido a que situado enfrente de la fachada del inmueble existe un amplio terrizo, sin asfaltar ni adoquinar, espacio que corresponde a un antiguo almacén municipal, derribado hace años por su estado ruinoso. El solar no ha sido utilizado sino para juegos de la chiquillería de la barriada, para que muchos vecinos saquen a pasear a sus mascotas y que hagan allí sus deyecciones y también para puestos de venta ambulante o el rutinario mercadillo o rastro quincenal. Este amplio solar, profundamente degradado, es un generador de polvo en verano y barro en las estaciones lluviosas del equinoccio primaveral y otoñal.

Algunos vecinos madrugadores vieron una mañana como la señora Aúrea acotaba un trozo rectangular de ese terreno (aproximadamente 3 X 2´5 metros), poniendo con artesana paciencia unas piedras blancas separadoras, “señaladores” que al parecer había ido trayendo de sus frecuentes y saludables paseos por la playa. El espacio concreto que había elegido estaba ubicado en una zona lateral del amplio terrizo, junto al muro de una bodega almacén también largos años cerrada. En los días sucesivos fue limpiando el suelo de matojos y esas hierbas naturales que crecen espontáneamente con las lluvias, además de los residuos y basuras acumuladas, eliminando también piedras que entorpecían la horizontalidad del terreno. Utilizaba para su esforzada labor una pequeña pala, un martillo picudo y una modesta silla de pescador, ya que era evidente la dificultad de su espalda para agacharse de continuo. Su ejemplar trabajo lo solía realizar entre las 8 y las 10 de la mañana, cuando el sol no molestaba en demasía y no había mucho trasiego de gente por el lugar.

Una de esas mañanas pasó junto a ella don Bernabé, propietario de una carpintería ubicada en un local frente a la Iglesia. Deteniéndose en su caminar le preguntó, vivamente interesado, qué estaba haciendo allí tan temprano, sobre ese espacio acotado por las piedras blancas.

“Pues verás, Bernabé. Vi un interesante programa por la televisión, en el que se explicaba con gran sencillez cómo se generaban los pequeños huertos urbanos. Me fijé con gran atención sobre el proceso de su construcción. Anoté en una libreta muchos de los consejos que iban dando. Y, sobre todo, los beneficios que se podían conseguir, una vez organizados y manteniendo el necesario cuidado de los mismos. En eso estoy, aunque con los años y los achaques que tengo no sé si tendré fuerzas para culminar esta preciosa tarea que tanto me está ilusionando”.

El veterano y bondadoso carpintero, no se lo pensó dos veces. Habló con su ayudante Daniel quien en un par de días instaló unos maderos verticales, estratégicamente situados, cerrando las distancias del perímetro con una tela metálica y conformando una pequeña puerta, con su candado y cerrojo correspondiente. Aurea, felizmente emocionada y agradecida, por la ayuda recibida de este buen profesional, vecino al que conocía desde hacía décadas, elaboró un gran bizcocho circular en el horno de su cocina, adornándolo con trocitos de fruta escarchada y una melaza de almíbar muy suculenta, presente que llevó al taller de Bernabé, quien celebró y agradeció el apetitoso regalo. Tanto él como Bernarda su mujer eran simpáticamente señalados por sus abundantes amigos como muy golosos para los pasteles.

Todo voluntariosa, tomó un día el bus para el centro y se dirigió con su carro de la compra a una tienda de productos para el campo, en donde gastó algunos de sus ahorros para comprar algunos saquitos de turba abonada, a fin de ir fertilizando la tierra, pacientemente humedecida. También se llevó semillas y plantones de aquellos vegetales que pensaba sembrar en el espacio que iba arando con proverbial esfuerzo. Los comentarios acerca de lo que estaba “organizando” doña Aurea, en esos seis u ocho metros cuadrados acotados en el antiguo terrizo fueron transmitiéndose de boca a boca, llegando la información a don Andrés, el párroco de la barriada, quien en su sermón dominical hizo una alusión a la generosa labor que realizaba esta vecina, pidiendo claramente que se le ayudase en lo posible. Al terminar la misa, llamó a doña Aurea y le pidió las facturas de lo que había comprado para el huerto:

“Además de todo el esfuerzo que estás realizando, no voy a consentir que reduzcas los euros de tu corta pensión con estos gastos. El coste de lo que has comprado va a correr a cuenta de los fondos y limosnas que tenemos en la parroquia. Y ahora vamos a buscar un buen nombre para ese precioso huerto que estás construyendo. ¿Qué te parece si lo titulamos algo así como EL HUERTO FELIZ?. La anciana, todo emocionada, daba las gracias por la comprensión y ayuda que recibía del dinámico sacerdote”.

Los vecinos del barrio, en general, respetaban y admiraban esa bella y educativa labor que la señora realizaba. No eran escasos los padres que advertían a sus pequeños, con esas palabras que imponen la seriedad en el comportamiento “Mucho cuidado con entrar o echar papeles u otras cosas, en el huerto que está plantando doña Aurea. Que no me entere yo que con tus juegos perjudicáis ese espacio que es de todos”. Pero el problema principal no eran las travesuras de los críos del barrio, sino que muchos de los plantones sembrados no agarraban bien y acababan secándose. Y ello a pesar de que el suelo estaba “arado” y en lo posible bien regado. Obviamente, la composición edáfica de ese espacio era muy mejorable. Pero ella no se desanimaba, en absoluto. Buscaba otras plantas y cultivos que pudiesen arraigar en sus casi ocho metros cuadrados de superficie. Fue probando, al paso de las semanas y los meses, con las patatas, los tomates, los pimientos, las zanahorias, las cebollas, las alcachofas, las lechugas, las berenjenas, los pepinos, las coles, las acelgas, las habas y habichuelas …

Los positivos comentarios acerca de la hermosa e inteligente labor que la vecina estaba llevando a cabo llegaron, como era previsible, al concejal municipal delegado de zona, Fermín Aliaga, quien se “sintió obligado” a visitar la obra hortícola de la veterana y voluntariosa vecina. El muy dicharachero munícipe se presentó una mañana en el terrizo, acompañado de parte de su equipo. Había avisado previamente a la prensa, para que dieran buena cuenta en los diarios de la admirable colaboración ciudadana en el cuidado del barrio y de paso que su persona o figura institucional saliera bien fotografiada en las páginas impresas. Pero cuando pudo comprobar in situ la extraordinaria acción llevada a cabo por una anciana, en aquel espacio degradado, a duras penas podía disimular el sofoco y los colores que fluían en la epidermis de su rostro.

Como hábil político y gestor, no desaprovechó un segundo de su tiempo para proclamar, con una amplia sonrisa en la boca, que de inmediato los servicios operativos municipales habilitarían otros siete espacios en el mismo terrizo, para instalar nuevos huertos vecinales o sociales similares en tamaño al de doña Aurea. Los nuevos huertos serían entregados, previo estudio, a los interesados que así los solicitasen. Los operarios municipales canalizaron unas tomas de agua para la zona, para evitar que tuviesen que llevar el preciado y pesado líquido en garrafas, botellas y cubos. Además la concejalía de parques y jardines instaló un habitáculo de madera, a modo de almacén comunal, en cuyo interior había un variado instrumental disponible para las “operaciones” agrícolas: escardillos, palas, mangueras, tijeras para podar, sierras, alambres, cuerdas, abonos y paquetes de tierra fértil. También estaba disponible una carretilla para el traslado de materiales.

Como los distintos medios de comunicación se hicieron eco de inmediato de la muy saludable realidad agrícola, los colegios comenzaron a solicitar autorizaron para llevar de visita de estudio a grupos de alumnos con sus respectivos profesores, a fin de que conociesen esta muy educativa experiencia y la aplicasen e integrasen en sus respectivos centros, dentro de los programas curriculares correspondientes.  Sobra añadir que la persona encargada de explicar a los alumnos la hermosa experiencia fue doña Aurea, monitora designada por los encargados de los restantes huertos como el alma dinamizadora de la transformación de un degradado espacio en un fértil vergel natural situado en plena barriada. La buena señora se sentía muy útil y “halagada” por las curiosas y originales preguntas que le hacían los pequeños, sabiendo responder con la simpatía y la habilidad necesaria, para la mejor comprensión de sus muy atentos e interesados escolares.

Era previsible que algún accidente o hecho desalentador ocurriera. Una noche de sábado en verano, un grupo de “colegas”, algunos adolescentes y otros ya con su mayoría de edad cumplida, celebraban un “cumple” en un establecimiento de comida rápida de la barriada. Ya en los albores de la media noche, penosamente embriagados, quisieron continuar su fiesta, dirigiéndose al espacio de los huertos vecinales. Tras forzar los candados e incluso romper la tela metálica, en la que hicieron un hueco para introducir sus ágiles cuerpos, provocaron destrozos y actos deleznables en los bien cuidados cultivos. Al llegar la mañana el espectáculo que ofrecía el “arrasado” recinto era verdaderamente desolador. Frutos, plantas, ramas arrancadas. Setos destruidos, Excrementos por doquier … Los vecinos en corrillo comentaban la barbarie allí provocada, con el anonimato más incívico y cobarde.

Pero una vez más la positiva y diligente señora, sacó fuerzas de su deteriorado organismo y comenzó a reparar su huerto, con paciente tesón y esforzada voluntad. Limpió, replantó, regó e incluso reparó el seto de obra, con yeso, cemento y arena.  Su comportamiento animó a otros vecinos a sumarse a la rehabilitación del espacio, empezando por don Bernabé, que en dos días había reparado los postes y cierres de las telas metálicas rotas. El propio concejal Aliaga, al conocer el suceso envió una cuadrilla de los servicios operativos para que ayudaran a reparar el desaguisado de esos jóvenes incultos. La policía local se movió rápida en sus gestiones y averiguaciones. No había transcurrido una semana, cuando presentó a cuatro protagonistas ante la fiscalía de menores. Otros tres colegas tuvieron que prestar declaración ante la policía nacional, siendo acusados ante el juez de destrozos en el mobiliario público.  Fueron multados y condenados a prestar servicios comunitarios, precisamente en el mismo espacio hortícola que ellos habían arrasado, con su incuria e incivismo, en una noche de copas.

A no dudar son numerosas las enseñanzas que pueden obtenerse de esta entrañable y cercana historia. Los beneficios de la noble acción de esta anciana vecina, doña Aurea, se pueden sintetizar sin gran o especial esfuerzo. Se había puesto en uso un terreno abandonado, degradado y terrizo. La autora de esta buena acción se sentía útil para mejorar la imagen de su barrio, trabajando con la mayor constancia, distrayendo su mente y adiestrando su ajado cuerpo. Con su dinámico ejemplo motivó para que otros convecinos se sumaran al proyecto. La limpieza efectuada en ese sucio espacio público mejoró la imagen estética y de salubridad de la barriada. Se realzaba, al tiempo, el trascendente papel de la agricultura en nuestras vidas, tomándose  conciencia de la necesidad y conveniencia de producir y consumir verduras y frutas en nuestras ingestas. La contribución a la educación de los escolares era evidente, con las provechosas visitas de estudio a los huertos urbanos. La acción servía de mimetismo para mejorar otras zonas urbanas degradadas. En definitiva, el voluntarismo de una persona, a pesar de su avanzada edad, pudo servir de revulsivo para que otros muchos se sintieran motivados y animados a integrar en su vidas esos cualificados valores que enaltecen y mejoran la convivencia social.-  

 

EL HUERTO URBANO DE

UNA CIUDADANA EJEMPLAR

 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

29 enero 2021

 

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