viernes, 19 de julio de 2019

DIALOGANDO CON LA SUTIL ACÚSTICA DE LOS SILENCIOS.

A poco que seamos justos, pero también generosos en la valoración, todas las profesiones o la casi inmensa mayoría de las mismas resultan admirables y dignas del mayor aplauso y estima. Cualquier actividad cumple una necesaria e importante función social, ya sea en el sector agropecuario, con la minería, la pesca y la construcción, ya sea en el ámbito de la transformación y producción industrial o, finalmente, en ese tercer sector laboral, variopinto y diversificado, de los servicios, que hacen posible el mejor engranaje de los dos primeros sectores de la economía en cualquier país, región o localidad. Sentadas estas definitorias premisas, también hay que aceptar que unas profesiones están más valoradas y “retribuidas” con respecto a otras que, en ese juego caprichosos del mercado, poseen una especial significación por múltiples factores, ya sean individuales o por el contrario sociales. En cuanto a la injusticia retributiva de uno u otros oficios, la realidad es bastante tozuda, pero no hay que perder de vista que nos encontramos en una sociedad capitalista de libre mercado, en donde la oferta y la demanda se hace dueña y señora de las compensaciones que unos y otros reciben por sus esfuerzos profesionales. 

Es necesario y obvio valorar la plausible, abnegada y paciente dedicación que desarrollan durante sus horas de trabajo aquellos vigilantes que prestan sus servicios en una gran diversidad de edificios y entidades, sean culturales, deportivas, financieras, sanitarias, lúdicas, comerciales o de cualquier otro género, tanto de titularidad pública o privada. La mayoría de las horas permanecen trabajando de pie, cumpliendo con la rutina de largos horarios, sin otros incentivos que  evitar cualquier conflicto o deterioro en las instalaciones, así como el rechazable delito de dañar las obras y materiales integrados y expuestos en sus naves para la visita del público. En este expositivo contexto está inserta la trama argumental de nuestro relato.

Julia Irea del Camino había finalizado sus estudios de Filosofía y Letra, en la rama de filología clásica, hacía ya más de seis años. A pesar de su bien considerado, objetivamente, expediente académico, ha pasado más de un quinquenio sin poder desarrollar tarea laboral alguna y, por supuesto, el ejercicio de su cualificada y específica preparación universitaria. Han sido años de profundas dificultades económico/sociales la causa primordial que ha impedido a muchas personas encontrar cualquier acomodo laboral en los distintos oficios del mercado, al igual que en el caso de esta joven mujer el ejercicio docente o investigador. Oposiciones laborales ”congeladas” u observando la política administrativa de muchas comunidades o entidades oficiales, ofertando un número excesivamente reducido de plazas para todos aquellos que, tras su presencia en los exámenes y pruebas competitivas, luchan por conseguir esa ansiada estabilidad laboral que tan difícil se nos hace en los tiempos actuales. 

A pesar de este disputado, frustrante e “imposible” panorama social, Julia nunca ha renunciado a ofrecer su preparación y buen hacer, llamando en “una puerta, tras otra”, aunque con resultados desalentadores para sus legítimas e ilusionadas aspiraciones. Pero una vez que el ciclo recesivo en los caprichosos engranajes de la economía ha ido cambiado de tendencia, las posibilidades laborales se han ido incrementado para compensar todos esos largos años de estudio, sometimiento y paciencia, ante las expectativas de poder encontrar un digno puesto de trabajo.  

Cierto y afortunado día llegó a su conocimiento la convocatoria de una oferta de trabajo temporal (eran periodos de seis meses de actividad, que podrían ser renovables) organizada por la Oficina de dinamización laboral del Ayuntamiento de la localidad en donde “desde siempre” ha estado empadronada. De inmediato vio que el perfil de su currículo se acomodaba, de manera preferente, hacia una serie de plazas ofertadas para trabajar en las bibliotecas, museos y centros expositivos, dependientes del Área de Cultura municipal. El currículo que presentó con su inscripción en la convocatoria, en el que se integraba su excelente expediente académico, los cursos y cursillos realizados y los trabajos elaborados y publicados, le abrió fácilmente la concesión de una de las plazas de ese anhelado trabajo, aunque no tuviese la característica de fijo en su estabilidad temporal.  En pocos días, tras la resolución positiva de la convocatoria, fue asignada a un centro museístico y expositivo, vinculado al Área de la Concejalía de Cultura de la Corporación Municipal, local ubicado en las “entrañas urbanísticas” de la antigua ciudad malacitana.

En este centro museístico se iniciaba una exposición, vinculada al ciclo de pintores actuales, cuyo protagonista era un poco conocido (fuera de los círculos culturales correspondientes) artista de los pinceles, llamado Remigio Vistafermosa Elían, cuya muestra de óleos estaría abierta al público asistente por las tardes de 17 a 21:30 horas, durante dos semanas. Obviamente, la asistencia a la exposición municipal era gratuita para todo aquel que quisiera ir a conocerla y disfrutarla. Ese sería también el horario vespertino de la muy satisfecha Julia, ante su primer trabajo retribuido conseguido después de una larga y desesperante “sequía”.

Julia acudió el primer día de la muestra con una cierta y prudente anticipación en el horario, pues deseaba familiarizarse con las dependencias del centro expositivo, así como repasar puntualmente sus obligaciones correspondientes que eran, básicamente, las siguientes:  la apertura y cierre del local expositor, cumpliendo el horario establecido por el departamento de Cultura, vigilar convenientemente que ninguno de los 24 cuadros expuestos sufriesen deterioro o acción inadecuada por parte de los visitantes a la muestra, repartir catálogos de la exposición a todos aquellos asistentes que lo solicitasen e informar a los mismos de algunos datos de cada cuadro, reseñas sintetizadas que se le habían facilitado en un archivo de Internet enviado, dos días antes de la apertura expositiva, al buzón de su dirección electrónica. Como ella era la única vigilante y asesora de la muestra, no podía dejar su lugar de trabajo por algún motivo (como ir, por ejemplo, a los lavabos) sin antes  haber contactado con el guarda de seguridad que prestaba sus servicios en el edificio, a fin de que la sustituyera durante algunos minutos. En este antiguo edificio, aunque bien remozado, también había otras dependencias administrativas y servicios de profesionales autónomos.

En ese primer día de trabajo, la asistencia a las dos salas que constituían la exposición fue especialmente reducida. Durante las cuatro horas y media de apertura visitaron la muestra sólo cinco personas, de manera espaciada en el tiempo. Dos de ellas para solicitar información acerca de un despacho de abogados y una consulta médica, respectivamente, cuyos locales no se encontraban  precisamente en el bloque del centro expositor. También estuvo durante unos quince minutos una extraña dama, ataviada con ropajes bohemios, en el que destacaba una amplia (en su diámetro) pamela blanca de paja que cubría su cabeza, con unas gafas oscuras de las que no se despojó en el interior de ambas salas, una falda de seda estampada con motivos geométricos, teñidos de intensos cromatismos y calzando unas muy usadas sandalias morunas de piel beige con remaches dorados. Los años que atesoraba la extraña dama (no pronunció palabra alguna, durante ese cuarto de hora presencial) sobre un cuerpo de epidermis repetidamente acanalada, serían difíciles de concretar, pero sí de imaginar. Además de un estudiante, que parecía de bellas artes por llevar en sus manos dos marcos entelados sin pintar, esa quinta persona que entró en la sala era una joven mensajera que a toda prisa traía un par de pizzas familiares, pero con la dirección erróneamente equivocada para entregar tan suculento y apetitoso envío.

La realidad era que el ínclito artista centraba toda la obra expuesta en dos únicos temas: algunos retratos (posiblemente de familiares y amigos del pintor) y una mayoría de bodegones con alimentos varios: mariscadas, dulces y pasteles y, de manera especial, preciosas fuentes de rica fruta. Resultaba curioso la convivencia de esta plástica temática expuesta para la realidad física de Julia, pues entre sus muchas cualidades no se encontraba el autocontrol en la ingesta. La joven soportaba con estoica paciencia un difícilmente disimulado sobrepeso acumulado en la generalidad de su cuerpo.

Después del muy precario “éxito” en la asistencia de la primera jornada, Julia se llevó para la tarde siguiente algún material con el que cubrir ese tiempo de vigilancia y asesoramiento en la exposición: la libreta de ejercicios correspondiente al inglés que estaba cursando, algún sudoku para ejercitar la mente y sobre todo su iPad, con el único objetivo de “acomodar” la distracción. El problema estaba en su muy pequeña mesa de atención y control,  situada en la entrada de la primera sala. No sólo eran sus reducidas dimensiones, sino la propia calidad del soporte, un simple tablero de formica alargado, apoyado en el suelo a través de un soporte metálico, cuya firmeza era más que dudosa dado sus continuos vaivenes.

Pero lo más cansino y agotador era la inasistencia de personas en las salas. Pasaban las horas sin que nadie se decidiera a entrar en esta oferta cultural de pintura que ofrecía la concejalía del ente municipal. La joven estudiosa del mundo antiguo, cada vez más aburrida en su labor, deducía la evidencia de que el autor de estas “suculentas” obras no debía ser muy conocido en los círculos artísticos de la ciudad. El ambiente “cósmico” de la exposición estaba presidido por el silencio, la soledad, el letargo e incluso una cierta “claustrofobia” porque estaba en un espacio interior sin ventanas. La única ventilación procedía de la puerta de entrada al recinto. En ocasiones percibía el ambiente como algo cargado y en las más de las veces una frialdad que no estimulaba el ánimo en demasía, sino todo lo contrario.

La presencia de visitantes era absolutamente desalentadora, para la vitalidad contenida de la joven Julia. En algún momento, cuando levantaba sus ojos de la navegación por Internet o cumplimentaba los ejercicios del English, pensaba en la posibilidad, un tanto divertida y sui géneris, de comenzar un diálogo con los personajes representados en esos cinco óleos, cuyos títulos nada le decían. “Si les hablo ¿se sentirán obligados a responderme? Igual salen del marco en el que están y como en las películas me explican quiénes son, por qué se han dejado dibujar y qué han representado o significan en la vida del artista…” Desde luego, su traviesa imaginación, la acústica sorda de la incomunicación y ese ambiente tentador para el apetito desordenado, junto a las miradas de esos austeros personajes, la estaban sacando de quicio.

Y en ese segundo día de trabajo, cuando pasaban unos minutos de las 20 horas, al fin “apareció” un hombre que aparentaba tener poco más de los cuarenta años. Cuerpo enjuto y detentando una elevada estatura. A pesar de que el calendario marcaba ya una primavera avanzada, en esos primeros días de junio el insólito visitante vestía con ropaje más bien apropiado para la estación invernal. Chaqueta de cuero marrón, vaqueros y botas deportivas, muy apropiadas para practicar el senderismo por la naturaleza. También incrementaba el misterio o intriga de su figura un austero sombrero, aparentemente de fieltro negro, con el que cubría su cabeza y que en ningún momento hizo ademán de quitárselo. En su entrada parsimoniosa, apenas saludó a Julia. Sólo hizo un leve ademán con su cabeza y se fue directamente a contemplar la exposición, deteniéndose durante extensos minutos en determinadas pinturas. El extraño personaje permaneció en la exposición alrededor de los veintitantos minutos. Sin pronunciar palabra alguna.  Antes de que abandonara la sala, un par de jóvenes estudiantes, con sus mochilas en sus espaldas, atravesaron la puerta de entrada y alegraron un poco el triste ambiente reinante, con sus risas y comentarios acerca de los bodegones con los alimentos. El visitante del sombrero negro había abandonado las salas, haciéndole otro gesto con la cabeza como frugal saludo de despedida.

Lo más extraordinario del caso es que en los días siguientes, nunca faltó la llegada del enigmático visitante de la chaqueta de cuero y las  Quechua deportivas del Decathlon. Siempre aparecía a eso de las ocho de la tarde, observando prácticamente las mismas pinturas durante poco menos de los treinta minutos. Así un día tras otro. Y sin hacer comentario alguno intercambiado con la intrigada Julia, que se imaginaba mil y un argumentos acerca de quién podría ser tan insólito y peculiar personaje.

Las tardes se le hacían larguísimas y aburridas a la joven licenciada Julia. La exposición no tenía “gancho” y el número de visitantes era puramente testimonial.  Tras dos días sin tener noticias de él, el ”asiduo visitante” de nuevo volvió a aparecer el jueves, a esa hora habitual en la que ya debería atardecer en el exterior. En esta ocasión se esforzó en mostrar una mayor sociabilidad, no sólo saludando de forma más expresiva, sino que, para mayor sorpresa de la encargada, le puso en las manos una pequeña caja de bombones.

“Srta. Quiero agradecerle su paciente presencia aquí, una tarde tras otra. Y, por supuesto, destacar lo bien protegidos que están los cuadros, con su mejor quehacer. Parece ser que no viene mucho público a las salas, sin embargo cumples con dignidad y eficiencia la obligación que te han encomendado. De nuevo gracias. Por favor, te ruego que aceptes este modesto presente”.

Julia, con los colores subidos en el rostro, no sabía qué responder. Se había quedado como “cortada” con la amabilidad y la expresividad del misterioso y generoso visitante. Apenas pudo musitar el “gracias, es Vd. muy amable” cuando su interlocutor ya se había desplazado al interior de la exposición para observar y analizar los cuadros colgados en las paredes.

Cuando habían transcurrido los veinte o poco más minutos de rigor, vio que este hombre abandonaba el local pero en esta ocasión de despidió con una amable y extraña frase “Buenas tardes, Julia. Que tengas una feliz noche”. Esta correcta y educada frase le hizo preguntarse a la joven que ¿cómo sabía su nombre, si ella no se lo había expresado? A los pocos segundos reparó en la placa que llevaba puesta prendida en su camisa, en la que se indicaba ese dato sobre la palabra “ENCARGADA”. 

Y llegó el viernes, día de la clausura expositiva. Más o menos a la hora habitual vio entrar el hombre de la chaqueta de cuero, quien en esta ocasión venía acompañado por un señor mayor, que se ayudaba en su desplazamiento usando un elegante bastón de madera. El asiduo visitante estuvo explicando a esta persona, que parecía bastante allegada, algunos detalles y aspectos acerca de determinados cuadros. Poco antes de las nueve y media Julia indicó en voz alta, a las cuatro personas que permanecían en las salas, que era la hora del cierre. Entonces el “misterioso” observador de los cuadros, extrajo de una bolsa un paquete aplanado y cuadrado que veía envuelto en papel azul. Su tamaño era más bien reducido, pues no tendría más de 30 cm. en cada uno de los lados. Junto a la persona mayor del bastón, se acercó a Julia y entregándole ese objeto envuelto pronunció las siguientes palabras, con una profunda sonrisa.

“Te ruego, Julia, aceptes este nuevo detalle, ya que hoy finaliza la exposición. Creo que te va a gustar. Pero te ruego que no lo abras, hasta que estés después tranquilamente en casa”.

Tras darle de nuevo las gracias, al gentil y detallista personaje, Julia notó como el señor del bastón no le quitaba los ojos de encima analizándola puntualmente, a través de sus ojos cansados, con todo el interés y detalle.

Aquella noche, tras la cena, le contó a sus padres la extraña y divertida situación con ese señor que aparecía casi a diario por la exposición y los dos generosos presentes que había recibido del mismo. En ese momento abrió el pequeño paquete, provocando en la reducida familia un ¡ohhhh! de admiración. Era un precioso dibujo, elaborado con magistral destreza a lápiz en cartulina, perfectamente enmarcado, que reflejaba el rostro y parte del pecho de Julia, con un realismo de alto nivel en su bondadosa e inocente expresividad. El dibujo o retrato estaba firmado por Remigio V.E. 2019.

Sería realmente fácil detallar el fin de este expresivo, romántico y revelador relato. Pero tal vez sea lo mejor aportar una breve conversación, mantenida por Remigio, el pintor, con su señor padre a la salida del centro cultural, en ese último día de la exposición.


“De acuerdo, Remi. Es tal y como la habías dibujado en la lámina. Eres, sobre todo, un gran retratista. Parece una buena moza y me ha agradado especialmente su expresión bondadosa y alegre. ¿No te has fijado en lo nerviosa que se mostraba cuando te miraba? ¡Que a mi no se me pasan todos esos detalles, a mis muchos años! Ya tienes edad de ir sentando la cabeza y buscarte una buena compañera, para que compartáis la vida juntos. No es bueno que el hombre esté solo y mi vida tiene, inevitablemente, sus límites. Hijo, abandona ya tu ego de solterón, obseso de los pinceles, pues hace años dejaste de ser un niño. Debes luchar por ella y darle lo mejor de tus cualidades en el día a día. Sé que posees muy buenos valores, aunque yo no te lo manifieste de manera continua. Pero sobre todo te aconsejo, como padre y amigo, que trates de hacerla feliz… De esta inteligente, generosa y cariñosa forma, tú también podrías llegar a serlo.”

Dos personas, diferentes y necesitadas, iban a emprender la sugerente aventura de compartir, comprender y ayudar en la reciprocidad. De alguna manera la cultura había vencido, una vez más con fortuna, a la carencia del desamor.


DIALOGANDO CON LA SUTIL ACÚSTICA DE LOS SILENCIOS


José L. Casado Toro  (viernes, 19 JULIO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



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