viernes, 22 de septiembre de 2017

OCHO CARTAS Y DOS CALCETAS DE LANA, EN LA MEMORIA DE VOLUNTADES.

Aunque siempre hay un origen más o menos definido en los cambios de la tendencia económica, los ciclos positivos de actividad y los depresivos de contracción se ven también influenciados por elementos difícilmente inteligibles que nos sugieren un destino caprichoso en sus decisiones para la suerte de la mayoría social.

Cuando estamos completando los últimos años de la segunda década del Siglo XXI, parece evidente que en los parámetros de la macroeconomía hay un claro cambio de tendencia hacia la recuperación, lo que que nos anima a creer en una nueva fase de crecimiento: tanto  en la producción, como en el consumo y, por supuesto,  en la creación de riqueza. Es de lamentar que en la creación neta de empleo, específicamente los contratos de larga duración, la tendencia aún es dubitativa, pues el trabajo ofertado es sólo para períodos muy limitados, a lo que se añade una rígida e “injusta” legislación para el despido (claramente a favor del capital empresarial) y una legislación laboral con derechos aún muy recortados para la clase trabajadora. El porcentaje de paro actual en nuestro país aún ronda la inquietante e inasumible cifra del 20 % de la población en edad laboral, datos aún muy alejados con respecto a los países que caminan con diligencia por la senda de la plena recuperación.

A pesar de estos condicionantes, ya vuelven a verse en las ciudades españolas grandes grúas trabajando a buen ritmo. Ello hace posible la generación de nuevos edificios y esa positiva dinamización de la economía derivada de la actividad constructora, sobre muchos solares que han estado vallados y olvidados durante todos esos años de la crisis económica más reciente que el mundo ha conocido y padecido.

Es evidente que la actividad constructiva no sólo pone el punto de mira en la generación de grandes manzanas de viviendas, sino también sobre muchos pisos de segunda mano que son comprados a fin efectuar sobre ellos las necesarias y urgentes reformas. El instrumental constructivo también opera sobre esas antiguas casitas unifamiliares que hoy son derribadas a fin de levantar pequeños bloques de viviendas, en función del espacio y la normativa municipal para la altura de las nuevas edificaciones. Y aquí comienza precisamente nuestra historia, en la que se mezclan valores, comportamientos, recuerdos y voluntades, sin olvidar la mano caprichosa de la suerte, el azar o ese destino del que hablábamos, siempre incierto e inesperado con el misterio de sus complejas decisiones.

Gran parte de los cincuenta y dos años que en la actualidad tiene Edalio los ha dedicado a trabajar, bajo el sol y la lluvia, en el ámbito de la construcción. Hijo y nieto de albañiles, desde los diecisiete años de edad ha estado vinculado al cemento, a la arena, al ladrillo, al pico y a la pala, aprendiendo y ejercitando el manejo de todos los instrumentos y máquinas que son utilizados en ese duro y necesario oficio de levantar estructuras para la habitabilidad de los humanos. Cientos y cientos de familias viven hoy en casas en las que él, junto a sus compañeros del tajo, han aportado horas y horas de esfuerzo laboral. En estos últimos años, los capataces le han ido encomendando trabajos más llevaderos para el esfuerzo, en función de su edad y las “cicatrices” que ya acumula su fornido cuerpo: tanto llevando la carretilla y poniendo hiladas de ladrillos, como preparando el hormigón o transportando sobre sus hombros los sacos del yeso y cemento. En esas y otras funciones, siempre ha demostrado su laboriosidad y responsabilidad, reconocida y aplaudida por sus compañeros, jefes y superiores. En la actualidad tiene encomendado el manejo electrónico de las grúas y también conduce y articula la controlada potencia que desarrollan las palas excavadoras. 

En esta soleada mañana de otoño, el esforzado operario se encuentra derribando los viejos muros de una casita mata, ubicada en una barriada de la zona oeste de la ciudad. Sentado en su pequeña cabina, articula los mandos de la gran pala excavadora que golpea con toda la fuerza las paredes de una modesta vivienda unifamiliar, rodeada desde hace años de otros grandes bloques con numerosas plantas de pisos y apartamentos. Amontonando los cascotes de hormigón, los ladrillos y los herrajes en una de las esquinas del solar, observa como la pala de su vehículo se enfrenta a una gran losa. Esta gran tapadera parece cubrir una especie de depósito bajo el suelo, utilizado tal vez para acumular agua o servir de pequeño habitáculo o sótano, para la familia que aquí residía. Aunque la gran losa resiste en principio los repetidos impactos, finalmente se resquebraja ante la fuerza del mecanismo móvil.

Edalio conoce algunos datos de esta vivienda que ahora están convirtiendo en un árido solar. Siempre le ha gustado comentar con sus superiores, en los minutos del desayuno o durante esa hora para reponer fuerzas con lo que lleva preparado en la fiambrera, para la comida del mediodía, acerca de la obra o el edificio que están construyendo, reparando o, como en este caso, derribando. Genoveva, su mujer, se esmera en cocinarle ese filete empanado, las patatas cocidas y aliñadas que tan bien le salen y añadirle esa pieza de fruta, bien cortada, pues conoce la escasa habilidad y pereza de su marido para manejarse con las frutas de pelar.

Adrián, un capataz que suele estar muy bien documentado (la típica persona un poco “cotilla”) le explicó que esa casita pertenecía a un matrimonio bastante mayor. Tras el fallecimiento reciente de su propietario Aquiles, su esposa Mariana, con ciertos problemas de movilidad había accedido a irse a vivir con la mayor de sus hijas, Diana, que vive sola tras la separación matrimonial que hubo de afrontar. Ella y sus otros dos hermanos han presionado a su madre para vender esa casita de su propiedad. El solar fue adquirido al fin por una empresa constructora, con el objetivo de edificar pequeños pisos o apartamentos de un único dormitorio. La zona donde está ubicado ese suelo se encuentra muy bien situada y el metro cuadrado construido sale bien rentable para su comercio en el mercado inmobiliario.

Dada la hora en que sucede el encuentro con la gran loseta, Edalio piensa que lo más urgente era echar los escombros de la tarde en una camioneta que esperaba junto al solar. Una vez terminada su labor y antes de marcharse a casa, dedica unos minutos a ver qué hay debajo de la gran loseta, resquebrajada por el impacto repetido de la pala. Aparta unos cascotes y mira hacia el interior del pequeño habitáculo que estaba cubriendo. Observa que en ese espacio, del tamaño de medio barril sólo hay bastante suciedad. Con una barra de hierro remueve las piedras y los escombros que habían caído en su interior descubriendo, para su asombro una caja de madera, color caoba. Su tamaño sería similar al de esas cajas de cartón que hay en las zapaterías, para guardar los números grandes que calzan los caballeros. Tentándole la curiosidad (sus tres compañeros de tajo ya se habían marchado) sube a la superficie ese inesperado descubrimiento.

Al abrirlo (rompiendo con un martillo la cerradura) su sorpresa fue aún mayor. Se encuentra con dos grandes calcetines de lana beige, ambos llenos de billetes y monedas, de aquellas que se utilizaban en España antes de la llegada del euro. Por los fajos de dinero en papel y por las monedas de cien y cincuenta pesetas, deduce que allí hay un buen capital. Junto a esas grandes calcetas, hay un pequeño fajo de cartas franqueadas: cuenta hasta ocho sobres para el correo, todos ellos devueltos a su remitente.

Aquella noche apenas puede dormir. No sabe qué hacer con esa caja de madera y su contenido, que, por una débil tentación, se ha llevado a casa. A la mañana siguiente se levanta bien temprano, sin apenas haber podido conciliar el sueño salvo en pequeñas “cabezadas”. El fornido albañil es una persona de buena voluntad y primario carácter. “Toda la vida trabajando como un mulo y ahora, que tengo la oportunidad de darme un buen capricho, la conciencia me remuerde  pues me está diciendo que ésto no se debe hacer”. Cuando su Geno se levanta, a fin de prepararle el tazón de café con leche y el bollo tostado con aceite que suele tomar para desayunar, le confiesa todo lo que le ocurrió ayer tarde en la obra. Su mujer, con los ojos aún llenos de lagañas y con sus encanecidos cabellos desordenados y grasosos por el calor de la noche, tras guardar apenas diez segundos de silencio, le dice:

“Anda, no seas tan tonto y necio, como siempre. Lo primero que tienes que hacer es contar el dinero que hay en los calcetines. Me dices que son pesetas, de las de antes. Pero esas monedas las llevas a un banco y te las cambian por euros. Y las cartas, si no las quieres leer, las echas a las brasas de la candela. Que hoy tengo que preparar un buen puchero. De todas formas, harás lo de siempre. Te conozco, para mi desgracia, bastante bien. ¡Puñetas de honradez! Eres un cabezón que nunca saldrás de pobre. Te voy a preparar el tazón del desayuno, que capaz eres de llegar hoy tarde al trabajo con esa historia de la caja y el dinero”.

Pero Edalio es como es. Una persona que sabe bien distinguir lo que está bien de aquello que nos puede hacer enrojecer. A pocos minutos de las ocho de la mañana, ya se encuentra en la obra. Llama al capataz Adrián y le entrega una bolsa que contiene la misteriosa caja de madera. En ese momento, su jefe inmediato estaba hablando con uno de los aparejadores. Los dos, tras recibir la breve explicación del honrado albañil, se comprometen a llevar al director de la constructora el curioso descubrimiento que hizo la tarde anterior el operario.

Cuando Cecilio Baltanás, el propietario de la inmobiliaria recibe la bolsa con la caja de madera, se encierra en su despacho. Lo primero que hace es contar la cantidad de dinero que está guardado dentro de los dos calcetines altos de lana. Esa contabilidad le lleva hacerla unos diez minutos, pues se recrea analizando las antiguas pesetas y las ilustraciones de los antiguos billetes de curso legal. Después toma en sus manos los ocho sobres. Comprueba que todos están dirigidos a la misma persona, un tal Benito VIllaldrás. En el frontal de cada sobre hay un sello indicativo de que el envío ha sido devuelto por ausencia del destinatario. La remitente también, en todos los casos la misma persona, una mujer que firma con el nombre de Mariana. Evidentemente, se trata de la señora mayor que ha vendido la propiedad del inmueble.

Hay siete sobres cerrados y otro más que en su momento fue abierto. Tras dudar durante unos minutos, puede más su curiosidad y lee detenidamente el contenido caligráfico de la hoja de libreta cuadriculada donde está escrito el mensaje. De manera evidente, la ortografía, redacción y caligrafía denotan una autoría perteneciente a una persona de muy limitados estudios. Queda profundamente impresionado por el contenido de la cuartilla, escrita por ambas caras. Se toma parte de la mañana para reflexionar sobre el caso (cursó en su momento la licenciatura de derecho y empresariales). Esa misma tarde decidió realizar unas llamadas de teléfono, a los tres hermanos, hijos de la señora Mariana. Les ruega acudan a su despacho, cuando les sea posible, pues tiene algo importante que comunicarles.
Con la mayor premura, los tres hermanos se ponen de acuerdo para estar en la inmobiliaria a las 7:30 de la tarde. Están intrigados, e interesados al tiempo, acerca de las misteriosas palabras que les ha comentado por teléfono el propietario de la empresa que ha comprado la antigua vivienda de sus padres, a fin de derribar la casa y edificar unos apartamentos.

Extremando la puntualidad, a la hora fijada Diana, Efrén y Héctor se hallan sentados en el despacho de Sr. Baltanás, al que lógicamente ya conocen. Se trata de un sesentón regordete, con alopecia banalmente disimulada y muy ceremonioso en sus formas expresivas y empresariales. Siempre les llamó la atención la longitud de sus pobladas patillas, que les hacía recordar la imagen histórica de un aguerrido bandolero de Sierra Morena.

“Buenas tardes. Les agradezco encarecidamente su pronta presencia y disponibilidad. Ayer tarde, un operario de mi empresa, mientras trabajaba con una pala excavadora en la vivienda que su señora madre nos vendió, se topó con una plataforma o tapadera de hormigón, que cubría lo que aparentemente había sido usado como aljibe o pozo ciego, en la zona de la cocina de la vivienda. Comprobando el interior de ese habitáculo, descubrió entre los escombros esta caja de madera, color caoba, que Vds, están contemplando. Esta misma mañana la ha entregado al jefe de obra, que me la ha traído de inmediato con la mayor y honrada diligencia.

Por mi responsabilidad, sobre la propiedad actual del inmueble/solar, me he visto obligado a conocer su contenido, del que muy probablemente no tengan Vds. conocimiento y que, obviamente, les pertenece. Digo esto porque, en la firma del contrato de transmisión de la propiedad, pude conocer el estado actual de su señora madre, Doña Mariana, con unas muy limitadas facultades físicas pero sobre todo mentales, a la que deseo, con el sentimiento más noble y profundo de mi corazón, todo lo mejor, por supuesto. 

En el interior de la caja hay dos grandes calcetas de lana, conteniendo monedas y billetes del antiguo curso legal. Exactamente suman 850.000 pesetas. Unos cinco mil cien euros, haciendo un cambio aritmético. Entiendo que son unos ahorros paciente y admirablemente reunidos por sus padres.  Observo, por la expresión de sus rostros, que no tenían conocimiento de todo lo que les estoy contando. Como les decía antes, ese dinero les pertenece. Supongo que en el Banco de España les pueden hacer el cambio correspondiente, a la moneda de curso legal.

Pero es que además había un pequeño fajo con ocho cartas. Sólo una de ellas estaba abierta. Las otras permanecían cerradas y devueltas al remitente, en este caso Doña Mariana. Por imprudencia, mi secretario ha leído esa carta abierta, hecho que repruebo y del que les pido las más sinceras excusas. Lógicamente , como director de la empresa y propietario actual del solar, este empleado me ha transmitido, básicamente, el contenido de esa misiva. Es un historia de naturaleza privada y que, en mi opinión, de una cierta gravedad para su estabilidad emocional. Vds. me indican lo que hago con estas cartas: se las entrego, les digo el contenido de ese sobre abierto, o se destruyen … Lo que sí les quiero avisar, por responsabilidad (soy también abogado) es que el contenido de esa misiva puede afectarles emocionalmente con gran intensidad en sus vidas”.  

Los tres hermanos pidieron unos minutos de intimidad para poder hablar entre ellos. Cecilio les dejó solos en su despacho para que libremente tomaran la mejor decisión al respecto. Pasados unos quince minutos, Diana reclamó su presencia y en presencia el empresario habló a sus hermanos.

“Como hermana mayor, he leído el contenido de esa carta abierta hace unos minutos. Quiero deciros que nuestra madre tuvo, durante una parte de su matrimonio, una secreta relación con otra persona ajena a nuestro padre. Por el contenido de ese texto, le transmitía a esa persona (sé quien era, pero también os digo que ya dejó de existir) que él era el padre del hijo o hija que estaba en su vientre. Como la carta no lleva fecha manuscrita, es difícil concretar a qué hijo se refiere. Lo cierto es que uno de nosotros tres es hijo/a de ese señor. (silencio profundo. Se miran los unos a los otros).

Quizás en las demás cartas se aclare la paternidad exacta de este hombre. Por mi parte, no quiero remover más esa vida pasada de nuestra madre, hoy muy limitada física y mentalmente. Pienso y propongo que esas cartas deben ser destruidas. Nos hemos criado como tres hermanos de la misma sangre y remover todo nuestro pasado sería hacernos sufrir inútilmente. Por mi parte considero, desde lo más íntimo del corazón, que tengo dos hermanos y vosotros tenéis una hermana. Eso es lo verdaderamente importante. Esto es lo único que nos debe importar”.

Después de esta exposición tan reflexiva y sensata, por parte de Diana, Efrén y Héctor asintieron en el mismo sentido. Miraron con seriedad y aceptación a Cecilio, autorizándole implícitamente a que destruyese esa y el resto de las cartas. El abogado empresario así lo hizo, pronunciando unas  breves palabras: “demostráis una gran humanidad y comprensión hacia vuestra madre. Os admiro profundamente. Es mejor olvidar, porque así seréis más felices. Yo me voy a encargar que las pesetas de estas calcetas se conviertan en euros. Esos 5.100 euros los voy a completar hasta los 6000 para que se os entreguen a cada uno de vosotros un cheque de 2000 euros y hagáis con ese dinero lo que estiméis más adecuado”.

Los tres hermanos volvían a sus respectivos domicilios en silencio, pero caminando relajadamente. Diana les comentó, antes de separarse: “este fin de semana venís con vuestras familias a comer a casa. Nos haría a todos bien. Yo me encargo de prepararlo todo”. Se dijeron adiós con sendos besos y unas cálidas sonrisas. Mientras, en el domicilio de Edalio, Genoveva decía a su marido unas palabras llenas de resignación: “Llevamos casados veintisiete años. Eres así y no vas a cambiar en la madurez. Tengo que aceptarte como eres. Dicen que la honradez es una forma de riqueza. Lo mejor será creernos esta frase. Anda, vamos a cenar…”


José L. Casado Toro (viernes, 22 Septiembre 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


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